30 septiembre 2007

Islas de fuego

Reinaldo y Witiza oteaban el horizonte desde el barco de pesca. Hacía ya un par de días que habían partido de Qadir hacia el sur, siempre siguiendo la costa, pues no era cosa de adentrarse en la Mar Océana y llegar al fin del mundo, allá por el Oeste.
Habían pedido permiso al emir, pues como mozárabes estaban obligados a informar de todas sus salidas a la mar. Si se convirtieran al mahometanismo no tendrían que cumplir ese requisito, pero por el momento preferían mantener sus creencias cristianas; al menos las autoridades musulmanas toleraban los cultos cristianos y judaicos. Se decía que en los reinos cristianos del norte peninsular no sucedía lo mismo. Pero Asturias y Navarra quedaban muy lejos de Al-Andalus.
Pero los pescadores de Tánger no tenían dificultades para venir a pescar a las aguas de Qadir pues todos ellos pertenecían a la fe de Mahoma. Y así no siempre era posible para Reinaldo y Witiza llenar las redes con peces decentes.
No pudiendo protestar, porque ser mozárabes, optaron por buscar otros caladeros. Hacia el norte no les dejaba el emir, no fuera a ser una excusa para huir a las tierras cristianas, pero hacia el sur no puso pegas.
Aunque allá por el sur se decía que estaba el infierno. Unas islas de fuego que hacían hervir el mar. Reinaldo se burlaba de tales ideas, aunque su hijo Witiza las defendía.
—Mi abuelo fue una vez a pescar allá, antes de que vinieran los moros —dijo el padre. —Me contaba que hay allí muchísimo atún, aunque no se puede pescar con red sino con anzuelo. Y no dijo nada de unas islas de fuego.
—Porque no llegó hasta ellas.
—Sí que llegó. Estuvo cerca de unas islas con grandes montañas, incluso con nieve.
—Si tenían nieve no pueden ser las islas de fuego.
—Porque no hay islas de fuego. Creo que el sacerdote te ha estado comiendo la sesera con sus sermones sobre el infierno.
—¡Pero no soy yo sólo! Lo dicen todos los demás marinos del barco.
—Pues entonces harás mejor en callarte. No quiero tener amotinados a bordo.
El pesquero tenía una tripulación de 8 hombres, con 6 marineros, el patrón Reinaldo y su hijo. Tan sólo dos de los marineros eran musulmanes convertidos, el resto mozárabes, es decir cristianos que habían jurado fidelidad a las autoridades moras de Al-Andalus.
Cruzaron el estrecho, con vientos bastante desfavorables. Pasaron frente a Tánger y prosiguieron hasta el sur.
Se sucedieron varios días con calma chicha, alternados con vientos flojos que les permitían seguir navegando.
Por fin hallaron pesca. Atunes enormes que capturaron uno a uno con sedales y anzuelos. Llenaron el barco y decidieron regresar. Había que salar todos esos peces y hacerlo pronto, o tendrían que abandonarlos en el agua.
Pero los vientos no fueron favorables. Soplaban del nordeste y les llevaban lejos de la costa y hacia el sur. Además, apenas les quedaba agua.
Pronto vieron algo a lo lejos que les llenó de terror. Un resplandor rojizo brillaba en el horizonte, como una gigantesca hoguera. Por la noche era visible, e incluso durante el día, pese a que estaba nublado. Y el fuerte viento les arrastraba hacia allá.
Todos los marinos rezaban, unos a María y Jesús, otros a Mahoma, suplicando la ayuda divina.
Por fin Witiza vio tierra. Era una costa agreste y montañosa. Cuando estaban más cerca comprobaron que abundaban los barrancos y las rocas costeras. Fue difícil navegar evitando los arrecifes, pero finalmente desembarcaron en una pequeña playa rocosa, donde terminaba un pequeño barranco.


Reinaldo, Witiza y un marinero saltaron a tierra con una vejiga vacía para llenarla de agua. Subieron por el barranco, entre plantas extrañas y salvando otros obstáculos, como grandes rocas y saltos de agua (ahora secos). Finalmente, hallaron una charca de agua no demasiado limpia; pero no tenían opción. Tal vez más arriba había aguas más puras, o tal vez no. Y no tenían tiempo para dedicarse a explorar aquellas tierras.
Cuando ya tenían llena y cerrada la vejiga, una piedra tumbó al marino. Dolorido se levantó, a tiempo de ver como otras piedras caían sobre ellos.
En lo alto del barranco había unos seres peludos, con el aspecto de hombres pero llenos de pelo, que portaban enormes palos. Eran ellos quienes lanzaban las piedras, y con buena puntería, como pudo comprobar Reinaldo cuando una le rozó la oreja.
No lo pensaron más y huyeron barranco abajo, dejando abandonada la vejiga llena de agua.
Tanto Arinamán como Tugaico pensaban que no eran buenos tiempos. El dios Magec había sido derrotado por Guayota, y Achamán no había podido derrotar al demonio que moraba en el Echeyde. Desde la cumbre cercana podía verse como la montaña sagrada echaba fuego y de vez en cuando la tierra temblaba por la lucha entre los dioses. Los guanches hacían sacrificios, sobre todo con la leche de las cabras, y apartaban a los baifos para que al balar los dioses se apiadaran de los hombres. Pero sin resultado por el momento.
Además, las comarcas altas donde iban a pastorear los de otros lugares de Tinerfe como Icoden o Taoro eran ahora inaccesibles; así que los pastores de esas regiones pretendían venir a Tegueste y Anaga con sus ganados. Eso causaba muchos problemas, sobre todo porque el mencey de Tegueste, el estúpido de Ayrambentor había cedido y les había permitido pastorear en sus tierras. De nada sirvió que el mencey de Anaga, Tenehoro se negara a ceder tierras a los otros, los pastores de Taoro no distinguían entre las tierras de Tegueste y las de Anaga, con los consiguientes conflictos.
Arinamán y Tugaico se dirigían hacia donde habían dejado sus ovejas y cabras cuando se oyó el ronco sonido de la caracola. Corrieron hacia la cumbre, donde les aguardaría el mencey Tenehoro.
Tugaico no tenía bien atados los xercos, y tropezó cayendo con el suelo. Arinamán se burló de él diciendo:
—Como no tengas más cuidado, Tugaico, los de Taoro no te dejarán ni un baifo para comer.
—Tú sigue, que ya verás como te alcanzo —dijo Tugaico, sacudiéndose la tierra de su tabarco de piel de cabra.
Arinamán siguió solo, subiendo por la pendiente. Y cuando menos lo esperaba, vio a Tugaico llegar alzándose sobre la lanza que portaba, dando enormes saltos que le permitieron ponerse a su altura.
Tugaico no era capaz de usar así la lanza. Así que optó por callarse.
Llegaron arriba y comprobaron que no era el mencey quien les llamaba, era Atenor, el superior jerárquico de los dos hombres.
Les informó que se habían visto llegar unos extraños por el mar y que debían obligarlos a embarcar de nuevo.
Dirigidos por Atenor, bajaron hacia la costa. Entonces los vieron.
Eran tres hombres vestidos con extrañas prendas de colores. Muy finas, no eran pieles. Estaban llenando una especie de estómago de cabra (o de algún otro animal) con el agua verdosa. Arinamán pensó que tal vez aquellos extranjeros no supieran que poco más arriba había una fuente que manaba todo el año, y que daba un agua mucho más pura que la de aquel charco. Pensó en decírselo, pero comprendió que lo más probable era que no le entendieran; aparte de que, por la orden de Atenor de expulsarlos, se habían convertido en enemigos.
Tugaico lanzó la primera piedra, que derribó a uno de los hombres. Los demás hicieron lo mismo, aunque con menor fortuna.
Los extraños les vieron y, aterrorizados, huyeron de inmediato.
Arinamán bajó hacia la charca y observó que habían dejado abandonado el recipiente con el agua. Se había abierto y derramado el contenido.
Lo recogió y se lo alcanzó a Tugaico. Le dijo:
—Ayúdame a llenarlo en la fuente.
Entre los dos lo llenaron con agua fresca y luego Arinamán amarró con fuerza la boca del pellejo. Entonces añadió:
—Vamos a llevarlo.
Entre los dos podían cargar con el recipiente lleno de agua. Tugaico creía que irían hacia las cuevas, pero Arinamán caminó hacia abajo.
—¿Pero adonde vas?
—Hacia la costa. Pienso entregar el agua a los extraños.
—¡Pero son nuestros enemigos!
—No debemos mancharnos con su sangre, ¿no crees? Y si vinieron aquí a buscar agua es porque la necesitan. Yo creo que si se la damos, se irán y no volverán.
—Lo que yo creo es que vendrán a buscar más agua, sabiendo ya que hay.
—¿Después de la lluvia de piedras que les hemos lanzado? No lo creo.
—De todos modos, espero que Atenor no se entere.
—¿Acaso se lo vas a decir tú?
—Yo no, te lo juro por los huesos de mi padre. Pero nos pueden ver los demás.
—No importa. Si hace falta, yo cargaré con la culpa. Te estoy obligando a ayudarme.
—Arinamán, no voy a dejarte solo. Ya he jurado por los huesos benditos.
—De acuerdo, sigamos que ya estamos llegando a la playa.
Los pescadores mozárabes estaban dispuestos a embarcar sin el agua cuando vieron llegar a los dos hombres peludos cargando con la vejiga. Uno de ellos, el que portaba un enorme palo, se quedó atrás mientras el otro marchaba sobre las piedras resbaladizas cargando él solo el pesado recipiente. Se quedó allí, esperando.
Reinaldo y Witiza no lo pensaron dos veces. Bajaron del barco y caminaron hasta salir del agua y plantarse frente al extraño. Pudieron ver entonces que no era un hombre peludo, sino más bien vestido con pieles. Aunque tenía barba poblada y su cabello era largo, sus brazos no tenían más pelos que los de cualquiera de ellos. Eso sí, eran mucho más musculosos para poder soportar el peso de aquella vejiga llena de agua. Los dos mozárabes la cogieron, haciendo gran esfuerzo y Reinaldo dijo:
—¡Gracias! Te doy las gracias en nombre del Dios supremo.
El otro dijo algo incomprensible. Y volvió junto a su compañero.
Otros dos hombres bajaron del barco para ayudarles a subir el agua a bordo. El viento soplaba favorable, así que estaban obligados a partir enseguida.
Arinamán y Tugaico permanecieron en la playa hasta que la barca de los extraños se perdió en el horizonte. Entonces recordaron sus obligaciones.
—¡El ganado! ¡Tenemos que recogerlo pronto, pues falta poco para que anochezca!
—¡Corre, o Atenor nos mata!
En la barca, Reinaldo y Witiza no podían creerlo. El agua era fresca y limpia, no el líquido verdoso que ellos habían recogido.
—Parece un milagro —dijo Witiza.
—Puede ser, querido hijo. Pero por favor, júrame que no contarás lo que ha pasado.
—¿Lo de las islas del fuego? ¿Lo de la gente peluda con aspecto de demonios y que tiran piedras?
—Eso sí. Nuestra gente lo creerá sin ninguna duda. Y todos los marineros lo han visto.
—Entonces, padre, ¿qué es lo que no debo contar?
—Esto último. Que esos seres demoníacos se apiadaron de nosotros y nos dieron el agua que tontamente perdimos al huir.
—Tienes razón, padre. Nadie lo creerá.
Finalmente, Achamán venció a Guayota y logró tapar la boca del Echeyde. Todos los guanches podían ver la tapa que ahora surgía en la cumbre de la montaña. Ya no había más fuego y las tierras altas podían ser de nuevo visitadas durante el verano. Así que la gente de Taoro, Daute, Icoden y demás lugares no tuvo que venir hasta Anaga buscando pasto.
En el norte, los marineros mozárabes, musulmanes e incluso cristianos, sabían que era peligroso viajar hacia el sur. Había unas islas llenas de fuego y pobladas por demonios peludos que tiraban piedras con enorme puntería y con fuerza suficiente para lanzarlas sobre los barcos que imprudentemente se acercaran a sus costas.
Tardaron varios siglos en atreverse a volver a ellas…

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