30 septiembre 2007

Islas de fuego

Reinaldo y Witiza oteaban el horizonte desde el barco de pesca. Hacía ya un par de días que habían partido de Qadir hacia el sur, siempre siguiendo la costa, pues no era cosa de adentrarse en la Mar Océana y llegar al fin del mundo, allá por el Oeste.
Habían pedido permiso al emir, pues como mozárabes estaban obligados a informar de todas sus salidas a la mar. Si se convirtieran al mahometanismo no tendrían que cumplir ese requisito, pero por el momento preferían mantener sus creencias cristianas; al menos las autoridades musulmanas toleraban los cultos cristianos y judaicos. Se decía que en los reinos cristianos del norte peninsular no sucedía lo mismo. Pero Asturias y Navarra quedaban muy lejos de Al-Andalus.
Pero los pescadores de Tánger no tenían dificultades para venir a pescar a las aguas de Qadir pues todos ellos pertenecían a la fe de Mahoma. Y así no siempre era posible para Reinaldo y Witiza llenar las redes con peces decentes.
No pudiendo protestar, porque ser mozárabes, optaron por buscar otros caladeros. Hacia el norte no les dejaba el emir, no fuera a ser una excusa para huir a las tierras cristianas, pero hacia el sur no puso pegas.
Aunque allá por el sur se decía que estaba el infierno. Unas islas de fuego que hacían hervir el mar. Reinaldo se burlaba de tales ideas, aunque su hijo Witiza las defendía.
—Mi abuelo fue una vez a pescar allá, antes de que vinieran los moros —dijo el padre. —Me contaba que hay allí muchísimo atún, aunque no se puede pescar con red sino con anzuelo. Y no dijo nada de unas islas de fuego.
—Porque no llegó hasta ellas.
—Sí que llegó. Estuvo cerca de unas islas con grandes montañas, incluso con nieve.
—Si tenían nieve no pueden ser las islas de fuego.
—Porque no hay islas de fuego. Creo que el sacerdote te ha estado comiendo la sesera con sus sermones sobre el infierno.
—¡Pero no soy yo sólo! Lo dicen todos los demás marinos del barco.
—Pues entonces harás mejor en callarte. No quiero tener amotinados a bordo.
El pesquero tenía una tripulación de 8 hombres, con 6 marineros, el patrón Reinaldo y su hijo. Tan sólo dos de los marineros eran musulmanes convertidos, el resto mozárabes, es decir cristianos que habían jurado fidelidad a las autoridades moras de Al-Andalus.
Cruzaron el estrecho, con vientos bastante desfavorables. Pasaron frente a Tánger y prosiguieron hasta el sur.
Se sucedieron varios días con calma chicha, alternados con vientos flojos que les permitían seguir navegando.
Por fin hallaron pesca. Atunes enormes que capturaron uno a uno con sedales y anzuelos. Llenaron el barco y decidieron regresar. Había que salar todos esos peces y hacerlo pronto, o tendrían que abandonarlos en el agua.
Pero los vientos no fueron favorables. Soplaban del nordeste y les llevaban lejos de la costa y hacia el sur. Además, apenas les quedaba agua.
Pronto vieron algo a lo lejos que les llenó de terror. Un resplandor rojizo brillaba en el horizonte, como una gigantesca hoguera. Por la noche era visible, e incluso durante el día, pese a que estaba nublado. Y el fuerte viento les arrastraba hacia allá.
Todos los marinos rezaban, unos a María y Jesús, otros a Mahoma, suplicando la ayuda divina.
Por fin Witiza vio tierra. Era una costa agreste y montañosa. Cuando estaban más cerca comprobaron que abundaban los barrancos y las rocas costeras. Fue difícil navegar evitando los arrecifes, pero finalmente desembarcaron en una pequeña playa rocosa, donde terminaba un pequeño barranco.


Reinaldo, Witiza y un marinero saltaron a tierra con una vejiga vacía para llenarla de agua. Subieron por el barranco, entre plantas extrañas y salvando otros obstáculos, como grandes rocas y saltos de agua (ahora secos). Finalmente, hallaron una charca de agua no demasiado limpia; pero no tenían opción. Tal vez más arriba había aguas más puras, o tal vez no. Y no tenían tiempo para dedicarse a explorar aquellas tierras.
Cuando ya tenían llena y cerrada la vejiga, una piedra tumbó al marino. Dolorido se levantó, a tiempo de ver como otras piedras caían sobre ellos.
En lo alto del barranco había unos seres peludos, con el aspecto de hombres pero llenos de pelo, que portaban enormes palos. Eran ellos quienes lanzaban las piedras, y con buena puntería, como pudo comprobar Reinaldo cuando una le rozó la oreja.
No lo pensaron más y huyeron barranco abajo, dejando abandonada la vejiga llena de agua.
Tanto Arinamán como Tugaico pensaban que no eran buenos tiempos. El dios Magec había sido derrotado por Guayota, y Achamán no había podido derrotar al demonio que moraba en el Echeyde. Desde la cumbre cercana podía verse como la montaña sagrada echaba fuego y de vez en cuando la tierra temblaba por la lucha entre los dioses. Los guanches hacían sacrificios, sobre todo con la leche de las cabras, y apartaban a los baifos para que al balar los dioses se apiadaran de los hombres. Pero sin resultado por el momento.
Además, las comarcas altas donde iban a pastorear los de otros lugares de Tinerfe como Icoden o Taoro eran ahora inaccesibles; así que los pastores de esas regiones pretendían venir a Tegueste y Anaga con sus ganados. Eso causaba muchos problemas, sobre todo porque el mencey de Tegueste, el estúpido de Ayrambentor había cedido y les había permitido pastorear en sus tierras. De nada sirvió que el mencey de Anaga, Tenehoro se negara a ceder tierras a los otros, los pastores de Taoro no distinguían entre las tierras de Tegueste y las de Anaga, con los consiguientes conflictos.
Arinamán y Tugaico se dirigían hacia donde habían dejado sus ovejas y cabras cuando se oyó el ronco sonido de la caracola. Corrieron hacia la cumbre, donde les aguardaría el mencey Tenehoro.
Tugaico no tenía bien atados los xercos, y tropezó cayendo con el suelo. Arinamán se burló de él diciendo:
—Como no tengas más cuidado, Tugaico, los de Taoro no te dejarán ni un baifo para comer.
—Tú sigue, que ya verás como te alcanzo —dijo Tugaico, sacudiéndose la tierra de su tabarco de piel de cabra.
Arinamán siguió solo, subiendo por la pendiente. Y cuando menos lo esperaba, vio a Tugaico llegar alzándose sobre la lanza que portaba, dando enormes saltos que le permitieron ponerse a su altura.
Tugaico no era capaz de usar así la lanza. Así que optó por callarse.
Llegaron arriba y comprobaron que no era el mencey quien les llamaba, era Atenor, el superior jerárquico de los dos hombres.
Les informó que se habían visto llegar unos extraños por el mar y que debían obligarlos a embarcar de nuevo.
Dirigidos por Atenor, bajaron hacia la costa. Entonces los vieron.
Eran tres hombres vestidos con extrañas prendas de colores. Muy finas, no eran pieles. Estaban llenando una especie de estómago de cabra (o de algún otro animal) con el agua verdosa. Arinamán pensó que tal vez aquellos extranjeros no supieran que poco más arriba había una fuente que manaba todo el año, y que daba un agua mucho más pura que la de aquel charco. Pensó en decírselo, pero comprendió que lo más probable era que no le entendieran; aparte de que, por la orden de Atenor de expulsarlos, se habían convertido en enemigos.
Tugaico lanzó la primera piedra, que derribó a uno de los hombres. Los demás hicieron lo mismo, aunque con menor fortuna.
Los extraños les vieron y, aterrorizados, huyeron de inmediato.
Arinamán bajó hacia la charca y observó que habían dejado abandonado el recipiente con el agua. Se había abierto y derramado el contenido.
Lo recogió y se lo alcanzó a Tugaico. Le dijo:
—Ayúdame a llenarlo en la fuente.
Entre los dos lo llenaron con agua fresca y luego Arinamán amarró con fuerza la boca del pellejo. Entonces añadió:
—Vamos a llevarlo.
Entre los dos podían cargar con el recipiente lleno de agua. Tugaico creía que irían hacia las cuevas, pero Arinamán caminó hacia abajo.
—¿Pero adonde vas?
—Hacia la costa. Pienso entregar el agua a los extraños.
—¡Pero son nuestros enemigos!
—No debemos mancharnos con su sangre, ¿no crees? Y si vinieron aquí a buscar agua es porque la necesitan. Yo creo que si se la damos, se irán y no volverán.
—Lo que yo creo es que vendrán a buscar más agua, sabiendo ya que hay.
—¿Después de la lluvia de piedras que les hemos lanzado? No lo creo.
—De todos modos, espero que Atenor no se entere.
—¿Acaso se lo vas a decir tú?
—Yo no, te lo juro por los huesos de mi padre. Pero nos pueden ver los demás.
—No importa. Si hace falta, yo cargaré con la culpa. Te estoy obligando a ayudarme.
—Arinamán, no voy a dejarte solo. Ya he jurado por los huesos benditos.
—De acuerdo, sigamos que ya estamos llegando a la playa.
Los pescadores mozárabes estaban dispuestos a embarcar sin el agua cuando vieron llegar a los dos hombres peludos cargando con la vejiga. Uno de ellos, el que portaba un enorme palo, se quedó atrás mientras el otro marchaba sobre las piedras resbaladizas cargando él solo el pesado recipiente. Se quedó allí, esperando.
Reinaldo y Witiza no lo pensaron dos veces. Bajaron del barco y caminaron hasta salir del agua y plantarse frente al extraño. Pudieron ver entonces que no era un hombre peludo, sino más bien vestido con pieles. Aunque tenía barba poblada y su cabello era largo, sus brazos no tenían más pelos que los de cualquiera de ellos. Eso sí, eran mucho más musculosos para poder soportar el peso de aquella vejiga llena de agua. Los dos mozárabes la cogieron, haciendo gran esfuerzo y Reinaldo dijo:
—¡Gracias! Te doy las gracias en nombre del Dios supremo.
El otro dijo algo incomprensible. Y volvió junto a su compañero.
Otros dos hombres bajaron del barco para ayudarles a subir el agua a bordo. El viento soplaba favorable, así que estaban obligados a partir enseguida.
Arinamán y Tugaico permanecieron en la playa hasta que la barca de los extraños se perdió en el horizonte. Entonces recordaron sus obligaciones.
—¡El ganado! ¡Tenemos que recogerlo pronto, pues falta poco para que anochezca!
—¡Corre, o Atenor nos mata!
En la barca, Reinaldo y Witiza no podían creerlo. El agua era fresca y limpia, no el líquido verdoso que ellos habían recogido.
—Parece un milagro —dijo Witiza.
—Puede ser, querido hijo. Pero por favor, júrame que no contarás lo que ha pasado.
—¿Lo de las islas del fuego? ¿Lo de la gente peluda con aspecto de demonios y que tiran piedras?
—Eso sí. Nuestra gente lo creerá sin ninguna duda. Y todos los marineros lo han visto.
—Entonces, padre, ¿qué es lo que no debo contar?
—Esto último. Que esos seres demoníacos se apiadaron de nosotros y nos dieron el agua que tontamente perdimos al huir.
—Tienes razón, padre. Nadie lo creerá.
Finalmente, Achamán venció a Guayota y logró tapar la boca del Echeyde. Todos los guanches podían ver la tapa que ahora surgía en la cumbre de la montaña. Ya no había más fuego y las tierras altas podían ser de nuevo visitadas durante el verano. Así que la gente de Taoro, Daute, Icoden y demás lugares no tuvo que venir hasta Anaga buscando pasto.
En el norte, los marineros mozárabes, musulmanes e incluso cristianos, sabían que era peligroso viajar hacia el sur. Había unas islas llenas de fuego y pobladas por demonios peludos que tiraban piedras con enorme puntería y con fuerza suficiente para lanzarlas sobre los barcos que imprudentemente se acercaran a sus costas.
Tardaron varios siglos en atreverse a volver a ellas…

28 septiembre 2007

Visita a la Fundación



Desde hace tiempo que quería visitar la Fundación. Y ayer aproveché para hacerlo y hacer un par de fotos.
Puede apreciarse su línea modernista de alta tecnología. Nada que recuerde al viejo Imperio Galáctico.
En la otra imagen se observa la llegada de la hipernave, justo en la que me subí una vez completada la visita.

17 septiembre 2007

Próxima publicación


Próximamente saldrá a la calle mi quinto libro, Jimmy Cara de Caballo, una aventura del Oeste para niños.
Adelanto la portada y la contraportada.
Los dibujos son de Cristina Súarez, una ex-compañera del Instituto.
Espero que estén ya a la venta para Navidad.

¡Ah! Y vienen dos libros infantiles más, además de este. Ya iré avisando...

12 septiembre 2007

Ocaso

Usylis presenció el impacto del asteroide. El temblor afectó a la base y se dispararon todas las alarmas. Por suerte ya estaban todos preparados y con sus trajes de vacío puestos, así que no hubo víctimas entre los superiores. Aunque sí que se perdió todo un grupo de plantas al perder su aire y lo mismo con dos jaulas de alimañas del laboratorio. Aunque, ¿quién se preocupa de esas pequeñas alimañas peludas?
Las cámaras en órbita mostraron cómo era destruida la base de los rojos. El pequeño cuerpo rocoso era de sólo 10 kilómetros de diámetro, pero suficiente para abrir un cráter de más de 85 kilómetros de diámetro. Cuando se hubo despejado el polvo, donde antes se hallaba situada la base roja, en el sur del Mundo Satélite, ahora se podía apreciar un cráter nuevo de color claro, con grandes emisiones de polvo en todas direcciones. La cara del satélite quedaba marcada para siempre con un nuevo impacto.
Aunque se tratara de enemigos, Usylis lamentaba su muerte. Doscientos mil superiores eran demasiadas víctimas, por muy roja que tuvieran su piel. A diferencia de otros superiores, Usylis no despreciaba a las otras razas, ni devolvía el desprecio que los rojos demostraban a las demás razas. Bajo las escamas y plumas azules, rojas, verdes o marrones, todos los cuerpos eran idénticos.
Además, probablemente los rojos se vengarían. Más aún cuando descubrieran que ese asteroide no era el único que los azules habían desplazado para producir impactos catastróficos. El primero era una prueba tan sólo. Visto el éxito, era evidente que los otros tres, cada uno de 25 kilómetros de diámetro, serían mantenidos en rumbo de colisión al Mundo Planeta. Aunque los rojos los detectaran, era difícil que pudieran evitar a los tres. Cualquiera de ellos alcanzaría el planeta y crearía un cráter mucho mayor, cuyos efectos serían más catastróficos por la onda expansiva en la atmósfera y el oscurecimiento atmosférico posterior.
La teoría era que, tras la destrucción de todos los rojos, las restantes razas repoblarían el planeta, pero Usylis dudaba que llegara a funcionar. Aunque por descontado que no decía nada, su prestigio quedaría por los suelos si se sabía que no confiaba en los mandos.
Había asimismo otra razón para que Usylis no abrazara la idea de los asteroides. En el Mundo Planeta estaba un ser que no había querido ir con él al Satélite y Usylis era lo suficientemente sentimental como para añorar a su compañera. Lyhermes era marrón, una hembra más bien pequeña pero de cuerpo perfecto, muy inteligente y muy buena madre: cuando puso el huevo se dedicó a vigilar la incubadora mucho más del tiempo que le correspondía. Más de una vez Usylis tuvo que apartarla para poder cumplir con su obligación de turnarse en la vigilancia. Cuando finalmente eclosionó el huevo, ella recogió con todo cariño un trozo de cáscara y la guardó como un tesoro. Y mientras el pequeño multicolor se desarrolló con sus padres, lo cuidó como sólo podía hacerlo la mejor de las madres. Finalmente, el pequeño Byjón se fue a la Academia de Profesores y Lyhermes sufrió la separación; aunque Usylis trató de confortarla, tardó meses en recuperarse, y nunca volvió a ser la misma.
Más tarde, cuando a ambos se les propuso viajar al Satélite, ella se negó de plano; y Usylis comprendió que su vida en común se había terminado.
Al menos sabía que el pequeño Byjón (ahora ya casi un adulto) sí había sido transferido al Satélite, y varias veces lo había visitado para vigilar su desarrollo.
Como ingeniero neurólogo, Usylis tenía trabajo de sobra en la base azul del Satélite y eso le sirvió para superar el dolor de dejar atrás a Lyhermes. Pero siempre se opuso al Proyecto Asteroide y no era el único entre los azules. “Pacifistas” los llamaban los demás. En todo caso, se impuso el criterio más belicoso, sobre todo a la vista de las barbaridades que los rojos estaban cometiendo en el Planeta, destruyendo ciudades enteras con sus bombas sísmicas. Y aunque Usylis no estuviera de acuerdo, la debida obediencia le mantuvo callado. Solo así logró mantener su prestigio y el de su familia.
La ciudad de los azules en el Mundo Satélite estaba en el norte pero, a diferencia de la de los rojos en el sur, no era fácilmente visible. De hecho, ocupaba buena parte de una cavidad natural bajo un mar de lava y muy poca gente conocía su localización; esa era su principal defensa en la guerra que mantenían rojos y azules en el Planeta y ahora también en el Satélite. Las autoridades azules confiaban en que los rojos no les atacaran, aunque eran bien conscientes de la fragilidad de su entorno: el impacto de un proyectil sísmico sería suficiente para acabar con todos ellos.
En realidad, la guerra era de la raza roja contra las demás razas, si bien los azules eran quienes comandaban el bando contrario. Pero también los verdes y los marrones, y con ellos los multicolores mestizos, se habían sentido obligados a alinearse del lado azul, ya que el odio de los rojos contra las demás razas también les alcanzaba.
Nadie sabía de donde venía ese odio. Durante milenios había existido, si bien sólo en los últimos años había alcanzado tal virulencia. Algunos pensaban que podía relacionarse con el periodo, decenas de siglos atrás, en que los azules esclavizaron a los rojos. Pero eso fue en otra civilización, otra cultura, ya desaparecida. Y aunque fuera así, no justificaba la extensión del odio a las razas verde o marrón, pues estas también fueron esclavizadas por los azules en aquella época de preponderancia azul.
De hecho, ni siquiera estaba claro el origen de las diferencias raciales, pues no estaba claro que el color cutáneo fuese una ventaja evolutiva. Algunos estudiosos comparaban los colores de los superiores con los de muchos voladores emplumados (también de vistosos colores) y en base a ello argumentaban que los seres superiores procedían de voladores con plumas. Sin embargo, la mayoría no estaba de acuerdo, indicando que todos los voladores con plumas tenían pico, con o sin dientes, y que el antepasado más probable de los superiores era alguno de los pequeños carnívoros bípedos, especialmente el “cuello largo de noche”, especializado en cazar alimañas y lagartos. Muchos superiores tenían en el Planeta algún cuello largo de noche para mantener a raya las alimañas en sus hogares. Eran animales muy inteligentes y capaces de reconocer a sus dueños, e incluso de defenderlos en ciertos casos, sobre todo a los pequeños; por eso eran muy apreciados. De hecho, Usylis hubiera deseado tener uno de ellos, pero en el Satélite no había sitio para animales más grandes que las alimañas.
Otros cuellos largos eran mucho más agresivos. Algunos superiores mantenían cuellos largos diurnos como mascotas, pero daban demasiados problemas; incluso de vez en cuando se registraban casos de superiores atacados por sus mascotas, lo que aparte del daño que les pudiera producir, aparejaba pérdida de prestigio para la víctima: otra razón más para no tenerlos.
Más frecuente era tener algún herbívoro, sobre todo de los más pequeños. Aunque la mayoría de los herbívoros era demasiado grande para tenerlos en la ciudad, aquellos que podían mantenerlos demostraban con ello que les sobraba el espacio; en otras palabras, eran señal de prestigio. Pero sólo si se demostraba que realmente les sobraba el espacio en su hogar: más de uno intentó mantener un herbívoro sólo para conseguir el prestigio que daba su posesión, con el efecto contrario al demostrarse que no tenían espacio. Y el espacio era algo que escaseaba en las atestadas ciudades.
Herbívoros grandes sólo se criaban para carne (y a veces por los huevos) en las granjas del interior. No eran mascotas, eran alimento.
Usylis había trabajado un par de años en un criadero de herbívoros. Sus obligaciones eran varias, la primera de ellas conducirles al claro del bosque donde se alimentaban; para ello usaban máquinas que imitaban a carnívoros, en cada una de las cuales se situaba un superior controlándola. Era un trabajo sencillo, aunque un experto podía dirigir toda una manada con sólo una máquina, lo habitual era usar tantas como fuera necesario.
La segunda de sus obligaciones era el control diario, buscando detectar cualquier trastorno lo antes posible para poderlo tratar. El sensor de diagnóstico que empleaba fue uno de los principales motivos que le llevó a elegir los estudios médicos, y finalmente la ingeniería neurológica.
La tercera obligación era más complicada: evitar los herbívoros salvajes. Particularmente problemáticos eran los “tres cuernos”, de gran tamaño, cuyas manadas aparecían de vez en cuando para arrasar con todo lo verde. Para eliminarlos había que organizar una verdadera cacería con rifles energéticos. No se podía apuntar a las cabezas acorazadas sino a los vientres desnudos. Usylis recordaba haber disfrutado de verdaderos festines con la carne de los tres cuernos capturados en varios de esos incidentes; le servían para compensar el trabajo adicional que causaban al tener que buscar luego otros lugares para conducir el ganado.
También daban problemas los “cola de martillo” acorazados. Con ellos ni siquiera los rifles energéticos servían de mucho, era necesario usar munición explosiva. Por suerte, no solían ir en manada, y uno o dos colas de martillo eran incluso bienvenidos entre los herbívoros domésticos. Usylis sabía que en las manadas salvajes era normal esta convivencia. De todos modos, aunque los animales de cría aceptaran aquellos otros animales salvajes, no eran bienvenidos por sus cuidadores: a la hora de recoger el ganado no daban más que inconvenientes.
La cuarta y más dura obligación era luchar contra los carnívoros, sobre todo contra los grandes. Había algunos cuellos largos que se atrevían (en manadas) a atacar a los grandes herbívoros pero sus principales enemigos eran los cuellos cortos. Esos enormes carnívoros, de manos ridículamente pequeñas pero cabezas gigantescas, podían matar a un herbívoro en segundos, y si sus cuidadores no se cuidaban también daban cuenta de ellos. Pero eso era obligatorio llevar siempre el rifle energético a punto.
Ni siquiera temían a las máquinas que les imitaban, de hecho con frecuencia las atacaban pensando que estaban ante un rival. Por tal motivo las máquinas de control estaban siempre acorazadas y armadas con fusiles energéticos y de munición explosiva. De todos modos, estar demasiado tiempo sin justificación dentro de las máquinas era una forma de perder prestigio que Usylis detestaba, como la mayoría de sus compañeros.
La pauta normal era usar las máquinas para conducir el ganado y luego permanecer fuera de ellas en grupo y siempre vigilando. A veces se turnaban para que uno de ellos subiera en su máquina y dispusiera así de mejores medios de vigilancia; esa práctica no era contraria al prestigio, o al menos eso pensaba la mayoría. Usylis no lo tenía tan claro.
Volviendo al presente, Usylis decidió aprovechar su día de ocio para visitar el arca. Con cierta dificultad, había logrado convencer a las autoridades de la conveniencia de dejar un registro de su paso por el Satélite para el futuro. Muchos estudiosos estaban convencidos de que la vida podía haber surgido en otros mundos; de hecho algunas naves automáticas enviadas a explorar otros planetas y satélites habían mostrado algunos indicios en ese sentido. Eso fue justo antes de estallar la guerra, por eso aquellas investigaciones quedaron congeladas; más de una nave continuaba explorando y enviando su información sin que nadie se dignara recogerla.
Usylis era uno de los que pensaban así. Sabían ya que existían planetas similares al suyo en torno a otras estrellas y lo lógico era pensar que pudieran estar habitados. Tal vez en ellos pudiera aparecer un ser inteligente que viajara por el espacio... y ¡quien sabe si algún día pudiera llegar al Satélite! Si así fuera, y no hubiera superiores habitando en él, podría encontrar el arca. Y en el arca hallaría la información suficiente para conocer el mundo actual.
Otra posibilidad que a Usylis le ponía las plumas de punta era que ese ser inteligente apareciera en su propio planeta... millones de años en el futuro. Por ejemplo, a partir de las omnipresentes alimañas. Sería divertido si alguna alimaña peluda fuera capaz de construir una nave espacial y viajar al satélite.
Esa hipotética alimaña inteligente tal vez se sintiera intrigada por el cráter más reciente, uno muy visible en la cara sur. ¿Sabría tal vez que en ese cráter existió una ciudad de los superiores? Usylis lo dudaba. Pero sí que era posible que en el norte, cerca de un semicírculo claramente visible desde el Planeta, descubriera la señal que ellos, los superiores azules, habían dejado.
Hacía ya unas cuantas revoluciones del satélite que Usylis había depositado en el arca su objeto más preciado, el fruto de su investigación personal. De hecho, lo había confeccionado a escondidas de los mandos.
Si se descubría, podría ser motivo suficiente para la pérdida de prestigio. Aunque el futuro se presentaba tan pesimista que a Usylis no le preocupaba demasiado perder su prestigio, el hábito de toda una vida se impuso. Mantendría el secreto. Sellaría el arca.
Salió de la cueva artificial y contempló la señal que marcaba la presencia del arca. Cualquier ser inteligente que la viera comprendería de inmediato que no era natural y que señalaba algo muy importante.
Entretanto, los tres asteroides se dirigían al Planeta. Los rojos los detectaron y atacaron con proyectiles de gran potencia. Dos de los asteroides fueron volatilizados pero el tercero logró su objetivo.
El mundo del superior despareció en poco tiempo. Una de las millones de víctimas era por supuesto Lyhermes, pero Usylis ya estaba más allá del dolor.
Solos en su base del Satélite, los superiores supervivientes esperaban su oportunidad. Inútilmente, pensaba Usylis, quien era consciente de la enorme fragilidad de su medio. Muy pronto empezarían a fallar las máquinas y todos ellos acabarían de una u otra forma como sus congéneres del Planeta.
Era finalmente la oportunidad de las alimañas.