23 junio 2008

SALIMOR Y ORICHILA

Salimor tenía sed. Orichila, también. Sobre ellos, el sol brillaba inclemente.
Para los dos, el sol era bueno, pues les calentaba y daba energía para hacer cosas. Podían correr entre las rocas y buscar alimento.
Orichila había encontrado unas cuantas hormigas que había devorado. Por su parte, Salimor halló pequeñas bayas y algunas hojas, y se las había comido.
Ahora los dos tenían falta de agua, y no la encontraban.
De pronto oyeron ruido. Se escondieron rápidamente entre las rocas.
Por el camino venían unos bimbaches. Con ellos caminaban unas cuantas cabras y ovejas, haciendo mucho ruido. Los bimbaches también hacían ruido al hablar con sus rudas vocerronas.
Cuando el grupo se hubo alejado, Salimor asomó la cabeza. Orichila le dijo:
—¡Ten cuidado, si te ven los bimbaches te pueden matar!
Lo decía con toda la razón. Sabía que los bimbaches comían de todo, y no despreciaban comerse a un lagarto gigante como Salimor.
—No te preocupes, tendré cuidado. Voy a seguirles.
—¿Estás loco? ¿Para qué?
—Los bimbaches saben donde hay agua. Ellos conocen el Garoé.
—¿Qué es eso?
—No lo sé, en realidad. Pero he oído que allí hay agua. La que beben los bimbaches y se la dan a sus cabras y a sus ovejas.
—Pues espérame, que iré contigo.
Los dos lagartos siguieron el camino tras los bimbaches. No los veían pero eso no importaba porque el sendero estaba bien marcado con sus olores y los de las cabras, incluyendo algún que otro excremento.
Escondiéndose cada vez que oían algún ruido, Salimor y Orichila caminaron toda la tarde.
Ya se estaba haciendo de noche y venía el frío que les obligaría a buscar un refugio. Estaban muy lejos de su territorio. Orichila pidió detenerse
—¡Ya no puedo más, Salimor! Estoy toda tullida del frío. Apenas puedo moverme.
—Está bien, entre estas rocas podemos pasar la noche. Eso espero.
Entraron en el pequeño refugio y sólo hallaron algunos insectos que, por supuesto, devoraron. Allí se acurrucaron, uno junto al otro para aguantar el frío nocturno.
Por la mañana, la sequedad de su garganta despertó a Salimor. Aún no había salido el sol y hacía bastante frío cuando se atrevió a asomar su cabeza entre las rocas.
Enseguida oyó ruido y se escondió.
Un par de bimbaches, hembras al parecer, venían por el sendero, en sentido contrario al que ellos habían seguido. Traían sobre sus cabezas unos objetos de barro, cuyo contenido reconocieron de inmediato los dos lagartos por su olor.
—¡Agua!— exclamó Orichila—. Hay agua dentro de esas cosas de barro.
—Eso quiere decir que el Garoé está en este camino. Las dos mujeres han ido a buscar agua allí.
Se pusieron en marcha tan pronto como vieron el camino despejado.
Fue un recorrido bastante largo para los dos lagartos, pero finalmente sintieron la presencia del agua por su olor.
Y no sólo olía a agua, también a comida. Hojas y bayas comestibles.
Salimor y Orichila se quedaron mirando el lugar. No había bimbaches a la vista.
Era un árbol enorme, cuyas hojas y bayas negruscas sembraban el suelo. Cerca de su tronco había una pared de piedras que rezumaban el agua. Los dos lagartos corrieron a satisfacer su sed bebiendo el agua de salía entre las grietas llenas de musgo. Luego se dedicaron al propio musgo, fresco y delicioso. Completaron su alimentación con hojas y bayas, además de insectos que abundaban entre las hojas.
Había huecos entre las rocas muy adecuados para esconderse. Así que Salimor y Orichila se asentaron en el lugar de forma definitiva.
Algunos bimbaches los vieron, más adelante, y les dejaron en paz. Decían que aquellos dos enormes lagartos eran los guardianes del Garoé, la secreta fuente de agua de la isla de Esero.

18 junio 2008

EL CANTO DEL MIRLO

Adjonay conocía el canto de los pájaros. Él aseguraba que podía entender lo que decían palomas, guirres, canarios, todas las aves del cielo.
Su padre, el guañamene, le animaba a estudiar las aves. Para un buen adivino era muy útil conocer las costumbres de los pájaros, los tipos de nube, los vientos, etc., etc. Cuando Adjonay fuera guañamene tendría que observar todo eso para prever el futuro, siempre que el mencey así se lo pidiera.
Pero cuando Adjonay insistía en que entendía lo que decían los pájaros, su padre lo reprendía. Que una cosa era aparentar ante los trasquilados (el pueblo llano) y otra porfiar ante su padre. Adjonay podía aparentar que era capaz de interpretar a las aves, pero su padre sabía bien que eso era imposible.
Por eso, más de una vez lo castigó. Así que Adjonay aprendió a no insistir más en el tema ante su padre, ante el mencey o ante cualquiera de sangre noble.
A sus nueve años, aún ayudaba a los pastores. No tenía las obligaciones de un adulto, pero sí que poseía un par de baifos que cuidar. En esa labor le ayudaba el pequeño Roinam, un trasquilado a su servicio.
Roinam sí le creía cuando Adjonay le decía lo que cantan las aves.
Un día estaban los dos niños en el monte cercano, encima de las cuevas principales, cuando Adjonay oyó a unos mirlos. Escuchó atentamente.
—¿Qué dicen, Adjonay? —preguntó Roinam.
—Hablan de unos extraños en la playa. Pero lo que dicen es absurdo.
—Los pájaros no son muy listos. Eso dice mi madre.
—Tu madre es una trasquilada, y no tiene ni idea. Mi padre es guañame y me ha dicho que los pájaros saben muchas cosas.
—Pero no te cree cuando le dices que sabes lo que dicen.
—¡Déjalo ya! Debes respetar a mi padre. Y a mí, que soy su hijo, y de sangre noble.
—Bueno, vale, pero no te metas con mi madre, aunque sea una trasquilada. Por favor.
—De acuerdo, tienes razón.
—¿Y qué es lo que dicen los mirlos?
—Que la gente que está en la playa tiene unas ropas que brillan como el sol.
—¿Qué bobería es esa? ¡Esos pájaros están locos!
—Pero creo que deberíamos escucharlos. ¿Y si fuera verdad?
—¿Qué pretendes? ¿Bajar a la playa? No podemos dejar solos los baifos.
—¡Hum! ¡Quédate tú! Yo voy a subir a la roca grande.
—Ten cuidado.
Adjonay escaló la roca. Era una pared alta, azotada por el viento, pero con suficientes lugares donde apoyar las manos y los pies.
Desde la cima podía verse la playa. Adjonay tenía buena vista, pero era muy lejos, y no entendía lo que podía apreciar.
Había una cosa negra sobre el agua, flotando, con unos palos erguidos. De uno de los palos colgaba una especie de piel de color claro, muy grande.
Y en la playa había gente. Adjonay no distinguió cuantos, pues de hecho el secreto de los números aún no se lo había explicado su padre; más que los dedos de una mano, puede que de las dos manos, eso era seguro.
Y su ropa brillaba al sol.
¡El mirlo tenía razón!
Bajó tan deprisa que casi se cayó. El último tramo lo hizo de un salto.
Sofocado, gritó a Roinam:
—¡Sigue cuidando las cabritas, que yo iré a avisar al mencey! ¡Si tuviera una caracola…!
Pero los niños no llevaban ese instrumento, tan útil para avisar. Así que Adjonay tuvo que bajar corriendo por el monte.
Llegó extenuado a las cuevas. Y, ¡sí, allí estaba el mencey con su hija!
—Mi señor —Adjonay se postró ante el líder de su pueblo.
—¡Por el Echeyde, mira a quien tenemos aquí! ¡El hijo de nuestro guañamene, Adjonay! ¿Qué se te ofrece, hijo? Y levántate, no hace falta que te inclines como un trasquilado.
Adjonay se levantó y miró a la cara del mencey.
—Mi señor. He visto gente en la playa. Extranjeros. Su ropa es brillante y han venido por el mar en una cosa negra que flota.
—¡Por Guayota! ¡Invasores en nuestras tierras! ¿Estás seguro?
—Mi señor, oí decirlo a unos mirlos, pero yo mismo lo he comprobado.
—Adjonay, no voy a permitir que juegues con esas cosas. Voy a enviar gente a comprobarlo, y si mientes te convertirás en un trasquilado. Tendrás que aprender el oficio de carnicero, y tu padre buscar a otro que haga de guañamene el día de mañana.
—Que Achamán me lleve dentro del Echeyde con Guayota si le miento, mi señor.
—Bien, que así sea.
De inmediato, el mencey envió a dos de los nobles más veloces a vigilar la playa. Portando sus lanzas, se lanzaron a brincos por el barranco.
Poco después volvían con la noticia.
—¡Hay extraños en la playa! ¡Tienen armas que hacen ruido y matan con fuego! ¡Y ropas brillantes que resisten las pedradas!
El mencey hizo sonar la caracola.
En poco tiempo todos los hombres de guerra bajaron por el barranco. No llegaron hasta la playa, sino que se emboscaron en la ladera, esperando a los extranjeros que ya subían.
Los sorprendieron a pedradas. Varios quedaron tendidos en el suelo, los demás hicieron tronar sus armas, aunque ni uno solo de los guanches quedó herido.
Los truenos resonaron por el barranco, al igual que el ruido de las piedras contra las corazas de los desconocidos.
Finalmente, los extraños optaron por regresar, esquivando las piedras que les seguían lanzando los guanches.
Subieron al objeto negro que flotaba en el agua y poco después tendían de los palos dos pieles (o lo que fueran) que se hincharon con el viento. Se alejaron de la costa.
Al anochecer, Adjonay volvía con Roinam, tras haber guardado sus dos baifitas.
El guañamene le esperaba en la cueva, con el mencey y muchos nobles.
—Dice nuestro señor que unos mirlos te dijeron lo de los extranjeros, Adjonay.
El niño contempló a su padre. No estaba enfadado. ¡Sonreía!
—Padre. Perdona por insistir en lo que me has prohibido que diga.
—Ya no importa porque veo que es cierto. Adjonay, escucha a los pájaros. Serás un buen guañamene, por lo que veo.
—Como mi padre.
—¡Viva Adjonay, el que escucha a los pájaros! —gritó el mencey.
Todo el mundo repitió el grito.

(Dibujo cortesía de Anatael Pérez Hernández)