25 junio 2010

UCANCA


Yo subí caminando desde Vilaflor. Ese pueblo que presume de ser el más alto de España y cuyo nombre me hace pensar en las flores. Flores por todas partes, flores visibles en cualquier rincón.
De Vilaflor al Sombrero de Chasna. El nombre de la comarca, Chasna, otorgado por mis antepasados aborígenes. Y sombrero pues ciertamente es lo que parece esa montaña, resto geológico de una catástrofe inimaginable de hace miles de años.
Subida prolongada, pero cuyo final vale la pena. Allí, al término casi del camino se divisa un panorama único.
La primera vez que lo vi pensé que si en ese momento dejaba de vivir, valía la pena sólo por haber visto aquel paisaje. Una visión que desde entonces permanece en mi retina grabada a fuego. Un vislumbre de lo que podría ser el paraíso para los creyentes.
Un paraíso que para mí existe, aquí en mi isla. Pues lo vi en ese momento.
No fallecí, y así pude recordar el momento. Y vivir con la esperanza de volver a verlo, meses más tarde.
Aún sigo vivo, y mi esperanza es poder volver a contemplarlo una vez más, y otra y otra… siempre comparando lo que vean mis ojos con lo que recuerdo.

¿Y qué vi?
Ante mis pies, un precipicio, un desriscadero, una peligrosa pendiente que luego tuve que bajar. Más que bajar, lo que hice entonces fue dejarme resbalar por un sendero que zigzagueaba entre las rocas sueltas.
Al fondo, el llano, la explanada de Ucanca donde cuando se derrite la nieve aparecen espejos de agua cristalina. Arena blanca, casi de playa de la que brotan las retamas y los tajinastes. Y brotando también, cual árboles de roca rojiza, los roques llamados de García.
Más allá, el contraste de la lava negra y roja, el vómito del volcán cubriendo viejas estructuras, rellenando el cráter lunar.
Y lo más importante, allí al frente, el pico majestuoso del Teide. A kilómetros de distancia, naciendo a mis pies, de la lava, para ascender a mitad de camino del cielo. Con su imagen cónica adornada por una especie de corbata, pero sin cabeza: al cráter no cuesta nada imaginarle un cráneo humano. Probablemente el de Achamán, el dios guanche que vela porque Guayota no salga del interior de la tierra.
Eso vi. Y aunque no tenga ahora la imagen ante mis ojos, mi mente la recuerda. Gracias a la técnica podré revisarla en poco tiempo.

Pero vi más cosas, las sigo viendo en mi mente.
Vi el pasado. Los rebaños de cabras pastando entre las retamas y los codezos. Los pastores guanches vigilando el ganado, buscando una sombra donde guarecerse del duro sol del verano, cuidando que las reses no se alejaran del terreno acotado para su gente.
Un pasado de paz, sin intromisiones de extranjeros, con sus cruces y sus espadas.

También vi el futuro. Un terrible futuro. Una megalópolis frente al volcán. Enormes edificios que se alzaban en rivalidad con el pico, desafiando a la Naturaleza. Millones de personas amontonadas en un espacio pequeño, en el que sólo es posible moverse hacia arriba y abajo.
Y Guayota esperando su momento. Entonces saldría de nuevo para destruir todo lo que el hombre construyó en vano desafío.
La vanidad humana frente a la Naturaleza inflexible.
¿Futuro? ¿Cierto? ¿Acaso pretendo ser Nostradamus?
¡Espero que no!
Y sin embargo, esa imagen permanece en mi mente.
Sólo deseo que, si llega a hacerse realidad, no llegue a verla.
Tinerfeño del futuro, si conjuro esa imagen es para avisarte.
¡No dejes que se haga realidad!

19 junio 2010

FECUNDACIÓN NATURAL

Encontró el anuncio en Internet. Le atrajo de inmediato por su originalidad.
«Solucione su problema de fecundidad mediante nuestro SISTEMA DE FECUNDACIÓN NATURAL. Sin molestos aparatos. TOTALMENTE NATURAL». Y añadía, en letras más pequeñas: «Éxito garantizado en el 30% de los casos».
Daba una dirección de correo electrónico y Elisa escribió de inmediato. Llevaba ya cuatro años buscando tener un hijo y su esposo había resultado casi estéril. Las técnicas de fecundación artificial con semen de su esposo habían sido inútiles. El ansiado embarazo no llegaba. Se había planteado una inseminación artificial con donantes anónimos, pero tener que recurrir de nuevo a las jeringas y a la estimulación ovárica se le hacía cuesta arriba. ¡Si hubiera una alternativa!
Recibió la respuesta al día siguiente. Pedía unos datos, nada personal por cierto, que Elisa envió sin pensarlo dos veces.
Con la siguiente respuesta vino un archivo explicando los detalles del proceso. Había que pagar un dinero (¡era lógico, nadie hace las cosas gratis!), una cifra que ella podía gastar sin problemas. Tenía que controlar sus periodos para detectar su día más fértil, algo que ya había hecho un par de veces. Y cuando llegara ese día, debería ir, por la noche, a una dirección de su ciudad.
Elisa no comentó los detalles a su esposo, sólo le dijo que iba a recurrir a la fecundación mediante donantes anónimos. Él la animó a seguir. Mientras fueran anónimos, ¡qué importaba!
Llegó el día. Y la noche.
Elisa se vistió muy cuidadosamente. Subió en su coche y arrancó. Estaba hecha un manojo de nervios.
El lugar al que se dirigió era una casa de las afueras, un lugar bastante lujoso.
Aparcó donde le indicó un chico de uniforme que le acompañó hasta una salita donde le esperaba otro joven uniformado. Éste le tomó los datos y le pidió que pasara al reconocimiento con el doctor.
El doctor era otro chico bastante joven y guapo. Tenía sus diplomas de ginecólogo y obstetricia, pero Elisa sintió como el rubor cubría su cara mientras él la examinaba; no le sucedía algo así con los médicos desde que era una adolescente y fue por primera vez a un reconocimiento.
El doctor dio el visto bueno, y Elisa pasó a un salón bastante amplio.
La luz era muy pobre, justo lo suficiente para ver un poco, pero nada más.
La penumbra ayudaba a mantener el incógnito.
Elisa recordaba lo que decía el archivo adjunto al segundo correo.
«Para garantizar el anonimato de nuestros donantes, llevarán la cabeza cubierta con una máscara y no hablarán durante la sesión. Igualmente, para impedir cualquier forma de reconocimiento casual, no será un solo donante. Serán cinco y así sus espermas se mezclarán. Usted no sabrá quien de los cinco será el padre de su hijo.»
Ella se había preparado a su manera. Se había vestido muy someramente, con ropa muy sexy, sobre todo la interior. Confiaba en estimular de forma adecuada a los cinco donantes.
Se recostó en la cama situada en el centro de la habitación. Aparte de unos percheros para colgar la ropa, no había nada más.
Según el folleto, si era necesario recurrir a la estimulación bucal o manual, ella debería hacerlo. Pero evitando cualquier desperdicio del valioso semen.
Entraron los cinco donantes. Llevaban sus máscaras y sus prendas interiores, pero nada más vestían.
Sin decir nada, la rodearon y comenzaron a tocarla. La desnudaron y la tendieron, suavemente, sobre la cama. Procedieron a estimularla y, cuando ella estuvo preparada, continuaron, por turno, con la inyección de esperma.
De la forma más natural que existe. La de toda la vida.
Cuando terminó el último, salieron de la habitación, siempre en silencio.
Elisa se quedó extenuada. Tenía sus sospechas de que alguno de los jóvenes que la habían atendido antes pudiera ser uno de aquellos viriles donantes. Incluso el doctor. Pero no intentaría averiguarlo.
Se vistió lentamente. Se sentía plena como nunca. Más mujer que en ningún otro momento de su vida.
Su esposo nunca podría darle tanto placer.
Recordó que la técnica aseguraba un 30% de éxito. Eso significaba que de cada tres intentos, dos fracasaban.
Deseaba que fracasara este intento de fecundación.
Para volver a intentarlo, evidentemente.