13 noviembre 2010

FERNANDO O TAHINOAYA (Capítulo 4)

El Cinturón de Bistularde era como el de la Tierra, pero en pequeño. No tenía 50 mil millones de habitantes, apenas un par de miles de millones.
Pero Tahinoaya no perdió el tiempo en él. Tan sólo lo justo para decidir su destino en el planeta.
Aunque había un río llamado Amazonas, tenía poco que ver con el que ella conocía. Así que eligió un lugar en el continente Beta, bastante cerca de las ruinas de Nueva Barranquilla.
Los nativos siluegros habían resistido con fuerza a la colonización, matando a unos cuantos colonos. Finalmente lo habían aceptado para no sufrir el mismo destino de los jilokanos, masacrados en una guerra bacteriológica, y también porque lograron mantener su forma de vida tradicional dentro de la colonia.
Todo lo que pudo averiguar Tahinoaya de los siluegros le resultó bastante similar a lo que hacía ella en San Carlos. No debería ser difícil adaptarse a vivir con ellos.
Pero, ¿la aceptarían?
Como casi todos los nativos bistulardianos, los siluegros mantenían contacto con las autoridades de la Liga. Una pequeña población moderna, Leroma, tenía toda la representación oficial. Allí estaban el comunicador y el ansible; también el aeropuerto y la terminal del Tren Transverso, que recorría todo el continente de este a oeste.
Tahinoaya contactó con un nativo residente en Leroma. Su nombre era Klom. Algo en su imagen (tal y como lo vio en el comunicador) y en su voz despertaron su interés.
Klom realizó las gestiones, después de revisar los antecedentes de la terrestre. Ella no mencionó el cambio de sexo, sólo sus experiencias en San Carlos y más tarde el éxito de sus clases.
Klom le informó, tres días más tarde, que había hablado con varios jefes y estaban de acuerdo en aceptarla, aunque de forma provisional. Ella debería demostrar que estaba dispuesta a convertirse en una siluegra completa, aprendiendo lo que no supiera.
Tahinoaya aceptó y se desplazó hasta Leroma.

Antes de integrarse de lleno entre los siluegros, la terrestre debía conocer a fondo las costumbres nativas. A ello dedicó un año entero en Leroma. Y Klom fue su maestro.
Al intimar con él, Tahinoaya pudo llegar a conocer qué era lo que le había llamado la atención desde un principio.
Klom era un transexual, como ella.
Le costó averiguarlo pero comenzó por analizar unas cuantas pistas. Para empezar, Klom no se comportaba como un hombre típico, más bien tenía una actitud algo forzada, poco natural. Al principio, ella supuso que sería parte de la idiosincrasia local. Pero tras tratar unos cuantos hombres de Bistularde, nativos, mestizos o de origen terrestre, observó que los hombres del planeta eran casi iguales a los terrestres. Klom no era así.
Luego estaba la cuestión de la forma corporal. Klom era bistulardiano, pero su estatura era más bien baja, sólo 1,82 metros. Alto para un terrestre, pero bajo para un hombre de Bistularde. Y el cuerpo tenía algunos rasgos femeninos, como unas caderas algo exageradas.
Tras un mes de vivir sola, aceptó compartir vivienda con él. Y también la cama, pese a que él no la había perseguido; o tal vez precisamente por eso, ella fue quien se lo pidió.
Pudo así verlo desnudo más de una vez. Y observó más rasgos femeninos; por ejemplo, aunque no tenía nada de pecho sus pezones eran demasiado grandes para ser de un hombre. Los labios eran carnosos y tenía demasiada grasa en los brazos y las piernas. Incluso sus genitales tenían un “no sé qué” ¡tal vez porque eran demasiado perfectos!
Decidió contarle que ella había nacido como hombre. Y él le confesó que había nacido como mujer. Tras una dura adolescencia había cambiado de sexo.
¡Curiosa mezcla! Una mujer que había sido un hombre al nacer y un hombre que nació como mujer.
Podrían haberse quedado así. Pero entre los siluegros se daban dos formas de la variada geometría sexual de Bistularde. Tan frecuentes eran las parejas como los tríos.
Tahinoaya conoció a Olaria, una siluegra preciosa. A Klom también le gustó. Y Olaria encontraba muy agradables a los dos, así que conformaron un trío.
Para entonces, Tahinoaya creía estar preparada para irse a vivir a un poblado siluegro. Buscaron uno bastante alejado, donde no recordaran la infancia de Klom.
Cerca del río Goloso, viviendo en una cabaña no muy diferente de la que habitaba en San Carlos, Tahinoaya se dedicó a recolectar plantas, a pescar peces con red, a cocinar tortas de holema (parecido al casabe) y a fabricar hamacas de fibra. Olaria le ayudaba y Klom salía a cazar. Cuando el hombre no conseguía su alimento (algo más frecuente de lo que él deseaba), recurrían a la cocina automática. También tenían un pequeño comunicador con el que se mantenían informados de lo que sucedía en Bistularde y, a veces, en otros mundos.
Era una vida integrada en la Naturaleza. Tahinoaya era feliz, pues sus dos compañeros la amaban y ella amaba a los dos.
Sólo quedaba un pequeño resquicio para la infelicidad. No tenían niños.
Fue Tahinoaya quien planteó el problema. A Olaria el asunto le resultaba indiferente. Sabía bien que Klom no podía dejarla embarazada pues no producía espermatozoides: los cirujanos le habían construido un pene, pero no fueron capaces de simular el semen. Klom podía sentir orgasmos porque disponía de nanoimplantes que estimulaban las áreas del placer sexual, pero no eyaculaba pues carecía de los órganos correspondientes. Y Tahinoaya tenía incapacidad para procrear, por motivos muy parecidos.
La primera sugerencia fue de Olaria: ella podía gestar un clon de cualquiera de los tres y criarlo como un hijo. Era una opción bien aceptada en Bistularde, sobre todo en un caso como el de ellos.
Pero fue hablando del tema como salió a relucir que Tahinoaya también podía vivir un embarazo gracias a su útero artificial. Y por cierto que la manipulación era inevitable, incluso aunque Tahinoaya fuera una mujer normal y Klom un hombre también normal: los cromosomas de ambos eran incompatibles.
Así que decidieron viajar hasta Nueva Lima para someterse a tres intervenciones. Tahinoaya meditó en la ironía del destino: en Lima se había decidido su futuro como mujer, en Nueva Lima se completaría.
El plan era que Olaria gestaría un clon de su propio cuerpo. A Klom se le extraería una célula para convertirla en un gameto con la dotación cromosómica terrestre. A Tahinoaya se le extraería otra célula, que sería sometida a un tratamiento similar pero conservando sus cromosomas intactos. Finalmente, estas dos células serían combinadas para formar un cigoto que sería implantado en el útero de Tahinoaya. Ya que Klom tenía cromosomas sexuales XX y Tahinoaya XY, la mezcla se haría al azar, sin elegir sexo.
El resultado fue que las dos mujeres quedaron preñadas a la vez. El trío se quedó en Nueva Lima hasta la culminación de los embarazos. Por suerte, nadie llegó a saber que un hombre (Tahinoaya) había quedado preñado, pues de saberlo la noticia habría llegado a todos los mundos humanos. Pero quienes participaron en las intervenciones supieron respetar la intimidad de los tres. Eso sí, una vez que volvieran a la vida normal, entre los siluegros, se haría pública al noticia sin mencionar a los afectados.
Tahinoaya padeció todos los trastornos del embarazo, incluyendo el parto.
Regresaron los tres a Beta, ella con un niño al que amamantaba y Olaria con una niña que era idéntica a su madre.
Y Tahinoaya sintió que era ¡al fin! una mujer en todos los sentidos.


(Enlace al capítulo 1)

12 noviembre 2010

FERNANDO O TAHINOAYA (Capítulo 3)

Decidirse a emigrar no fue una decisión sencilla. Lo primero que hizo Tahinoaya fue lo más evidente: entrevistarse con Hilda; debía saber cómo eran las cosas en su planeta y, si podía, porqué ella se había marchado.
Hilda no la recibió como paciente, sino como amiga. Le contó detalles muy sabrosos de la vida en Bistularde, un mundo casi tan desarrollado como la Tierra. Y en el que también quedaban reductos naturales sobre la superficie, justo lo que Tahinoaya quería.
La terapeuta le contó como se había enamorado de un joven terrestre y cuando éste quiso volver a su planeta (no se adaptaba a las costumbres bistulardianas), ella lo siguió.
—Fue mi mayor error —reconoció—. Al llegar aquí era yo la inadaptada. Y él me dejó a los pocos meses. Lo pasé fatal.
—¿Por qué no regresaste?
—Creo que no has captado el principal problema de los viajes espaciales. Tardé casi doscientos años en el viaje. Toda la gente que yo había conocido en mi mundo estaba muerta. Si regresaba serían otros doscientos años y eso suma cuatro siglos de diferencia en total. ¿No te parece que en ese tiempo es muy difícil que todo siga igual? Ya nunca podré volver a mi pueblo.
—¿Y por eso te quedaste?
—Finalmente logré adaptarme. En el Cinturón hay tanta gente y tanto espacio que es fácil que cualquiera pueda hallar su sitio. ¿Por qué no lo intentas tú también?
—Dime donde hay naturaleza libre y relativamente pura. Donde pueda vivir sin artificios.
—¡Eso sí que es difícil!
—Pero has dicho que en tu mundo sí que hay lugares así.
—De hecho hay más que en la Tierra. Aquí quedan pocos lugares intactos, aunque hay muchos que se han recuperado en estos siglos, cuando la gente ha abandonado la superficie para subir aquí, al Cinturón. Pero en Bistularde la mayor parte se conserva casi como antes de la llegada de los terrestres.
—Otra cosa que me agrada es que no desentonaré con mi estatura.
—Y tienes toda la razón. Pero hay un problema muy grave. Ya no hay emigración a Bistularde.
—¿Cómo es eso?
—Desde que se independizó, las relaciones entre el Imperio Terrestre y la Liga de Ciudades de Bistularde no son muy fluidas. Y la corriente emigratoria ha sufrido mucho con eso.
—¿No me dejarán emigrar? ¿Tendré que quedarme aquí? —Tahinoaya estaba alarmada.
—Te dirán que elijas otro destino. Atlantis o Nuevo Perú, por ejemplo.
—No me gustan. Son mundos nuevos, sin vida propia. En Atlantis apenas tienen un 5% de oxígeno y hay que usar mascarillas y se sigue viviendo en cúpulas. En Nuevo Perú el aire ya tiene un 15% de oxígeno, pero falta agua y cada pocos meses hay un impacto de cometa; la gente tiene que refugiarse hasta que pasen los efectos. Y en los dos casos, son mundos muy tecnificados, sin vida natural. No es lo que quiero.
—¡Hum! Ya veo que has estudiado bien el asunto. Y tienes razón. Además, creo que todos los destinos disponibles son por el estilo.
—No es que lo «creas», es que es así. Revisé toda la lista. Sólo en Bistularde hay naturaleza más o menos virgen. Dime, Hilda, ¿tú no conoces a alguien? Podrías ponerte en contacto por ansible…
—¿Pero es que no me has oído? ¡La gente que conocí murió hace más de cien años!
—¿No has contactado por ansible?
—Sale caro, la verdad.
—Tengo recursos. Te puedo pagar los gastos.
—Sí, ya sé que tus clases de Vida en la Naturaleza han tenido mucha aceptación. ¡De acuerdo! Puedo llamar a los nietos de mis amigos a ver si consigo ayudarte. Al menos puedo intentarlo, ya que no parece importarte el gasto…
—¡Te lo agradeceré mucho!
Tahinoaya tenía un ídolo de tela que había bendecido el brujo Emerando con agua bendita. Era una imagen, toscamente realizada, de María Lionza. Ella le pidió a María Lionza que le ayudara, tal y como había hecho muchas veces en su vida. Y, según le parecía, María Lionza le había ayudado.
Tal vez porque la diosa india le ayudó, o quizás fuera por otros motivos. Lo cierto es que las gestiones de Hilda dieron su fruto y Tahinoaya fue admitida en la nave Sol de Panamá, rumbo a Bistularde.

Ya en la nave, le dieron la opción de quedarse unos días como turista a bordo, antes de pasar a hibernación. Mucha gente lo hacía para disfrutar de las vistas espaciales, tanto de la Tierra como de otros planetas. También para relacionarse con los demás pasajeros. Pero Tahinoaya prefirió no perder el tiempo en esas relaciones y pidió la congelación inmediata.
De la misma forma, a su llegada de Bistularde no quiso ser descongelada con mucha antelación. Cuando Tahinoaya despertó, el robot asistente le informó que faltaba un día para atracar en el Cinturón Ecuatorial de Bistularde. Había un camarote en el que podría dormir su única noche en la nave y si lo deseaba, ya era visible el Cinturón desde el mirador nº 2. Pero primero debía comer algo…

Apenas dedicó tiempo a recuperar fuerzas y a contemplar el panorama. Se encerró en su camarote y se puso a revisar la información disponible sobre el planeta. No en vano la que ella tenía estaba dos siglos atrasada.

(Concluirá...)
Capítulo 1
Capítulo 2

11 noviembre 2010

FERNANDO O TAHINOAYA (Capítulo 2)

Para Tahinoaya, la vida en el Cinturón fue como empezar de nuevo en todos los sentidos. Empezar a vivir en un lugar claramente opuesto a la Naturaleza en la que había desarrollado su vida anterior. Y también empezar a ser mujer.
La mayoría de las mujeres comenzaban a aprender a serlo antes incluso de que descubrieran las diferencias entre niños y niñas. Ya los propios padres volcaban sus expectativas en sus hijos y eso se notaba desde el mismo nacimiento. ¿Qué es lo primero que se pregunta cuando nace un hijo?
Pero Tahinoaya se había criado como varón. Desde que nació fue un varón y como tal fue criada. Sólo cuando ella se dio cuenta de que era una mujer en cuerpo de hombre, sólo entonces se planteó su verdadera naturaleza.
No era lo mismo. Le faltaba la naturalidad de las mujeres crecidas como mujeres. Intentaba imitarlas y lo que hacía era exagerarlo todo, actuar de una forma amanerada, poco realista.
Se rodeó de unas cuantas amigas, y todas sabían cual era su caso. No era difícil, pues Tahinoaya era muy alta para ser mujer. En las operaciones de cambio de sexo, reducir el tamaño corporal era demasiado complejo y traumático, así que rara vez se hacía.
Las amigas la ayudaban dándole toda clase de consejos. Cómo maquillarse, cómo elegir la ropa y los complementos, cómo moverse, cómo actuar ante otras mujeres y ante los hombres.
Respecto al tema sexual, Tahinoaya descubrió alarmada una anomalía en su naturaleza femenina. ¡No le atraían gran cosa los varones!
Cuando era Fernando había llegado a tener relaciones con mujeres, incluso con penetración. Y aunque se sentía mujer en muchos aspectos, nunca le tentó tener relaciones homosexuales con hombres.
Ahora que era mujer seguía sin que le ilusionaran las relaciones con los hombres. Probó un par de veces (con chicos que ignoraban su naturaleza, pues para evitarse complicaciones ella no dijo nada) y las encontró bastante insatisfactorias.
Y probó relacionarse con mujeres y le sorprendió comprobar cómo esta vez sí que era un sexo satisfactorio.
¡Ella era lesbiana! Tuvo que reconocerlo y eso le supuso un fuerte trauma.

¡Tal vez se había equivocado en el cambio de sexo! ¡Quizás seguía siendo un hombre, ya que le gustaban las mujeres!
Hilda, la terapeuta, seguía estando a su disposición en el Cinturón, pues habitaba en el mismo sector latino a unos veinte minutos de distancia en rapidvía.
Tahinoaya se entrevistó con su terapeuta y le confesó sus dudas. Pero ella se las despejó: ya lo había sospechado durante su análisis y no le pareció motivo para oponerse al cambio.
Hilda se lo aclaró: cuando era Fernando y tuvo relaciones con mujeres, ¿fueron satisfactorias? La respuesta, no. Por lo tanto, no cabía duda: si ahora encontraba satisfactorias las relaciones con mujeres era porque lo hacía desde un enfoque también femenino, es decir netamente homosexual. Ella era una mujer y se sentía más a gusto con otras mujeres, lo que no tenía porqué ser raro.
Eso sí, le aconsejó que no se cerrara a otro tipo de relaciones. Todo ser humano tenía algo de hetero y algo de homo, era cosa suya averiguar donde se hallaba su equilibrio personal.

Poco a poco, Tahinoaya se fue adaptando a la nueva vida.
No era sencillo. En San Carlos había llevado una vida muy primitiva y las cosas que allí había aprendido ahora le servían de muy poco. ¿De qué valía reconocer las plantas comestibles si la comida la producía una máquina? Ahora, para comer le bastaba con seleccionar en una lista sus preferencias, y en cuestión de segundos aparecían los platos solicitados; y ni siquiera importaba si la selección no era adecuada, pues estaban enriquecidos con todos los nutrientes básicos, y también micronutrientes. Uno podía elegir papas guisadas, que las vitaminas y minerales que faltaban se les añadían.
Tuvo que aprender muchas cosas básicas para poder vivir en aquel mundo tan tecnificado como era el Cinturón.
También se vio obligada a realizar una actividad económica. En la sociedad del Cinturón, todas las necesidades quedaban cubiertas pero se esperaba que todos los habitantes cooperaran a la economía global. No era totalmente obligatorio y así se permitía que hubiera vagos que no hacían nada, pero éstos sólo recibían las necesidades más básicas; para cualquier «lujo» debía realizarse una actividad que lo compensara. La definición de lujo era muy amplia, pues incluía cosas como variedad en la comida o poder tomar refrescos en vez de agua; y a partir de ahí en general…
La actividad podía tratarse de cualquier cosa que resultara útil para los demás, según unos esquemas determinados (que por supuesto Tahinoaya no comprendió en lo más mínimo). Pero entendió que podía aprovechar sus conocimientos acerca de la Naturaleza y se dedicó a enseñar supervivencia en los medios naturales. Nadie asistía a sus clases, pero eso no tenía importancia: las clases se daban en forma virtual. Ella las grababa y pasaban a estar disponibles por cualquiera interesado.
El acceso a las clases quedaba registrado, por supuesto, y la compensación económica dependía del número de accesos y del interés manifestado por sus seguidores. Tahinoaya se sorprendió cuando su cuenta se elevó unos cuantos dígitos.
Tuvo que consultar con sus amigas lo que significaba aquello. Y ellas le explicaron que podía adquirir determinados lujos, normalmente poco accesibles. Hablaron de créditos y de cifras hasta dejarla mareada.
Una cosa sí tuvo clara y la aprovechó de inmediato para renovar su guardarropa. Acompañada de Teresa, su más íntima, visitó varias tiendas, tanto físicas como virtuales, y eligió toda clase de «trapitos». Con frecuencia, Teresa debía convencerla de que no podía ir por las calles y pasillos vestida de forma muy llamativa y espectacular, que tales prendas debía reservarlas para casos muy especiales.
Finalmente, adquirió un buen número de vestidos de uso diario, sencillos pero de gran calidad; pero también un conjunto espectacular para fiestas.
Otro consejo de Teresa: racionar las fiestas. Ella misma la acompañó a dos o tres, pero Tahinoaya apenas se perdía una fiesta si era invitada. Y en contadas ocasiones eligió algún componente del conjunto espectacular; sólo una vez lo llevó completo: un mono plateado, muy ajustado, de brillo perlado y que dejaba ver bastante piel por diversas aberturas, completado con unos zapatos de gel musicales, un gorro ajustado al cráneo, guantes perlados, un faldellín transparente como gasa y de adornos anillos, zarcillos, pulseras y collares, además de varios implantes para colocar en los dientes y labios y otras partes de la cara.
Se convirtió en el centro de admiración de todos y todas. Tanta expectación resultó, de hecho, molesta, y la joven aprendió la lección: sólo si quería llamar realmente la atención debía vestir así.
Otro problema de las fiestas: no podía consumir sin control. Sobre todo aquellas bebidas cargadas de sustancias estimulantes que le podían hacer perder la voluntad.
Tras dos experiencias algo desagradables, una de ellas con un chico bastante sinvergüenza, decidió que sólo tomaría zumos de frutas y eso si tenía suficientes garantías.
Por pura suerte (según le explicó Teresa), ninguna de las sustancias creaba hábito. Ante su incomprensión, su amiga le habló de las drogas y de cómo los adictos perdían toda su libertad a cambio de conseguir sus dosis. Empezando por la droga más fácil de conseguir, y la más habitual: el alcohol.

Tras unos años de vida en el Cinturón, Tahinoaya ya se comportaba como una mujer más o menos normal.
Era capaz de realizar todas las labores típicas del hogar sin tener que consultar a nadie. Gracias a su robot asistente, todo lo que debía hacer era programarlo y ordenarle que hiciera una cosa o la otra.
Para las comidas aprovechaba también la automatización: su autococina se encargaba de adquirir los materiales que pudiera necesitar. Ella se limitaba a decidir lo que quería comer y, si acaso, a introducir nuevas recetas que conseguía.
Seguía con sus clases. Había descubierto el placer de la búsqueda de información para ampliar sus conocimientos. Ella misma se apuntó a diversos grupos como alumna.
Se relacionaba con gente de todo tipo, hombres y mujeres. Los hombres, casi de forma invariable, iban siempre a lo mismo y ella a veces lo aceptaba, pero era algo poco frecuente. Con las mujeres tenía relaciones de todo tipo, desde simples amigas hasta amantes ocasionales.
Asistía a alguna que otra fiesta, iba a espectáculos públicos, visitaba museos, y también tiendas. Incluso viajó por todo el Cinturón.
Pero sentía que su vida carecía de un objetivo. Algo le faltaba para completarla.
Recordando a Hilda, su terapeuta, se convenció de que lo que le faltaba podía hallarlo en Bistularde.
Se apuntó a un grupo de emigración.
(continuará...)
(Capítulo 1)

10 noviembre 2010

FERNANDO O TAHINOAYA (Capítulo 1)

Cuando nació Fernando, sus padres se quedaron muy contentos por tener un varón en la familia. Ainoa y Carlos sólo habían sido autorizados a tener un hijo y Carlos quería un varón a toda costa. Ainoa era indiferente y por eso insistió en dejar que la Naturaleza siguiera su curso, en vez de hacer una selección previa. También influyó que las autoridades terrestres no permitían la selección de género sin una razón clara y en este caso no la había.
El pequeño poblado de San Carlos se mantenía con doscientos habitantes en la orilla del Amazonas gracias a un control muy estricto de la población. Quien no lo aceptaba podía irse a vivir al Cinturón Ecuatorial (donde habitaba la mayor parte de la gente) o, mejor aún, podía embarcarse en una nave colonial rumbo a otro planeta. En la mayoría de los planetas no había esos controles tan radicales de la población.
Pero Ainoa y Carlos querían mantener el viejo estilo de vida, pescando en sus curiaras lo que daba el río, cultivando yuca y tapioca y viviendo en chozas de hoja de palma. De hecho se habían negado a tener comunicadores o cualquier otro dispositivo electrónico. Tampoco un sintetizador de alimentos. ¡Lo más sofisticado que tenían era una linterna!
El pequeño Fernando nació casi sin ayuda. Ainoa había insistido en parir al viejo estilo, en la choza y con la ayuda de una partera (que se desplazó en un volador con todo el equipo de emergencia, por si fuera necesario). La placenta y el cordón umbilical fueron ofrecidos a los espíritus benevolentes. Aunque luego sería bautizado por el rito cristiano, tanto Ainoa como Carlos eran sincretistas y practicaban los viejos ritos indios a la vez que los cristianos… por mucho que los sacerdotes insistieran en que sólo había un Dios.
En cuanto tuvo edad suficiente para ello, Carlos se ocupó de preparar al pequeño Fernando como si fuera un guerrero. Le enseñó a manejar la cerbatana y un pequeño arco con flechas sin punta.
Pero Fernando no mostraba interés en la cacería. No le gustaba matar y cuando logró su primera presa se echó a llorar de pena viendo aquella ave sin vida.
Con cuatro años, ya estaba claro que Fernando no era un niño “normal”. Prefería jugar con muñecas a correr detrás de los perros como los demás niños. Rechazaba participar en las partidas de caza, y en cambio recorría los senderos buscando bayas o yerbas para comer como hacían las niñas. Jugaba a las cocinas y preparaba tortas de casabe o yuca asada, pero era incapaz de destripar un pájaro pues no suportaba la sangre.
Inevitablemente, casi todos sus amigos eran del género femenino.
Con todo, lo más grave fue el día en que se puso un almohadón amarrado al vientre y dijo que estaba embarazado. Para su padre fue todo un golpe.
Carlos llamó al brujo Emerando. Éste realizó unos sahumerios y preparó un cocimiento con yerbas que obligó a tomar al niño. Según Emerando, los malos espíritus se habían adueñado del niño y confundían a los buenos; con sus medicinas deberían irse, siempre y cuando los buenos tuvieran fuerzas para echarles.
Fernando tuvo calenturas y vómitos. Durante tres días apenas comió nada, con unas diarreas espantosas.
Al final Fernando se quedó casi en los huesos, pero recuperó el apetito. Sus padres esperaron ansiosos para ver qué juegos elegía.
El niño buscó la muñeca que sus padres siempre escondían y se puso a vestirla, cambiándole los pañales y lavándola.
Ainoa se echó a llorar. Carlos se tragó la rabia y optó por salir a cazar. Tal vez disparando su cerbatana contra alguna presa podría superar el mal trago.

Pasaron los años y Fernando se definió como un chico «raro». Le gustaba vestirse con ropas de mujer y le interesaban los temas típicamente femeninos. Nunca puso interés en jugar a la pelota y sí en cambio quería conocer todos los detalles contados por las mujeres del poblado; le encantaban los chismorreos y no se perdía una oportunidad para demostrar sus conocimientos del tema.
Sólo había un aspecto de su comportamiento que agradaba a su padre. Y es que Fernando siempre salía con chicas. Tal vez finalmente se enamorara y saldría a la luz el hombre que, esperaba, estuviera dentro. En otras palabras, los espíritus masculinos terminarían por tomar el control de su alma.
Pero Fernando casi siempre veía a sus amigas como compañeras, no como posibles amantes. Con ella no buscaba argumentos para llevarlas a la cama (lo que hacían otros chicos), sino que hablaba de temas como vestidos, moda, cosméticos, cocina… Ni siquiera intentaba toqueteos. Sus amigas lo trataban como si fuera otra chica.
Con el tiempo, Fernando logró convencer a sus padres para llevarlo ante un especialista moderno. Incluso el hecho de «llevarlo» comportó una complicada negociación, ya que los mejores especialistas estaban en el Cinturón y sus padres no querían ni oír sobre un viaje hasta allá arriba. Finalmente acordaron alquilar un volador en el que viajaron los tres hasta Lima, donde les aguardaba una especialista en el tema. Lima era la ciudad más cercana a San Carlos y era fácilmente accesible desde la Torre Quito. Suponía una solución de compromiso para no tener que ir al Cinturón.
La especialista, llamada Hilda, era una mujer de rasgos bistulardianos. Carlos se preguntó qué hacía alguien como ella tan lejos de su planeta, pero prudentemente no dijo nada. Fernando, por su parte, observó que la mujer era muy alta, tanto como él, lo que le dio más tranquilidad ante el futuro que le esperaba.
Hilda realizó un amplio interrogatorio a los tres, tanto juntos como de forma individual y luego se quedó a solas con Fernando para completar el interrogatorio con una exploración corporal. Usó todos los medios técnicos disponibles en aquella clínica.
El diagnóstico final fue muy claro: Fernando no se sentía hombre; aunque físicamente lo era, mentalmente era una mujer. El tratamiento propuesto sería muy drástico, tanto que primero debían asegurarse; no era cosa de precipitarse y realizar una intervención irreversible sin tener una total seguridad de que era necesaria.
Por ello, Fernando se quedó en el centro una semana para un estudio psicológico muy detallado. Carlos y Ainoa volvieron al poblado, más bien tristes. Habían perdido un hijo y a cambio recibirían una hija no deseada.
Los dos padres debieron volver para firmar los documentos de la intervención. El tratamiento estaba más que justificado, según Hilda, pero la autoridad imperial terrestre exigía que en estos casos la firma de los padres fuera con presencia física.
Tras el trámite, Carlos y Ainoa volvieron una vez más a San Carlos. Por su parte, Fernando fue trasladado al Cinturón Ecuatorial.
Pese a lo compleja y larga que podía resultar, la operación en sí tenía mucho de rutinaria. No era frecuente pero tampoco rara y se venía practicando desde hacía siglos con pocos cambios.
Para empezar le sometieron a un tratamiento hormonal con estrógenos, antes de pasar a la cirugía.
Llegado el momento del bisturí, le implantaron sendas prótesis mamarias, le reconstruyeron los genitales, le modificaron la voz con una intervención en la laringe, también le modificaron la pelvis (lo más complejo), ampliando ligeramente las caderas. Igualmente le colocaron un útero sintético, de tal forma que podría dar a luz aunque no concebir. Y le colocaron nanoimplantes neuronales en el cerebro para potenciar aquellas áreas típicamente femeninas, como el área de Broca que controla el lenguaje.
De esa forma, Fernando se convirtió en Tahinoaya, el nombre de origen indio que adoptó para su cuerpo femenino. Los aspectos legales fueron solucionados rápidamente.
La nueva chica bajó hasta su pueblo para que sus vecinos la conocieran. No encontró aceptación por parte de sus padres, lo que por supuesto no la sorprendió. Pero tampoco lo tuvo entre los demás. Se encontraba incómoda entre aquella gente que la miraba de reojo todo el tiempo.
Tahinoaya decidió volver al Cinturón.
(continuará...)

01 noviembre 2010

TURISTAS

En su larga experiencia como guía turística, Yanira había tenido tratos con toda clase de gente. Alemanes, ingleses, suecos, chinos, japoneses, americanos, africanos… hombres y mujeres de todo el mundo; o al menos así le parecía.
Con todo, los más raros sin ninguna duda eran los alfanos. Pues no en vano eran extraterrestres.
Cuando llegó la primera nave espacial alienígena todo el mundo se sorprendió. Y mayor fue la sorpresa al saber que eran vecinos en la galaxia, pues procedían de Alfa del Centauro, el grupo estelar más cercano al Sol.
Con el tiempo, la presencia de los alfanos dejó de ser una novedad. Empezaron a visitar todo el planeta. Se hicieron turistas.
El autobús (o la guagua según decía Yanira) estaba ya listo para salir. Ella subió la última, tras asegurarse de que todos los pasajeros estaban a bordo. Dos alfanos habían sido los últimos, como era lo habitual (siempre se demoraban en las tiendas comprando los recuerdos más peregrinos y absurdos).
Antes de sentarse echó una rápida ojeada al pasaje. No eran muchos, así que había podido memorizarlo por completo.
Al fondo estaba la pareja de pensionistas alemanes, delante de ellos estaban los cinco italianos, hablando de forma escandalosa, al lado estaban tres peninsulares, allí estaba el japonés (iba solo, cosa muy rara), la señora rusa en el otro asiento. Y en los espacios habilitados para ellos, con su toma de aire específica, los siete alfanos. Éstos habían llegado por la mañana en una nave espacial que descendió en el Reina Sofía, ahora reconvertido de aeropuerto internacional en espaciopuerto.
Yanira se sentó, se puso el cinturón y tomó el micro para hablar.
Afortunadamente, los traductores que llevaban todos (menos los peninsulares, pues no los necesitaban), le facilitaban la labor al no tener que hablar en varios idiomas.
—Buenos días, señoras, señores y seres de Alfa— para los alfanos cualquier referencia a su sexo era un insulto, preferían los términos neutros—. Me llamo Yanira Bencomo y les doy la bienvenida a esta guagua de Atlantis Tour. Para quienes lo ignoren, aquí en Canarias llamamos guaguas a los autobuses, y a mí me gusta decirlo así.
Tras el toque localista, prosiguió.
—Esta excursión por el Parque Nacional del Teide durará dos horas y en ella veremos unos paisajes realmente fantásticos. Hace años yo habría dicho que eran paisajes extraterrestres, pero creo que tampoco nuestros amigos alfanos han visto algo similar.
Una pausa para oír las extrañas voces de los alienígenas, y la traducción que oyeron todos en sus aparatos:
—Es cierto, en ninguno de nuestros mundos hay algo comparable. Pero preferimos que el ser guía siga con su presentación.
—Gracias, seres de Alfa —Yanira observó que los visitantes de la Península, al no tener puestos los traductores, se habían perdido la frase de los ET’s, pero no era problema suyo—. Bien, hemos partido del Centro de Visitantes del Portillo, llamado así porque es como la puerta de entrada a la caldera de Las Cañadas del Teide. Ahora mismo estamos subiendo por la carretera y allá a nuestra izquierda ya pueden apreciar la pared que delimita la caldera. Según los estudios geológicos, este cráter es lo que queda de un antiguo volcán que tal vez superó los cinco mil metros y que se vino abajo en un enorme derrumbe hace doscientos mil años…
Minutos más tarde, Yanira decía:
—Y ahora ya pueden apreciar bien el pico del Teide. Sabrán que durante siglos en Europa se creyó que era la montaña más alta del mundo, pues ciertamente se puede apreciar desde el mar a gran distancia. Ahora nos vamos a detener unos quince minutos, que podrán aprovechar para comprar algunos recuerdos o para captar imágenes.
Los turistas salieron en manada. Algunos fueron directamente a comprar postales, otros cogieron sus aparatos para sacar fotografías o vídeos de la enorme montaña nevada.
Los alfanos usaban unos sistemas peculiares que se conectaban a lo que debía de ser el cerebro y captaban lo que veían sus ojos. Eran aparatos que no funcionaban con los seres humanos, pues estaban pensados para la fisiología de los alienígenas.
—¡Vámonos todos! —gritó Yanira y los viajeros, obedientes, subieron al vehículo. Los últimos fueron los alfanos.
O eso le pareció. Porque cuando hizo el recuento observó que había un asiento libre. ¿Dónde estaba el japonés?
Llegó corriendo. Debía de haber ido al servicio.
—¡Mis disculpas, señorita!
—Ya le íbamos a dejar, Hotoruki-san —dijo la guía, sonriente.
Un minuto más tarde, el vehículo se ponía nuevamente en marcha.
—Ahora mismo estamos cruzando un campo de lava. Observen las formas caprichosas que adoptan las rocas. Esto es lo que llamamos un malpaís, y es un término muy descriptivo. En Hawaii a este tipo de lavas le llaman “aa”, que en lenguaje local quiere decir lo mismo que malpaís, o sea terreno intransitable.
»En los tiempos anteriores a la conquista, los aborígenes, es decir los guanches, subían a estos lugares en el verano. Se preguntarán ustedes qué venían a buscar en este lugar tan árido. Pues bien, buscaban comida para el ganado. Ahora parece un desierto, pero estamos en invierno y sólo se ven rocas y nieve. Pero cuando haga más calor, este desierto florecerá. Me encantaría que pudieran volver para verlo, y si no, siempre pueden contar con las imágenes ya grabadas que se venden como recuerdo…

Durante media hora, el autobús siguió por la carretera zigzagueante, bordeando barrancos y paredes de roca, con la nieve siempre presente.
De hecho, apenas una semana antes la carretera había estado cortada tras una fuerte nevada.
Los visitantes, tanto del planeta como del espacio, miraban con estupefacción el extraño paisaje. No en vano habían llegado allí desde lugares muy diversos, atraídos por la fama del lugar.
Incluso desde otras estrellas, pensaba Yanira repleta de orgullo patrio.

Nuevamente, se detuvieron junto a la estación del elevador de montaña. Años antes, allí lo que había era un teleférico, con su estructura de cables y torres metálicas que afeaban el paisaje. Pero gracias a la tecnología introducida por los alfanos, lo único que hacía falta era un terminal de partida de los vehículos agrav que subían y bajaban por carriles invisibles. La montaña había ganado mucho con el cambio.
La misma tecnología era la que permitía que la guagua pudiera circular sobre una carretera llena de nieve, pues gracias al agrav realmente no tocaba el suelo.
No estaba previsto que ninguno de los ocupantes de la guagua subiera en el elevador, y si alguno decidía hacerlo perdería el resto de la excursión. Pero Yanira informó de lo que había por si alguno optaba por hacer el recorrido en otro momento.
—Desde aquí parte el elevador a la cima del Teide. No llega realmente a la cima, sino a doscientos metros por debajo. De hecho no está permitido el acceso a la cima del Teide sin un permiso especial. Pero no importa, pues desde la estación de llegada se divisa un panorama espectacular. Si alguno de ustedes desea hacer el recorrido, ha de tener en cuenta que la llegada está a 3.555 metros de altura, y que se suben 1.200 metros en sólo diez minutos. Por lo tanto, han de asegurarse de que no padecen problemas relacionados con la altura…
Además de la estación terminal, allí habían los típicos lugares para turistas: cafetería, tienda de recuerdos, miradores con vistas que quitaban el hipo…
Todos los visitantes bajaron, aunque el japonés se retrasó un poco. Yanira no le dio importancia: tal vez estaba buscando un abrigo, pues hacía un frío tremendo. Se preveía que por la noche nevaría otra vez.
Más de un excursionista se interesó por las tarifas y los horarios de los viajes del elevador. Y los alfanos pidieron el favor de dejarles subir, a lo que Yanira se negó. Si querían, podían contratar otra excursión que les llevara directamente del hotel a la base del Teide. Pero esta vez no podían retrasarse.
Como siempre, los alfanos fueron los últimos en subir. Iban cargados de imágenes, la mayoría de ellas postales, y de los artículos más extraños. Por ejemplo, Yurena observó que uno de ellos llevaba varias cajas de jabones variados; si ellos no usaban el jabón para lavarse, ¿para qué lo querían? ¡Lo mismo pensaban comérselo!
No resultaba tan raro como parecía, los alfanos comían cosas increíbles. Una vez uno de ellos probó un plátano… y encontró exquisita su cáscara; el relleno, en cambio, ¡le pareció demasiado azucarado!
El vehículo se puso en marcha de inmediato. Yanira volvió a su discurso, el estándar número 2.
—Vamos a iniciar el descenso. Muy pronto pasaremos junto al borde de la erupción de 2057, cuya colada de lava atravesó la carretera antigua; ahora seguiremos una ruta aplanada sólo transitable gracias al agrav y…
Se detuvo. Cuatro alfanos parecían tener problemas. Si fueran humanos, diría que se estaban asfixiando.
Notó un fuerte olor a amoniaco y comprendió lo que sucedía.
—¡Detén el vehículo! —dijo, dirigiéndose al conductor.
No esperó a que la guagua se parara. Corrió por el pasillo hasta llegar al espacio habilitado para los alfanos. Los cuatro se estaban quedando rojos, ante las miradas atónitas de los otros tres, que no podían hacer nada.
El olor amoniacal era allí insoportable. Las cuatro tomas de aire preparadas para los extraterrestres estaban rotas, vertiendo sus gases al exterior.
Los alfanos necesitaban respirar un 5% de amoniaco en el aire que respiraban, pues de lo contrario sufrían una especie de asfixia. Era lo que estaba sucediendo a aquellos cuatro.
El conductor llegó con dos mascarillas de oxígeno. Entregó una a Yanira y la otra se la puso él, mientras cogía un rollo de cinta aislante para sellar las tuberías.
La guía estuvo de acuerdo. Julián, el conductor, tenía más rollos, así que ella cogió otro y se dedicó a cubrir la rotura de otra manguera.
Dos alemanes, que se habían acercado a curiosear, decidieron hacer lo mismo. Aguantando el olor casi insoportable, se dedicaron a desenrollar cinta en torno a las otras dos tuberías rotas.
Muy pronto Julián terminó con la suya y relevó a uno de los mayores alemanes. Sin máscara estaba teniendo problemas.
Yanira completó la suya y prosiguió con la que mantenía, a duras penas, el otro alemán.
Finalmente, las cuatro mangueras de aire estaban arregladas. Los alfanos se estaban recuperando; al menos no tenían aquel color rosado de antes.
Se produjo una conmoción entre los asientos traseros. Yanira pensó para sí «¡qué diablos pasa ahora!» mientras se dirigía hacia allí. Había decidido que ya podía dejar solos a los alfanos.
Un grupo de pasajeros forcejeaba sobre otro.
Cuando Yanira estuvo más cerca, vio que habían atacado al japonés. Y comprendió de inmediato el motivo.
—¡Suéltenlo ya, señores!
Algunos obedecieron, pero dos de los hombres más fuertes (el alemán y uno de los italianos) insistían en sujetarlo. Para ser tan mayor, el alemán era sin duda muy fuerte.
—¿Qué sucede? —preguntó la guía.
—Este impresentable cortó las mangueras de los alfanos —dijo el italiano.
—Yo lo ví desde afuera —añadió una de las señoras peninsulares.
—Y yo lo sospechaba —añadió Yanira—. Pero dejemos que él hable.
—¡Sí, fui yo! —reconoció el japonés—. ¡Quiero que todos los extraños abandonen nuestro planeta y nos dejen solos!
Yanira sintió lástima por aquel hombre. Representaba una facción, pequeña pero muy tumultuosa, que se oponía a toda clase de contactos con los extraterrestres. Recibían diversos nombres, aunque el de Pureza Terrestre era el más habitual. La mayoría eran pacíficos pero algunos habían sido los responsables de actos terroristas.
Ella no sabía si lo sucedido se encuadraba en el apartado de terrorismo, o simple gamberrismo. Fue un intento de asesinato, eso sí.
Julián sujetó las manos del japonés con la cinta aislante y habló con Yanira.
—Ya está avisada la policía. Debemos ir al Parador y pasar la noche, pues nos tomarán declaración a todos.
—Conforme. Se lo diré a todos.
Gracias a los traductores, toda la conversación anterior fue entendida por todo el mundo sin problemas… salvo los peninsulares que no los llevaron. Yanira pensó que los traductores eran otra de las tecnologías maravillosas conseguidas gracias al contacto con los alfanos. Pero siempre habría quien se opusiera a ellas.
La excursión quedaba cancelada. Se dirigieron al Parador, donde la policía se hizo cargo del delincuente y tomó declaración a todos los pasajeros, incluidos los alfanos, el conductor y Yanira.
Para entonces ya estaba atardeciendo. Aunque el cielo estaba más oscuro porque gruesas nubes amenazaban con nieve.
El lugar estaba preparado. Si bien nadie tenía hechas las reservas, había habitaciones para todos. Incluidos los alfanos.
Tras la cena, Yanira trabó conversación con una de las camareras que ya conocía. Le había prometido contarle jugosos detalles de lo que sucedía en las tres habitaciones que habían unido con mamparas y acondicionado para los alfanos.
—Creo que tengo una idea de cómo se lo montan los extraterrestres —le había dicho—. Mañana te lo cuento.
Se suponía que tales cosas eran secretos, pero ella sabía bien que Yanira no diría nada a nadie.
Afuera, la nieve caía sobre el Parador. Los copos podían verse desde la ventana.