22 noviembre 2011

ATAYTANA.4

4


Subieron montaña arriba, y poco a poco la vista les fue mostrando un paisaje más extenso. De vez en cuando miraban hacia atrás, y así podían ver la isla de Gomera, casi tan cercana que parecía al alcance de la mano.
      En cierto momento, Ubay descubrió, atónito, una cosa en medio del mar. Se la señaló a Araday, quien tampoco pudo saber de qué se trataba.
      Era un objeto grande, de color oscuro abajo y con unas enormes plumas blancas. Parecía algún tipo de ave gigantesca, monstruosa.
      Pero de pronto se hizo la luz en la mente de Araday. Recordó las historias de su abuelo, y del guadameñe, en especial unas que hablaban de invasores que venían de sitios lejanos.
      —¡Ya sé lo que es eso! —dijo—. Es un barco, una cosa de esas que flotan, llena de extranjeros que a veces vienen a invadirnos o a capturar esclavos.
      Ubay sintió miedo al oír esas palabras.
      —¿Nos harán algo?
      —No lo creo, porque me parece que van a Gomera. Creo que esa isla ya ha sido conquistada por los extranjeros. ¿Nunca habías visto un barco? ¿Una cosa de esas que flotan en el agua?
      —No, pero ahora que lo dices recuerdo algún comentario de los viejos.
     
      Aquel barco había zarpado de Palos de Moguer hacía unos días. Era una nao llamada Santa María y su capitán un genovés de nombre Cristóbal Colón. Se dirigía, en efecto, hacia la Gomera pues Colón quería hacer allí la aguada; y de paso saludar a Doña Beatriz de Bobadilla, a quien ya conocía de la Corte de Castilla.
      Colón observaba la isla de Tenerife, como era llamada, que aún no había sido conquistada. Notó que desde la alta montaña salía una nube de humo. Ya llevaba varios días observándola. Le recordaba a las erupciones del Etna, allá en Italia.
      Tomó nota en su diario de navegación.

       Los dos guanches prosiguieron su escalada y llegaron finalmente a las cuevas de Chasna. Allí tan sólo había unos cuantos viejos, y con ellos una mujer a su servicio. Ella les dijo que los pastores estaban cuidando el ganado cerca, y que tenían que avisarles para no tener problemas.
      Araday quiso saber donde estaban los pastores, y la mujer se lo explicó. Él pensó un momento y finalmente le preguntó a Ubay: —¿Estás muy cansado?
      —No, ¿por qué me lo preguntas?
      —Porque pensaba subir por el valle de Tauce, que no sube muy alto, pero nos supondría perder un día. Pero si encuentro a esos pastores, ellos podrían decirme como subir por Guajara y así llegaremos antes.
      —Vamos por Guajara, entonces. Si averiguamos el camino.
      —Sí, pero hay que subir bastante más alto que por Tauce. Y luego bajar hasta las cañadas.
      —¡No importa! Vamos por allí, Araday.
      —Perfecto.
      En un barranco cercano, vieron a los pastores. Araday dio los gritos de aviso, diciendo que marchaba en paz y que sólo quería preguntarles una cosa.
      Los pastores lo vieron llegar. Tenían dos perros que de inmediato se acercaron a oler a Zairón. Éste, con el rabo entre las patas, se dejó olfatear pues no se sentía con ánimos para desafiarles. No estaba en su propio territorio.
      Araday les preguntó por la ruta hacia Guajara. Uno de los pastores le indicó el camino, y finalmente ofreció una pella de gofio a cada uno.
      Ubay y Araday disfrutaron del sabroso y nutritivo manjar. Araday decidió entregarles un trozo de carne ahumada. Por último, compartieron un pellejo con agua.
      El joven y el niño siguieron montaña arriba. La cuesta parecía prolongarse sin acabar nunca.
      Salieron de los pinos y encontraron algunas retamas. Y más arriba, sólo picón, pequeñas piedras negras muy sueltas entre las que se hacía difícil caminar. Por suerte, el camino estaba bien trillado y en él la tierra estaba más compactada.
      Por fin llegaron a la montaña. Varios riscos les salieron al frente, con algunas cuevas, una de ellas habitada.
      Araday solicitó permiso para pasar por ellas, y de paso le explicaron la mejor ruta. En agradecimiento, dejó allí uno de los últimos pedazos de carne. Sólo guardó un poco para comer durante un par de días.
      Ya era tarde, y decidieron pasar la noche en una de las cuevas libres.
      La Luna ya estaba empezando a crecer, tras haber salido de día.
      Madrugaron los dos y se levantaron con el sol. Dos pastores que dormían en una cueva vecina les ofrecieron gofio, leche y agua. Araday les dio las gracias, pero ya no le quedaban regalos. Ubay solucionó el problema con unas cuantas conchas que había limpiado y conservado.
      Llegaron al lugar de paso entre dos grandes montañas. Ubay se quedó atónito, pues nunca antes había visto el Echeyde desde ese ángulo.
      —¡Casi estamos tan altos como el Echeyde! —exclamó.
      —Te parece, pero no es así. ¿Nunca lo habías visto desde lo alto del risco de las cañadas?
      —No. Desde Güimar subimos por Izaña. Llegamos a las cañadas por la entrada, cerca de lo de Tahoro.
      —Sí, se muy bien por donde.
      Se dieron la vuelta para contemplar por última vez las tierras de Abona por las cuales habían pasado. Frente a ellos, casi al alcance de la mano, estaba la isla Gomera.
      —¿Conoces la historia de Gara y de Jonay? —preguntó Araday mientras iniciaban el descenso por una ladera empinada y peligrosa.
      —No.
      —Hace años, se dice que un grupo de guanches cruzó el mar hasta Gomera. Eran menceyes y achimenceyes y querían hablar de ciertos asuntos con los menceyes de Gomera.
      —¿Cómo cruzaron el mar? ¿Nadando?
      —Creo que usaron troncos de drago ahuecados. Flotan en el agua y no sé si los ataron de alguna manera. Hicieron una especie de barco, pero más pequeño que aquel que vimos.
      —¿Por qué ya nadie lo hace?
      —Espera a oír toda la historia, Ubay.
      —Vale. Continúa.
      —Bien, uno de los achimenceyes era un joven llamado Jonay. En Gomera conoció a la hija de un mencey, se llamaba Gara.
      —¿Gara era el nombre del mencey?
      —¡No, tonto, de la chica! Bien, lo cierto es que se enamoraron y se unieron. Pero un guadameñe dijo que esa unión no era válida, pues ella debía casarse con alguien gomero. Jonay volvió a Achinech con todos los demás, y los guadameñes decidieron prohibir la fabricación de barcos con troncos flotantes, para que Jonay no pudiera ir a ver a Gara.
      —¿Y qué hizo Jonay?
      —Cogió unas calabazas vacías y se las amarró. Así fue nadando hasta Gomera. Buscó a Gara y se fue con ella a la selva, cerca de un roque que llaman Agando. Pero el padre de Gara y su guadameñe los buscaban. Finalmente, los dos jóvenes subieron al roque de Agando y se lanzaron al vacío. Desde entonces, aquella selva se llama de Gara y Jonay.
      —¡Qué historia tan bonita, pero es muy triste! Me recuerda a lo tuyo y de Ataytana. ¿Se tirarán los dos desde un risco?
      —Espero que no haga falta. Pero si no nos queda otra solución…
     
      Finalmente, llegaron al sendero que recorría las cañadas, bordeando las paredes que separaban las tierras comunales de las de la costa. Según le había indicado Ataytana a Ubay, el sitio al que Araday debía dirigirse se encontraba hacia la mitad del camino. Era una cueva que Araday conocía bien, como casi todos los pastores, pero que sin embargo no solía utilizarse mucho: la razón era que estaba justo entre los territorios tradicionales de Güimar y Abona, y más de una vez hubo enfrentamientos por usarla.
      Aunque las tierras comunales eran de todos, la tradición había señalado los sectores de pastoreo de cada grupo y solían respetarse las preferencias.
      Hacia el poniente, aún se podía apreciar el humo del lugar donde Guayota había salido, impidiendo la subida de la gente de Adexe, y tal vez de Icoden.
      En realidad ellos dos no tuvieron dificultad alguna para hallar la cueva que decía Ataytana. Cerca de ella, en el camino, aguardaba Cataysa.
      —¡Por fin! —dijo, tras saludar con un abrazo a su hermano—. Ya creía yo que no iban a venir nunca.
      —¿Has estado esperando todo el tiempo, hermana?
      —Todo el tiempo, no. Pero Ataytana me ha enviado todos los días y desde hace unos cuantos me ha dicho que me quede aquí casi todo el rato.
      —Pues ya he llegado. Díselo a tu señora, que la esperaré —dijo Araday.
      —Tengo que ir a avisarle. Ella quería venir unos días antes del Beñesmén, en la Luna de tarde según me explicó.
      —Faltan dos días para eso. La esperaré con ansias.
      Cataysa marchó con su hermano. Araday se quedó solo, mientras se instalaba en la cueva.
      Apenas le quedaba comida, pero contaba con que los niños le trajeran algo. En todo caso, debía esperar escondido. Si por casualidad algún pastor quería usar la cueva, él insistiría en que ya estaba ocupada.
      Contaba con Zairón para que le avisara, mientras él aguardaba oculto.


(Continuará...)
Enlace al capítulo 1

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