31 enero 2011

LADRONES

Lípledi echó un vistazo a su grupo una vez más. Todo tenía que estar perfecto para la operación. Introducirse en el Cercado no era ninguna bobería, cualquier error podría ser fatal.
Los cuatro vestían de negro, con trajes atérmicos que no dejaban señal en los visores infrarrojos. Eran una variante de los trajes de camuflaje óptico (más conocidos como de invisibilidad), que producían la apariencia de que la luz atravesaba el cuerpo como si fuera transparente. Los trajes atérmicos funcionaban de una manera similar, pero con radiación infrarroja; quienes los llevaban eran claramente visibles pero no quedaban registrados en los sensores de calor. Incluso las gafas eran atérmicas.
Con Lípledi estaban Jonathan, Omet y Sirigambe. Aparte de Lípledi, sólo Sirigambe había estado en el interior del Cercado; de hecho era él el único que conocía el lugar previsto para la operación, pues había servido en aquella vivienda.
—¿Todos tienen sus tarjetas a mano? —preguntó el jefe del grupo, Lípledi.
Cada uno de ellos revisó su tarjeta y Lípledi hizo lo mismo. Conseguirlas había sido uno de los aspectos más críticos de los preparativos. Más inclusive que lograr el equipo: los trajes y el comunicador. Armas no podían llevar y si las necesitaban sería porque todo se había ido al traste, así que de poco les servirían.
Pero falsificar cuatro tarjetas de identificación no había sido sencillo. Lípledi las pudo conseguir gracias a sus contactos, de hecho los mismos que le habían propuesto toda la operación.
Como quiera que fuese, cada uno de los cuatro disponía de una tarjeta de identificación que se correspondía con sus parámetros corporales y les permitiría entrar en el Cercado sin dificultad alguna. Era la única manera de conseguirlo.
Cada tarjeta estaba codificada de acuerdo con su portador, por eso no les hubieran servidos unas robadas. Si así fuera, conseguirlas habría sido mucho más simple: siempre había imbéciles que se arriesgaban a salir del Cercado para vivir la aventura; casi nunca volvían y de hecho lo habitual era que desaparecieran sin dejar rastro.
Lípledi había visto en cierta ocasión como un grupo de forajidos atacaba a uno de esos imprudentes. Cuando terminaron, tan sólo quedaba un cuerpo irreconocible y desnudo, que muy pronto fue a parar a un montón de basura. Incluso era posible que en pocas horas desapareciera por completo: la gente pasaba mucha hambre. Lípledi nunca lo supo.
Pero el propio Lípledi habría sido incapaz de cometer semejante barbarie. Él contaba con el apoyo de la gente del Cercado, quienes le pagaban, le daban suministros (armas y a veces comida) y a cambio él cumplía con las misiones encomendadas. Casi siempre estas misiones eran dar alguna paliza a desconocidos, probablemente líderes que promovían el descontento en la población. También se dedicaban a escuchar y contar lo que oían que resultara interesante. Y, por supuesto, él actuaba por su cuenta: su grupo de sicarios se ocupaba en mantener el orden en un sector de la ciudad y esa era, de hecho, su principal ocupación. La gente de su sector les respetaba y confiaba en ellos para solucionar los problemas.
Los sicarios de Lípledi de vez en cuando atacaban también los sectores vecinos; era una forma de mantener unido al grupo y de demostrar su fuerza. Además de que servía para divertirse. En el curso de las incursiones tenían vía libre para hacer lo que quisieran… y lo hacían. El propio Lípledi aún recordaba a una furcia que había violado en la última incursión. ¡Cómo se debatía y cuánto disfrutó él obligándola! Después del jefe, cinco más de sus hombres le habían dado su merecido.
Pero ahora debía centrarse en su misión, no dejarse llevar por los recuerdos.
Caminaban hacia el edificio de contratación, que todos ellos conocían bien.
En otras circunstancias, tal vez la cola de gente esperando llegara hasta donde ellos se hallaban, pero hoy no había contratación así que no había nadie esperando.
Lípledi aún tenía tiempo para repasarlo todo. Y recordar como había dado comienzo todo el proyecto.
Él no estaba al margen de los enfrentamientos entre grupos del propio Cercado. Allí estaban prohibidas las armas, pero eso no impedía que existiera alguna forma de violencia, soterrada y disimulada, eso sí.
El jefe de Lípledi era un hombre de aspecto corpulento y bien alimentado al que él llamaba simplemente Jefe. Seguro que pertenecía a alguna Corporación, porque todos los que mandaban en el Cercado estaban en Corporaciones. Y era muy probable que la Corporación del jefe tuviera sus enemigos, rivales comerciales probablemente.
Haría cosa de tres meses, el Jefe llamó a Lípledi, para lo cual éste usó su tarjeta personal y, limpio y bien vestido, cruzó el escudo para entrar en el Cercado. ¡Ni pensar en que el Jefe saliera a verle! Nada de eso, Lípledi podía entrar porque el Jefe le había dado una tarjeta para ello.
Dentro del Cercado, Lípledi sólo podía subir en un vehículo que le llevaba directamente a donde el Jefe le aguardaba. Un despacho en algún lugar, no siempre el mismo.
Esta vez el despacho estaba en lo alto de un edificio, tanto que daba la impresión de que si sacaba la mano por la ventana podría tocar el escudo sobre él.
El Jefe ni tan siquiera le saludó. Tenía ante sí una copa, pero no invitó a Lípledi a tomar nada.
—Lípledi, tengo un encarguito que hacerte. Un fulano de otra Corporación quiere joderme, pero más bien soy yo quien va a joderlo a él. No te interesa ni el nombre ni los demás detalles.
—Usted dirá, Jefe.
—Bien, se trata de que entres con unos pocos de los tuyos y vayas a su casa. A su propia casa.
—¿En el Cercado?
—Sí, en este mismo Cercado.
—Pero, Jefe, ¡ninguno de mis hombres puede entrar en el Cercado!
—Eso tiene arreglo. Elige a dos de los mejores, sólo dos. Contigo y uno más que ya te indicaré, serán cuatro y podrán entrar, eso te lo aseguro. ¡Ah! Y no uses tu tarjeta, todos tendrán tarjetas propias sólo para esta operación.
—Conforme, Jefe. Supongamos que logramos entrar, dos de mis hombres, yo mismo y ese otro más. ¿Qué se supone que hemos de hacer?
—¡Caramba, Lípledi! ¡Qué poca imaginación! ¿Acaso no te gustaría hacer una incursión en una casa del Cercado? ¿Y de un enemigo mío, nada menos?
—Creo que le entiendo, Jefe. Un poco de diversión para los míos, ¿no?
—Más o menos. Ten en cuenta que es poco probable que puedan llevarse algo. Si acaso alguna joya, porque lo demás no les va a servir allá afuera. Pero podrán divertirse con los que estén en la casa.
—Bien. ¿Puede darme más detalles?
—Por ahora no. Sólo has de saber que el cuarto hombre es quien conoce el lugar, pues ha estado trabajando allí. Está de nuestra parte y se reunirá contigo afuera. Ya te avisaré. Se llama Sirigambe, y eso es todo lo que necesitas saber por ahora. Puedes retirarte.
Lípledi salió, montó en un vehículo y a los pocos minutos ya se hallaba fuera del Cercado.
Dos días después tuvo lugar la reunión con Sirigambe, un fornido mulato que se sentía incómodo fuera del Cercado, justo lo mismo que le sucedía a Lípledi. Cuando uno puede entrar y salir desearía quedarse dentro siempre: el contraste entre el Cercado y Afuera era intolerable. Pero ninguno de los dos podía permanecer más tiempo del estipulado, porque así quedaba registrado en sus tarjetas. Aunque pudieran entrar, no formaban parte de la Sociedad Libre.
Por eso Lípledi comprendió que debían usar otras tarjetas, unas que no estuvieran asociadas con sus personalidades oficiales de sicarios, que les identificaran como miembros de pleno derecho de la Sociedad Libre.

Entretanto, los cuatro ya habían llegado a la puerta del edificio. No había vigilancia humana, como era lo habitual, pero los sensores estaban activos.
Los sensores estaba controlados por el sistema, pero éste no detectó nada extraño. Los subsistemas de reconocimiento de formas no apreciaron la llegada de los cuatro hombres, pues sus trajes atérmicos los enmascaraban perfectamente.
Cuando cada uno de los cuatro introdujo sus tarjetas personales en el lector, la puerta se abrió para que pasara, cerrándose de inmediato. Curiosamente, los programas del sistema no habían previsto la posibilidad de que quien introdujera una tarjeta correcta no fuera visible. Lípledi lo sabía y por eso todos usaron los trajes atérmicos; de esa forma el reconocimiento de la incursión ilegal se retrasaría al menos unos minutos que bien podían ser críticos. Si ellos se hubieran acercado vestidos normalmente, el sistema habría activado las alarmas al ver llegar a horas intempestivas unos ciudadanos del exterior; aunque dispusieran de tarjetas válidas, tal vez el sistema no las aceptara.
En todo caso, pudieron entrar en el edificio de contratación. La luz se encendió de inmediato, pero ellos siguieron siendo invisibles para los sensores térmicos. Las cámaras los grabaron, pero la entrada había sido válida de ahí que no hubiera motivos de alarma.
Eso sí, los cuatro sabían que ahora les estaban grabando, así que debían comportarse con mucho cuidado. No tocaron nada mientras cruzaron los pasillos hasta la salida al interior del Cercado.
Ya que no se habían activado las alarmas, los sistemas no vieron nada extraño en aquellos hombres con trajes negros que caminaban por los pasillos.
El grupo de Lípledi salió sin novedad.
Allí estaban los vehículos automáticos, siempre disponibles.
Eligieron un modelo grande, con capacidad para los cuatro y mandos manuales. Fue ahora el turno de Sirigambe para teclear las coordenadas de la casa que debían atacar.
Para Jonathan y Omet era la primera vez que estaban dentro del Cercado. Miraban a todos lados con ojos como platos.
Incluso a esas horas intempestivas, bastante antes del amanecer, todo estaba iluminado. Los edificios se veían claros, llenos de luces, alzándose hacia el cielo (en realidad, hasta pocos metros por debajo del escudo). Las vías automáticas a varios niveles estaban casi vacías, pero sin embargo había movimiento: las máquinas y algunos sirvientes humanos trabajaban mientras los habitantes del Cercado descansaban. Algún juerguista acababa de salir de los antros que aún estaban abiertos, pero éstos eran muy pocos.
Pasaron junto a un pirado, tumbado en el suelo; probablemente algún fumeta que prefería su paraíso particular en vez de los oficiales de los antros. Junto a él, había otro que tenía un casco conectado a un emisor, viviendo su fantasía electrónica.
Apenas pudieron verlos a ambos, mientras el vehículo seguía su ruta en silencio y rápidamente.
Finalmente llegaron a su destino. Salieron del vehículo y Sirigambe activó los controles para una espera de dos horas; mucho antes tendrían que haber terminado para volver antes del amanecer.
Cerca se hallaba una mansión. No era un alto edificio, era una vivienda enorme para una sola familia. Un verdadero despilfarro de espacio, pensó Lípledi.
Sirigambe ya lo conocía, pero los otros tres miraron el lugar con asombro.
Parecía un palacio salido de la historia. Paredes y columnas blancas, una escalinata en la entrada, muros altísimos con protección disimulada (¡sí, protección dentro del Cercado!).
Sirigambe les condujo a una entrada lateral, la entrada de servicio.
Nada que ver con la ostentación de la principal, aquella era una simple puerta con su omnipresente lector. Deslizaron sus tarjetas y se les permitió la entrada, pues a fin de cuentas eran ciudadanos libre con acceso a cualquier lugar del Cercado (al menos eso indicaban las tarjetas).
—Ahora mismo todo el mundo duerme —les dijo el antiguo sirviente—. Vamos hacia el dormitorio del señor.
Cruzaron la cocina. Sirigambe les guió por una escalera y llegaron hasta una puerta.
Los trajes atérmicos los habían dejado en la entrada. Los cuatro tenía ahora todo el aspecto de sicarios de Afuera.
Empujaron con fuerza la puerta y entraron en tromba.
Dentro había una cama de hidrogel y en ella se encontraba un hombre obeso y maduro con dos chicas jóvenes, todos ellos desnudos, durmiendo.
—¡Vaya, vaya! —exclamó Lípledi—. ¡Miren qué hermosuras tenemos aquí!
Corrió hasta la cama y empujó al hombre, que cayó con fuerza despertándose. Lípledi le aferró los brazos, sujetándoselos con cinta adhesiva. También le tapó la boca para que no gritara. Finalmente, terminó de sujetarlo amarrándole las piernas.
Cerraron la puerta, y los cuatro subieron a la cama. Las dos mujeres habían despertado pero no llegaron a gritar pues les taparon la boca.
No podían despreciar semejante botín, así que los cuatro sicarios se aprovecharon de ellas. Lo cierto es que no hicieron mucha oposición, pensó Lípledi, probablemente ya estaban acostumbradas.
Cuando el jefe se hubo satisfecho, comprobó la hora. Ya llevaban una hora dentro, debían ir pensando en salir si no querían que les atraparan.
—¡Dejen eso ya, que parece que lleven dos años sin follar! —gritó a sus hombres—. ¡Hay que mirar aquí dentro a ver lo que nos podemos llevar!
—¿Y si nos llevamos a las chicas? —preguntó Omet.
—¿Eres gilipollas? Sabes bien que sólo podemos coger joyas y cosas así.
—¡Vale, jefe!
Empezaron a revolver en los armarios, las gavetas y todos los rincones. Apenas hallaron unos anillos de oro y las tarjetas personales de aquellos tres, que no les servirían de nada.
Lípledi se acercó al gordo desnudo.
—Si hay alguna caja fuerte, me la vas a abrir si es que quieres conservar los cojones —le dijo, amenazándole con un cuchillo que había encontrado en la cocina.
El hombre hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Lípledi le cortó las ligaduras de las piernas y le obligó a caminar con el cuchillo en la espalda.
Mientras tanto, las dos mujeres habían sido convenientemente atadas y amordazadas; las habían dejado en la cama.
El gordo fue hacia un cuadro y Lípledi le cortó las ligaduras de las manos.
—Como hagas algún gesto extraño, mis hombres se cargan a tus chicas. Y yo te corto los cataplines, tal y como te he prometido.
Jonathan y Omet, obedientes, ya estaban sobre la cama con las manos dispuestas sobre el cuello de las chicas, prontos a cumplir la amenaza. De momento aprovechaban para acariciarlas, aún lujuriosos.
Sirigambe se hallaba al lado de Lípledi y su antiguo jefe. Disfrutaba como un niño viendo a su señor en aquella situación tan comprometida.
El señor pulsó un botón y el cuadro se abrió, dejando ver una caja fuerte. Pulsando en determinadas teclas, se abrió la puerta y el interior fue visible. Sólo él, con sus huellas digitales, podía activar la clave de seguridad.
Lípledi le dio un empujón, y Sirigambe le volvió a poner la cinta en las piernas y en las manos.
Los cuatro hombres contemplaron atónitos el contenido de la caja fuerte. Había joyas y monedas de oro, más que suficiente para volverlos ricos a todos en el mundo de Afuera.
Llenaron sus bolsillos en pocos minutos. Aún quedaban riquezas allí dentro, pero no podían llevarlas.
Lípledi se esforzó porque nadie se dejara llevar por la avaricia y cargara con demasiado peso. Apartó a Omet cuando insistía en coger otro puñado de monedas de oro.
—¡Ya basta! ¡Tenemos que irnos ya!
A regañadientes, los cuatro abandonaron la caja fuerte, y también a las dos chicas. El gordo maduro estaba tumbado en el suelo, sin dejar de mirarles. Había reconocido a Sirigambe como un antiguo sirviente, aunque sin recordar su nombre.
Y tenía sus sospechas sobre quien podía estar detrás de aquel acto innomioso. Pero no tenía pruebas, sólo sospechas. Si salía con vida de aquello lo comentaría en su Corporación y que ellos decidieran.
Los cuatro sicarios salían por la puerta de la habitación, cuando vieron llegar a dos grupos de policías fuertemente armados que venían por ambos lados del pasillo.
No podían hacer nada. Estaban atrapados y resistir era una estupidez.

No los trataron mal. De hecho incluso en prisión estaban mucho mejor que Afuera. No podían salir de la habitación, pero no parecía una cárcel. Contaban hasta con un robot asistente y tenían un comunicador que podían usar para entretenerse. Lípledi y Sirigambe se turnaron en su uso, pues eran los únicos que sabían sacarle provecho. Pero Lípledi instruyó a los otros dos y en pocas horas tanto Jonathan como Omet estaban jugando con la máquina, pues aunque fuera una sola tenía mandos múltiples.
La comida era buena, eso sin lugar a dudas y les dieron ropas limpias y material de higiene personal.
Lípledi conocía sus derechos como jefe de sicarios que era y pidió información legal. Un oficial de policía se entrevistó con él en privado. Le explicó que todo había sido una trampa, tramada por su propio Jefe.
—Él lo había previsto todo desde el principio. Primero dejaría que ustedes hicieran lo que quisieran en la casa de su rival pero luego nos avisaría para les detuviéramos. Conocía los tiempos que ustedes debían seguir y lo calculó todo muy bien.
—Y la policía estaba al tanto desde el principio.
—¡Pues no! Nos enteramos cuando don… ¡perdón! No debo mencionarlo. Cuando su Jefe nos llamó. En aquella casa nadie sabía nada, de ahí que se sorprendieran cuando llegamos e informamos que estaba teniendo lugar el asalto. Fue un trabajo muy discreto, debo felicitarles por eso. Si no es por el aviso, habrían podido salir como si nada. Pero ahora tenemos que investigar los detalles: como consiguieron entrar, quien les facilitó las tarjetas falsas, y esos trajes atérmicos que vimos en la entrada. Todas esas cosas.
—¿Y si no decimos nada?
—¡Vamos, Lípledi! Ustedes van a colaborar, de eso estoy seguro. Porque no querrán volver Afuera, sin tener ni los derechos de unos sicarios, ¿verdad que no?
Lípledi palideció.
—Sí, supongo que no tenemos otro remedio que colaborar —respondió.
—Pues bien, porque vuestro destino ya está casi decidido. Si colaboran, quiero decir. Si no, ¡Afuera!
Fue curioso, pero el suceso no llegó a ser conocido por los medios. Las Corporaciones implicadas estuvieron de acuerdo (sin siquiera reunirse para decidirlo) en mantener aquella batalla en la oscuridad. Los resultados del enfrentamiento tenían interés tan solo para ellas.
Así, la Sociedad Libre siguió ignorante de que un grupo de sicarios de Afuera habían violado la seguridad del Cercado y penetrado en una vivienda para cometer varias fechorías. De haberlo sabido, habrían tenido lugar manifestaciones e incluso algaradas callejeras pidiendo más seguridad. Nadie lo supo y no pasó nada.

Los cuatro colaboraron. Dijeron todo lo que sabían, que no era mucho pues parte del material había sido facilitado por el Jefe en persona. Y a él no se le podía tocar, como reconocieron todos los agentes de policía que les interrogaron.
Pero por debajo del Jefe sí podían actuar, y así cayó una red de falsificación de la que no tenían conocimiento. Sin embargo, ni uno solo de aquellos profesionales tuvo que abandonar el Cercado. Pasaron a ser asesores de seguridad, pues es bien sabido que los que son capaces de violar los sistemas de seguridad son los más capacitados para mejorarlos. Les pusieron a trabajar en mejorar los sistemas de identificación, haciéndolos más inteligentes: si alguien usaba una tarjeta, alguna cámara debía captarlo y comprobar que la imagen casaba con la información de la tarjeta. Nada de validar tarjetas sin imagen válida. Y también se hizo más difícil falsificar una personalidad… aunque los especialistas se guardaron un par de ases en la manga por si volvían a tener la necesidad de construir una personalidad falsa. Todos los especialistas en seguridad dejaban alguna puerta secreta para su propio uso; mientras no se descubriera, allí estaba.
En cuanto al grupo de Lípledi, pasó a los Comandos de Acción Especial, es decir se convirtieron en soldados.
Pero no unos soldados cualesquiera. Los C.A.E. eran enviados a lugares lejanos en misiones casi siempre suicidas. Su equipamiento era mínimo, pero su eficacia total gracias a los nanos implantados en sus cerebros, que les convertían en máquinas de matar. Esos nanos servían tanto para impedir que huyeran como para motivarles a actuar cuando llegaba el momento, anulando cualquier sentimiento que pudieran sentir hacia la población.
El comando de Lípledi fue enviado a un lugar del sur de África, donde una Corporación había conseguido que la población se alzara en armas contra la Corporación rival que explotaba las minas cercanas. Lípledi y los suyos llegaron en miniaviones unipersonales que aterrizaron en un claro cercano al pueblo.
Ellos no sabían donde se hallaban, tan sólo que cerca había un poblado que debían masacrar. Una vez completada la acción, serían recogidos por un helicóptero… si es que sobrevivían.
Marcharon al amanecer y sorprendieron a la población disparando a mansalva. Mataron a hombres, mujeres y niños y sólo reservaron algunas jóvenes para violarlas.
Pero mientras se dedicaban al saqueo, llegó un grupo armado procedente de otro poblado. Eran varias decenas y aunque su armamento era inferior al del grupo de Lípledi, les superaban en ardor pues estaban rabiosos al ver lo que Lípledi y los suyos habían hecho.
La mitad de aquellos soldados del lugar cayó en el enfrentamiento, pero finalmente hasta Lípledi fue herido mortalmente. Para entonces, sus compañeros yacían en el suelo en diferentes posturas.
Su último pensamiento fue hacia una joven de la que había disfrutado un par de horas antes. ¡Cómo se debatía! Había sido un placer…

Los supervivientes locales del enfrentamiento informaron a sus mandos; éstos prepararon una acción de guerra contra la mina en represalia por la incursión.
Pero todo aquello había sido previsto; tan sólo hacía falta una buena provocación para poder actuar, y de ello se encargó el C.A.E. Los soldados que fueron a proteger la mina estaban muy bien equipados y no se arriesgaron sin necesidad. Primero enviaron varios bombarderos robots que arrasaron los campamentos del enemigo. Luego ellos se limitaron a tomar las poblaciones, en lo que fue casi un paseo. Sin víctimas entre los soldados invasores, se entiende.
Y la mina siguió en las manos de la Corporación original.

27 enero 2011

Concurso

Zastayerama nació fuera del Cercado, pero no recordaba nada de su vida anterior. Entró cuando era una niña de tres años y todos sus recuerdos se circunscribían a uno u otro Cercado, como un miembro más de la Sociedad Libre.
Según le contaron sus padres, adoptivos, ella fue recogida de manos de una mujer que no podía cuidarla, pues no tenía con qué hacerlo. De haber seguido con ella, sin duda Zastayerama habría muerto de hambre. Por eso, ella estaba agradecida a sus padres actuales, pues les debía la vida.
Y por lo que ella sabía, no tenía motivos para dudar de la versión de su origen. A veces oía comentarios, rumores, de que fuera las cosas tal vez no eran como se decía, pero ella no hacía mucho caso de los rumores. Sólo atendía a las noticias oficiales, pues eran las únicas en las que podía confiar.
Recordaba, eso sí, los estudios en la escuela. Cada niño contaba con un cubículo para el aprendizaje individual y en él permanecía entre 20 y 50 minutos seguidos, dependiendo de la edad. Para los más pequeños, 20 minutos era incluso demasiado tiempo, pero debían acostumbrarse a centrar su atención durante ese tiempo. Luego venía un periodo de descanso y juego, y todos los chicos de edades similares se reunían en el patio. Se procuraba que en estos descansos interactuaran unos con otros: los juegos solitarios estaban desaconsejados. Zastayerama recordaba correr y saltar con los niños de su edad; sobre todo les encantaba “la selva”, un escenario virtual donde había numerosos peligros que les obligaban a huir y esconderse: serpientes, caníbales, fantasmas, leopardos, plantas carnívoras. También había tesoros, nativos amables y juguetones, flores preciosas. En el verano solía haber una charca donde se podían bañar (por supuesto, la charca era real, aunque el escenario no lo fuera).
Conforme fue creciendo, los periodos de instrucción fueron creciendo y los de descanso se fueron reduciendo. Con 10 años, ya tenía que estar 50 minutos seguidos y disponía sólo de 20 minutos para descansar. Más el descanso central, de 60 minutos como era debido.
Ya con 9 años, Zastayerama participó en el primer concurso de belleza. Todos sus tutores e instructores la animaron, pues coincidían en que su cuerpo era perfecto, totalmente acorde con los cánones. Ella preguntó el significado de esa palabra «canon», y durante algunos días su instrucción fue acerca de los cánones de belleza. Supo así que éstos habían cambiado con las modas, sobre todo en los últimos años.
Le costó entender un poco lo que significaban aquellos datos del canon vigente, pero puso comprobar que más o menos eran sus características personales, salvo por el hecho de que aún era una niña. Se presentó al concurso, alentada por sus padres, y lo ganó.
Fue una satisfacción sentirse la más bella entre todas aquellas niñas y jamás olvidó aquella sensación.
Zastayerama siguió creciendo y ganando en belleza. Su instrucción se orientó en esa dirección: como cuidar su cuerpo, como comportarte, historia de la belleza,…
Supo así que debía su perfección al control genético. Aunque sus padres eran reacios a contarlo, ella estaba segura de que antes de serles entregada, su cuerpo fue sometido a una revisión genética exhaustiva, y que se alteraron todos los genes que fueron necesarios. Ahora no tenía nanos en el interior, estaba casi segura, y así debería seguir mientras participara en los concursos.
Un requisito imprescindible para poder participar en los concursos de belleza era la total ausencia de prótesis, incluso microscópica, lo que impedía llevar nanos. Zastayerama sabía bien que con los nanos se podían mejorar todas las medidas corporales: desde la altura hasta el tamaño de los senos o la forma de la cintura. Pero era algo muy vigilado en las fases previas de cualquier concurso: el escáner corporal global era obligatorio.
Ella siguió participando, y ganando.
Finalmente, el propio Cercado se le quedó pequeño.
Zastayerama viajó en hipertren. La estación estaba en el centro del propio Cercado. Un ascensor bajaba hasta la estación propiamente dicha, a un kilómetro bajo tierra. El hipertren circulaba a dos mil kilómetros por hora (en un túnel al vacío) y conectaba todos los Cercados sin tener que cruzar las tierras conflictivas de las afueras. Era muy difícil, casi imposible, acceder a las líneas desde los exteriores y así se mantenía la seguridad.
La joven compitió con otras jóvenes de los Cercados vecinos. Y triunfó.
Zastayerama ya se estaba abriendo camino en el mundo de la moda. Posaba para los mejores modistos, desfilaba con las ropas más exclusivas, e incluso tenía ofertas para hacer películas.
Pero no se comprometía demasiado. Primero quería alcanzar lo más alto y luego ya decidiría su futuro.
“Lo más alto” era desde luego el concurso mundial. Bellas y bellos de toda la Sociedad Libre llegaban buscando el título de la Más Guapa o el Más Guapo del Mundo. El concurso era el mejor trampolín para quien conseguía el preciado título… e incluso sin conseguirlo. Un segundo puesto era casi tan bueno como el primero, en lo relativo a destacar y conseguir buenas oportunidades.
El Cercado de Manhattan era uno de los más antiguos y también de los más prestigiosos del mundo. Fundado siglo y medio atrás, después de limpiar Harlem, Bronx y otros barrios bajos, cuando los habitantes del rico Manhattan decidieron que tenían que mantener su estatus a cualquier precio y para ello instalaron el escudo que cubría la isla. Con el escudo realmente se encerraron en la isla, pero estaban convencidos de que no tenían necesidad de salir, pues todas sus necesidades se podían cubrir a distancia, y para las que no había espacio suficiente dentro del recinto. De esta forma, la isla se convirtió en el primero Cercado y el resto de la megalópolis Nueva York - Nueva Jersey pasó a ser el Exterior. En pocos años, el mismo esquema se fue repitiendo en las principales ciudades del planeta., conformando la que se llamó Sociedad Libre.
Por otro lado, la presencia de las Naciones Unidas en el Cercado, hacía de Manhattan lo más parecido a una capital de la Tierra.
Allí se celebraba el concurso del Más Guapo y la Más Guapa del Mundo.
La estación de hipertren era una de las más profundas. El ascensor que llevaba a Zastayerama junto con otros recién llegados, tardó unos cuantos minutos en subir hasta la superficie.
La sorpresa de la joven cuando salió del ascensor fue mayúscula al comprobar que se hallaba en el interior de un rascacielos. No en vano, Manhattan seguía siendo una ciudad de enormes edificios. Incluso bajo el escudo, las torres se elevaban cientos de metros sobre el suelo… y también bajo el mismo. De hecho, la propia estación del hipertren estaba en el nivel más profundo de un enorme edificio en cuya cima (¡no podía ser menos!) había un aeropuerto para despegue vertical. Y de distintos niveles brotaban las vías para vehículos automáticos que conectaban unos edificios con otros.
Zastayerama se asomó a un mirador y quedó atónita ante el espectáculo de las torres interconectadas a decenas de niveles. Abajo, muy abajo, podía ver el suelo, donde los vehículos de superficie parecían hormigas.
Superada la impresión, introdujo su tarjeta en un comunicador cercano. En la pantalla apareció la información que necesitaba.
Aparte de darle la bienvenida al Cercado, se le informaba que debía dirigirse al Hotel Saxxonfly, usando el medio que más le agradara.
Zastayerama comprobó que podía desplazarse en un monoplaza volador, por vía subterránea (el hotel contaba con una estación propia), por superficie (pintoresco, pero lento) o siguiendo el 4º nivel en un vehículo normal. Eligió esta última opción, pues le parecía la más segura y rápida: el 4º nivel de vías estaba a tres pisos por debajo. Ya tendría tiempo más adelante para hacer un recorrido turístico, bien por aire o por superficie.
El Hotel Saxxonfly tenía todos los medios para una estancia cómoda. A Zastayerama le asignaron un robot asistente para su uso exclusivo. Tenía forma casi humana, y de hecho recordaba una criada del siglo XIX. Su voz era femenina, por lo que no costaba nada hablarle, olvidando que era una máquina.
Zastayerama se encontró hablando con Cinthia, el robot, como si fuera una asistenta. Le contó intimidades, dudas, le hizo preguntas sobre la ciudad, sobre modas, acerca de la gente. Cinthia tenía una buena base de datos, y le aportó información muy útil.
El robot podía incluso salir del hotel y acompañar a los clientes por el Cercado. La joven hizo buen uso de Cinthia, quien le sirvió de guía turística, de asesor de compras, e incluso para mantenerse en contacto con los encargados del concurso.
Zastayerama estaba en una tienda viendo joyas increíbles, y preguntándose si podría adquirir alguno de aquellos collares de diamantes, cuando Cinthia le avisó:
—Señorita, me avisan de que ha de regresar al hotel. El Delegado Kuporsky desea verla lo antes posible.
—Notifícale que llegaré lo antes posible. Le indicas lo que tardaremos, que puedes calcular, y luego me buscas un transporte.
—Lo más rápido sería un volador, señorita. La llevaré a una terminal.
Por las aceras móviles, llegaron en pocos minutos a una terminal de vuelo. Con su tarjeta de identidad, Zastayerama reservó un monoplaza. No había espacio para el robot, pero eso no era problema suyo. Cinthia regresaría por sus propios medios.
El Delegado Kuporsky no pareció sentirse molesto porque Zastayerama le hubiera hecho esperar, pero ella no se confiaba. Incluso un minuto de espera producía muy mala impresión, y era un elemento negativo en su contra.
—Le pido disculpas, Delegado. No me informaron de la cita con usted, de haberlo sabido no me habría ausentado.
—No había cita, Zastayerama. Ocurre que estaba de paso y decidí esta entrevista, pues quería verla. Tiene usted muy buenas referencias. ¿Cree que tiene posibilidades?
—Aún no he visto a las otras concursantes, Delegado, así que carezco de opinión. Y no tengo opiniones preestablecidas sobre lo que pueda decidir el jurado. Me atendré a su decisión.
—Una respuesta muy prudente, Zastayerama. De todos modos, debo informarle de que el canon ha variado ligeramente. Ahora se prefieren las chicas con alturas entre 1,70 y 1,80.
—¿Cuándo fue ese cambio? No tenía noticias —la chica estaba realmente alarmada y no lo disimuló.
—Hace 45 días.
—Gracias por la información.
El Delegado se marchó y Zastayerama entró en su habitación.
Cinthia no había regresado y ella estuvo pensando en pedir otro robot, pero no lo hizo.
No se sentía con ánimos para nada, ni siquiera para protestar por la falta de robot (pese a que era culpa suya). Ella medía 1,85, lo que la situaba fuera del canon establecido.
¿Cuándo demonios había cambiado? La última vez que había concursado, hacía unos 65 días, había entrado de lleno en el canon y fue eso lo que le permitió ganar una vez más.
Pero ahora ya era difícil. No ganaría.
Tendría que dejar los concursos y buscar un puesto como modelo o algo por el estilo. Sin el prestigio que daba ser La Más Guapa…

Finalmente, se acercó el gran día. Zastayerama se encontró con las demás concursantes, pues hasta entonces no había tenido ocasión. Fue en la elección de los modelos que debían vestir durante la exhibición previa. En el concurso llevarían modeles estándar, idénticos para todas, pero el día antes posarían ante los medios con el traje de su preferencia.  Zastayerama sabía bien que no debía elegir cualquier cosa, pues su criterio y su gusto para vestir serían juzgados como cualquier otro aspecto personal.
Eligió un modelo no demasiado pretencioso ni ostentoso, pero que realzaba su figura con elegancia. Como sabía que era la más alta del grupo (y así pudo comprobarlo al ver a las demás), optó por un vestido con líneas horizontales que la achataban. Si fuera algo gruesa sería una elección desastrosa, pero era esbelta. El traje tenía colores irisados que variaban al caminar, mostrando todo el espectro del rojo al violeta. También mostraba algunas partes del cuerpo pero sin enseñar nada que no debiera.
No descuidó los complementos, incluyendo un discreto collar de diamantes azules y blancos, con platino y perlas. Valía demasiado para que pudiera soñar en que fuera suyo, pero por un día podría lucirlo. Con pendientes a juego, bolso y zapatos irisados, completó su imagen.
Aún tardarían unos días en ajustar el modelo a sus medidas, pero entretanto podía relacionarse con sus compañeras. Y con los chicos del concurso masculino, todos ellos guapísimos y varoniles: en el concurso del Más Guapo se descartaban aquellos sujetos que no fueran decididamente masculinos, incluso en los detalles más nimios: más de uno fue descalificado al reconocerse homosexual… y lo mismo sucedía en la Más Guapa.
Por supuesto, los medios ya estaban encima. La seguían a todas partes y eso la obligaba a mostrar una sonrisa constante, pues tenía que ser amable por muy pesados que fueran los reporteros.
Lo que más interesaba eran los aspectos morbosos. Si había algún detalle negativo en alguno de los concursantes, era destacado y ampliado hasta lo inimaginable. Como era de esperar, de Zastayerama se dijo que era demasiado alta. Incluso se la llegó a comparar con los chicos, lo que era claramente injusto. La seguían cuando conversaba con alguno de los chicos y una imagen que la mostraba más alta que el varón fue portada en varias revistas. No sirvió de mucho que el chico estuviera algo agachado ni que se tratara del más bajo del grupo.
Por supuesto, otro tema de interés era los romances entre concursantes, lo que por cierto estaba prohibido. Había fuertes controles para evitar las relaciones sexuales y se les impedían incluso las conversaciones más íntimas; pero eso no era obstáculo para que los reporteros se inventaran romance tras romance. A Zastayerama le atribuyeron relaciones con tres hombres distintos e incluso con una concursante, y todas debieron ser desmentidas. La más difícil de desmentir fue la supuesta relación con un miembro del jurado, el Delegado Kuporsky, pero eso fue aún más importante para no indicar favoritismos.
Por fin llegó la presentación a los medios. Zastayerama vistió su traje irisado y ciertamente deslumbró a todos. Nadie dijo que era demasiado alta y las miradas de envidia de sus compañeras fueron la mejor de las felicitaciones que recibió.
Y, el día después, el concurso.
En la fase inicial desfilaban todas. Desde hacía siglos que se desfilaba en ropa de baño, y Zastayerama se enfundó la malla roja reglamentaria que le cubría todo el torso, dejando libres brazos y piernas; nada que ver que un traje de baño a la moda, pero esa era la tradición. Luego desfilaron todas en traje de día, un vestido muy discreto y femenino, con blusa plisada blanca y falda multicolor de amplio vuelo. Para terminar, el tercer desfile en traje de noche, un modelo muy vistoso de color dorado brillante, muy escotado, con líneas lisas y amplias aberturas para las piernas. Para el modelo de noche debía llevar zapatos de tacón muy alto, en cuña, lo que desde luego no favorecía a Zastayerama pues la hacía parecer aún más alta.
Mientras deliberaba el jurado, las chicas pasaron a la salita de reposo. Zastayerama pudo contar con la ayuda del robot Cinthia, para limpiarse el maquillaje, descansar y arreglarse un poco. No se atrevió a comer, pues con la tensión podía vomitar, pero sí tomó una infusión relajante.
En el jurado, el Delegado Kuporsky tenía sus propios problemas. Los miembros del grupo Celium, patrocinados por un conocido fabricante de cosméticos, habían promovido el nuevo canon con menos estatura. Desde el principio, él se había mostrado en contra y ahora tenía que padecer las consecuencias de su oposición. Todos los miembros del jurado sabían que él era partidario de Zastayerama y le hacían ver que era demasiado alta. Él, por su parte, hacía ver sus otras cualidades, aprovechando para despotricar contra el nuevo canon.
Poco a poco había logrado convencer a unos cuantos miembros más y sabía que podía contar con sus votos. Pero sólo al final, durante la selección final, sabría si había tenido éxito o no.
Ignorantes de los detalles en las deliberaciones, las concursantes aguardaban. Por fin se oyó la elección del jurado, y Zastayerama pasaba el primer corte. Nuevamente tuvo que desfilar, en traje de día y luego esperar la segunda selección.
En los intermedios habían actuaciones de grupos y artistas de relieve, pero eso no llegaba hasta la salita donde todas las seleccionadas seguían esperando.
Finalmente, Zastayerama oyó su nombre y salió vestida con la malla de baño, para la selección final.
Las doce finalistas se pasearon ante el público y el jurado. Zastayerama temía sobre todo dar un mal paso y tropezar, pero no en vano su profesionalidad se impuso y desfiló como bien sabía hacer.
Una vez más en la salita. Las otras concursantes, ya eliminadas, se habían marchado. Las doce que quedaban aguardaban el veredicto final.
Como era tradicional, primero se nombró a la tercera finalista. Una chica hindú, que salió con sentimientos encontrados. No había ganado, pero había quedado tercera, lo que ya era todo un logro.
Luego se nombró a la segunda finalista.
Era Zastayerama.
Finalmente, el Delegado Kuporsky no consiguió su objetivo. Los pagados por Celium demostraron mayor fuerza y consiguieron más votos para su favorita, una chica europea del Cercado de París, candidata perfecta para mostrar las virtudes de los nanos incorporados en sus cosméticos. Medía 1,72 metros.
Zastayerama salió por última vez, entre sentimientos contradictorios.
Le dolía no haber ganado, pero sabía bien que era por su estatura. Para muchos medios, ella resultaba ser la ganadora virtual pues no era desconocida la presión del grupo Celium para modificar el canon a su favor.
Por otro lado, si lo pensaba bien el resultado era más que satisfactorio. La Más Guapa debía participar en una serie de actos de compromiso y durante un año debería estar disponible para las autoridades de la Sociedad Libre y las Corporaciones. En ese tiempo ni pensar en romances ni, ¡mucho menos!, en un embarazo que le haría quedar descalificada. Todo eso formaba parte del contrato que debía firmar.
Pero la segunda quedaba libre de todo compromiso. Sólo en el caso de que la ganadora quedara descalificada, por incumplimiento del contrato, la segunda pasaría a ostentar la corona de Más Guapa (y con ella, todos los compromisos asociados).
Pero mientras no fuera así, Zastayerama era libre.
Libre para aceptar cualquier oferta: películas, desfiles, actos de todo tipo. Incluso podía enamorarse, pues más de un magnate le ofrecería su corazón, con ofertas que valía la pena atender incluso sin que hubiera amor de por medio. También podía quedarse embarazada y sabía que muchos de esos magnates lo que querían era tener un hijo de una belleza como Zastayerama.
Tenía tiempo para pensar y elegir.
Así que no era tan malo haber quedado segunda.
Eso sí, ella sabía que casi la mitad de los miembros del jurado eran de piel oscura.
Así que no tenía nada que ver que ella fuera la única concursante de piel morena, mientras las demás eran de piel clara.
Estaba segura de que no tenía importancia.

21 enero 2011

TRABAJO

La calle era de pavimento sintético, bastante poroso, pero no se podía apreciar bajo la capa de detritus. Entre uno y dos centímetros de restos compactados y polvo se habían convertido en tierra con el paso de los años. En esa tierra crecían plantas, a duras penas y también morían; sus restos se incorporaban finalmente a la capa sobre el pavimento.
Los restos procedían de la basura que la gente había arrojado al suelo, incluyendo incluso excrementos. También de las paredes de edificios antiguos, de la pintura de los coches abandonados. Y de la basura plástica que no se había degradado por completo.
Asimismo abundaban los restos metálicos, procedentes de la misma basura y de los coches oxidados.
El resultado era así una capa más o menos uniforme, en parte cubierta por hierbas y musgo. Hacia el centro de la calle, la hierba y el musgo desaparecían dejando un sendero, allí por donde la gente solía circular.
Por aquel sendero caminaba cautelosa una chica solitaria. Era de noche cerrada, reinaba la oscuridad y ella se alumbraba con un diminuto farol en el que había invertido la mitad de sus ahorros. La otra mitad la había gastado en una navaja que aferraba con su mano derecha, llevando el farol en la izquierda.
Aquí y allá se apreciaban grupos de personas durmiendo, y Limanova hacía lo posible por no perturbar su sueño. Pero debía caminar entre ellos sin tropezar con nadie, lo que era difícil.
Un hombre se levantó de repente e intentó agarrarla. Rápida como el rayo, la chica colocó la navaja en el cuello del hombre.
—Haría mejor en seguir haciéndote el dormido, cabrón —le dijo entre susurros.
El otro comprendió que llevaba las de perder. Aunque si armaba escándalo la chica podía salir perdiendo, él recibiría un corte fatal, así que no compensaba. La soltó y dejó que se marchara en silencio.
Cuando ella ya se alejaba, él optó por gritar.
—¡Eh! ¿A dónde vas tú, cacho puta?
Limanova se escondió detrás de los restos de un coche. Estaba vacío, así que podía esconderse sin peligro. Apagó el farol.
Los compañeros de aquel hombre se fueron despertando, alertados por los gritos.
—¿Qué coño pasa?
—¿Por qué nos despiertas, Kiyodrenco?
—Allí hay una chica sola. Le podíamos dar un buen viaje, ¿no creen?
—¡Yo no veo nada! ¡Estás soñando, capullo!
—¡Anda, Kiyodrenco, vuelve a dormirte, que eso era un sueño!
—Si te acuestas, tal vez puedas encontrarla de nuevo.
—Pero si yo…
—¡Que te acuestes ya!
—¡Vale, jefe! Ya me acuesto.
Desde su escondite, Limanova oyó la discusión, sonriendo para sí.
Cuando estuvo segura de que todos estaban de nuevo durmiendo, encendió el farol y prosiguió su camino.
Al acercarse al Cercado, ya fueron menos frecuentes los grupos de gente. Limanova pudo así caminar más tranquila. Pero al mismo tiempo, la soledad era mayor y eso generaba intranquilidad.
Para ser sinceros, Limanova temía acercarse al Cercado, pero no le quedaba otro remedio si quería encontrar una ocupación. Fuera del Cercado no existía casi un solo trabajo decente. Y ni siquiera “indecente”, pues hasta las prostitutas se las veían y deseaban para encontrar un cliente que les pudiera pagar, siquiera en especie. ¡Era tal la oferta y había tan poco dinero que muchas aceptaban lo más denigrante por una simple comida! Limanova era joven y guapa, pero tenía la esperanza de no verse en esa situación.
Otra opción para una chica como ella podría ser convertirse en la mantenida de un capo de los sicarios. Ellos sí tenían recursos y solían tener una o dos chicas a su cargo para que les calentaran la cama. En realidad venía a ser casi lo mismo que una prostituta, salvo porque no se tenía que estar en la calle; pero el trabajo venía ser más o menos lo mismo.
Dentro del Cercado había otras opciones, y mejor consideradas. Incluso el puesto más bajo, también de puta, estaría bien pagado y con clientes decentes. Sobre todo limpios.
Pero Limanova aspiraba a otras ocupaciones, que no tuvieran que ver con el sexo.
En realidad no tenía muchas esperanzas. Para una mujer había pocas posibilidades de trabajar que no fueran con su cuerpo. Pocas sí, pero existían, y ella estaba dispuesta a no perder esas posibilidades.
Ya en las proximidades del Cercado, las iluminarias realmente alumbraban la calle. El farol portátil ya no era necesario y Limanova sabía que tendría que dejarlo para cruzar.
Vio cerca un depósito de recogida y en él dejó su preciado farol. Más tarde, ya avanzado el día, alguna otra persona lo recogería, junto con los demás objetos variados que se habían abandonado en aquel sitio. Ella pudo ver varias armas y eso le hizo pensar en dejar también la navaja.
Pero aún no se sentía lo bastante segura como para abandonar aquel recurso. Tarde o temprano debería desprenderse de ella. Sin embargo, aún no era el momento.
Llegó al edificio de contratación y vio la enorme cola. Todavía era muy de madrugada, faltaban varias horas para el amanecer y ya la cantidad de gente era increíble. ¡Limanova no estaba nada segura de que la llegaran a atender!
Pero no se arredró por eso.
Primero se acercó a otro depósito y dejó en él la navaja. Ya no le serviría de mucho.
Luego, anduvo caminando junto a la fila de hombres y mujeres. Cuando ya estaba cerca de la puerta se fijó en un chico joven, muy joven y probablemente inexperto en las cosas mundanas. Se le acercó insinuante.
—¡Hola! —le dijo—. ¿Llevas mucho rato en la cola?
—¡Hola! ¿Qué tal? Sí, me puse aquí antes de oscurecer. Llevo toda la noche sin dormir.
—Tienes suerte, porque a ti seguro que te dejan pasar. A mí no.
—¿Cómo es eso?
—Acabo de llegar y la cola tiene ya más de dos kilómetros. Mira detrás de ti.
El chico miró y comprobó la enorme longitud de la cola.
—¡Caray! ¡Pues sí que es larga! No me había dado cuenta.
—Si me pongo en mi sitio no tendré suerte. ¡Y llevaba meses esperando este momento!
—¿No te habías puesto en cola antes?
—¡Cinco veces! Pero siempre he llegado tarde. Hoy pensé que para una vez que conseguía llegar temprano tendría suerte, pero veo que no.
—¿Quieres que te deje pasar?
—¿De verdad que lo harás? Te ayudaré a mantenerte despierto.
—Pues te lo agradecería mucho. Si me caigo dormido seguro que pierdo el puesto.
—Eso desde luego. Nadie te va a despertar. Y si no es que roban lo que lleves encima.
—Sí, es horrible.
—Dime, ¿y si cuando la gente se ponga en marcha alguien protesta?
—¡Pues que lo haga! Soy yo quien te deja pasar, no tú que te cuelas. Lo haremos rápidamente cuando todos empiecen a caminar. Entretanto, quédate a mi lado y cuéntame cosas. He tenido una noche muy aburrida.
Limanova buscó mil y un temas de conversación para entretener al chico, que resultó llamarse Ernest. Éste por su cuenta se imaginó a la chica en su cama y realizando con ella toda clase de fantasías. Incluso llegó a decírselo y ella se echó a reír, sin prometer nada, pero tampoco decir que no.
Finalmente, la puerta se abrió y una docena de soldados se apostaron a ambos lados de la misma. La fila se puso en camino despacio, pues cada persona que llegaba a entrar era registrada concienzudamente.
Limanova se colocó delante de Ernest, ignorando los gritos provenientes de atrás. Uno incluso llegó a empujar al chico pero éste se limitó a darse la vuelta y mirar desafiante al que estaba detrás.
Limanova había realizado una buena elección, pues Ernest se impuso al que le seguía, un hombre pequeño y bastante apocado. No tuvo necesidad siquiera de amenazarle, le bastó con aquella mirada que imponía.
Cuando al fin ella llegó a la puerta, los soldados la miraron de arriba abajo, desnudándola con la mirada. De hecho, era eso exactamente lo que hacían, pues usaban los escáneres visuales para detectar cualquier objeto oculto entre sus ropas; como efecto secundario, podían verla exactamente igual que si no llevara nada puesto, y sin duda se aprovechaban y disfrutaban con lo que podían apreciar. Limanova fue consciente de las miradas libidinosas pero las ignoró, pues no le quedaba otro remedio.
Ya en el interior del recinto se hallaba un hombre ante un teclado. Le preguntó el nombre, la edad y fecha de nacimiento (si no concordaban, él mismo lo indicaría) y el código de registro.
—Limanova Petroskaya, 21 años, fecha 125/15, código PetLim-014178247.
Aquel empleado ni siquiera se molestó en escribirlo. Su función se limitaba a verificar que los datos quedaban registrados; el teclado sólo se usaba cuando había problemas para reconocer la voz del interesado.
—Conforme —dijo—. Siga hacia la izquierda.
Limanova vio hacia la derecha un pequeño grupo de personas, que probablemente no recordaban su código y estaban esperando su reconocimiento por los métodos físicos de rigor: detección dactilográfica, observación retinal y registro genético.
Hacia la izquierda había un pequeño pasillo que conducía a un escáner corporal completo. Ella sabía que era una versión más sofisticada de la que tenían los soldados, pues daba una imagen de gran tamaño y en tres dimensiones que incluso podía graduarse para detectar en el interior del cuerpo. Podían verse los huesos, cualquier órgano… o cualquier objeto que se llevara en el interior. Como bien sabía, más de un caso de estreñimiento había llevado a una inspección detallada del recto, pues las heces se confundían con objetos. Igualmente, una chica con la menstruación podía tener problemas si se detectaba un tampón insertado en su vagina. Hasta las prótesis dentales podían ser fuente de dificultades.
Ella pasó por el aparato sin que nadie le diera el alto, y eso la tranquilizó. Sabía muy bien que la imagen de su cuerpo desnudo había sido totalmente detallada, aunque no la hubiera podido ver.
Por fin pudo ver su destino: un grupo de despachos con una fila de personas ante cada uno, y una enorme sala con asientos donde cada vez se iban situando más y más hombres y mujeres. Todos ellos estaban pendientes de las pantallas que les iban llamando uno a uno.
Miró hacia atrás y vio como Ernest, el chico que la dejó colarse, se disponía a pasar por el escáner. Lo ignoró y se fijó en los distintos carteles situados sobre los despachos.
Sabía bien las opciones que tenía ante sí.
La primera no le interesaba en lo más mínimo: comando de los sicarios. Para empezar, una mujer tenía pocas posibilidades de ser aceptada. Pero además se trataba de un destino que le haría volver a las masas, Afuera. Los sicarios estaban cerca de la gente, por eso eran un destino muy solicitado. Además, la autoridad que daba ser un sicario era algo muy apreciado por muchos. Eso venía a significar, ni más ni menos, mucha competencia para los puestos, y pocas posibilidades para lograrlo ella.
La segunda posibilidad era la primera realmente accesible como mujer. Pero ella ya había rechazado la prostitución en cualquiera de sus modalidades. Incluso dentro del Cercado, en un salón de lujo.
Luego estaba la opción militar. Podían admitirla como mujer, aunque las soldadas no tenían lo que se dice buena fama. Los soldados (hombres y mujeres) permanecían en los Cercados mientras no fueran movilizados, pero cuando pasaban a serlo debían viajar a lugares lejanos, y vivir en barracones cumpliendo misiones extrañas, que debían seguir ciegamente. Los soldados cumplían una función análoga a la de los sicarios, es decir mantener la opresión de las clases bajas; pero lo hacían en sitios alejados de sus hogares para que no se comprometieran con la población. Si les ordenaban masacrar a un grupo de mujeres y niños, debían hacerlo sin más. Lo único bueno de ser soldado era la formación que recibía: un soldado debía manejar un equipo muy complejo y la preparación de un soldado resultaba carísima. Por eso la mayor parte del tiempo transcurría en el Cercado o haciendo maniobras.
La siguiente opción era adecuada tanto para hombres como para mujeres: sujetos experimentales. La investigación en medicina requería probar técnicas y medicamentos, y eso se hacía mejor sobre gente Afuera, llenas de enfermedades, que en los habitantes del Cercado. Por eso siempre se solicitaban voluntarios para las distintas experiencias. Siempre se suponía que los que participaban en los experimentos eran voluntarios, aunque la mayoría realmente no se fijaba en lo que firmaba (a veces ni sabía lo que firmaba, pues no sabía leer).
Aquella opción era peligrosa, pero Limanova la consideró seriamente. Pero entonces se fijó en la última opción.
Decía simplemente: «colonos». Y la fila de gente estaba formada tanto por hombres como por mujeres.
Decidió ir a preguntar, así que se puso en aquella cola.
Al otro extremo, vio que el chico, Ernest, se había puesto en la cola de los sicarios. Mejor, así no tendría que volver a verlo. Era bastante probable que le pidiera «un favor» por dejarla colarse. Aunque siendo tan inexperto, lo mismo ni se le ocurría, pero ella no podía contar con eso. Si él insistía en cobrarse en especie, ella improvisaría. Sólo accedería si no le quedaba otra alternativa, pues ella no se ofrecía a cualquiera así como así.
La cola avanzó rápido y Limanova se colocó ante la mesa de la especialista.
—Hola, ¿quieres ser colonizadora? —le preguntó la mujer.
—¿De qué va esto?
—En este folleto se te explica todo. Veo que eres joven y decidida y supongo que estás en buen estado de salud.
—Sí, así es. Aunque hace tiempo que no me hacen una analítica y…
—No importa. Si aceptas te la haremos antes de firmar el contrato. Sólo aceptamos a gente con una salud perfecta.
—Vale, ¿y qué más?
—¿Quieres ir a otro mundo?
—¿Morir? ¡No gracias! Estoy muy contenta con mi vida y quiero disfrutarla.
La mujer se echó a reír.
—¡Me refería a salir del planeta! ¡Ir a Marte!
—¡Ah claro, es eso, hacer de colona en Marte! ¡Ahora lo entiendo! No se mucho de cómo es la vida allá, pero podría interesarme.
—Perfecto. Bien, toma el folleto para que lo leas mientras te llamamos. Tu nombre es Limanova, ¿no?
—Sí.
—Bien, Limanova, siéntate por favor.
La joven se apartó y buscó una silla libre. Eligió una entre dos ocupadas por desconocidos para que Ernest no se pudiera sentar a su lado.
Pero el chico simplemente la había olvidado. Limanova vio como se sentaba muy lejos de donde ella estaba. Por el momento podía dejarlo al margen.
Transcurrió bastante tiempo, pero finalmente la pantalla indicó «LIMANOVA PETROSKAYA, sala D, puesto 45A».
Limanova buscó los indicadores de la sala D y se dirigió hacia ella. Luego localizó el puesto 45A, donde la esperaba un hombre mayor de aspecto serio y aburrido. Nada más sentarse e identificarse, él la acribilló a preguntas.
Era un cuestionario que incluía muchos temas: datos personales, educación y formación, experiencia laboral, situación sentimental, ideas filosóficas, religiosas y políticas, fantasías y deseos, aspiraciones, gustos y preferencias, enfermedades, accidentes y operaciones, afinidades sociales…
Cuando terminó, Limanova estaba tan cansada que ya ni recordaba la mayoría de las preguntas. Había una que sí recordaba porque la había dejado desconcertada.
«Se encuentra usted totalmente desnuda en el centro de una habitación enorme y vacía. La temperatura es de 23º y las paredes son blancas pero en ellas hay colgados cuadros de todo tipo. En uno de los más cercanos se aprecia la figura de un niño pequeño, en otro hay un perro, al lado un hombre maduro y en un cuarto cuadro aparece una casa antigua. De repente todos los cuadros empiezan a arder y usted sólo puede apagar uno de ellos pulsando el botón antiincendios situado en la parte inferior. Insisto en que sólo puede salvar uno, pues los demás arderán de inmediato. Todos los cuadros son igualmente valiosos y su pérdida será irreparable ¿Cuál de ellos decidirá salvar?»
Recordaba haber respondido que el del niño pequeño, pero no entendía qué tenía que ver aquella situación, obviamente fantástica y casi imposible, con la colonización de Marte.
Al salir de la sala D, le dieron una tarjeta personal. Con ella pudo acceder al sistema de servicios del Cercado.
Pues ahora Limanova se encontraba ya dentro del Cercado. Era parte de la Sociedad Libre.
Salió por una puerta distinta de la que entró. Había una estación con diversos vehículos unipersonales. Eligió uno e introdujo la tarjeta en la ranura para ello.
Una voz automática le dijo:
—Bienvenida, Limanova. Te llevaré a tu hábitat.
Y sin más, el vehículo automático se puso en marcha. Ella no tenía ni idea de cómo controlarlo, aparte de que tampoco sabía a donde debía ir.
Pero no hacía falta. El pequeño automóvil se movió entre las vías con toda seguridad hasta entrar en un edificio. Siguió por el pasillo y se detuvo ante una puerta.
—Aquí es —dijo, y la puerta del vehículo se abrió.
Limanova salió y se plantó ante la puerta del habitáculo. Ya había comprendido que los sistemas automáticos estaban puestos al día, así que no se extrañó cuando al introducir su tarjeta en la ranura de la puerta, ésta se abrió y le dio paso a su nueva vivienda.
Una enorme pantalla le dio la bienvenida, y a continuación le hizo una serie de sugerencias: lavarse, comer, salir a adquirir ropa, luego asistir a un espectáculo, finalmente un paseo por el parque para hacer ejercicio. También le informó que por la mañana, antes de comer, vendría el equipo del laboratorio para hacerle las primeras pruebas, incluyendo la toma de muestras. Y que hasta obtener los resultados, ella era libre de hacer lo que quisiera como cualquier otro habitante del Cercado. Lo que no podía hacer era salir, salvo que deseara renunciar a su nuevo estatus.
Disfrutó de su nueva vida durante 10 días. En ese tiempo, aparte de sufrir toda clase de análisis y pruebas clínicas, recibió una formación muy completa.
No había caído en la cuenta de que un colono tenía que ser una persona muy preparada, pero comprobar ese detalle la llenó de satisfacción. Si en algún momento se había planteado seguir o no el destino de colona, desde el momento en que supo lo de la formación ya no le quedó ninguna duda.
Los diez días eran sólo preparatorios. La mayor parte de la formación tendría lugar en la nave, mientras viajaban hacia el planeta rojo.
Transcurridos los 10 días, Limanova salió del Cercado. Pero lo hizo en un avión acorazado, con todos los demás colonos de aquel Cercado.
Viajaron hacia el puerto espacial. Y allí continuó la preparación física y la formación.
35 días más tarde, Limanova embarcaba en una nave espacial, con rumbo a Marte.

15 enero 2011

TRUEQUE

La calle tenía lámparas situadas cada pocos metros. Cada una brotaba de la pared del edificio más cercano y se situaba a una altura conveniente para iluminar un amplio espacio de la acera. 
No había movimiento de coches, sólo se apreciaban unos cuantos aparcados junto a los bordillos de la acera. 
Pero ninguna de las lámparas estaba encendida, todas ellas habían dejado de funcionar hacía ya años. Los coches aparcados eran ruinas oxidadas, sin cristales y llenos de basura… salvo aquellos que servían de vivienda, pues en ese caso sus habitantes los mantenían lo más limpio que podían. 
En la oscuridad, la calle estaba llena de vida. La muchedumbre ocupaba casi todo el espacio: si por casualidad apareciera un coche en movimiento no tendría por donde circular, tal era la cantidad de gente que estaba en la calle. 
La mayoría se limitaba a estar, pues no tenía a donde ir: ni vivienda, ni trabajo, ni entretenimientos. Las peleas eran frecuentes, pues servían para mitigar el tedio y liberar tensiones; aparte de servir también para reducir un poco la población, junto con las enfermedades y los ataques de terroristas. Éstos últimos eran sicarios de la gente de los Cercados, pues para evitar las invasiones convenía mantener a las masas controladas mediante el miedo. 
Un pequeño espacio se había abierto en el centro de la calle, y allí habían encendido una hoguera. Hix-Allim se hallaba a su lado, calentándose con sus compañeros de armas y esperando. 
Había gente que rodeaba a la hoguera, buscando el poco calor que podía conseguir sin enfrentarse al grupo armado que rodeaba el fuego. No se acercaban más porque no podían. Entre ellos se oyó un tumulto lejano que se fue acercando. Gritos y empujones, conforme otro grupo se abría camino. 
Hix-Allim aferró su fusil y sus compañeros hicieron lo propio. Pero pronto pudieron tranquilizarse, pues el origen del tumulto era el grupo que acompañaba a Löeframi. 
La compañera de Hix-Allim le mostró el niño que llevaba, envuelto en los trapos más limpios que pudo hallar. 
—Aquí, lo tienes, Hix —dijo ella, aún llorosa—. ¿Crees de verdad que no tenemos otro remedio? 
—¡No pienso discutir lo mismo otra vez, mujer! ¡Elige de una vez! ¿Sigues conmigo o te quedas con el niño? 
—¡He de obedecerte, así que no voy a insistir! Pero si pudiera, ¡sabes muy bien lo que elegiría! 
—¡Hazlo, y te morirás de hambre en dos semanas, y el niño morirá contigo! Eso, si no lo captura antes algún grupo de hambrientos… 
—¡Por favor, Hix! ¡Dejemos ya eso! Lo que hay que hacer, ¡hagámoslo! 
Todos los hombres tomaron sus armas. Apagaron el fuego, ignorando los gritos de alrededor. Y rodeando a Hix-Allim, Löeframi y el pequeño hijo de ambos, se encaminaron hacia el punto de intercambio. 

Haribut-147 dio un beso de despedida a su esposa, Haributia-2014. 
—Ten mucho cuidado, querido —dijo ella—. ¡No sabes cuánto me gustaría ir contigo! 
—Sabes que es muy peligroso, querida. Hemos de salir del Cercado para negociar con esa gente, y los soldados no pueden garantizar nuestra seguridad Afuera. 
—Lo sé perfectamente. Pero ¿es que no entiendes que me gustaría poder echar un vistazo a ese niño lo antes posible? 
—Primero habrá que ponerlo en manos de los médicos. Tendrán que limpiarlo, sanearlo genéticamente, inmunizarlo, alimentarlo y vestirlo para que lo puedas tener. De nada servirá que lo veas antes si finalmente no sobrevive al proceso y tenemos que ir a por otro. 
—Nunca entenderás a una mujer, y menos a una madre, Haribut. 
—¡No! ¡Supongo que no! 
El sargento al mando del grupo le hizo un gesto de impaciencia. 
—¡He de irme, Hari! 
—¡Adiós, y ten mucho cuidado! 
Haribut salió de su vivienda y desde el interior su esposa activó el escudo de seguridad local. Haribut contempló como el campo brillante se extendía formando una semiesfera plateada. Sólo él podía atravesarlo gracias a los nano-neutralizadores implantados en su cuerpo. Pero eso no impedía que sintiera una sensación de congoja al estar fuera del escudo. 
El sargento se cuadró ante él. 
—Mi señor Haribut, ¡cuando usted ordene! 
—¡Adelante, sargento! ¡Convoque a la patrulla y vayamos al punto convenido! 
Con el sargento estaba también el equipo pediátrico, formado por un médico, una enfermera y dos robots auxiliares. 
Los veinte soldados de la patrulla y los dos cabos al mando se desplegaron en torno al equipo médico y Haribut-147. Dirigidos por el sargento, se subieron a un transporte blindado. 
En la puerta del Cercado, el sargento se detuvo para mostrar su autorización para salir. Haribut también tuvo que mostrar la suya para que finalmente se desactivara parcialmente el escudo global. 
Por el espacio justo pasó el blindado. Estaban ya Afuera. 

Hix-Allim vio abrirse un semicírculo en la semiesfera plateada que rodeaba el Cercado. Por aquel pequeño orificio salió un vehículo blindado. 
El orificio del escudo se cerró de inmediato. El blindado se movió apenas cien metros, sin alejarse demasiado de la seguridad que daba permanecer en las cercanías del Cercado. 
El grupo de Hix-Allim esperó a que el vehículo se detuviera antes de acercársele. No querían que un mal movimiento les obligara a abrir fuego. 
El vehículo finalmente se detuvo y los soldados de su interior brotaron por todas sus escotillas, formando una barrera en torno. Todos y cada uno aferraban sus lanzadores de plasma como si la vida les fuera en ello… y así era, en efecto. 
Hix-Allim comprobó que no hubiera muchedumbres cercanas que pudieran complicar la operación. Nunca se haría el trato si la gente del Cercado pensara que había algún peligro. 
Pero estaban solos. Las muchedumbres se habían quedado atrás, lejos del Cercado y temerosas de las armas de los soldados. También del grupo de Hix-Allim, por supuesto, pues los conocían bien como sicarios del Cercado. 
Hix-Allim hizo un gesto a Löeframi para que acercara el niño. La mujer se aproximó a desgana. Hix-Allim le dio un empujón para que se diera prisa, sin demasiada energía no fuera a hacer caer al pequeño. 
Haribut-147 salió del blindado al ver acercarse a la pareja con el niño. Se aproximó y habló el primero, como era su privilegio. 
—¿Tienen un niño, como hemos acordado? 
—¡Aquí está, señor! —respondió Hix-Allim, haciendo una reverencia. 
Haribut hizo un gesto y el equipo médico rodeó a la mujer de las masas y su niño. 
El pediatra realizó un examen de urgencia. Todos los indicadores dieron señales positivas, o al menos neutras. 
—¡Cumple los requisitos! —anunció el médico. 
—¡Conforme! —respondió Haribut-147—. ¡Sargento! ¡Entregue a este hombre las cajas con alimentos! 
Los dos robots auxiliares se movieron hacia el depósito del blindado, saliendo con varias cajas de provisiones militares. Aquellos hombres de las masas abandonaron sus armas para ir corriendo a coger cada una de las cajas. Por su actitud no cabía duda de que se hallaban complacidos. 
Su jefe, Hix-Allim, los observó en silencio. Tuvo un gesto duro hacia la mujer, quien estaba claramente contrita por perder el niño. 
Finalmente, toda la gente de las masas se alejó del blindado. Los hombres tomaron sus armas para impedir que las muchedumbres les arrebataran su tesoro. 
Los robots se encargaron de acondicionar al niño en una cuna estéril, aislado de los demás hasta que estuviera libre de gérmenes. Todos subieron al blindado y regresaron hacia el Cercado. Se abrió el escudo lo justo para que pudieran entrar y el vehículo se perdió tras la pared plateada. 

Hix-Allim consoló a Löeframi. Le mostró las cuatro cajas que se había reservado, con alimentos de primera calidad que les permitirían sobrevivir bastante tiempo. Sobre todo si algunas de las cosas las cambiaban en el mercado por verduras frescas, o tal vez carne. 
Su mujer tendría otro niño, tarde o temprano, y si sobrevivía tal vez pudieran conservarlo con ellos hasta que se hiciera hombre. Él ya necesitaba tener un chico al que preparar para el futuro… ¡si es que había un futuro! 

Haribut-147 estaba satisfecho. Según le explicó el pediatra, el niño parecía sano y estar en perfecto estado. Una vez completado el tratamiento, con los genes rectificados y ya libre de gérmenes, estaría en perfectas condiciones para formar parte de la Sociedad Libre. 
Era una lástima que la natalidad en el Cercado fuera tan baja y se vieran obligados a tener que conseguir niños de las masas del exterior. Pero fuera del Cercado la gente seguía con la locura de tener niños a montones, a pesar de las campañas de esterilización forzosa y del hecho simple de que la mayor parte de la población se moría de hambre. Sólo en el interior de las ciudades blindadas, en los Cercados, se podía disponer de recursos suficientes, y eso tan sólo para los habitantes de la Sociedad Libre, la gente que vivía en los Cercados.

07 enero 2011

¿GUERRA O PAZ?

La guerra contra los meduseos llevaba ya tanto tiempo que nadie recordaba cómo empezó… ni cuando. Durante siglos se habían enfrentado terrestres y meduseos, y no se conocía solución alguna al problema.
El comandante Harold Grimson no permitía que tales disquisiciones le afectaran. Sus problemas se circunscribían a la nave de batalla Hector 102, a su tripulación y a los cazas que dependían de ella. Si le ordenaban luchar, ya procuraría que sobreviviera su gente lo mejor posible, a la vez que cumplían la misión de la mejor manera. Si se encontraban con meduseos, luchaba por su supervivencia. Y muy rara vez se planteaba dudas sobre la guerra.
Desde que nació había oído hablar de los meduseos. Seres terribles, de cabeza esférica llena de protuberancias tentaculares, con ojos y otros sentidos en los tentáculos. Dominaban cientos de sistemas solares que correspondían a los terrestres (según la opinión generalizada, aunque nadie explicaba porqué) y atacaban a cualquier nave terrestre que hallaran.
Los terrestres hacían lo mismo, atacando a cualquier nave enemiga que descubrieran, e invadiendo sistemas bajo control enemigo, y eso se justificaba como «acción de guerra».
¿Quién atacó en primer lugar? ¿Por qué habían iniciado las hostilidades? Nadie lo sabía...
Apenas hacía un año desde que Grimson se había enfrentado con dos naves meduseas. Su propia nave, la Hector 102 las había destruido con muy pocas bajas propias; de hecho no eran más que exploradores poco armados. Muy distinto habría sido si hubieran topado con un super-crucero meduseo, una nave enorme, mayor incluso que la Hector 102. Nadie sabía cuantos super-cruceros tenían los meduseos, pero se creía que no pasaban de diez o doce. Por suerte, pues de tener un centenar, el conflicto con los terrestres ya estaría decidido.
Grimson sabía que en los astilleros de Alfa Centauro se estaban construyendo varias supernaves de batalla, junto a las cuales la Hector 102 sería como una nuez frente a un globo aerostático.
Por cierto que esa había sido la tónica general en todo el conflicto. Cada vez que uno de los bandos superaba ligeramente al otro, en poco tiempo la otra parte se había puesto de nuevo al nivel. Por ejemplo, hacía ya siete siglos desde que los meduseos habían alcanzado el sistema solar y casi destruido la colonia marciana. Pero en la Batalla de Marte había quedado aniquilado todo el ejército invasor… con la excepción de una sola nave. Aquel explorador meduseo se libró de la destrucción para que pudiera informar a su pueblo de lo sucedido.

Casi un siglo más tarde, los Cuerpos Espaciales 3 y 4 de las Fuerzas Terrestres llegaron al Sistema Meduseo, y tan sólo sobrevivió un cazador para que volviera a informar del desastre. Desde entonces no se había atacado a ningún sistema importante, sólo colonias aisladas, tanto terrestres como meduseas. Y naves, como aquellas dos meduseas en el sistema KJ-457.
Tras aquel ataque, la Hector 102 había pasado a velocidades relativistas. Y en un año de su tiempo había recorrido decenas de años luz.
La nave Hector 102 se encontraba ahora en el sector F-56, y en sus cercanías se habían detectado naves enemigas. Por eso la nave estaba bajo alerta, con los cazas listos para salir disparados en caso necesario, y toda la artillería a punto. Ni qué decir tiene que los escudos estaban activados. Aunque la información fuera de varios años atrás, no podían arriesgarse. Menos mal que los sistemas cercanos eran todos ellos colonias terrestres o bien territorio no colonizable. Como la estrella cercana, una A-5 cuyos planetas estaban bañados en radiación letal.
Grimson se hallaba en el puente, viendo trabajar a su bien entrenado equipo. Cada uno de ellos sabía perfectamente lo que debía hacer, y lo hacía sin preguntas. Incluso los dos grumetes se dedicaban a contemplar la labor de sus instructores, sin hacer preguntas innecesarias.
Una luz roja se encendió en el panel del comandante. Casi de inmediato se activó la comunicación con el equipo de sensores.
—¡Comandante! —dijo la teniente Swift—, detectada nave extraña. Dirección menos 12,56 grados, más 35,89 grados de elevación.
—¿Características? —preguntó el comandante.
—¡Desconocidas! No figura en las bases ni como amiga ni como enemiga.
Grimson se quedó sorprendido, pero reaccionó de inmediato.
—Será tratada como hostil mientras no se defina. ¡Artillería, manténganla bajo la mira sin disparar hasta que yo lo ordene! ¡Santos, envíe diez cazas en misión de escolta!
Grimson dio aquellas órdenes ante los comunicadores de los jefes de guardia.
—¡A la orden! —respondió el alférez Gabriel Santos, el oficial de guardia al mando de los cazas. Lo mismo respondió, casi simultáneamente, el oficial de guardia al mando de los artilleros, Sergei Kamarov.
De inmediato, varios cazadores salieron al encuentro de la nave desconocida. Un minuto más tarde, Grimson podía escuchar el reporte del jefe del grupo.
—Puente, aquí Jefe de Clan. Informo sobre nave hostil.
—Aquí el comandante. Informe, Luwoszky.
—Señor. Es una nave de tamaño medio, forma esférica. No presenta armas a la vista, pero tampoco aprecio sistema de propulsión, ni antenas o cualquier forma de comunicación. Si todo eso está oculto, también podrían estarlo las armas.
—Bien, Jefe de Clan, mantenga la posición. Distribuya sus naves para escolta y vigilancia, manteniendo las distancias. No ataque sin estar seguro de que sea en defensa propia. ¿Entendido?
—Afirmativo, Puente. Vigilancia y  escolta. Y sólo defendernos si estamos seguros. ¿Recibido?
—Afirmativo, Jefe de Clan.
Grimson convocó al gabinete de guardia. Aparte del comandante de la nave, estaban los mandos de artillería, cazadores, infantería, astronáutica y ciencia. La directora de los científicos, Sia Ling, era la única civil del grupo, pero no la única mujer: también lo era la capitana de astronáutica, Naraya Silatopeyama. Junto con Santos y Kamarov, completaba el grupo el teniente Homito Tayata, al mando de la infantería espacial.
Tomó la palabra Grimson, como era preceptivo.
—Como ya saben, hemos detectado una nave desconocida en las cercanías. No es amiga ni enemiga y por el momento la consideramos hostil hasta ver lo que hace.
—¿Y qué es lo que hace? —preguntó Tayata.
—Por ahora, nada. Se ha situado a 15 unidades de distancia y allí se mantiene estable. Tiene nuestros cazas a una unidad de distancia y no parece importarle. No reacciona.
—Debe de estar a la espera de nuestra reacción —sugirió Silatopeyama.
—Es lo que yo me imagino —replicó el comandante—. Pero me pregunto qué debemos hacer. No podemos seguir así. Y si es cierto que está esperando nuestra respuesta, ¿cómo respondemos?
—¿Podríamos destruirla? —quiso saber Kamarov.
—Tal vez sí, o tal vez no. No conocemos nada de sus potenciales, pues no tiene armas a la vista; si las tiene, estarán ocultas. Y tampoco sabemos el tipo de escudo que pueda tener.
—Además, no podemos atacar una nave desconocida sin una provocación previa —observó Ling—. Si fuera medusea ya tendríamos argumentos, pero no sabemos si lo es.
—¿Podría serlo? —preguntó Santos.
—Tal vez sí. No figura en nuestros datos, pero puede tratarse de un nuevo modelo.
—Si así fuera, ¿por qué no nos ataca?
—Se me ocurren dos razones —sugirió Silatopeyama—. Una, porque no es medusea. Y dos, porque si lo es, desde que ataque se pondrá en evidencia.
—Propongo que la consideremos no hostil —indicó Ling—. Aunque estemos preparados para una acción hostil, obviamente. La pregunta es, ¿seguro que no hace nada de nada? ¿No estará espiando nuestras comunicaciones?
—Es una posibilidad —contestó Tayata.
—¡Nada de eso! —replicó Santos—. Las comunicaciones entre los cazas y la nave de batalla son encriptadas y direccionales. No creo que sea posible captarlas.
—Lo confirmo —añadió Silatopeyama. Era la responsable precisamente de que las comunicaciones fueran de esa forma.
—Estamos suponiéndole capacidades al enemigo —observó Grimson—. No tenemos base para saber si puede o no captar las comunicaciones…
—Creo que la discusión está fuera de lugar —intervino Ling—, desde el momento en que hemos decidido considerarla no hostil, ni siquiera debemos hablar de «el enemigo». Con el permiso del comandante, me he permitido corregirle.
Ling aprovechaba que era la única persona que podía hacer callar al comandante sin tener que responder ante un tribunal militar. Pero no quería abusar de ese privilegio, por eso adornó la corrección con toda la amabilidad de que fue capaz. El comandante aceptó la rectificación sin inmutarse.
—Nave desconocida, entonces. Doctora Ling, ¿puede saberse el motivo de su pregunta, si no cree que nos esté espiando?
—Claro que sí, comandante. Expondré mi razonamiento. Si se trata de una nave extraña, que hasta ahora no ha entrado en contacto con los terrestres y no es de los meduseos, ¿no es lógico que busque la manera de entrar en contacto?
—Tiene usted razón…
—¡Y para eso ha de detectar nuestras comunicaciones!
—¡Por lo tanto, nos está espiando! —exclamó Tayata.
—Prefiero no usar terminología militar, si no le molesta, teniente. Digamos más bien que están analizando nuestras comunicaciones para hallar una pauta que les permita entrar en contacto. Pero no creo que lo consigan.
—¿Por qué? —preguntó el comandante.
—¡Pues precisamente porque las comunicaciones están blindadas! Sugiero que nos comuniquemos en abierto, para que ellos puedan captarlas y analizarlas. Si es así, es posible que en un tiempo prudencial ellos se comuniquen con nosotros.
—¡Me niego! —replicó Kamarov.
—¡Un momento, Sergei! —dijo el comandante—. Este gabinete es meramente consultivo, no lo olviden. Quiero saber qué otras sugerencias hacen ustedes.
Nadie más dijo nada. Se miraron unos a otros en silencio. Más de uno era partidario de atacar, pero no había lugar a ello si se consideraba como no hostil a la nave.
—Al menos Ling ha hecho una propuesta —dijo finalmente Grimson—. Bien, estas son las órdenes: abran el canal entre los cazas y la nave, informen de tal situación a los cazadores para que estén al tanto y procuren no suministrar información valiosa. Pero que hablen. Ling, ¿cuándo deberíamos tener esa comunicación?
—No lo sé, comandante. Depende de su capacidad de procesamiento y de que dispongan de datos suficientes para conocer las pautas de comunicación.
—Les daré una hora. Si su nave tiene recursos comparables a los nuestros, en una hora deberían haberlo computado. Y creo que lo mismo puede decirse de los meduseos.
—¿Y si transcurre la hora y no hay comunicación? —preguntó Santos.
—En tal caso, convocaré de nuevo a este gabinete para decidir el plan de ataque.
—Conforme, comandante —dijo Silatopeyama—. Si no hay más órdenes, le solicito permiso para retirarme y proceder de acuerdo con sus instrucciones.
—Sólo una cosa más. Si hay comunicación, les convocaré para decidir nuestra respuesta. En caso contrario, en una hora exacta les quiero aquí a todos, como ya dije.
—Si es para una acción militar, no veo para que debo estar yo —comentó Ling.
—Es lo preceptivo. Luego usted podrá retirarse, una vez iniciadas las deliberaciones.
—Conforme, si es así.
—Así lo es y usted lo sabe. Bien, pueden retirarse todos.
Apenas tuvieron que esperar cinco minutos. Nuevamente fue la teniente Swift quien informó:
—¡Comandante! La nave extraña está enviando señales. Son casi compatibles con nuestros sistemas.
—¿Puede interpretarlas?
—Afirmativo.
—¡Pues hágalo y envíe el código sellado al Puente. ¡Se convoca al gabinete! —Esto último lo anunció por los intercomunicadores.
La mayoría de los miembros del gabinete ya estaba en el Puente. Sólo la doctora Ling tuvo que subir desde su oficina. Entró entonando una disculpa:
—¡Perdón, comandante! No me esperaba que respondieran tan rápido.
—¡Nadie lo esperaba, Sia!, así que no tiene importancia. Bien, ahora que estamos todos, oigamos lo que nos tienen que decir estos extraños.
—¿Será comprensible? —quiso saber Kamarov.
—Está en nuestro idioma, eso ya lo he comprobado pues pude oír la primera frase. Voy a ponerlo completo.
Grimson activó el reproductor. Frente a ellos se encendió una esfera en el aire. De inmediato se convirtió en lo que parecía la cabeza de un ser alienígena. Era cónica, de color rojo y tenía cinco ojos distribuidos alrededor. Mostraba otros órganos de función desconocidos, aunque uno de ellos era una especie de boca. Se abrió mientras se empezó a oír una voz metálica, típica de un traductor mecánico.
—¡Hola, terrestres! Represento a una especie desconocida para ustedes, pero pueden llamarnos «ribosos» por el momento. Y a mí pueden nombrarme «Kliv», que es algo así como «embajador» en nuestra lengua primordial. Este mensaje es una señal de paz, los ribosos venimos para comunicarnos con los terrestres y establecer relaciones pacíficas. Sabemos que están ustedes en guerra con los que llaman meduseos, y puedo afirmar que no mantenemos relación alguna con ellos. Quedamos a la espera de su respuesta, que esperamos en menos de una hora.
—¡Muy sutil! —observó Santos, pensativo.
—¿Por qué dices eso, Gabriel?
—Son muy diplomáticos, pero aprecio amenazas veladas.
—No entiendo —dijo Ling.
—Primero, está esa demostración de potencia y eficacia. ¡Han detectado y traducido una lengua desconocida en menos de cinco minutos!
—Eso, suponiendo que realmente sea nueva. Tal vez llevan espiándonos desde hace años.
—Es posible, pero creo más bien que es el primer contacto. Sugiero mantener esa hipótesis y seguir con mi razonamiento.
—Conforme, alférez —dijo el comandante—. Prosiga.
—Gracias. En segundo lugar, reconocen estar al tanto de nuestro conflicto con los meduseos. ¿No creen que lo lógico es que entren en contacto con ellos. Y a ellos les dirán que no tienen contacto con los terrestres.
—Hasta hace unos minutos, esa afirmación sería exacta —observó Ling.
—Y lo seguirá siendo para estos «ribosos» si así les interesa —añadió Grimson—. Lo lógico es que otra nave de los suyos esté en el sector meduseo haciendo algo parecido.
—¡Es lo que yo creo, comandante! —añadió Santos—. Por lo tanto, tenemos la sutil amenaza de que se alíen con ellos si no lo hacen con nosotros.
—¡Entiendo! ¿Algo más, Gabriel?
—Sí, comandante. Tenemos una hora para responder. O irán a buscar a los meduseos.
—¡Opino que el alférez Santos está en lo cierto, comandante! —exclamó Kamarov.
—¿Alguna sugerencia más, Gabriel?
—¡No, señor! Sólo esos tres puntos.
—Potencia de proceso, lo que implica una tecnología desarrollada, conocimiento de nuestros enemigos y urgencia en nuestra respuesta. ¡Sí, tiene su lógica! Y creo que hemos de seguirla. ¿Alguien más tiene otra sugerencia que hacer?
—Sí, comandante —dijo la doctora Ling—. Que respondamos con una invitación para venir a bordo. Que venga ese tal Kliv, si es el embajador como asegura ser.
—¿No nos estaremos precipitando? —intervino Kamarov.
—En realidad, más bien no, Sergei —observó el comandante—. Tarde o temprano tendremos que llegar a ello. Pero aún no. En primer lugar debemos aclarar unas cuantas cosas, como por ejemplo si a ellos les es posible desplazarse a esta nave. Pero ya habrá tiempo. ¿Alguna otra cuestión, señores?
Nadie respondió.
—¡Perfecto! Silatopeyama, ¿cómo andamos de tiempo?
—Recibimos la señal hace 21 minutos. Nos quedan, por lo tanto, 39 minutos para responder.
—¡Vamos a hacerlo ya! Envíe el mensaje que le voy a dictar y a continuación tome usted el control de las comunicaciones. Encárguese de aclarar todos los puntos necesarios y finalmente, proponga a Kliv que se desplace hasta nosotros, eso si es que ellos no lo proponen antes. El mensaje es el que sigue:
»Al habla Harold Grimson, comandante de la nave terrestre Hector 102. Estamos encantados de entrar en contacto con una nueva especie inteligente, y más aún si se trata de individuos amigos de la paz. Nosotros también queremos la paz con el pueblo riboso. Les ruego se pongan en contacto con mis oficiales para organizar la mejor forma de contacto. Yo mismo me encargaré de hacer llegar a las autoridades terrestres cualquier información que ustedes deseen darnos. Eso es todo, por ahora.
Silatopeyama se encargó de las comunicaciones desde ese momento. Los ribosos enviaron los datos necesarios y muy pronto ellos mismos sugirieron que Kliv viajara hasta la nave terrestre.
El vehículo usado por Kliv resultó ser enorme. Y cuando éste desembarcó en el hangar de la nave de batalla terrestre, todos comprendieron porqué: el riboso era grande, casi tanto como un elefante. Unos tres metros de alto, cuerpo casi esférico apoyado en seis gruesas patas. Tenía dos apéndices superiores a modo de brazos.
Todo ello estaba enfundado en un traje transparente con un casco cónico en su parte superior.
Sin duda, Kliv no cabía dentro de los pasillos de la nave, ni tampoco en la mayor parte de sus salas. Por eso habían acondicionado un volumen en el propio hangar, siguiendo las indicaciones de los ribosos. Hacia allí condujeron al embajador alienígena, precedido por el comandante Grimson.
Una vez en el interior, Kliv y Grimson hablaron. Solos, usando los traductores automáticos, pero sin la presencia de otros humanos.
En el Puente, la capitana Silatopeyama mostró su inquietud. En ausencia del comandante, ella era la oficial de mayor rango y a su cargo había quedado la nave.
—No se preocupe, capitana —observó el alférez Santos—. Conozco al comandante desde hace tiempo y estoy más que convencido de que saldrá bien de esta.
—No es el comandante lo que me preocupa, Santos. Se trata de lo que puede salir de esta conversación. Se me ocurre que es casi seguro que debamos llevar a este ser hasta la Tierra.
—¡Sería estupendo! —exclamó el teniente Tayata.
—No te entusiasmes, Homito —observó el jefe de artilleros, el teniente primero Kamarov—. Comprendo el temor de Silatopeyama. Esta podría ser nuestra misión más difícil. ¿Qué dirías si nuestra misión fuera llevar a este Kliv para que la Tierra firmara la rendición? Sospecho que de una u otra forma, nuestro viaje a la Tierra traerá el fin de la guerra.
—¿Y qué hay de malo en eso? —preguntó la Dra. Ling.
—Tan solo esto —respondió la capitana al mando—: ¿Quién nos asegura que la paz deseada por los ribosos será de acuerdo con nuestros intereses?
—No lo entiendo —dijo Tayata.
—Los ribosos parecen tener una tecnología superior, muy superior. No hacen ostentación clara de ella, pero sí que lo hacen de una forma muy sutil. Y si bien han dicho que quieren la paz, podría ser que lo que ellos llamen «paz» no nos guste nada a nosotros. ¿Me explico?
Media hora más tarde, Grimson volvía al puente. Casi sin tomar aire, gritó:
—¡A toda la nave! ¡Prepárense para aceleración máxima! Navegación, ponga rumbo al Sistema Solar.
Justo lo que todos esperaban…

Probablemente, una de las causas de que la guerra entre terrestres y meduseos se eternizara fueran las distancias interestelares. Entre una estrella y otra se tardaban años de viaje, incluso a velocidades cercanas a la de la luz; aunque para los tripulantes el tiempo trascurrido fuera mucho menor, desde que la nave partía con una misión hasta que llegaba al destino las circunstancias podían haber cambiado mucho. Los planes de ataque podían verse alterados durante el viaje, pero quienes iban en las naves no tenían forma alguna de saberlo… ni tampoco el alto mando en los planetas de origen. Uno de los bandos desarrollaba una nueva tecnología y tal vez cuando las naves mejoradas llegaran al objetivo, años más tarde, ya los otros habían logrado su propia versión de la misma tecnología.
La Hector 102 tardó cien años en llegar a la Tierra con su embajador Kliv. Mientras tanto, en otros lugares seguía la guerra: naves terrestres atacaron una colonia medusea fronteriza, en otro sistema un escuadrón de meduseos incluyendo un super-crucero había aniquilado a tres naves de batalla terrestres completamente equipadas…
De hecho, esas acciones de guerra ni siquiera eran conocidas cuando el comandante Grimson pidió permiso para desembarcar en el puerto espacial terrestre, y la nave ribosa con Kliv a bordo salió del hangar de la Hector 102 con rumbo hacia el planeta.
Fue una sorpresa el comprobar que aquella nave alienígena tenía capacidad para descender en la superficie de la Tierra. Era algo que no sucedía desde hacía siglos.
De hecho, en la memoria colectiva se hallaba la primera (y única) visita de los meduseos, cuando apenas se habían iniciado los conflictos; de eso hacía tanto tiempo que no quedaban registros, tan sólo leyendas. Y esas leyendas resucitaron al ver llegar a la Tierra la nave de los ribosos.
Kliv salió de su nave, enorme y llamativo en su traje espacial dorado. Grimson, Ling y Kamarov estaban presentes entre los terrestres que les esperaban. Grimson, en particular, se había encargado de concertar la reunión con el Presidente Nume’Fil y la Secretaria General Oshinnin (se decía que ella era quien mandaba en la Tierra, pues el cargo de Presidente era más honorífico que real).
El extraterrestre Kliv ignoró la nube de reporteros que le rodeó, captando su imagen y sus sonidos. No respondió a las preguntas, dirigiéndose de inmediato hacia el espacio reservado para su primer contacto con los líderes terrestres. Una mesa sobre una tarima, con cinco sillas en el lado terrestre y un espacio vacío, fuera de la tarima, para Kliv. Las diferencias de tamaño entre ribosos y terrestres obligaba a aquella disposición tan peculiar.
En las sillas se sentaron Nume’Fil, Oshinnin, el Primer Ministro Lekongo, y Grimson con la doctora Ling. Se había concedido tal honor a dos miembros de la Hector 102 porque eran quienes mejor conocían al alienígena; es decir que era más por motivos prácticos que por méritos.
El Presidente Nume’Fil tenía previsto un discurso y nadie le impediría decirlo.
—Como representante del pueblo de la Tierra y de las colonias espaciales, es para mí un honor dar la bienvenida a un miembro de otra especie viva que, al igual que nosotros, ha desarrollado los viajes espaciales…
Grimson observó al riboso mientras el Presidente hablaba. No sabía si escuchaba atentamente, si estaba dormido, o si hacía cualquier otra cosa. De hecho, la falta de expresión del ET era un problema a la hora de poder juzgar su reacción. Ni siquiera sabía hacia donde miraba.
De todos modos, el discurso estaba más dirigido hacia los espectadores terrestres que hacia el visitante. El comandante de la nave de batalla lo sabía muy bien. Suponía que Kliv simplemente grabaría el discurso para un análisis detallado y una traducción completa. Por ahora le bastaba con esperar su turno.
El extraño no se movió prácticamente en todo ese tiempo. Pero cuando finalmente terminó el presidente, Kliv giró su cuerpo hacia todos los lados y habló.
Como ya sabían Grimson y Ling, la voz del riboso era infrasónica, es decir inaudible, pero gracias al traductor todos pudieron oír su respuesta.
Fue muy breve.
—Doy mi saludo a los terrestres. Vengo a traerles la paz y desearía empezar a discutir los detalles de inmediato. Señor presidente, mi intención es hablar con las máximas autoridades terrestres. Si son ustedes, ¿podríamos dirigirnos a un lugar donde sea posible hablar sin molestias?
Nada de discursos. Los terrestres se quedaron atónitos. Pero muy pronto el comandante de la Hector 102 tomó la palabra para decir:
—Señor presidente. Sugiero que nos desplacemos al lugar previsto para la reunión. El embajador Kliv no es amigo de las grandes recepciones, así que, si lo permite el protocolo…
Para ser exactos el protocolo no existía, pues era la primera vez que se producía una situación semejante. Si se descontaba la mítica visita de los meduseos a la Tierra de siglos atrás, y de la cual no quedaba registro alguno, era la primera vez que se planteaba el protocolo a seguir en una reunión entre especies inteligentes diferentes.
Si el alienígena deseaba saltarse las recepciones y entrevistas, habría que hacerle caso. Así que el jefe de protocolo se acercó al presidente de la Tierra y le susurró algo en el oído.
—Bien, ¡adelante, embajador Kliv! —dijo Nume’Fil. Y todos se dirigieron hacia los vehículos que les esperaban.
Para el riboso se había adaptado un vehículo de carga con un contenedor transparente siguiendo las indicaciones recibidas de la Hector 102. Las autoridades terrestres subieron en sus propios vehículos con la escolta habitual. Grimson y Ling también subieron a un transporte, mucho más lujoso de lo que ellos habían tenido ocasión de usar hasta entonces. Por tener, ¡hasta tenía conductor humano!, aunque éste no parecía tener nada que hacer salvo vigilar los controles; y hablar con los pasajeros.
La doctora Ling aprovechó para averiguar todo lo que pudo acerca de aquel hombre. Era asiático, como ella, pero de Tailandia, no de China y le describió su población natal con bastante detalle. Ling llevaba siglos fuera de la Tierra, por el efecto relativista, y tenía mucho interés por conocer las novedades en su tierra; o al menos de un lugar cercano a ella. El conductor poco le pudo decir de China, pero alguna información útil le pudo suministrar.
Lamentablemente llegaron muy pronto al palacio presidencial. Todos se bajaron de inmediato, y Ling no pudo proseguir su conversación con el chofer.
En poco tiempo se reunieron en la sala acondicionada para la reunión. Había cámaras, por lo que todo sería grabado, pero no se emitiría nada sin pasar antes por el control de la autoridad terrestre. El propio riboso estaba de acuerdo con ello, pues sabía bien que su propuesta sería discutida por los terrestres, y que no todo el mundo estaría de acuerdo.
Todos los presentes oyeron lo que Kliv quería transmitirles. Se plantearon algunas dudas, y se aclararon lo mejor posible.

En teoría, la propuesta debería ser debatida por el senado y por la junta de colonos. Pero en estado de guerra ambos órganos podían ser ignorados y de hecho lo eran desde hacía siglos. Ni uno ni otro tomaban decisiones de importancia en relación con la guerra.
La decisión fue tomada por Oshinnin y respaldada por Nume’Fil. Lekongo mostró su oposición, pero finalmente se avino a respaldarla también. Con los tres de acuerdo, y siendo un tema de interés bélico, la propuesta de los ribosos según la transmitió Kliv fue aceptada. Sobre todo porque éste les aseguró que una muy parecida había sido llevada ante los meduseos.
Grimson y Ling volvieron a la Hector 102. Su misión era doble: en primer lugar, devolver al embajador Kliv hasta su nave matriz, en el lugar de encuentro acordado. Y luego se dirigirían al planeta que les indicaran los ribosos para su nueva misión: defenderlos.
La orden (emitida por Nume’Fil) según la cual la guerra había terminado, tardaría años en llegar a todas las naves terrestres dispersas por la Galaxia. Cabía en lo posible que la Hector 102 encontrara algún meduseo beligerante, que ignorara la orden de detener los enfrentamientos; sobre todo porque oficialmente, aún no se había firmado la paz con éstos. Sólo contaban con la palabra de Kliv y la suposición de que los meduseos también aceptarían la solución propuesta.
En tal caso, la nave de batalla terrestre se defendería, tratando de hacer el menor daño posible y de entrar en conversación con los meduseos para explicar la situación.
Un grupo de terrestres se había puesto en camino hacia el Sistema Meduseo para negociar un tratado de paz, pero eso también llevaría años. Era de esperar que antes de que ellos llegaran al planeta ya se habría recibido la transmisión; de todos modos, no viajarían a una gran velocidad para dar tiempo a tener noticias frescas.
Nada de eso debería preocupar al comandante de la Hector 102. Lo importante era que los ribosos habían comprado la paz con los meduseos, simplemente contratando los servicios de defensa terrestre y meduseo.
La Agrupación de Culturas Galácticas, en la que entrarían a formar parte tanto los terrestres como los meduseos si aceptaban el acuerdo con los ribosos, era un grupo heterogéneo, pero más bien pequeño a nivel galáctico. Como explicó Kliv, la gran mayoría de las especies representadas en la Agrupación eran pacíficas y tenían poca experiencia militar. Pero se sabía de la existencia de otras civilizaciones galácticas más agresivas; aunque no se había entrado en contacto con ninguna de ellas, era simple cuestión de tiempo que eso ocurriera. Por eso la Agrupación tenía miedo de lo que pudiera suceder a cualquiera de sus miembros en un encuentro de ese tipo. Aunque en términos generales casi todos contaban con una aceptable tecnología defensiva, nunca habían tenido ocasión de ponerla a prueba. Y sólo con defenderse no llegarían a ninguna parte en un enfrentamiento real.
Los ribosos habían hecho la propuesta de admitir alguna especie belicosa para que les defendiera a todos ellos. Y enviaron a Kliv a hablar con los terrestres, además de otro riboso con los meduseos.
Para la Tierra, las condiciones eran claras: abandonar el enfrentamiento y aprovechar su enorme experiencia militar en la defensa de aquellos pueblos de la Agrupación que solicitaran sus servicios. Pagando bien, por supuesto.
A cambio de renunciar a la guerra tendrían acceso a todos los recursos de la Agrupación. A sus conocimientos y a toda su tecnología.
Era un buen negocio, y lo curioso era que el enfrentamiento con los meduseos proseguiría, pero en otro nivel.
A ellos también se les hacía la misma propuesta. Para la Agrupación, sería simple cuestión de elegir entre contratar la defensa terrestre o la medusea.
Es decir, serían rivales comerciales.