31 julio 2011

LA CIUDAD VACÍA-1

AEROPUERTO

Alexis Herrera salió del avión por el túnel de acceso. La azafata le dijo adiós con una sonrisa mientras él desfilaba, uno más entre todo el pasaje. Llevaba un maletín como único equipaje de mano.
      A través de las cristaleras de la Terminal Internacional podía ver algunas de las instalaciones del Aeropuerto Internacional de Maiquetía Simón Bolívar. Y también podía ver el cielo, azul y con pocas nubes. La temperatura era asfixiante, unos 28 grados; aunque el aire acondicionado trataba de disimularlo, el aire caliente se metía por la puerta abierta donde salía el túnel plegable.
      Como siempre que llegaba a un aeropuerto desconocido, Alexis buscó la orientación entre los carteles. Vio a donde debía dirigirse para retirar su maleta, que a fin de cuentas era a donde se dirigía la mayor parte de los pasajeros.
      Ya con todo su equipaje, Alexis pasó por la aduana. Un billete de 50 dólares estratégicamente colocado sirvió para que la revisión fuera un mero trámite. No es que tuviera algo que no pudiera declarar, pero él prefería ahorrarse molestias.
      Finalmente, salió al exterior. Vio la típica aglomeración de pasajeros buscando un vehículo. Unos doce o así se agolpaban en el lateral de un autobús de turismo, otros esperaban el servicio público y el resto buscaba un taxi.
      No había una cola claramente definida para el taxi, pero sin duda la oferta superaba la demanda, pues quienes se amontonaban eran los taxistas ofreciendo sus vehículos. Alexis se fijó en uno bastante nuevo y limpio y se subió en él.
      Como era de esperar, el conductor apareció enseguida y ocupó su lugar, con cara de estar satisfecho por el cliente. Lo cierto era que Alexis ofrecía la imagen típica del ejecutivo, tal vez generoso con las propinas.
      —¿A dónde, mister?
      —Caracas. Hotel Magnus Cacique. Y no me lleve por las vías lentas, por favor, que llevo prisa.
      —Como quiera.
      Diciendo eso, Alexis esperaba que el taxista comprendiera que no le sería fácil cobrarle de más siguiendo una ruta más larga de lo necesario. Además, como Alexis hablaba español, no se podría amparar en el desconocimiento del idioma.
      Alexis se había planteado alquilar un coche, y de hecho pensaba hacerlo. Pero en su ya larga experiencia de viajero, sabía que era mejor tener un primer contacto con el tráfico a través de un profesional. Luego ya vería si se sentía capaz de enfrentarse a las calles él solo.
      En Nueva York o Miami lo hacía casi siempre, pero cuando estuvo en El Cairo no se sintió capaz de conducir entre aquel caos circulatorio.
      Pero Caracas tenía sus peculiaridades. Como aquella dirección que le habían dado para localizar a su primo «Altagracia a Salas», en lugar de «Avenida Norte 4» que era lo que aparecía en el GPS. Según había podido leer, en la parte vieja de Caracas era tradicional nombrar las esquinas en vez de las calles. Altagracia y Salas eran dos esquinas consecutivas, y el “abasto” que buscaba estaba en la calle que las unía. Aunque más que abasto (tienda pequeña de comestibles) era un supermercado, según le había dicho su tío en Garachico.
      Bien. Primero tomaría la habitación en el hotel, se cambiaría y pediría otro taxi para buscar a su primo Miguel. Luego ya decidiría si alquilar un coche. O un carro, que era como decían en América.
      Llegó al hotel sin novedad. Como sabía que el chofer esperaba propina le dejó 150 bolívares para que se quedara con el cambio.
      El hotel no estaba mal. Ya en la entrada, un botones se hizo cargo de su equipaje y, en cuanto Alexis hubo firmado la recepción, le acompañó hasta su habitación en el piso séptimo.
      Vació su maleta y el maletín, dejando los objetos de valor en la caja fuerte. Nunca se fiaba del todo de las cajas fuertes de los hoteles, pero sabía que no era conveniente llevar muchas riquezas encima. Si no viajara tanto en avión llevaría consigo una pequeña pistola, pero eso le daba muchos problemas en sus viajes; así que había desistido.
      Se dio una ducha larga y relajante. El viaje había sido cansado y pese a viajar en clase Executive, ocho horas en avión siempre eran muchas. Ni siquiera poder desplegar el asiento como si fuera una cama le había servido para descansar.
      Tenía algo de sueño, pero era temprano y no podría acostarse hasta pasadas unas cuantas horas. Era lo que tenía viajar hacia el oeste, el jet-lag le hacía tener sueño a horas en que debía estar despierto.
      Se vistió con ropa ligera, adecuada para el calor tropical. Aunque allí tenían 22 grados era gracias al aire acondicionado; sabía que en la calle hacía bastante calor.
      Bajó a la cafetería y se tomó un café ligero. Se había acostumbrado al café americano, y lo tomaba muy aguado según la opinión de los partidarios del expreso.
      Luego se dirigió a la consejería del hotel y pidió un taxi «con aire acondicionado, por favor».
      El taxi llegó en pocos minutos. Alexis comprobó, con satisfacción, que el conductor estaba uniformado.
      Subió y notó enseguida el frescor del aire acondicionado.
      —¿A dónde? —preguntó el chofer.
      —Altagracia a Salas. Según tengo entendido son dos esquinas, ¿no?
      —¡Así es, mister! ¿Y a qué altura?
      —Edificio Lope de Aguirre. Busco una tienda de comestibles, un abasto. Aunque creo que ahora es un supermercado.
      —Un supermercado o un abasto. Ya lo veremos.
      Y el carro se sumergió en el tráfico de Caracas.
      Por la Avenida Urdaneta llegaron hasta la esquina Carmelitas y giraron hacia la derecha. Alexis observaba que estaban en el centro de la ciudad, como se apreciaba por la típica mezcolanza de casas coloniales y edificios modernos. Cerca del lugar estaba el palacio presidencial y así se notaba una importante presencia policial.
      Pasaron la esquina Altagracia y así se lo hizo saber el conductor.
      —Creo que el edificio Lope de Aguirre está un poco más arriba, hacia la izquierda, pues a la derecha está el Banco Central.
      Llegaron hasta el lugar, pero no se veía ningún supermercado.
      Alexis pagó el viaje y le pidió que le esperara cinco minutos.
      —Más no puedo, o algún fiscal me pondrá una boleta —explicó el chofer.
      Cinco minutos le bastaron a Alexis para comprobar que donde antes había un supermercado ahora había una tienda de electrónica.
      Volvió al taxi.
      —¡Justo a tiempo, caballero! Casi me agarra aquel fiscal que viene andando. ¿A dónde le llevo?
      —Country Club. Aquí tiene la dirección.
      Le pasó una tarjeta al conductor. Éste la leyó y puso en marcha el vehículo.
      El Country Club era una zona residencial con cierto aspecto decadente. La mayor parte de la sociedad caraqueña había elegido residencia fuera de la ciudad, en barrios selectos y bien protegidos. La urbanización Country Club ya estaba encerrada por las clases menos favorecidas económicamente y aunque seguía habiendo enormes quintas y seguía estando el campo de golf, el nivel de seguridad era bastante precario. Alexis observó que más de uno de aquellos palacios tenía carteles de «se vende».
      Encontraron la quinta de Miguel, pero en ella sólo estaba el servicio. Una joven uniformada le informó que «el señor está de viaje y vendrá el sábado».
      Así que Alexis volvió a subir en el taxi con aire acondicionado, agradeciendo este hecho una vez más, y volvió al hotel.
      Pagó el tercer trayecto y añadió una generosa propina.
      Al salir del carro notó frío. Extrañado, miró hacia arriba.
      Entre la contaminación habitual se apreciaban nubes oscuras. Al parecer iba a caer una buena tormenta tropical.


TIEMPO RARO

Alexis no salió del hotel durante el resto del día. Después del almuerzo, el tiempo siguió malo; el cielo oscurecido amenazaba con una tormenta más fuerte de lo habitual.
      No era la primera vez que estaba en un país tropical, así que se cuidó mucho de salir; si le pillaba la tormenta se empaparía en pocos minutos. Y sus planes, por el momento, eran precisamente pasear por las calles comerciales cercanas al hotel.
      Así que decidió dejarlo para el día siguiente.
      En la habitación, buscó programas interesantes en la televisión, sobre todo noticias. Luego se conectó con su portátil a la red del hotel y se dedicó un buen rato a consultar el correo, las redes sociales, más noticias, etc.
      Empezaba a sentir frío, lo que le extrañó bastante. Revisó el aire acondicionado, no fuera a estar demasiado fuerte; pero no, estaba a unos 24º perfectamente aceptables.
      Se fijó entonces en que el termómetro externo, situado en el aparato junto al regulador de temperatura, marcaba 12º.
      ¡Con razón tenía tanto frío!
      Apagó el aparato, pues debía de estar averiado. Pero el frío continuó.
      Peor aún, el termómetro pasó a marcar 11º.
      Por la ventana podía ver el cielo, cada vez más negro.
      ¡Pasaba algo raro! No tenía sentido que en Caracas, en pleno mes de marzo, la temperatura fuera la de un país europeo.
      Finalmente, optó por ponerse una chaqueta y bajar al hall del hotel. Podría visitar el bar, tomarse algo para entrar en calor, y tal vez pasar por las boutiques situadas en el propio hotel.
      Un café con leche bien caliente, acompañado de un chorrito de coñac, sirvieron para darle calor. Notó que todo el mundo en el bar se quejaba del frío, en español y en otros idiomas.
      En una de las pequeñas tiendas compró una gruesa chaqueta de cuero, más propia del norte que del trópico. Era de lujo y muy cara, pero con su tarjeta de crédito no tuvo problemas para adquirirla.
      Se disponía a subir a su habitación cuando oyó exclamaciones de sorpresa. La mayoría venían de la entrada, y de la propia calle.
      Aún sabiendo que era peligroso dejarse llevar por la curiosidad, decidió asomarse a ver. Si había peligro ya se metería de nuevo en el interior.
      ¡Estaba nevando!
      Unos pequeños copos blancos caían sobre la calle. Aún no habían llegado a cuajar, pero ya habían servido para sorprender a todo el mundo. La gente señalaba al cielo o abría las manos para recoger los copos.
      Ya no hacía tanto frío, pero de todos modos la temperatura debía rondar los 0º.
      Aparte del hecho de que nunca podía nevar en el trópico a sólo mil metros de altura…
      Todas las personas en la calle comentaban el extraño fenómeno. Más de uno lo achacaba al calentamiento global, otros a la contaminación. Uno gritaba que era el fin del mundo, y otro que era el preludio de una invasión extraterrestre.
      Todos los carros habían dejado de circular. No parecía haber motivo, pero en el cruce cercano se había producido un accidente por la distracción de los conductores.
      Alexis volvió al hotel y subió a su habitación. Debía consultar las noticias.
      En la televisión y en internet, todos los noticieros hablaban de que nevaba en todo el planeta. El extraño fenómeno tenía lugar por todas partes. Según algunos, la nieve tenía un ligero color rosado, que ciertamente Alexis no había llegado a apreciar.
      Lo más curioso: los casquetes polares de la Antártida y de Goenlandia se estaban derritiendo a gran velocidad. Tenía que haber una relación entre ambos fenómenos.
      Alexis se quedó pensativo. Lo del calentamiento global no tenía sentido. Vale que se derritieran los polos pero ¿por qué eso iba a producir nevadas generalizadas?
      En todo caso, él no era un experto en esas cosas…
      De las otras ideas que había escuchado, la del fin del mundo o de la invasión extraterrestre parecían tener una cierta lógica…
      Bajó a cenar, aunque empezaba a sentirse mal. Tal vez el frío le había afectado.
      Observó que el sistema de aire acondicionado del hotel ahora actuaba como calefacción. La temperatura era de 20º.
      Afuera la nieve seguía cayendo y ahora sí que se había detenido todo el tráfico en la calle: el asfalto estaba cubierto por varios centímetros de nieve.
      Poca gente estaba cenando y la mayoría mostraba mala cara, como si estuvieran enfermos. Lo mismo se notaba en el personal, que hacía lo imposible por cumplir con sus cometidos pese a que se les notaba en la cara la enfermedad.
      Alexis dejó la mitad de la comida, firmó la factura y subió.
      Llegó justo a tiempo para vomitar en el retrete.
      Se lavó y buscó en la neverita. Sí, había ginebra y tónica. Se preparó un gin-tonic con la esperanza de que le aliviara el malestar de estómago.
      La televisión seguía con los comentarios y las especulaciones de muchos sobre la nevada mundial. Conectó su portátil y lo mismo.
      Sólo unas pocas noticias mencionaban algo distinto a la nevada. Se decía que se había producido una enorme ola en la costa antártica y que avanzaba hacia el norte. Se hablaba de unos 500 metros de altura en la costa, y que otra similar se había visto en el norte…
      Ya tenía bastante sueño, así que no hizo mucho caso a las últimas informaciones. Poniendo el regulador del aire acondicionado en 26º para así sentir algo de calor, Alexis se acostó.

Continuación

23 julio 2011

TRAS EL COMA

La verdad sea dicha, no recuerdo gran cosa del accidente. Yo cruzaba por el paso de peatones cuando vi llegar un coche a toda velocidad. Un fuerte dolor y oscuridad. Y eso fue todo.
Desperté 14 años más tarde. Me dijeron que había permanecido en coma todo ese tiempo.
¡Catorce años! Yo era un jovencito de 16 años, aún adolescente, ¡y ahora un vie-jo de 30 años! O así me lo parecía. Sentía mi cuerpo distinto.
Según me dijeron, todos los días me habían dado masajes para mantener el tono muscular. De todos modos me costó levantarme y dar los primeros pasos.
Tras salir del coma, no estaba aún en condiciones para enfrentarme al mundo. Tuve que hacer rehabilitación durante un mes hasta que mi cuerpo estaba ya funcionan-do de manera, digamos que apropiada.
Y tenía que hacerme una idea del tiempo transcurrido. Las cosas habían cambia-do en esos 16 años.
Ya lo esperaba, por supuesto. La tecnología había progresado. Antes del acci-dente, yo tenía un mp4, así que imaginaba que ahora habría dispositivos 3D o algo por el estilo. Teles de pulsera, ordenadores pequeñísimos y cosas así.
En ese sentido no me sentí defraudado cuando vi el primer equipo portátil que me trajeron mis padres. Por cierto que me costó un poco reconocerlos, pues ellos habían envejecido incluso más de los dieciséis años (¡la preocupación!). En todo caso, me en-cantó el aparato que me trajeron, con reconocimiento de voz y pantalla táctil (no tenía que andar tecleando ni moviendo el ratón). Pude conectarme a la red de inmediato y empezar a recibir novedades.
No aprecié nada especialmente raro hasta que vi al primer ET en una noticia. Una especie de pato azul con cuatro brazos y un equipo de respiración con mascarilla transparente. Se le veía claramente el pico. Tenía algo más de un metro de alto y cami-naba junto a un hombre y una mujer. La mujer era la Secretaria General de la ONU y el hombre el presidente de los EEUU. La noticia decía que el pato venía de Alfa Centauro, y que se hallaban en plena negociación sobre un complejo turístico en Hawai.
¡Me quedé atónito! Primero pensé que era una broma, pero se lo enseñé a mi pa-dre y me dijo:
—¡Ah, sí! Uno de los alfanos. Están por todos lados. ¡Les encanta hacer turis-mo!
—¿Pero cuándo sucedió?
—¿Te refieres al contacto? Hace ya seis años. Las cosas han cambiado bastante. Pero me ha dicho el doctor que lo mejor es que lo vayas descubriendo tú mismo. En el portátil hay un buscador, es el icono de la lupa con el globo. Úsalo y te vas poniendo al día.
—¿No puedo preguntarles a ustedes?
—¡Claro que sí! Pero dicen los sicólogos que es preferible que tú lo averigües.
—Pues ¡qué bien!
Mis padres me dieron información sobre la familia. Mi hermana se había casado, había tenido dos hijos, se había divorciado y vuelto a casar. Y ahora vivía en Lanzarote. Mis abuelos habían muerto los cuatro. Mis tíos… ¡eso no importa!
Usando el buscador, que era mucho más fácil y rápido que el Google, encontré un resumen histórico. Los alfanos habían llegado ¡al aeropuerto de Gando!, en una nave enorme que dejó las pistas rotas. Solicitaron establecer relaciones turísticas, por el mo-mento no comerciales.
Supe que seguía sin haber comercio con Alfa, pues no era fácil llevar productos de uno a otro lugar. Y respecto a las ideas, los alfanos están mucho más avanzados que nosotros, así que no tenemos nada que a ellos les pueda interesar.
Ellos sí tienen cosas que nos interesan, y eso es un problema.
Lo que sí que les gusta a los alfanos es hacer turismo. Por todas partes se han creado sitios preparados para ellos. Lo que más necesitan son respiradores, pues tienen que respirar un poco de amoniaco junto con el aire.
Y eso crea algunos problemas, porque el amoniaco huele fatal y basta que haya una pequeña pérdida para que el pestazo sea horrible. A veces, donde hay dos o tres alfanos no se puede estar. Por eso los restaurantes tienen sitios reservados para ellos, que cierran para que no se note el olor. Justo como hace años hacían con los espacios para fumadores. De hecho creo que algunos locales han hecho exactamente eso: un es-pacio para fumadores que ya no se usaba fue convertido en un espacio para alfanos.
Aquí, en las islas, los alfanos están en la gloria. Por algún extraño motivo, les fascinan los volcanes. Y como nosotros ya estamos acostumbrados al turismo, no es tan difícil acostumbrarse a las rarezas de los alfanos, después de las cosas de los chinos o los rusos, por ejemplo. Aunque ellos son seres humanos y nunca se comerían los enva-ses plásticos, por decir algo.
Bien, he dejado para el final la novedad que más me ha impactado. Incluso que la presencia de alienígenas, aunque es una consecuencia.
Los alfanos nos ofrecieron la tecnología agrav, es decir la sustentación gravita-cional. En cristiano, se trata de antigravedad, o más bien flotar sin necesidad de alas.
No me entero mucho, y eso se nota. Así que no daré más detalles.
Los sistemas agrav permiten que los coches vuelen, es así de simple. Los avio-nes no necesitan alas y pueden ser enormes; ahora hay hasta cruceros voladores, para miles de pasajeros y con varios niveles. Por lo que he podido ver, son como centros co-merciales que van por el aire; uno sube a bordo y va a donde quiere (o se queda sentado en una butaca) y ve el paisaje, o una película, o se decida a comprar. También puede comer en un restaurante o una cafetería. Y puede divertirse en un salón recreativo, jugar a diversos deportes…
Vamos, que el viaje se pasa sin que uno se de cuenta. Por lo visto, la gente viaja continuamente porque los precios son tan baratos que ir a la China cuesta como antes ir en avión a Madrid. ¡Y se tarda apenas un poco más, unas cuatro horas!
Ni qué decir tiene que también hay viajes espaciales. Hay una ciudad lunar y se habla de fundar una en Marte.
Pero los alfanos no nos han dado gratis la agrav. Pusieron una condición muy dura.
Tuvimos que eliminar los ejércitos.
¡Cuando leí eso tuve que hacer una búsqueda completa de noticias desde hace seis años! Y han sido unos años revolucionarios.
Primero se reformó la ONU. En el nuevo aparato de las Naciones Unidad sólo pueden estar aquellas naciones que renuncian a tener un ejército propio, y que a cambio reciben la tecnología agrav. El primer miembro (y durante unos cuantos meses el único) fue Costa Rica. Resultó gracioso cuando los primeros equipos agrav que se construye-ron en este planeta llevaban la frase «hecho en Costa Rica». Y lo cierto es que ahora sí que puede llamarse «rica» pues las industrias de allí son las pioneras.
¡De repente se suspendieron todas las guerras! Toda nación que quisiera dispo-ner para sí de la tecnología alfana tenía que licenciar a sus soldados de inmediato. Y fue en ese momento cuando muchos cayeron en la cuenta de que sin soldados no puede haber guerras.
Eso no quiere decir que la paz llegara de inmediato a todas partes. Seguía habiendo grupos paramilitares, ejércitos ilegales y grupos terroristas. Pero para ellos se creó la Policía Mundial.
Los Cascos Azules fueron el núcleo y muchos de los soldados ahora en paro se integraron en las Fuerzas de Policía Mundial. Es el único ejército que se permite en el planeta y sus funciones son velar por la paz en cualquier parte del mundo. O al menos en los países nuevos miembros de la ONU; me refiero a los que han abandonado sus fuerzas militares. Aún quedan unos pocos recalcitrantes que siguen teniendo ejército, y no disfrutan de la agrav. ¡Allá ellos!
Se me hace raro no ver en las noticias a los chicos con traje de camuflaje. A ve-ces se ve uno, pero lleva el casco azul y la insignia de la WPF, la policía mundial.
Y desde la ventana de mi habitación puedo ver la calle. Todos los coches pasan volando a medio metro del suelo; algunos lo hacen a mayor altura. Creo que hay dos o tres niveles de vuelo, pero no tengo claro como funciona el tráfico ahora que se puede ir por el aire. Me parece que sacar el carné de conducir es bastante más difícil.
Dentro de pocos días me van a dar el alta y tendré que buscarme la vida. Mis pa-dres me han ofrecido la habitación que ocupaba de joven, y que han mantenido libre todos estos años en los que he permanecido en coma.
Pero tendré que ponerme a estudiar y todo lo que sabía está ya desfasado, así que ni siquiera tengo una base adecuada.
Según me han aconsejado, por medio de la red podré ponerme al día, pues hay muy buenos estudios a distancia. Y luego seguiré preparándome para trabajar en algo.
En todo caso, tengo bastante claro lo que he de hacer.
Aquí no me siento cómodo, todo ha cambiado tanto que me encuentro extraño.
Así que me iré a la Luna.
Por cierto. No se si será cierto, pero dicen que en la Luna no hay alfanos.

22 julio 2011

ANTÓN DE CANDELARIA.3

-6-



Al día siguiente, Antón consiguió que los dos nativos lo acompañaran hasta la playa. Había pensado llevar la imagen hasta las cuevas, pero era un recorrido muy largo para cargar con la imagen entre los tres. O los dos, porque él aún no se había recuperado del todo del esfuerzo de nadar para salvarse.
      Uno de ellos señaló una cuevita cercana a la playa. Antón la examinó bien y no vio señal alguna de que las olas llegaran hasta allí. Tampoco había demasiada humedad, aparte la inevitable maresía, ni marcas de roedores u otros bichos que pudieran estropear la imagen. Podía servir de momento, así que asintiendo con la cabeza les acompañó hasta donde aún reposaba la imagen de la Virgen.
      Los dos paganos tomaron la imagen con claras señales de respeto, lo que satisfizo enormemente al fraile. Éste les ayudó en lo que pudo pero aquellos dos hombres podían cargar con la efigie sin esfuerzo. Antón se replanteó su idea original de llevarla hasta las cuevas altas pero decidió mantenerla cerca del mar. Más adelante, ya vería. Tal vez lograra convencer a la gente para trasladar la imagen.


      Si es que había más gente. Antón sospechaba que en las cuevas debía habitar un grupo más numeroso que aquellos dos hombres, pero aún no tenía forma de hablar con ellos sobre tales cuestiones.
      Por ahora, el lenguaje se había limitado a lo más elemental: comida, agua, dormir, etc.
      Lo primero, evidentemente, sería aprender aquella lengua pagana. Luego ya vería.
      Lo que no sabía Antón era si debería permanecer en aquella isla por toda su vida o si alguna vez podría volver a tierras cristianas. Sería lo que Díos quisiera, en todo caso.

     

Cuando el mencey Aquinatem bajó con los suyos de las tierras comunales, en las cañadas cercanas al Echeyde, se sorprendió al ver al extraño con Guayarmén y Daute. Éstos le contaron lo que había sucedido.
      La esposa del mencey, Dacilaya, lo miró llena de curiosidad. Él vestía como los demás, con un tamarco, pero llevaba debajo una prenda curiosa que le cubría la parte baja del cuerpo y las piernas; era de un color entre crema y gris, aunque la suciedad no permitía dejarlo claro. Hablaba unas cuantas palabras, pero con un extraño acento. Hasta su nombre, Antón, sonaba raro.
   
Por su parte, Antón hallaba muy molesto ante el escrutinio de la mujer. Hasta ese momento no había visto una sola mujer de aquel pueblo, pero ahora había una ante sí. ¡Tenía los pechos al aire! No es que los tuviera totalmente al descubierto pues se cubría con una especie de toca de piel bien trabajada. Pero aquella prenda no la tapaba por completo, dejaba ver con toda claridad los dos senos.
      Hasta ese momento, Antón se había sentido razonablemente a salvo de tentaciones, ¡pero ahora se enfrentaba a los más atroces pensamientos de lujuria que jamás habría imaginado ni el más perverso de los súcubos!
      Tuvo que mirar hacia otro lado para controlarse. Mientras se encomendaba a la Virgen María y rezaba un avemaría, se dirigió al que llamaban mencey, una especie de reyezuelo de aquel grupo.

     

El extranjero confirmó como pudo la narración de los dos pastores. Y cuando se mencionó la imagen que dejó en la playa, Aquinatem mandó a llamar al guadameñe, Tiniguandre.
      Un grupo bastante numeroso bajó hasta Chimisay. Estaba encabezado por Aquinatem y Tiniguandre, seguidos de Dacilaya y otros nobles. Y entre el grupo de cola marchaban Antón, Guayarmén y Daute.

     

Antón entendía que su posición en la cola no era casual. Existía una separación por clases entre aquella gente y, mientras no se supiera mejor donde se situaría él, estaría entre los más plebeyos.
      Ya en la playa, Guayarmén y Antón se adelantaron para poder indicar con exactitud la cueva donde habían dejado la imagen.
      Entraron el mencey y el guadameñe, seguidos por Antón. Los dos primeros, al ver la imagen, dijeron «¡Chaxiraxi!».
      Salieron de inmediato. El mencey dijo una serie de palabras que apenas pudo entender. Entre ellas, repetía «¡Chaxiraxi!» una y otra vez. El otro hombre, el guadameñe que parecía un sacerdote, asentía con la cabeza sin decir nada.
      Todos los presentes fueron entrando uno por uno a la cueva. En ésta no había mucho sitio para todos a la vez, por eso no entraban en grupos numerosos, sino de a dos o tres.
      Guayarmén intentaba explicarle algo a Antón, tal vez lo que quería decir eso de Chaxiraxi. Decía algo de una mujer y señalaba al cielo. Por lo que pudo entender Antón (aunque tal vez lo había confundido todo), la tal Chaxiraxi venía a ser como una mujer, una madre tal vez, de su dios.
      ¡O sea justo lo mismo que María! Antón asintió, dándole la razón al salvaje. Si ellos querían llamar Chaxiraxi a María, él no se los iba a impedir.
      El guadameñe conferenció con el mencey; éste insistía una y otra vez, y el hombre santo se negaba. Por fin, el guadameñe asintió y el mencey Aquinatem se acercó a la imagen.
      Ante la orden del guadameñe, cuatro hombres ayudaron al mencey a cargar con la imagen. Era un hombre fuerte y estaba convencido de que sólo él tenía derecho a cargar con la imagen de la madre de dios.
      Pero apenas pudo dar unos pasos. Aquinatem no podía con aquel peso, pues pese a ser una imagen de madera con el tamaño de una mujer, la parecía que pesaba como una roca enorme. Sintió un fuerte mareo y perdió el pie. Por fin, cayó al suelo.
      El guadameñe se le acercó solícito y le ayudó a levantarse. Los cuatro hombres de antes cargaron ahora con la imagen, sin ninguna dificultad, y la llevaron a hombros hasta las cuevas. Guayarmén señaló una muy adecuada, cercana a la suya, y el guadameñe asintió con un gesto. Allí depositaron la imagen con todo cuidado.
      Otros hombres y mujeres fueron corriendo, y volvieron al poco con alimentos, que depositaron ante el altar improvisado de la Virgen o Chaxiraxi. Antón comprendió que eran las ofrendas.



Durante los días y semanas que siguieron, Antón se limitó a aprender la lengua y las costumbres de aquellos «guanches», que era como se denominaban a sí mismos. Ya más adelante se plantearía la mejor forma para evangelizarles.
      Observó que no conocían los metales ni los tejidos. Vestían con pieles, que conservaban el pelo aún después de curtidas. La ropa que llevaban encima era un «tamarco» y para protegerse los pies, algunos llevaban unos zapatos llamados «xercos». Algunas mujeres llevaban una piel para cubrirse el torso, pero nadie se extrañaba de ver los pechos al aire (ya Antón se había acostumbrado y simplemente no miraba). Sólo los nobles podían cubrirse la cabeza, y además el rey de ellos, el mencey, llevaba un bastón de mando, una «añepa».
      Primero pensó que había dos castas, pero luego vio que eran tres las castas, o incluso cuatro. Estaba la familia del mencey, como si dijéramos la realeza; luego estaban los nobles y debajo los plebeyos. Los nobles se distinguían enseguida por su pelo largo, pues la plebe debía llevar el pelo muy corto. Y dentro del grupo de los trasquilados, o plebeyos, estaban los marginados, como el carnicero.
      Para Antón fue sorprendente comprobar la posición del carnicero. Aquella gente no se ensuciaba con sangre si podía evitarlo, y por eso aquel que no tenía otro remedio que estar en contacto con la sangre era un paria. Ahora entendía la urgencia de aquel pastor, Guayarmén, por lavarse la mano con sangre.
      El sacerdote o guadameñe, de nombre Tiniguandre era también el médico o curandero. Tiniguandre no perdía su clase por tocar la sangre de las heridas, si bien lo cierto es que se lavaba enseguida cuando tenía esa necesidad. Usaban drogas que sacaban de las plantas, como la sangre de drago, muy útil para cerrar las heridas y cortar el flujo de sangre.


      Antón tenía ya la costumbre de afeitarse y raparse el pelo, así que no se extrañó que lo colocaran entre los trasquilados. Difícilmente podría él reclamar un puesto en la nobleza.
      Aquellos guanches eran sobre todo pastores. Tenían ganado: cerdos, cabras y ovejas. Las ovejas eran sin lana y si no fuera porque tampoco tenían cuernos, las habría tomado por cabras algo más regordetas. También tenían perros, si bien de dos clases: unos eran para cuidar el ganado y los otros, más pequeños y gordos, ¡eran para comer!
      Antón tuvo que evitar el asco que le dio cuando supo que tenía carne de perro como alimento. Y lo cierto es que no le gustó su sabor.
      También comían frutas que traían de la selva cercana, en la montaña. Y cereales que tostaban y molían para hacer el gofio, aquella especie de harina muy nutritiva. Igualmente recogían algunas raíces de helechos y plantas similares comestibles.
      La alimentación la completaban los frutos del mar. Pescaban con redes pequeñas y con sedal (usando un anzuelo hecho con una rama resistente). Y recogían lapas, erizos y otros animales marinos.
      Sus instrumentos eran de piedra y arcilla. Con la piedra fabricaban toscos cuchillos, las tabonas, que pese a todo eran muy eficaces. Con arcilla elaboraban diversas vasijas. No conocían el torno.
      Para vivir usaban unas cuevas que acondicionaban con ramas y pieles. Tenían una hoguera en la entrada, que servía tanto para calentar en invierno como para dar luz y para cocinar. Y dormían en unos camastros elaborados con helechos y hojas en el mismo suelo de la cueva, cubiertos con una piel.
      Antón aprendió a ayudarles en el pastoreo, pero su especialidad resultó ser el marisqueo. Aunque él no se había criado con gentes de mar, su padre comerciaba con pescado y mariscos por lo que algo conocía del tema; desde luego, mucho más que del pastoreo. Usando una tabona arrancaba las lapas de las rocas; aprendió a atrapar los erizos sin pincharse, y luego a abrirlos para poder comerlos. También logró pescar con sedal y anzuelo, e igualmente con una pequeña red elaborada con hilos de juncos.


      Le enseñaron a recolectar frutas y raíces en la espesa selva que crecía en las montañas. Incluso aprendió a reconocer las setas comestibles de las que no lo eran.
      Aquella gente sería salvaje y primitiva pero estaba mucho mejor alimentada que la de su pueblo, Alcudia. No tenían que pagar tributos y regalías a los señores, ni trabajar de sol a sol en un sembrado para recoger una magra cosecha (magra porque los beneficios mayores iban a parar a los nobles dueños de las tierras).

     
     
-7-


Después de un año con los guanches de Güímar (como se llamaba aquel profundo valle en el que vivían), Antón decidió que ya era hora de intentar su evangelización.
      No pretendía una evangelización completa, porque faltaban elementos importantes en el culto cristiano. Especialmente, la Santa Misa con la Consagración del Cuerpo. Para eso hacía falta un sacerdote y él no lo era. Además, incluso aunque él estuviera capacitado para el culto, le harían falta los materiales; y allí no había ni pan ni vino.
      Para el pan habría que usar el poco trigo que aquella gente cultivaba para mezclarlo con cebada y preparar gofio. Debería enseñarles a preparar harina (sin tostar) y con ella amasarla hasta conseguir el pan.
      En cuanto al vino, no existía la uva en aquella isla; pero se podría elaborar una especie de vino de otras frutas rojas. Había pequeñas bayas de color rojo que tal vez podrían servir para elaborar un vino apto para consagrar.
      En todo caso eran elucubraciones vanas. Mejor dejarlas para cuando viniera un sacerdote.
      Antón contaba con que tarde o temprano llegara otro barco cristiano con intención de evangelizar a aquella gente. O conquistar sus territorios. En todo caso, él esperaba haber iniciado el camino que otro evangelizador podría completar.
      Pero primero debía contar con el apoyo del guadameñe, y para eso debía convencerlo de que sólo debía celebrar ritos para Achamán, el dios padre y para Chaxiraxi. Los demás dioses, como Magec (el dios sol) o Guayota (el demonio, que moraba en el Echeyde) no eran adecuados, pues sólo había un Dios.
      Pero Tiniguandre se echaba a reír cada vez que Antón pretendía explicarle porqué sólo había un Dios.
      Él no podía discutir con el guadameñe, pues no era más que un trasquilado, pero sin embargo Tiniguandre se lo permitía; según decía, porque le resultaba divertido oír los argumentos del mallorquín sobre la Sagrada Trinidad, la Virgen María o Jesucristo. En especial, le solía preguntar cómo era posible que una virgen se quedara encinta y diera a luz un hijo de Dios; tanta insistencia en la virginidad de María le parecía estúpida. También le divertían las explicaciones sobre la Trinidad; eso de que Jesús fuera hijo de Dios y a la vez el mismo Dios le sonaba a galimatías.


      Tiniguandre solía cortar las explicaciones de Antón diciendo que su religión era más simple, que no le veía sentido a eso de un solo Dios si debía ser tan complicado. Que eso estaba bien para la gente civilizada (como decía Antón) pero ellos preferían seguir siendo salvajes.
      Llegados a ese punto, Antón se callaba, pues no quería hacer enfadar al sacerdote guanche.
      En lo que sí que había transigido el guadameñe era en dejar que Antón se encargara de los ritos hacia María o Chaxiraxi. Antón colocó una cruz sobre la cueva y depositó sobre la imagen el relicario que había conservado. Exigía que la gente que fuera a orar ante la imagen lo hiciera de rodillas y en silencio.
      Tras una orden del mencey, las ofrendas que la gente depositaba ante la imagen debían ser entregadas al guadameñe, pero éste le devolvía una parte apreciable a Antón, gracias a las cuales podía ir viviendo.
      Incluso logró bautizar a todos los guanches, tras una ceremonia que sólo él entendía. Cada persona adulta recibió un chorrito de agua del barranco que corría cerca de la cueva de la Virgen.
      La noticia corrió por toda la isla de Achinech, y el mencey de Taoro, el reino principal, realizó una solemne visita al santuario de Güimar. Acompañado por muchos hombres, Bentehuya hizo una ofrenda a Chaxiraxi y recibió el bautismo de Antón, lo mismo que los demás hombres de su séquito.


      Con el tiempo, Antón se resignó a que tan sólo se aceptara el culto a María, pero no los demás ritos cristianos; tampoco sus creencias, salvo que María era la Madre de Dios. Ellos decían Chaxiraxi, la Madre de Achamán y para Antón era lo mismo.
      Por su parte, también se había resignado a no llevar una vida adecuada para un religioso. Ni misas, ni oraciones, tampoco la comunión o la posibilidad de confesar sus pecados y así limpiar el alma. Ya había dejado de consignar mentalmente sus pecados veniales, pues si alguna vez pudiera volver a confesarse, sólo con recitar los pecados mortales ya tendría para rato.

      Aunque a la vez se preguntaba si aquella gente no estaría libre del pecado original, de tan simples y nobles como le parecían. Pero de inmediato se corregía, pues dentro de su sencillez eran seres humanos como él mismo. Con sus apetitos y deseos, igual que cualquier hombre o mujer bautizados.
     
Cierto día de invierno, cuando todos vestían pieles más abrigadas (con el pelo hacia dentro), y las mujeres estaban más púdicas, Antón buscaba al guadameñe. Quería hacer un último intento para ganárselo explicándole como el Demonio (Guayota para los guanches) tentaba a los hombres para hacerles perder el favor de Dios.
      Tiniguandre no estaba en su cueva, así que se dirigió a la del mencey. En ella sólo estaba Dacilaya quien al verlo venir enrojeció.
      Antón no le dio importancia al rubor que cubría el rostro de la mujer. Simplemente le preguntó por el guadameñe.
      Justo en ese momento entraba el hijo mayor de ambos, Acaymo, y al ver allí a Antón comenzó a dar gritos.
      —¡Bastardo! ¡Sucio trasquilado! ¡Carnicero! ¿Qué haces tú aquí, lleno de sangre?
      Antón ya sabía que lo de «lleno de sangre» era un insulto. No se había dado cuenta del error que acababa de cometer. A una mujer sola no se le podía dirigir la palabra, y él lo había hecho ¡con la mujer de mayor rango del poblado!


      Seguramente lo condenarían a muerte, pensó, olvidando que los guanches no conocían los castigos mortales.
      El mencey, el guadameñe y todos los nobles se reunieron en un lugar que llamaban «tagoror» para decidir su suerte.
      Al terminar el concilio, Tiniguandre lo buscó y lo llevó al interior del círculo de piedras donde estaban todos sentados.
      —¡Antón! —dijo Aquinatem—: por haberle hablado a mi mujer cuando no estaba yo cerca y ella se encontraba sola, serás castigado de la siguiente forma.
      »Recibirás cinco bastonazos en la cabeza, que te serán dados por mi hijo Acaymo. Y además, cuando llegue el verano deberás acompañarnos a la cumbre, para ayudar a cuidar el ganado. Este año no te podrás quedar en tu cueva con Chaxiraxi.
      Los cinco bastonazos propinados por el hijo del mencey fueron duros. Pero fue peor tener que acompañarles en la migración que hacían todos los veranos a los terrenos comunales.
      Antón sabía de ella, por supuesto, pero hasta entonces había conseguido que le permitieran permanecer en la cueva, cuidando de la imagen de Candelaria.
      Las tierras de la cumbre, unas especies de cañadas cerca del pico Echeyde, no pertenecían a ningún mencey. Todos los años subían los pastores a la cumbre para aprovechar las hierbas que crecían tras el deshielo.
      De Güimar subían casi todos, pues eran muchos los días que debían permanecer arriba y hacían falta muchas manos, tanto para cuidar el ganado (eran frecuentes los robos por la proximidad con otros grupos) como para realizar las labores habituales, tales como buscar leña, hacer la comida, etc. Había minas de piedra negra para hacer las tabonas y también otras materias aprovechables.


      Ese año lo pasó mal en la ladera del Echeyde. Aquella montaña era, para los guanches, la entrada al infierno. Y Antón así lo sentía pues su mente se vio atormentada por toda clase de pensamientos pecaminosos. Empezando por la lujuria, pues con el calor todas las mujeres mostraban libremente sus senos de la forma más impúdica. Aunque no lo hacían a propósito, Antón sentía como si así fuera.
      Cuando estaba solo, Antón sentía que la mano se le iba a la entrepierna, buscando una satisfacción a sus apetitos. Pero ya sólo eso constituía un pecado. En cuanto se daba cuenta, Antón recitaba avemaría tras avemaría, salve tras salve, padrenuestros seguidos de más padrenuestros, y el credo una vez tras otra.
      La verdadera satisfacción llegó cuando bajaron al valle de Güimar. Y Antón vino a la playa de Chimisay y pudo comprobar que todo estaba en orden.
      Solicitó ver a Aquinatem y, echándose de rodillas ante él, le pidió que nunca más le obligara a subir a las tierras comunales. El mencey se lo concedió a condición de que no volviera a hablarle a ninguna mujer sin que estuviera un hombre cerca. Mucho menos a la suya.

     

Pasaron los años y no llegaban los barcos con otros evangelizadores. Antón imaginaba que ante la pérdida del barco del padre Mario, los benedictinos no se habrían atrevido a enviar otra expedición.
      Pero las islas eran bastante conocidas en el territorio hispano y debía ser cuestión de tiempo que alguien consiguiera el permiso para explorarlas.
      En todo caso, Antón era consciente de que primero era la guerra contra los moros. Para Aragón tal vez no, pero para Castilla sí que sería lo más importante. Tal vez cuando expulsaran a los moros de Granada, el Rey de Castilla se fijaría en aquellas islas más al sur. Y en cuanto al Rey de Aragón, estaba más pendiente de las conquistas en el Mediterráneo y de luchar contra los berberiscos.
      Un aventurero francés, Jean de Betancourt, solicitó permiso para explorar las tierras canarias, comenzando por las islas más orientales. Como es lógico, Antón no supo nada de aquellas noticias.

      Cansado ya de esperar, decidió escribir sus memorias.

      Tras hacer algunas pruebas, pudo comprobar que con la sangre de drago podía escribir sobre pieles de cabra, con resultados más que aceptables. Como punzón, usaba una pluma de águila, de aquella variedad pequeña que volaba sobre las islas.
      Consiguió unas cuantas pieles que alisó todo lo que pudo, raspándolas con una tabona, y se puso a la tarea de escribir todo lo que le había sucedido desde que embarcó en Mallorca. Escribió en una mezcla de latín (lengua que no dominaba) y mallorquín, su lengua materna.
      Luego siguió con una descripción detallada de la cultura guanche, incluyendo sus creencias. Y aún tuvo tiempo para empezar a escribir una lista de palabras de su lengua, con su traducción al latín cuando la conocía o si no, al mallorquín.


      Para entonces ya era un viejo y apenas podía ver. Todos los días rezaba pidiendo perdón por sus pecados, sin importarle lo que pudieran pensar los guanches al verlo de rodillas ante la Virgen.
      Su último deseo expresado ante los nativos, fue que le pusieran una cruz donde quiera que lo enterraran, pues sabía bien que no sería momificado… ni lo quería.

     
     
     -8-


Finalmente, los conquistadores castellanos llegaron a la isla de Achinech. Tras varios intentos frustrados por la feroz defensa de los guanches, Alonso Fernández de Lugo desembarcó en territorio de Anaga.
      Fiel a su principio de buscar aliados (que tan buenos resultados le diera en Benahaoré), el capitán castellano se entrevistó con el mencey Añaterve, el nieto de Aquinatem. Como intérprete, un conquistado de la isla Canaria bautizado como Fernando Guanarteme (su nombre original era Tenesor Semidan).


      Gracias a su conversación con Añaterve, el de Lugo supo de la existencia de una imagen de la Virgen María, llamada Chaxiraxi por los nativos. Pidió visitarla, y pudo así comprobar con sus propios ojos que era realmente una imagen de María.
      La cruz que en su momento colocara Antón ya había desaparecido, pero no así el pequeño montón de pieles, a un lado del altar improvisado sobre el que habían colocado la imagen.
      Don Alonso recogió la primera de aquellas pieles. Tenía algo escrito, en lo que parecía latín. Pudo leer:
      «Antón Ferrer dixit…»
      Él sólo pudo reconocer las dos primeras palabras, claramente un nombre del reino de Aragón.


      Preguntado el mencey sobre aquellas pieles, sólo pudo explicar lo que le habían contado. Que hacía ya varios años había llegado a la playa aquella imagen y con ella un hombre que decía llamarse Antón. Añaterve también refirió ciertos hechos que a Fernández de Lugo le parecieron más fábula que realidad.
      Pensó que tal vez en aquellas pieles estuvieran escritas las memorias del llamado Antón. Pidió permiso al mencey para recogerlas, y éste se lo concedió encogiéndose de hombros.
      Si llevaba aquellos textos a Sevilla, seguro que allí habría monjes eruditos capaces de leerlos.
      Entregó las pieles a uno de sus soldados para que las pusiera a buen recaudo. Éste las colocó en un pequeño saco y se preparó con los demás para marchar hacia las tierras hostiles de otro mencey, Bencomo de nombre.


      Desde las playas de Chimisay, la expedición castellana subió hacia la cumbre y se enfrentó a los guanches en el barranco de Acentejo. Fueron derrotados y a punto estuvo de morir el capitán español.
      El soldado al que don Alonso le confió las pieles con las memorias de Antón fue muerto por una pedrada de los guanches.
      Un guerrero de Bencomo, llamado Amastay, encontró el saco con las pieles en su interior. Se lo llevó al mencey, para que éste decidiera qué hacer con ellas. Las pieles no parecían estar en mal estado, aunque eran viejas.

       Amastay contaba con que Bencomo se las diera como botín, pero en vez de eso le ordenó quemarlas, junto con todos los objetos de aquellos invasores. Lo que no quemarían sería el polvo negro, pues ya habían comprobado lo peligroso que era echarlo al fuego.
      Amastay observó bien aquellas pieles. Tenían unos dibujos en forma de rayas que no le decían nada. Se fijó, sobre todo, en los primeros dibujos.
      Amastay tenía buena memoria para las figuras. Aquellos dibujos se grabaron fielmente en su cabeza y años después de quemar las pieles aún los recordaba.
     

Alonso Fernández de Lugo volvió a la carga con más hombres y mejor equipados. Evitando las encerronas de los barrancos, enfrentó a Bencomo y sus aliados en Aguere, logrando derrotar así a los guanches. Más tarde volvió a combatir en Acentejo, pero en un lugar más favorable, y se completó la victoria de los castellanos sobre los guanches.
      Amastay fue hecho prisionero, y bautizado con el nombre de Pablo. Fue vendido como esclavo a un castellano llamado Luis del Castillo que se asentó en la ciudad de San Cristóbal, construida en Aguere.
      Don Luis puso a Pablo a su servicio personal. Cierto día, el esclavo vio que su amo dejaba ciertas marcas en una piel delgada. Esas marcas le resultaron familiares.
      —Mi señor, ¡yo he visto marcas parecidas a esas en Acentejo! Fue después de la primera batalla.
      Aquello despertó la curiosidad del castellano. Él recordaba haber visto al capitán recoger unas pieles en una cueva de Güimar y dárselas a otro soldado. Luis sólo llegó a echarles un rápido vistazo, viendo que tenían algo escrito.
      En cuanto terminó de escribir, le interrogó sobre lo que él había visto. Pablo le relató como había encontrado unas pieles, con marcas parecidas, entre los objetos perdidos por un soldado castellano.
      —Las pieles eran de las nuestras, mi señor. Yo creo que las trajeron de Candelaria, donde dicen que hay una estatua de Chaxiraxi.
      —De la Virgen María —le corrigió su amo.
      —¡Perdón, mi señor! De la Virgen María. Un familiar mío había ido hasta la cueva y vio las pieles.
      —¿Qué más recuerdas de aquellas pieles, Pablo?
      —Eran pequeñas y algo viejas, y no creo que sirvieran de mucho. Yo esperaba que el mencey me las diera como botín, pues yo las había hallado, pero él ordenó quemarlas. Antes de echarlas al fuego las miré y vi las marcas.
      —¿Había algún dibujo, aparte de las marcas?
      —No, pero recuerdo bien como eran las primeras.
      —¿Serías capaz de dibujarlas?
      —Sí, mi señor.
      —Hazlo aquí, en este pergamino.
      Don Luis le entregó una pluma con tinta al esclavo guanche. Éste, torpemente, trazó unas líneas que recordaban una palabra.
      Aunque escrita de forma muy tosca, eran legibles.
      Y venían a coincidir con lo que él había podido leer.
      Era el nombre del misterioso guanche que escribiera aquellas crónicas.
      Antón.



Leer desde el principio.
Segunda parte.

21 julio 2011

ANTÓN DE CANDELARIA.2

-3-



Navegaron un día con rumbo sur hasta divisar la costa africana, entonces viraron hacia poniente, de forma que iban costeando, manteniendo la costa a estribor.
      El viento era ahora favorable, pues soplaba del noroeste, con cierta tendencia a virar al noreste.
      Fernando demostró cabal conocimiento de aquellas tierras, explicando a todo quien le quisiera oír los nombres de los pueblos y las costumbres de sus pobladores. Todo ello aderezado por una febril imaginación, pues hablaba de gigantes del Atlas, minotauros, unicornios y diversos monstruos marinos (según él, más allá del horizonte, justo donde terminaba el Océano). También narraba antiguos sucesos mitológicos, como la apertura del estrecho por parte de Heracles, o las míticas manzanas doradas de las Hespérides, hacia donde se dirigían. Muy prudentemente, procuró no mencionar las leyendas acerca de las Islas del Infierno, pues no quería que la tripulación se amotinara.
      Conforme avanzaba la singladura, algunos de los hombres comenzaron a sentirse preocupados. El capitán no les había explicado gran cosa de su destino, sólo que era tierra poco explorada y tal vez peligrosa. Pero la forma en que lo había dicho había sido más para seducirles con el afán de peligro y ganancias que para asustarles.
      Ya llevaban cuatro días de viaje desde que abandonaron el puerto de Cádiz. Y ahora que veían como el barco avanzaba hacia el sur, siempre dejando la costa a estribor, se preguntaban cuanto duraría el viaje.
      Pere Bonet también se preocupaba. El viaje duraba algo más de lo que le habían dicho y lo cierto es que ni siquiera Fernando de Lebrija fue capaz de darle una cifra más o menos exacta. Había mencionado entre cuatro y seis días, tal vez siete.
      Si se prolongaba más de siete días, tendrían que hacer aguada al regreso en algún puerto de África. No es que temiera tratar con musulmanes, sobre todo si no estaban los monjes (sería en el viaje de retorno), pero no le apetecía gastar sus ya menguados dineros. Y menos tratando con mercaderes desconocidos, a quienes no sabría como tratar para lograr un buen precio.
      Además, aquellas costas parecían desérticas. Dudaba mucho que le fuera fácil conseguir agua en algún puerto cercano.
      Finalmente, un día despejado Fernando saltó de alegría. Era ya el sexto de singladura.
      Los días anteriores las nubes habían ocultado el horizonte de poniente. Pero ahora se apreciaba bastante claro y nítido un pequeño cono oscuro.
      —¡No tiene nieve, a fin de cuentas estamos en pleno mes de julio! —exclamó—. ¡Pero no me cabe ninguna duda! Es el pico mayor de la isla llamada Achinec. Lo llaman Eteyde o algo por el estilo.
      —¿Quiénes lo llaman así? ¿Y qué es? —preguntó Antón, que casualmente estaba cerca.
      —Los nativos de la isla Achinec, los guanches. Y ese pico señala nuestro destino. Capitán Bonet, le ruego vire hacia poniente para acercarnos a esa montaña. Si como usted me ha pedido hemos de dirigirnos hacia la isla Gomera, habéis de saber que está al sur y poniente de la isla Achinec, donde se halla esa enorme montaña, que dicen es la más alta del mundo.
      Pere Bonet dio las órdenes oportunas al piloto. El viento soplaba desde el nordeste, y seguía siendo favorable.
      Hacia el sur pudieron distinguir una costa desconocida.


      —Es una de las islas, capitán —informó Fernando—. Debemos navegar por el lado norte, pero con cuidado pues hay algunos bajos.
      —¡Mierda! ¡Y ahora me lo dice! —exclamó el capitán, añadiendo para sus hombres—: ¡Lancen una sonda!
      Tiraron un cabo al agua con un peso, hasta que tocó fondo. En ese momento el vigía gritó:
      —¡Quince brazas!
      —¡Sigan vigilando! Navegante, ¿durante cuánto tiempo debemos vigilar la presencia de esos bajos?
      —Hasta que dejemos de ver esta isla que está al sur, capitán. Luego tendremos aguas despejadas, pero hay que procurar no perder de vista el pico Eteyde. Si dejamos de verlo, por el mal tiempo, viraremos al sur hasta dar con alguna de las islas más orientales. Pero sería mejor no hacerlo.
      —¿Por qué?
      —Esta isla cercana a la costa está poco poblada y creo que sus nativos son bastante amistosos. Pero más allá está la isla Tamarán o Canaria, cuyos nativos tienen fama de aguerridos. Lo mismo que los de Achinec.
      —Confirmo lo dicho por el navegante, capitán —intervino Antón—. Las noticias de que dispongo afirman lo mismo. Deberíamos evitar las dos islas mayores.
      —Así se hará. Pero si depende de que tengamos a la vista esa montaña, roguemos a Dios que mantenga el tiempo despejado.



      Tal vez Dios decidiera ayudarles, porque el viento cambió a levante. Aunque traía algo de polvo que enturbiaba el aire (y casi dejaron de ver la montaña), hinchó las velas y ya no tuvieron que hacer bordadas.
      Pronto pudieron ver, algo borrosas por la calima, las montañas escarpadas de Tamarán. No necesitaban ya ver la montaña de Achinec, les bastaba con mantener la costa a la vista.
      Finalmente, la costa a estribor desapareció. Y a babor volvía a verse la montaña.


      —Hemos de pasar entre las dos islas, capitán. Pero este paso está reputado como bastante peligroso, por el viento y las corrientes. Suelen ser favorables pero fuertes. Tomad precauciones.

      Bajó a la bodega a ver si todo estaba amarrado. Hasta ese momento habían tenido mucha suerte y no habían tenido ninguna tormenta.
      Pero parecía que su suerte se había terminado.
      La tormenta casi la tenían encima. Y según Fernando de Lebrija, les había tocado en el peor de los sitios.
      ¡Que fuera lo que Dios y la Virgen del Carmen quisieran!



     
   
-4-


Todos los benedictinos se hallaban en la bodega, rezando. Incluso el padre Mario había abandonado el camarote que le había dado el capitán en el castillo de popa para estar con los demás. No sólo lo hizo por acompañarles en la tormenta, también porque allí abajo el meneo del barco era bastante menor. Aunque las olas barrían la cubierta (incluyendo el castillo), dentro de la bodega apenas llegaba algún chorretón esporádico.
      El capitán se había acercado un momento a ver si todos estaban bien. Pensaba recomendarles que se encomendaran a Dios, pero viéndolos orar comprendió que no hacía falta. Si Dios no les escuchaba con todos esos monjes rezando, en tal caso el barco estaría perdido y él no podría hacer mucho más.
      Pere Bonet daba las órdenes adecuadas para capear el temporal. Había quitado casi todo el trapo y vigilaba las olas para mantenerse al pairo. Pero el viento cambiaba: un momento soplaba del sur y de repente cambiaba a levante para luego venir de poniente. Así no había manera de mantenerse al pairo, así que optó por lo más drástico: quitar todo el velamen y simplemente evitar que las olas le cogieran de través.
      El barco se zarandeaba como una cáscara de nuez en una charca. Y la carga no ayudaba. El capitán maldijo a todos los benedictinos y la madre que les parió, pues con tanto peso el barco era poco manejable.
      Una ola les dio de plano y tres hombres cayeron por babor. El grito de «hombre al agua» no serviría de mucho, ya que nadie estaba para ayudarles: bastante tenían los demás para mantenerse a salvo de las olas que barrían la cubierta.


      Un fuerte crujido hizo que las tripas se le hincharan de puro temor. El trinquete se había roto.
      —¡Me cago en Jesucristo!
      Pere Bonet se alegró de que ninguno de aquellos beatos estuviera cerca para oír sus blasfemias.
      —¡Por la puta hostia y los cojones del Padre!
      Notó humedad en sus calzas. No era el mar, era miedo: se había orinado encima. Nunca se había sentido tan asustado.
      La Venturosa era totalmente incontrolable. Vio a Juanillo, el piloto, soltar el timón huyendo de una ola monstruosa que cubría la popa de agua espumosa.
      Tras la ola, Juanillo volvió a su puesto, pero ya no tenía nada que hacer: el timón estaba roto.
      Otra ola dio contra el barco por estribor y el agua lo cubrió todo.

   

En la bodega, Antón comprendió que no las tenían todas consigo cuando el fuerte viraje del barco los arrojó contra la pared. El agua entraba en la bodega a toda velocidad, y todo parecía indicar que el barco se había volcado.
      Antes de que el lugar estuviera totalmente lleno de agua, Antón se echó al agua, buscando la salida. Tuvo que aguantar la respiración un buen rato, pero finalmente salió a flote.
      Todo estaba oscuro, pero entre el rugido de la mar podía oír las voces de los hombres que se ahogaban.
      Cuando era niño, Antón había aprendido a nadar. Disfrutaba flotando sobre las olas cuando podía hacerlo y más de una vez su madre mostró su preocupación por lo mucho que se alejaba de la orilla.
      Ahora tenía la oportunidad de comprobar si aquello le serviría de algo. No sabía lo cerca que podía estar la costa, pero tendría que alcanzarla a nado.
      Pudo ver algunos restos del naufragio, pero nada que le sirviera para mantenerse a flote. Un trozo de madera le habría sido útil pero sólo vio telas y sogas, restos del aparejo. También vio el hábito negro de un hermano.
      Eso le hizo pensar que la ropa le molestaría para mantenerse a flote. En efecto, el pesado hábito estaba lleno de agua.
      Las alpargatas habían desaparecido, así que no tuvo problemas para quitarse la camisa y luego el hábito. El escapulario se perdió, aunque hubiera querido conservarlo. Sólo se dejó las calzas, pues pegadas al cuerpo no le molestaban para nadar.
      Trató de recordar hacia donde estaba la costa, pero no tenía ni idea.
      Se dejó mecer por las olas hasta que le pareció ver una luz lejana. Decidió nadar en aquella dirección.
      Ya no oía nada más que el rugido del viento y de las olas. De sus compañeros o de los marineros no oía nada. Ni un grito.
      Estaba solo, probablemente. Y entre tierras de gente infiel.
      Prometió a Dios y a todos los santos que si se salvaba dedicaría toda su vida a la conversión de los infieles y salvajes.
      Aquella promesa le dio ánimos para seguir nadando. Cada vez que se sentía agotado recordaba su promesa y pedía más ayuda divina.
      Y por lo visto eso funcionaba, pues sentía que sus ánimos se recuperaban. Por muy cansado que estuviera, otra vez se sentía con ganas para seguir nadando.
      De vez en cuando se dejaba mecer por las olas, pero sin perder el sentido de la orientación. Volvió a ver aquella luz, ahora más cerca.
      Parecía una hoguera.
      Finalmente, sintió que una roca le arañaba los brazos. Asustado, hundió las piernas en el agua para descubrir que tocaba el fondo.
      Se hallaba entre rocas filosas que cortaban las carnes. No podía ver nada en aquella oscuridad (el cielo seguía encapotado, no se apreciaba ni una estrella) pero tanteando entre las rocas e ignorando los arañazos, logró salir a una playa rocosa.
      Dando traspiés pudo sortear las rocas mayores y alejarse del agua. Finalmente, llegó hasta una zona con bastante arena y a donde ya no llegaban las salpicaduras de las olas. Había también unas algas sobre las que se recostó, agotado.


  
   
-5-



Lo despertaron el sol ardiente y la sed abrasadora que sentía. El día ya debía de estar bastante avanzado porque el astro rey se hallaba cercano al cenit.
      Antón examinó el lugar donde se hallaba. Era una playa de arena negra, plagada de rocas de todos tamaños, aunque en varios tramos predominaba la arena fina.
      La tormenta había pasado, el cielo se veía limpio de nubes y la mar en calma.
      La playa se hallaba cubierta de restos de madera, sin duda procedentes del naufragio. Antón encontró un escapulario roto y se lo puso al cuello. Estaba desnudo, vestido sólo con unas calzas, pero no tenía frío pues el sol calentaba lo suyo.
      Tenía sed y debía buscar agua, así que se puso a caminar a ver si la hallaba.


      Primero debía orientarse. Subió a una roca elevada, arañándose los pies descalzos. Por la posición del sol, supuso que el mar quedaba al naciente y la enorme montaña que ascendía hasta el cielo (así le parecía) al oeste.
      Era evidente que hacia el oeste podría hallar agua. De hecho los verdes bosques a la vista así se lo decían.
      Se quedó sorprendido al descubrir una posa de rocas entre la arena. En su interior había algo de agua; llevado por la sed la probó, temiendo que sería salada. ¡Pero era agua dulce! Sació la sed hasta sentirse más tranquilo.
      Miró a su alrededor, entre los restos del naufragio. Pudo ver así una mancha de color entre las rocas. Se acercó a ver lo que era.
      ¡Era una de las imágenes sacras! La de la Virgen de Candelaria, para ser precisos.


      Antón recordó su promesa. Allí, ante la imagen de María, olvidó su infortunio.
      Se puso de rodillas en la arena y rezó tres avemarías y una salve.
      —¡Gracias, Madre de Dios, por salvarme! Te prometo que dedicaré todos los días de mi vida a proclamar el mensaje de Dios, Tu Hijo, entre las gentes que vivan en este lugar y en cualquier otro al que me lleven mis pies.
      ¡Parecía que sus oraciones habían sido escuchadas! Antón oyó voces en una lengua extraña. Se escondió para ver mejor a quienes venían antes de presentarse ante ellos.
      Eran dos hombres, ambos vestidos con pieles.

   

Guayarmén y Daute habían bajado hasta Chimisay para buscar entre los restos depositados en la playa por la tormenta. Con suerte podían hallar maderas útiles para hacer fuego. Y a veces encontraban objetos extraños, que bien podían servir para algo.
      El mencey Aquinatem había subido a las tierras comunales, llevando consigo a la mayor parte de su pueblo con casi todo el ganado. Pero Guayarmén tenía una cabra paridera que no estaba en condiciones para subir a la cumbre, por eso se había quedado con Daute cuidando las cuevas vacías.
      La cabra había parido sin novedad y ahora los dos pastores mataban el tiempo como podían.
      La tormenta les había dado una buena oportunidad. Dejaron las cabras a buen recaudo, en las cuevas de la parte alta del barranco, y bajaron hasta la costa.
      Tal y como esperaban, la playa estaba sembrada de restos. Había unos buenos troncos resecos, que arderían muy bien. Y también objetos extraños.
      Vieron algo parecido a un cuero muy fino, pero extenso. Sería muy útil para cubrir la entrada de la cueva de Daute, que en los días más crudos del invierno resultaba fría pues llegaba viento de la montaña. No estaba bien orientada, pero poco podía hacer siendo él un trasquilado, de casta baja.
      Guayarmén tenía algo más de categoría, pero no dijo nada al ver a su compañero recoger aquella especia de prenda. Él tampoco era dueño del ganado, pero al menos no tenía que sacrificar las reses, lo que era obligación de Daute y motivo de su baja consideración entre los guanches.
      Fue Guayarmén quien vio la mujer extraña. Estaba cerca de la posa donde solían abrevar el ganado.
      Allí, en la arena, tumbada como si descansaba, se hallaba una mujer. No parecía moverse pero estaba sola.
      Y ninguno de los dos podía acercarse a una mujer sin que hubiera un hombre que la protegiera.
      Lo malo era que aquella mujer estaba en el camino al otro lado de la playa. Y de la posa de agua. Ambos tenían sed.
      Daute pensó que tal vez si la asustaba con una piedra, se apartaría y les dejaría pasar. Recogió un callao pequeño, no quería hacerle daño y se dispuso a lanzarlo. Pero tropezó con la prenda que había recogido y se cayó de bruces.
      Guayarmén vio caer a su compañero y se asustó. Temiendo que le hubiera sucedido algo, cogió su tabona para asustar a la mujer, a ver si se movía.
      Fue entonces cuando comprendió que no era una mujer, pues permanecía quieta. La impresión le hizo perder el equilibrio, tropezando. Vio sangre en sus dedos, pues se había herido con la tabona al caer.
      Daute vio que Guayarmén tropezaba y pensó que aquella extraña mujer les había hecho algún sortilegio a los dos.
      En ese momento vieron aparecer al hombre que había estado escondido hasta ese momento.

   

Antón había observado que los desconocidos habían descubierto la imagen y su reacción fue la típica de unos salvajes. Intentaron agredirla con piedras, pero por algún extraño motivo ambos tropezaron. Uno de ellos tenía sangre en la mano derecha, pues por lo visto su piedra era muy afilada, cual cuchillo.
      Decidió aparecer y arriesgarse a cualquier reacción de los nativos.
      Al verlo, los dos hombres se asustaron. Parecían querer huir pero la impresión les había dejado inmóviles.
      Antón tuvo una inspiración. Con las manos abiertas, mostrando que estaban vacías, se les acercó. Agarrando el brazo del más cercano, le invitó a tocar la efigie.
      Era el de la mano sangrante. Tocó la imagen con miedo, pero de inmediato sintió algo extraño, pues se tocó la extremidad, que al parecer ya no le dolía. Lleno de excitación, corrió hasta la orilla del mar, se lavó la sangre en el agua y detuvo así el flujo del rojo líquido.
      Viendo que a su compañero no le había sucedido nada malo, el otro también acercó su mano a la imagen. Dijo algo en su lengua, que por supuesto Antón no entendió.
      Observando que uno de ellos llevaba lo que parecía un estómago de cabra vacío, Antón lo señaló, luego señaló la posa cercana y dijo: —¡Agua!
      Aquel hombre lo entendió, pues pasó a su lado con el odre para acercarse a la posa, donde llenó de agua el recipiente. Mientras lo hacía, repetía algo así como «¡aemón!»


   
El desconocido vestía con una prenda extraña, que le cubría parte de las piernas, y nada más. Tenía el pelo corto, como un trasquilado, pero debía de ser el compañero de la mujer. O de lo que fuera aquella especie de mujer inmóvil.
      Les mostró las manos desnudas, sin armas, y los dos pastores lo comprendieron.
      Luego hizo gestos para que tocaran a la mujer. Guayarmén comprendió que si era una mujer, y su hombre les alentaba a tocarla, no había peligro alguno así que acercó su mano. Ya no le dolía la mano herida, y fue a lavársela al mar. Ahora que la sangre de su mano había desaparecido vio que no quedaba huella de la herida. ¡Era magia!
      Daute también se acercó a la extraña mujer. Viendo que Guayarmén la tocaba, él hizo lo mismo.
      No era una mujer sino un objeto de madera con forma de mujer.
      —Es una figura de mujer— dijo.
      El extraño hizo gestos indicando la posa de agua. Guayarmén sabía que el desconocido se había dado cuenta de que el cuero estaba vacío, y le permitió llenarlo.
      Aquel extraño no entendía la lengua guanche, pero por gestos podían entenderse. Guayarmén se puso en camino barranco arriba y Daute le siguió. Haciendo gestos al extraño, éste también fue con ellos.
      Majec, el sol, les atacaba con fuerza y muy pronto volvieron a sentir la sed.
      Más arriba encontraron un pequeño charco. El extraño, nada más verlo casi se arrojó sobre él a beber. El agua no estaba muy limpia, pues el verano se hallaba avanzado, pero al menos servía para calmar la sed más abrasadora. Y podían guardar la que estaba en el cuero.
      Finalmente, los tres llegaron a la cueva de Guayarmén, donde les esperaban los rescoldos de una hoguera, aún calientes, y algo de comida que preparó Daute.
      Tenían leche de la cabra recién ordeñada, gofio y unas lapas que habían recogido en las rocas de la playa.
      Le dieron un poco al desconocido, quien contempló con extrañeza aquella comida, sobre todo el gofio amasado. Pero se lo comió todo, apreciando su sabor extraño.

   
 Antón había comprendido las indicaciones de los dos salvajes para que les acompañara. Siguieron barranco arriba hasta llegar junto a un charco de agua. El fuerte sol hacía que de nuevo tuviera sed.
      Probó a repetir la palabra que habían usado ellos.
      —¡Aemón! —dijo, señalando el charco, y los dos hombres asintieron.
      Estaba algo sucia, pero para Antón le supo a gloria, pues estaba mejor que la de la posa de la playa. Bebió toda la que quiso.
      Prosiguieron subiendo hasta llegar a unas cuevas. Por el olor era evidente que se trataba de refugios para el ganado, o al menos alguna lo era. Sin embargo, sólo vieron un par de cabras, una de ellas con una cría de pocos días; los demás corrales estaban vacíos.
      También daba la impresión de que varias de aquellas cuevas estaban habitadas, pero por el motivo que fuera ahora estaban desocupadas.
      La cueva hacia la que se dirigieron los dos hombres estaba habitada sin ninguna duda. Tenía una especie de estera de ramas y hojas resecas que la protegía del viento. Antón observó que uno de ellos había recogido un trozo de vela, probablemente arrojado a la playa por la tormenta, y lo colocaba sobre la entrada para guarecerse del exterior.
      Ordeñaron la cabra parida y recogieron la leche en una vasija de barro.
      El otro decidió seguir con la lección de lengua. Señaló a la cabra y dijo «teguevite» y luego a la cría diciendo «baifo»
      Finalmente, uno de los hombres preparó la comida, aunque sin usar el fuego. Lo repartió todo entre los tres (para cortar la carne usó la piedra filosa, que llamaba «tabona») y Antón tuvo su parte. Un poco de leche («adago»), que compartió bebiendo en la misma vasija («gánigo») con los otros dos, unos cuantas almejas, o más bien lapas, y lo que parecían panecillos, hechos con alguna harina amasada, que llamaron «gofio». Probó el amasado y no tenía mal sabor; parecía contener algo dulce, una especie de miel y tal vez algunos frutos secos. En todo caso le sació el hambre.
      Acabada la comida, le indicaron un lecho de paja cubierto con una piel y en él se acostó Antón para pasar su primera noche en Achinech (y no Achinec como había dicho Fernando, el navegante). Pensar en él le llevó a preguntarse por la suerte de sus compañeros, tanto los hermanos como los marinos. Lo más probable fuera que ya estuvieran en el cielo o el infierno, según sus pecados.


(Continuará)
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20 julio 2011

ANTÓN DE CANDELARIA.1

-1-


El hermano Antón cavaba en la huerta, escardando las malas hierbas. Aquel verano parecía que abundaban más que otras veces, cual maldición de Satanás. Mientras las eliminaba, se veía a sí mismo como un evangelizador que aniquilaba el trabajo de los herejes.
      «¡Sé más modesto, Antón!» se dijo a sí mismo para combatir así el pecado de vanidad. Tomó nota mental de que debería incluirlo en la próxima confesión.
      En el monasterio benedictino de Palma de Mallorca reinaba el silencio, como siempre. Sólo se oía el roce de la azada contra la tierra. Y el lejano martillar de un carpintero, reparando los bancos de la capilla.
      En ese momento, Antón vio venir al hermano Pau, con su lento y cansino andar. Una cosa era ser moderado al andar y otra caminar tan despacio, pensó él (¡otro pecado, la maledicencia, que añadir a la lista para confesar!)
      —Hermano Antón —dijo Pau al estar más cerca—. El Padre Prior me ha ordenado llamaros.
      —Acudo presto y obediente —respondió Antón.
      Recogió la azada y la guardó con los demás trastos, bien colocada en su sitio. Sacudió sus alpargatas del barro acumulado, para no ensuciar el suelo del monasterio, y se dirigió al diminuto despacho del padre prior Jaume Sants.
      —¿Da Vuestra Santidad su permiso, Padre Jaume? —preguntó desde la puerta.
      —¡Pasa, hermano Antón, adelante!
      La celda que usaba el prior para despachar los asuntos no tenía más que una mesa y una silla. Un crucifijo se situaba sobre la pared, tras la silla. Presidía el lugar y parecía vigilar la labor del padre prior.
      Antón se quedó en pie, esperando a que hablara su superior.
      —Dime, Antón, ¿qué sabes tú de los herejes de África?
      —Supongo que Vuestra Santidad se referirá a los moros, que son quienes habitan la costa africana. También quedan unos cuantos en Granada, pues nuestros vecinos de Castilla aún no han logrado expulsarlos.
      —No todos los africanos son moros.
      —Su Santidad está en lo cierto. Más al sur, más allá de los desiertos, hay gente de piel oscura y costumbres paganas, según he podido leer.
      —Veo que estás versado en estas cuestiones. Mas dime, ¿no conoces las islas llamadas canarias?
      —Me temo que no, Santidad.
      —Están cerca de África, hacia el oeste, más allá de Tánger.
      —Según algunos autores clásicos y paganos que me he permitido leer, por ahí se situaba la Atlántida. Otros aseguran que las Hespérides…
      —Leyendas paganas al margen, esas islas existen y están pobladas por nativos que no son musulmanes. Los moros han llegado alguna vez para capturar esclavos, como hacen por todas partes, pero no se han quedado para expandir sus ideas heréticas.
      —¡Gracias a Dios!
      —¡Exacto, hermano! ¡Gracias a Dios que allí no adoran a Alá! Porque es mi intención enviar una misión evangelizadora.
      —¿Acaso Vuesa Merced cree que yo…?
      —Sí. He pensado en que tú podrías estar interesado en participar. El padre Mario será quien la dirija, y creo que deberías ser su ayudante. Si es que aceptas, claro está.
      —¿Vuestra Santidad no me lo está ordenando?
      —¡No! No quiero que nadie vaya obligado. Sólo quien realmente desee ir para expandir la Buena Nueva. Si te he llamado es porque creo que eres adecuado, pero si no lo deseas, no tienes porqué ir. No estás obligado por el voto de obediencia en este preciso momento.
      —¡Vuestra Santidad es sin duda alguna sabio! Mi mayor anhelo ha sido siempre participar en una misión evangelizadora. No es necesario que me lo ordenéis. ¡Acepto!
      —¡Deo Gratias! Bien, habla con el padre Mario para concretar los detalles. Aún faltan unos cuantos hombres que habréis de buscar vosotros. Asegúrate de que van por propia voluntad.
      —¡Eso mismo haré, Santidad!
      —En el muelle hay una coca al mando de un tal Pere Bonet. Mario te puede decir cuanto dinero podemos gastar para comprar lo necesario. He conseguido tres tallas religiosas para la futura misión que habréis de edificar en tierras paganas.
      —¿Puedo saber qué tallas, Santidad?
      —Claro que sí. Un Cristo, un San Juan y una Virgen de Candelaria.
      —Perdonad mi ignorancia. Esa advocación de María no me es conocida.
      —Se le llama así por la vela que porta en una mano. En la otra lleva al Niño Jesús. Es una talla preciosa.
      —Estaré encantado de llevarla para que la conozcan los nuevos cristianos.
   
Al día siguiente, después de los primeros oficios y del parco desayuno, Antón abandonó el convento. Siguiendo las indicaciones del padre Mario, pudo hallar a Pere Bonet en el muelle. Ignorando las miradas lujuriosas de dos mujeres de mal vivir, entró en el antro donde le indicaron que se le podía encontrar.
      En la oscuridad de la taberna, le vio sentado ante una mesa con tres hombres. Reconoció al capitán Bonet por su corpulencia y sus ricas vestimentas, posiblemente genovesas.
      —Por ventura, ¿sois vos Maese Pere Bonet, capitán de mar? —le preguntó.
      —El mismo que viste y calza. Y tú, por la pinta, debes de ser un benedictino enviado por Mario, ¿no es así?
      —En efecto. Mi nombre es Antón Ferrer. Me envía el padre Mario para concretar algunos detalles del embarque. Me gustaría visitar esa coca lo antes posible.
      —¡Joder! ¡La puta manía de llamar coca a mi barco! ¡Es una nao, me cago en la Virgen!
      —Disculpadme, mi señor, pero os rogaría que no blasfemarais en mi presencia. Soy consciente de que por vuestra profesión se os hace muy difícil pero es un ruego que os hago.
      —¡Perdona! Es que se me hace difícil de evitar. Dime una cosa, ¿acaso tú irás en esa expedición a las islas?
      —¡Sí, mi señor!
      —Vale, pues en tal caso tendrás que aprender a no oír las burradas que decimos los marineros. O terminarás por tirarte al agua si no las aguantas.
      —Dios me dará paciencia.
      —¡Ja, ja! ¡Mucha paciencia te hará falta, eso sin ninguna duda!
      El marino hizo un gesto y se acercó una moza de traje muy escotado. Antón hizo como que no la veía para luchar contra las ideas lujuriosas que le asaltaron de pronto.
      ¡Necesitaba distraerse pensando en otras cosas para evitar el pecado! Recordó algo que había dicho el capitán.
      —Disculpe mi ignorancia, capitán, pero, ¿puede saberse qué diferencia hay entre una nao y una coca? Aunque nací en Alcudia no me crié entre las gentes de la mar.
      —¿A qué se dedicaban tus padres?
      —Eran comerciantes. Vendían pescado en la lonja.
      —¡Por eso tu cara me suena! Me recuerdas a un vendedor de pescado de aquel poblado. Tal vez se trate de tu padre…
      —Es posible. Y ¿no podría ilustrarme vuesa merced sobre lo que le he preguntado?
      —¡Perdona! Bien, la Venturosa, el barco que capitaneo, es una nao de dos palos. Las cocas sólo tienen un palo pero como las naos mallorquinas derivan de las cocas las siguen llamando así.
      —Dos palos, decís, ¿y qué otras diferencias tiene?
      —Bien, al tener más velamen es más grande, puede llevar hasta unos cien toneles si Dios nos ayuda. Quiero decir con eso que si se va a tope de carga hay que desear que haga buen tiempo.
      —Siempre hay que contar con la ayuda de Dios.
      —Supongo que es así. Como te decía, tiene dos palos. Y timón de codaste, algo muy útil para navegar, no lo dudes. Es muy maniobrable.
      —¿Y es un barco nuevo, según he oído?
      —Así es. Lo botaron el año pasado. Ni siquiera ha tenido tiempo de criar percebes.
      —Supongo que ya estaréis al tanto de toda la carga.
      —Sí, ¡y maldita la gracia que me hace! ¡Tu superior se ha empeñado en llevar hasta tres tallas religiosas! No entiendo como no ha incluido un par de cañones con toda su munición.
      —La nuestra no es una expedición militar.
      —¡Menos mal! Porque con ese cañón que decía iríamos a pique nada más salir del puerto.
      —Si no he comprendido mal, capitán, ¿insinuáis que llevaremos sobrepeso?
      —¡Cojones! ¡No lo insinúo, lo digo! Y hay otro problema aún mayor.
      —¿Cuál?
      —¡No tenemos un navegante que conozca bien esas aguas africanas!
      —Creo que el padre Mario os ha sugerido que lo contratemos en Cádiz. Un castellano o andaluz ha de conocer mejor esos lugares que nosotros.
      —¡No lo dudo! Pero, ¿por qué no un granadino? ¿O alguien de Tánger?
      —¡Señor, perdonadme! Pero ésta es una expedición cristiana, cuyo fin es la evangelización. No podemos llevar infieles a bordo.
      —¡Eso ya lo sé, Antón! Pero déjame explicarte algo, a ver si convences a tu padre Mario para que hagamos la aguada en la costa de Granada. Yo he estado tanto en Cádiz como en Gibraltar y Málaga en varias ocasiones. Y puedo jurarte por lo más sagrado que en la Málaga musulmana todo es más barato que en los otros dos puertos cristianos. Esos castellanos serán muy cristianos, pero para mí que son todos judeznos conversos, unos verdaderos marranos, una cuerda de usureros. Con los maravedíes que debo pagar en Cádiz por un tonel de agua, puedo comprar tres en Málaga, incluso pagando en dinares que debo cambiar antes.
      —Os aseguro que haré llegar vuestra sugerencia al padre Mario.
      Entretanto habían llegado al embarcadero. La Venturosa era una nave con aspecto aún nuevo, las velas limpias y plegadas, las jarcias tensas. Tenía un castillo de popa como era ya habitual en los barcos modernos, pero la proa se presentaba limpia, sin construcciones.
      Antón no entendía de barcos pero había visto unos cuantos. Y la Venturosa le gustó, sin ninguna duda.
      Esperaba que el nombre fuera de buen agüero (¡Superstición! ¡Otro pecado que consignar en su ya larga lista!).
      Se fue del puerto de buen humor. Tenía la esperanza de que la misión llegara a tener éxito. Y su esperanza estaba basada en la confianza en Dios, por lo que no era pecado de soberbia…



-2-


Finalmente llegó el documento real desde Zaragoza. Tenía la Real Cédula de SSMM Joan I para evangelizar nuevas tierras, aunque no pertenecieran a la heredad de Aragón, y el beneplácito del Arzobispo de Zaragoza quien aseguraba que el Papa de Roma Urbano VI, vería con buenos ojos la misión. Aunque el prior Jaume era partidario del Papa de Avignon, Clemente VII, prudentemente no dijo nada, pues sabía muy bien que la Corona de Aragón había aclamado a Urbano VI y llamado antipapa al de Avignon.
      Pudieron así zarpar, ya con todas las autorizaciones. Y con la nao cargada hasta los topes, para pesar del capitán.
      Pere Bonet se encomendaba a todos los demonios, aunque procuraba moderar su lenguaje cuando tenía a los benedictinos cerca.
      Sin embargo, la Venturosa era un navío ágil, de fácil maniobra. El timón respondía fino cual seda de Catay. Y el viento ayudaba, pues tuvieron vientos favorables: una tramontana no muy fuerte, del norte, que levantaba algo de marejada sin llegar a ser molesta.


      Al final del segundo día de singladura, alcanzaron el cabo de Gata, o de las Ágatas según los más cultos. El viento había pasado a un «llevant» del nordeste, que les permitió virar hacia poniente.
      Ya estaban frente a tierras del Reino nazarí de Granada, la única parte de la Península que quedaba por reconquistar a los moros.
      Antón recordaba bien los comentarios del capitán sobre los puertos granadinos. Como buen marino y comerciante no se andaba con boberías a la hora de comprar y vender, y lo mismo le daba tratar con cristianos que con infieles. Pero siendo aquella una expedición evangelizadora, quedaba claro que no podían hacer escalas en tierras mahometanas. Ni siquiera para buscar información.
      Iban costeando y pasaban tan cerca que se podían ver las poblaciones. Antón a veces creía ver a las gentes, pero por supuesto era fruto de su imaginación.
      A bordo se mantenía la regla monástica en lo posible. Los oficios de rigor se hacían presididos por el padre Mario, con las lecturas y los rezos. Como no había mucho que hacer (la labor principal estaba a cargo de los marinos y los inexpertos monjes en poco podían ayudar), las oraciones se alargaban más de lo habitual, incluyendo el rosario con todas las bienaventuranzas. A falta de otras ocupaciones y para evitar los vicios, el padre Mario dio órdenes para que todos los hombres desocupados se dedicaran a la práctica de juegos como la pelota, lucha grecorromana y otros entretenimientos lúdico-deportivos. Los marinos les pedían que participaran en sus juegos de naipes y dados, pero el padre benedictino se oponía radicalmente.
      Finalmente, al tercer día de viaje, avistaron la costa africana al otro lado (estribor). El capitán Bonet mandó reducir el aparejo, pues se acercaban al estrecho de Gibraltar, donde los vientos eran fuertes y soplaban de poniente (o sea contrarios). Tendrían que navegar mediante bordadas sucesivas, siguiendo una ruta en zigzag.


      Pere Bonet agradeció a todos los ángeles del cielo la maniobrabilidad que le daba el timón. Aunque hubiera deseado también tener alguna vela latina, en lugar de las cuadras tan poco manejables.
      En aquel paso del estrecho se marearon casi todos los monjes. Refugiados en la bodega, donde el zarandeo del buque era menor, los marineros pudieron al fin dar rienda suelta a su vocabulario. Los insultos y maldiciones por el duro trabajo que debían hacer fueron esparcidos por el viento.


      En el interior de la apestosa bodega, los monjes no podían hacer otra cosa que rezar. Ni siquiera podían leer los libros religiosos con las sacudidas del barco. Eso cuando no estaban simplemente tumbados en el suelo, entre vómitos, esperando a que se les pasara el mareo. Una ocasión ciertamente gloriosa para practicar virtudes como la paciencia.
      Por fin pasaron el estrecho y el capitán pudo poner rumbo norte hacia Cádiz con un viento de estribor, si no favorable al menos aprovechable.


      El barco seguía moviéndose como antes. Antón, que subió un momento a cubierta para hablar con el capitán en el puente, comprendió que ya estaban en el Atlántico, mucho más movido que el Mediterráneo que él conocía.
      El capitán le confirmó que quedaba poco para arribar, y también que el resto del viaje sería así.
      —Esto es la Mar Océana, no el Mare Nostrum que has conocido, chaval.


El puerto de Cádiz era bastante grande y en él se veían barcos de todo tipo. Antón llegó incluso a ver uno con tres palos, ¡enorme!
      Antes de atracar, el padre Mario reunió a todos los monjes para hablarles:
      —Estaremos en este lugar unos días. El capitán no ha sabido decirme cuantos porque tiene que encontrar un navegante y no sabe lo que le llevará. Por demás, hay trabajo para los marinos, y también ellos han de dar salida a sus bajos instintos.
      —¿Qué haremos nosotros, mientras tanto? —quiso saber Antón.
      —Orar.
      —¡Pero este barco no es un lugar adecuado! Ni este muelle tampoco, ¡no hay más que ver a las mujeres viciosas que esperan a pocos pasos!
      —Lo sé bien, hermano. Por eso el Padre Prior me ha dado una cédula para buscar alojamiento en el convento de los hermanos maristas. Allí estaremos el tiempo que Dios disponga, y en ese lugar podremos dedicar el tiempo necesario a la oración y al trabajo.
      —¿Qué trabajo, si puede saberse?
      —El habitual, hermano Ramón. Ayudaremos a nuestros huéspedes en lo que ellos estimen oportuno. Que será lo normal: cavar el huerto, limpiar, arreglar lo que esté roto, copiar algún manuscrito y demás labores por el estilo. Nada que quede fuera de nuestras posibilidades. ¡Pero una cosa sí que os voy a pedir! ¡No comentéis nada de nuestra misión!
      —Disculpe la pregunta, padre, ¿pero por qué no podemos hablar?
      —Por mera prudencia, hermanos. En este barco hay algunos bienes que podrían atraer la codicia de ladrones. No tenemos necesidad de llamar su atención, de ahí que cuanto menos hablemos, mejor.
      —Con su venia, Padre,¿no habrá vigilantes?
      —He pedido al capitán que deje algunos de sus hombres a cargo de la vigilancia, y él está comprometido a ello por el dinero que se le ha de pagar. Pero no me fío. Estos hombres son capaces de olvidarse de todo por una partida de naipes o por la mera lujuria.
      —¿Y si alguno de nosotros se encargara de vigilar?
      —Si lo hacemos, ha de ser con mucha discreción. El capitán Bonet se puede sentir insultado si aprecia que desconfiamos de su gente.
      —Padre, propongo que alguno de nosotros venga varias veces al día, sólo para comprobar que todo está en orden. Que hay alguien de vigilancia y nada más. Maese Pere Bonet no debería ofenderse porque cuidemos de lo que es nuestro.
      —Supongo que estáis en lo cierto, hermano Antón. Mas queda aún otro detalle.
      —Diga vuesa merced.
      —Como ya quedó dicho, estos lugares son un antro de perdición. Quien venga a este lugar correrá grande peligro de pecar, aunque sea de pensamiento. Sólo con mirar aquellas mujeres ya es fácil caer en los malos pensamientos. ¿Cree vuesa merced, Hermano, que es prudente someter a nuestros hermanos a ese peligro?
      —Padre, tenéis razón. Pero yo creo tener voluntad para ello. Es más, lo consideraré una obligación, una ocasión para fortalecer mi espíritu. Os lo pido como favor, que me permitáis venir a vigilar el barco. Lo haré con toda discreción.
      —Os lo concedo enhorabuena. Con todo, espero que algún otro hermano se ofrezca como voluntario.
      Varias manos se alzaron.
      —Suficiente. Ya están sujetas las amarras, bajada la escala y el bueno del capitán nos espera. Recoged vuestras cosas y acompañadme al puerto. ¡Nos espera una grande ocasión para demostrarle al cielo como resistimos las tentaciones!
      Y los monjes salieron del barco precedidos por el padre Mario.


      Un rapazuelo les esperaba en el muelle para conducirles al convento de los Padres Maristas. Un pequeño grupo de marineros desocupados los vio bajar y les dedicaron unos cuantos comentarios soeces, acompañados de los gritos incitantes de las prostitutas del puerto que les acompañaban.
      Los monjes pasaron ante ellos con total indiferencia, si bien los rostros enrojecidos de algunos demostraban que no estaban totalmente al margen.
      Llegaron al convento sin novedad y los maristas les indicaron las celdas que deberían usar. Habrían de dormir tres en cada una de ellas, y sólo contaban con una cama por lo que dos tendrían que hacerlo en el suelo. Pero el tiempo caluroso ayudaba: incluso el frescor del suelo se agradecía.


      Antón fue de los que optó por dormir sobre el suelo. Al menos no había chinches, aunque sí ratones correteando.
      Por la mañana, después de los oficios de rigor y del parco desayuno, pidió permiso a su superior y al abad del convento para salir al puerto.


      Aún era temprano para los más viciosos, por la calle sólo vio gente normal dedicada a sus ocupaciones. En el muelle, unos marineros trabajaban en la estiba.
      Junto a la Venturosa estaba Pere Bonet con un desconocido. Saludó al benedictino tan pronto como lo reconoció.
      —¡Hermano Antón! ¿Qué haces por aquí? ¿No tienes miedo de caer en el vicio?
      —¡Saludos, Maese capitán! ¡He decidido afrontar ese riesgo para fortalecer mi espíritu! Mas decidme, ¿qué es lo que están cargando? Pensaba que ya estaba toda la carga a bordo.
      —Agua y sal, hermano Antón. Tú y tus hermanos os habéis bebido toda el agua que embarcamos en Palma.
      —Lo del agua lo entiendo pero, ¿y la sal?
      —¡Ah, si! No te lo había dicho. Fernando de Lebrija, aquí presente, ha confirmado lo que yo ya suponía y es que las aguas de aquellas islas son ricas en pesca. Al regreso nos dedicaremos a coger algunos peces y hemos de llevar sal para hacer salazones, o no llegará ni uno a puerto en condiciones para su venta.
      Antón se fijó de nuevo en el desconocido. Tenía rasgos moros, parecía mudéjar aunque probablemente fuera converso. Vestía pobremente y estaba descalzo.
      —¿Sois vos Fernando de Lebrija? Me llamo Antón Ferrer y nací en Alcudia, isla de Mallorca.
      —Ese es mi nombre, hermano Antón. Mi pueblo es Lebrija, como tal vez hayáis deducido por mi apellido.
      —Y es el navegante que buscaba —dijo el capitán—. Lo encontré en uno de esos antros de perdición en los que supongo que no entraréis, hermano.
      —La taberna de Juan Chismoso no es tan mal lugar, capitán —repuso Fernando—. No hay busconas y el vino es bueno; al menos no suele tener mucha agua y no está avinagrado.
      —Pero así y todo, no es lugar para el hermano Antón —el capitán se echó a reír ruidosamente.
      Antón comprendió que se estaba burlando de él, o tal vez provocándolo. Incluso ambas cosas a la vez. No respondió.
      —Me dijo Pere Bonet que necesitaba alguien que conozca las costas del poniente africano —afirmó Fernando—. Y puedo presumir de conocerlas bien. Desde los tiempos de mi abuelo salía a pescar más allá de Tánger. Mi abuelo era mudéjar, pero mi padre y un servidor somos cristianos bautizados, como es debido.
      —¿Sabéis hacia donde nos dirigimos? —preguntó Antón.
      —¡Sí! Y debéis de estar locos. Las Islas del Infierno las llaman.
      —¡Leyendas paganas!
      —Puede ser. Pero preguntad a cualquier marino. Os dirá que preferiría no tener que ir allá. Se dice que sale fuego del agua, que cae fuego del mismo cielo y que algunas montañas son bocas del infierno. También se dice que viven unos demonios que arrojan rocas enormes a gran distancia y que son capaces de subir los barcos que se atreven a viajar entre ellas.
      —Decidme, Fernando, ¿vos creéis en tales supersticiones? Parecéis hombre ilustrado.
      —Me eduqué en Sevilla y he leído algunos libros, así que sí podéis afirmar que soy ilustrado. Aunque jamás he pisado el suelo de Salamanca, por cierto.
      —Y si es así, ¿por qué creéis en tales supercherías?
      —Porque nunca se sabe qué puede haber de cierto en las cosas que dice el populacho. Pero en primer lugar, capitán Bonet, ¿no teméis que vuestros hombres se nieguen a embarcar? Aunque no conozcan las leyendas, a poco que las comenten con la gente de aqueste lugar, quedarán espantados.
      —No hay peligro, porque no se los he dicho. Me ha parecido una prudente medida de seguridad. Espero que no llegue a conocimiento de mis hombres a donde vamos antes de embarcar. Y si alguno se atreve a negarse, ¡conocerá mi furia! He matado a marineros que se han negado a obedecerme.
      —De todos modos, sigue pareciéndome una locura este viaje. Aunque no sea como dice la leyenda, estoy convencido de que no regresaré.
      —Perdóneme, Maese Fernando pero, ¿por qué decís eso?
      —Un tío de mi madre, que sigue empeñado en adorar a Alá y no a Dios, es zahorí. Y un día me invitó a tomar unas hierbas con agua. Después de beberme yo el agua, tomó la taza y observó los posos. Dijo leer en ellos mi muerte cercana.
      —¡Y vos le creéis! —exclamó indignado, Antón.
      —Siempre ha acertado en sus predicciones. Y es muy capaz de ver el agua bajo la tierra; donde él lo dice se puede excavar un pozo y sale el agua fresca y potable.
      —Si vos creéis en vuestra muerte, ¿por qué habéis aceptado?
      —Por el dinero. Tengo mujer y cuatro hijos y ya les he dejado todos los dineros que el capitán Antón muy amablemente me ha adelantado. Además, he leído a Herodoto y otros autores paganos. Afirman que esas islas son las Hespérides, o que son lo que queda de la Atlántida. Me gustaría verlas y comprobar lo que hay de cierto en todas las leyendas.
      —¡Vive Dios que ya es el mediodía! —intervino el capitán—. Hermano, Antón, ¿nos acompañarás en la comida?
      —Temo que no, capitán. He de ir al convento donde me espera un plato lleno. Bueno, más o menos lleno.
      —Bien. Dile al padre Mario que es muy posible que mañana concluya la carga. Ya tenemos navegante, como habrás podido comprobar, y espero zarpar pasado mañana si no hay novedad.
      —Con la voluntad de Dios, queréis decir, ¿no?
      —¡Eso mismo!



(Continuará)