03 agosto 2011

LA CIUDAD VACÍA-5

VILLA ESPERANZA

Vivir junto a Teresa supuso una experiencia radicalmente distinta para Alex que la de convivir con Juan y Luis.
      No era tan sólo porque fuera una mujer, pero eso sin duda fue lo más importante desde el primero momento. Al principio le costó superar el trauma de aquellos días de violaciones continuas mientras aguardaba el momento en que aquellos “malandros” decidieran comérsela. Alex le ayudó con cariño y paciencia. No la tocó salvo en el cabello y de la forma más cariñosa que pudo.
      Ayudó mucho tener comida. Justo antes de irse de exploración y caer en la trampa, habían cazado un venado. No se había estropeado y entre Alex y Teresa dieron buena cuenta del mismo.
      Finalmente, Teresa se pudo dar un baño en la quebrada. Ya limpia y sin hambre pudo comprender que había pasado el peligro. Se sintió distinta y alegre.
      Salió del agua sin vestirse, para sorpresa de Alex que la esperaba en la quinta. Ella lo abrazó, lo besó y juntos fueron al dormitorio. Hicieron el amor como si la vida les fuera en ello… y realmente así era.
      Desde ese momento, las relaciones sexuales fueron apasionadas. No había obligación, los dos daban y recibían.
      Alex no se sorprendió cuando, semanas más tarde, Teresa le reveló que creía estar embarazada.
      Alex agarró una tabla pintada de blanco que había en un trastero del jardín. Con pintura verde escribió «VILLA ESPERANZA». En cuanto se hubo secado la pintura, puso el cartel en la entrada de la quinta. Ya no más «Villa supervivencia».
      Teresa era una persona positiva. Y, lo mejor, sabía bastante más trucos para sobrevivir que Alex, un hombre de ciudad. Ella había nacido en Ciudad Guayana pero sus padres eran indios de la Gran Sabana y le habían enseñado unas cuantas cosas, junto con su abuelo.
      Por ejemplo, con su ayuda fabricaron un arco y unas cuantas flechas. No eran esas cosas pequeñas que Alex había visto en Europa: el arco medía más de un metro y las flechas otro tanto.
      Aunque ella nunca había hecho una cerbatana, había visto como se hacían y se pusieron a la tarea después del arco.
      Sabían muy bien que no podían depender para siempre de las armas de fuego; tarde o temprano se acabarían las municiones, o se estropearían los mecanismos y serían inútiles. Y, en todo caso, la pólvora tampoco era eterna: con la humedad podría volverse inservible, y estarían igual. Por eso ambos eran fervientes partidarios de construir armas eficaces que no dependieran de la tecnología.
      Teresa le enseñó a Alex a preparar toda clase de animales: culebras, lagartos, insectos. Y sabía mucho sobre las plantas comestibles. Aunque la vegetación del Ávila no era la misma que la de la Gran Sabana, ella supo reconocer unas cuantas plantas comestibles.
      Y seguían teniendo el huerto. Ya podían cosechar algunas lechugas y tomates, y las papas estaban creciendo. El maíz aún tardaría un poco.
      Encontraron algunos árboles frutales en casas cercanas. Incluso una “mata de cambur”.
      A las gallinas se sumaron también unos conejos que capturaron, procedentes casi seguro de alguna vivienda cercana.
      Se mantenían ocupados con las labores de agricultura y ganadería, más la cacería y el mantenimiento de la casa.
      La historia de Teresa no era tan diferente de la de Alex. Igual que él, estaba de paso por Caracas cuando llegó La Nieve. Había salido de Ciudad Guayana en avión con la intención de visitar a una amiga que vivía en San Bernardino. Su avión fue uno de los últimos que llegó a Maiquetía, pues ya había empezado a nevar y cerraron el aeropuerto minutos más tarde. Entre el desconcierto por el tiempo tan extraño, tardó bastante en conseguir un carrito libre (taxi) hacia Caracas.
      El viaje por la autopista resultó terrorífico. La gente no estaba acostumbrada a circular con nieve y vieron hasta quince choques por el camino. Cada uno acompañado del atasco correspondiente, por supuesto. El conductor empezaba a sentirse mal y también Teresa.
      Ya estaban cerca de Caracas, después de haber pasado dos túneles, cuando oyeron un ruido tremendo que venía de la costa. No vieron nada, pero en la siguiente cola (otro accidente), alguien desde otro carro dijo que una ola enorme había arrasado la costa. Teresa miró al conductor, que estaba pálido.
      Aún estaban detenidos cuando el conductor empezó a tener convulsiones y poco después quedaba inmóvil. Teresa gritó y se bajó del vehículo. Siguió andando entre todos aquellos carros parados. Mucha gente había hecho lo mismo que ella y otros se quedaban en sus sitios, al parecer muertos.
      Teresa se sentía cada vez peor, mas aún podía caminar. Lo que más miedo le dio fue atravesar el tercer túnel con todos aquellos carros parados y el motor encendido. Muchos lo apagaban pero otros no. Curiosamente, nadie tocaba la pita, pero la causa fue evidente para Teresa: prácticamente todo el mundo en los carros estaba muerto.
      Cuando llegó a la ciudad en sí, caminando por La Araña, Teresa era la única que aún estaba en pie. Vio un restaurante y entró. No había nadie vivo pero la cocina funcionaba y pudo así hacerse con una comida.
      Durante unos cuantos días (no supo cuantos), Teresa vagó por las calles, buscando gente que hubiera sobrevivido. Cuando tocó el primer cuerpo que se deshizo en polvo se asustó. Pero ya había pasado por tantas cosas que no le impresionó demasiado y con el tiempo se acostumbró.
      Finalmente, un día vio movimiento en una calle. Fue hacia allá… y cayó en la emboscada que Marcelo y sus secuaces habían preparado. Al darse cuenta de que era una mujer decidieron cogerla entre todos, y no matarla para comérsela como hicieron con otros.
      De aquel periodo, prefería no hablar más. Y no dijo nada.
   
      Habían reforzado las vallas que cercaban la finca, aunque la ampliaron hacia el lado de la quebrada para incluirla en el interior; de esa forma podían bañarse y recoger agua sin tener que salir de los límites protegidos. Incluso la puerta de entrada la mantenían cerrada.
      La vivienda contaba con un circuito de vigilancia electrónica, que por supuesto no funcionaba. Pero Alex se hizo con unos paneles solares y montó una instalación que, junto a los generadores de viento e hidráulicos, le permitió potencia eléctrica suficiente. Puso en marcha el sistema de vigilancia.
      Por un lado estaban los peligros de los animales del monte. Teresa le había dicho que incluso podía haber tigres, si bien Alex no lo creyó. Pero sí que había perros y se sentían atraídos por los animales que ellos criaban.
      Había culebras de todo tipo, y ella le enseñó a distinguir las venenosas de las que eran inofensivas.
      Otro peligro era la gente de Marcelo, o cualquier otro superviviente loco. Habían tenido suficientes experiencias como para no desear el encuentro con otras personas. Si aún quedaba alguien y realmente era de fiar tendría que demostrarlo. Y los de Marcelo podían dar con ellos tarde o temprano.
      Discutieron, en el buen sentido del término, las posibilidades. Teresa creía que tardarían en hallarlos y tal vez antes de habrían muerto de hambre… quizás después de comerse unos a otros. Pero Alex no era tan confiado. En el cielo limpio y sin contaminación, el humo de la chimenea de su casa podía verse a kilómetros de distancia.
      Finalmente, un día fue Teresa la que le dio la razón a su compañero.
      —¡Alex, he visto a Marcelo! —dijo, con la cara demacrada.
      —¿Dónde?
      —En la pantalla.
      Fueron al sistema de vigilancia. La pequeña pantalla mostraba lo que captaban las tres cámaras en funcionamiento. Una de ellas, la que vigilaba la entrada, dejaba ver un vehículo todoterreno, un Jeep, con un hombre que miraba hacia todos lados. Era Marcelo, indiscutiblemente, aunque se le veía más flaco y demacrado que anteriormente.
      Marcelo vio la entrada, se acercó al cartel con el nombre y, sin más, se subió al carro para regresar calle abajo.
      —¿Crees que sabe que estamos aquí? —preguntó Teresa.
      —¡Seguro! Se dio cuenta de que el cartel es nuevo.
      —¿Y adonde iría?
      —A buscar a sus compañeros. Y también la forma de entrar. Sospecho que no entrará por la puerta diciendo «¡buenos días!, ¿puedo pasar?».
      —Tienes toda la razón.
      No perdieron ni un solo instante. Alex preparó uno de los fusiles, el AK-47, y lo montó sobre un soporte que improvisó junto a la cámara de la entrada. Colocó una pieza en el disparador de tal manera que al soltarse quedaba presionado el gatillo. Puso una cuerda de forma que al dar un tirón se disparaba todo el cargador.
      No era seguro que funcionara, pero un par de pruebas le convención de que sí.
      Al otro lado de la entrada montó el M-4, pero no lo sujetó. Lo usaría manualmente.
      También montó un par de focos, alimentados con baterías. Serían encendidos sólo si él los necesitaba.
      Teresa preparó por su parte su arco con flechas y una cerbatana que había construido. También tenía una pistola pero confiaba más en las armas de sus abuelos.
      Habían acordado que Alex se encargaría de la entrada y Teresa quedaría en la quinta, vigilando las cámaras.
      No tuvieron que esperar mucho. Esa misma noche vieron subir un vehículo por la calle. Era el mismo todoterreno Jeep sin capota.
      Alex corrió hacia la entrada. Recogió el machete y se lo colocó al cinto con rapidez mientras se dirigía al puesto que había preparado en la entrada.
      Por una rendija pudo ver como los cuatro hombres del jeep bajaban y se dirigían a la puerta. Todos iban armados.
      Parecían estar observando si podían entrar a la fuerza.
      Por lo visto, decidieron que deberían usar el carro para forzar la puerta.
      En ese momento, Alex encendió los focos y lanzó una ráfaga con su fusil. Los otros se tiraron al suelo al otro lado del jeep y empezaron a disparar hacia el lugar del que provenían los disparos.
      Estaban justo a tiro del Kalasnikov. Alex soltó el disparador.
      ¡No se esperaban una ráfaga del otro lado! Uno de ellos quedó tendido en el suelo, tal vez muerto, y los otros corrieron hasta subirse al vehículo y salir a toda velocidad. De los tres que huyeron, uno parecía herido.
      Alex volvió con Teresa. Ella lo besó apasionadamente, agradeciendo su labor.
      Por la mañana, salieron con cuidado para ver el cadáver. En efecto, era uno de los secuaces de Marcelo. Arrimaron el cuerpo detrás de unos árboles, donde no estorbara demasiado. No se molestaron ni en enterrarlo.
   
      Pero Marcelo no podía dejar así las cosas. Aquella gente se había burlado de él y no lo iba a permitir.
       No sabía si eran los dos solos o si había más; de hecho el que dispararan de dos sitios distintos apuntaba a que el tal Alex y la puta de Teresa habían conseguido ayuda. Pero no importaba.
      Él conocía bien la zona. No en vano había trabajado en el Parque del Ávila. Había más de una forma de entrar en aquella quinta…
      Durante un par de días buscó el punto más débil y finalmente lo encontró. Habían ampliado la cerca por encima de la quebrada, y eso dejaba un sitio perfecto para meterse dentro.
   
      Alex esperaba que volvieran a intentarlo pronto o de lo contrario abandonaran. Cuando pasó una semana sin un nuevo ataque comenzó a sentirse más confiado. En realidad, lo cierto es que no podían estar continuamente de vigilancia ellos dos solos.
      Así pues, fue sorprendido cuando oyó un golpe en la puerta. Una camioneta bastante grande había intentado abrirla a la fuerza. ¡Menos mal que la había reforzado!
      Corrió con sus armas al puesto desde el que podía disparar. Aún tenía preparado el AK-47 con un cargador lleno y el sistema de disparo a distancia.
      Desde la camioneta comenzaron a disparar hacia los focos y la cámara. Él respondió, sin usar el sistema automático.
      No podía ver la gente que había en la camioneta.
      De pronto oyó unos gritos de la quinta.
      ¡Era Teresa!
   
      Mientras Alex respondía a la camioneta, Marcelo y el otro compinche que no había sido herido habían entrado por la quebrada y se habían metido en la quinta, sorprendiendo a la mujer, quien sólo pudo gritar.
      Alex no fue directo a la vivienda. Sospechaba una trampa con su compañera como cebo. No creía que ellos la fueran a matar de inmediato, primero esperarían a que él apareciera.
      Fue a las jaulas de los animales y los soltó en la cocina, cerrando la puerta. Las gallinas y conejos empezaron a alborotar y a correr por todas partes.
      Marcelo envió a su compinche a ver lo que sucedía. Éste, que llevaba días sin probar bocado, salvo alguna rata, no pudo resistir la tentación y se echó a correr detrás de los conejos.
      En ese momento entró Alex y lo sorprendió fácilmente.
      Esta vez no podía andarse con detalles de humanidad. Aquel hombre quería matarles a ellos. Lo degolló con el machete.
      Luego fue a buscar un pequeño acuario vacío, donde guardaba una serpiente.
      Marcelo se extrañó que el otro tardara tanto. Amarró a Teresa y fue a ver lo que sucedía.
      Había una serpiente en el suelo. Era pequeña y muy colorida. Marcelo se asustó al verla.
      —¡Una coral!
      Alex le esperaba detrás de una cortina. Salió apuntándole con el M-4.
      —¡Pendejo! No distingues una falsa coral de una verdadera. Esa no te va a hacer daño, pero esto sí.
      Le obligó a soltar las sogas de Teresa y le dio a ella una pistola.
      —Teresa, creo que tú tienes aún más ganas de pegarle un tiro a este coño de madre.
      —Tú, puta, no tienes cojones para darme un tiro —fue la respuesta, desafiante, de Marcelo.
      Teresa disparó varias veces, con rabia, mientras decía:
      —¡Claro que no tengo cojones, mamón! ¡Pero sí tengo ovarios!
   
      En la camioneta esperaba el otro, herido de la pierna y sin poder caminar mucho. Había podido conducir la camioneta porque era automática.
      Alex sintió una cierta pena por él, pero tampoco podían dejarle vivir. De hecho, la herida estaba infectada y no viviría mucho. Lo remató de un tiro en la sien.
   
      Tardaron un poco en recuperar a los animales que habían soltado. Los tres cadáveres fueron dejados en la camioneta y Alex la llevó varias calles más abajo.
      La falsa coral volvió a su acuario, donde la mantenían. Teresa la había hallado hacía poco y la había recogido, explicándole a Alex que no era venenosa, y que se parecía mucho a una muy peligrosa.
      Ahora ya podían estar tranquilos. Era muy poco probable que apareciera alguien más.
   

AÑOS DESPUÉS

Alex y Teresa ya tenían dos niños. De su educación se encargaba más que nada su madre, pues daba la misma formación que ella había recibido de sus padres y abuelo, es decir la de cualquier indio de la Gran Sabana. Alex completaba la instrucción con un poco de historia del mundo anterior a La Nieve. La niña, que era la mayor de los dos, ya tenía un pequeño arco y jugaba con unas flechas sin punta. Se llamaba Adela.
      Un día que parecía igual que cualquier otro, Simón, el niño pequeño, vino corriendo.
      —¡Papá, hay un ruido en la puerta! Como si alguien estuviera golpeando.
      El circuito de vigilancia llevaba años sin funcionar. Alex se asomó por la rendija. Llevaba el M-4 para el que aún conservaba munición.
      Eran dos personas, un hombre y una mujer y portaban una bandera blanca. El viejo signo de que iban en son da paz.
      —¡Vete con mamá! —ordenó Alex a su hijo.
      Cuando estaba solo, y sin soltar el arma, abrió la puerta.
      Miró hacia todos los lados. Aquellos dos venían andando y no se veía nada ni nadie.
      —¡Pasen!
      —Venimos en paz. Puede apartar ese rifle, caballero —dijo el hombre.
      —¡Tienen que perdonarme, pero hemos tenido problemas! ¿Qué es lo que quieren?
      —¡Por favor, no sea tan brusco! —dijo la chica—. Sólo queremos vivir en paz. Si no nos quieren, nos vamos, pero nos gustaría tenerlos de vecinos.
      Alex se tranquilizó. Comprendió que debía cambiar de actitud.
      Respiró hondo, para relajarse.
      Bajó el arma y abrió la puerta.
      —¡Perdonen! Es verdad que estoy siendo un poco maleducado. Si vienen en paz como dicen, serán bienvenidos.
      Se llamaban Kevin y Juliette. Fueron invitados a la quinta y se les ofreció comida. Tenían una camioneta que habían estacionado unas calles más abajo por precaución.
      —Vimos el humo desde El Pulpo. No hemos visto a nadie más desde hace semanas.
      Contaron su historia, que no era tan diferente de la de Alex y Teresa. Habían sobrevivido en ciudades del interior. Él venía de Táchira y ella de Cumaná. Y así, de la forma más curiosa viviendo de los dos extremos del país se habían encontrado en el centro, en Los Teques para ser precisos. Juliette no había querido entrar en Caracas estando sola y por eso había decidido quedarse un tiempo en la población cercana. Kevin, en cambio, había recorrido por la Panamericana encontrando sólo algún loco que disparaba a todo el mundo. En Los Teques se topó con Juliette.
      Al principio cada uno desconfió del otro, pues ambos tenían amargas experiencias. Pero los dos mantenían una actitud abierta y así finalmente se rompieron las barreras.
      Durante más de un año permanecieron en Los Teques. Pero Juliette estaba convencida de que en Caracas tenía que haber más gente.
      Ya sabían que algunas personas habían sobrevivido a Aquello (así lo llamaban, pero tras oír el nombre que le deban Alex y Teresa se quedaron con La Nieve), pero prácticamente todos se habían vuelto locos. Pensaba ella que si había alguien que hubiera logrado superar el trauma, era más probable en una gran ciudad como Caracas.
      Así que decidieron probar suerte. Si no encontraban a nadie, se convencerían de que estaban solos y volverían a su pequeña vivienda de Los Teques. Porque la verdad era que ninguno de ellos sabía cultivar la tierra, así que no tendrían mucho futuro en el campo.
      Ya en la ciudad, vieron la pequeña columna de humo cerca del Ávila y hacia allá se dirigieron.
      Fueron admitidos en Villa Esperanza, pues cuatro manos adultas eran bienvenidas. En la quinta había espacio de sobra para ellos dos.


ABUELO

Bastantes años más tarde, Alex ha decidido hacer un último reconocimiento de la ciudad. Ya es bastante mayor y sospecha que será su último viaje.
      Llevan una carreta tirada por dos bueyes.
      La carreta está fabricada con el eje de un viejo automóvil montado en una plataforma de madera.
      Los dos bueyes los han traído del llano. Cuando aún tenían gasolina, Alex y Kevin agarraron un camión y viajaron hasta el interior. Tras arduos esfuerzos consiguieron atrapar dos vacas y un becerro macho. Con ellos pudieron iniciar la cría de ganado de gran tamaño.
      También consiguieron cabras y ovejas y habían ampliado el terreno cercado hasta tener toda una hacienda.
      En la carreta van dos chicos con Alex. Uno de ellos es Simón, su hijo mayor que ya es adulto y tiene un niño de la hija mayor de Kevin y Juliette. El otro también es hijo de estos dos.
      No llevan armas de fuego, pues no suelen ser de fiar, sino un arco con flechas. Simón lleva también unas lanzas ligeras, tipo jabalinas, que son impulsadas mediante un lanzador fabricado por él.
       Alex viste con un traje hecho con piel de venado, que cazó su hijo en el monte. Y los otros dos también visten con pieles, aunque Simón lleva una gorra de tejido sintético con la leyenda NY casi borrada.
      Las calles están llenas de vegetación, y entre ellas vagan pequeños animales. Sobre todo ratas y algún que otro gato. Perros ya se ven pocos, pues la mayoría desapareció a los pocos años de La Nieve. Pero a veces se ven tigres (pumas).
      Muchos edificios están agrietados y a veces se caen, por lo que deben caminar por el centro de las avenidas más anchas. Tienen que evitar las montañas de óxido, a veces muy grandes. Y los agujeros que hay en algunos sitios.
      Las montañas de óxido son la principal fuente de metal para las lanzas, pero para las puntas de flecha prefieren unos discos redondos que hay por todas partes, tanto en el suelo como guardados en las casas. A veces hay grandes montones de discos, y el hijo de Alex asegura que son el regalo de los antiguos a los supervivientes. Alex no dice nada al escucharle.
      De regreso en la casa, Alex pone en marcha una vez más el generador hidráulico que ha mantenido a duras penas. Con los paneles solares y unas baterías que apenas funcionan (le cuesta conseguir el ácido), pone en marcha el viejo ordenador.
      Todos los niños (sus nietos y los de la otra pareja) vienen corriendo. Alex les ha prometido mostrar a los chicos como eran las cosas antes de La Nieve.
      Durante algo más de una hora, pone algunas viejas películas y muestra fotografías en un CD.
      Alex aprecia un total desinterés en los niños. Aquello es muy aburrido.
      Finalmente, apaga el aparato.
      Es la última vez que funciona el ordenador.
      Los chicos salen a cazar pájaros.
      Es más divertido.

Enlaces:
1ª parte
2ª parte
3º parte
4ª parte

02 agosto 2011

LA CIUDAD VACÍA-4

VILLA SUPERVIVENCIA

En la Urbanización de Los Palos Grandes, cerca de Los Chorros, encontraron una quinta en el borde mismo del Parque del Ávila. Tenía unos extensos jardines e incluso una pequeña huerta, por lo que no tuvieron problemas para empezar a cultivar la tierra.
      Luis encontró incluso unas gallinas que se habían escapado de algún sitio y las metieron en un gallinero que confeccionaron con malla de alambre y maderas.
      Los tres hombres llevaban una vida más o menos tranquila. Juan y Luis eran pareja, tal y como Alex había supuesto, y los tres habían llegado al acuerdo de respetarse mutuamente, sin meterse en los asuntos sexuales de cada cual. Los dos homosexuales se hicieron con un dormitorio de matrimonio y Alex se quedó con otra habitación, algo alejada, de las siete que tenía la quinta.
      No todo era armonía entre ellos. Lo que más molestaba a Alex era que Juan fumaba, y mucho además. Después de algunos choques, que por suerte no llegaron a mayores, acordaron fumar sólo en el exterior de la quinta y en la habitación, y eso sólo si se ventilaba después.
      No tenían electricidad, pero entre todos construyeron un molino de viento que no sirvió de mucho, pues no había vientos adecuados.
      Sí que contaban con agua corriente: un pequeño arroyo pasaba cerca antes de sumergirse en la red de alcantarillado de la ciudad. Gracias a una idea de Alex, aprovecharon la experiencia en el generador eólico para construir otro hidráulico, aprovechando la corriente de la quebrada. Fue suficiente para producir algo de luz por la noche, aunque no daba para una nevera.
      El agua de la quebrada era, además, agua limpia. Les fue muy útil pues el suministro de agua potable también estaba fallando.
      No se duchaban, pero aprovechaban la piscina todo lo posible para refrescarse, y también para lavarse. Aunque al ver que el agua empozada ya empezaba a estar sucia, decidieron bañarse en la quebrada. Un pequeño remanso les permitía bañarse con agua siempre limpia. Y por encima del mismo había una pequeña poza perfecta para llenar las garrafas y botellas con agua para beber y cocinar.
      Aún no habían podido sacar nada útil de los cultivos, pero consiguieron algo de carne de un tapir y también un par de morrocoyes. Estas tortugas no le hicieron mucha gracia a Alex, pero siempre era mejor que comer carne de perro.
      Disponían de varios carros, y los usaban para recorrer la ciudad. Contaban, sobre todo, con hallar alguna mujer.
      Dadas las condiciones de las calles, cada vez peores con cascotes y toda clase de restos, preferían el Pathfinder de Alex. Subían los tres, armados con sus rifles y machetes, a ver lo que podían encontrar.
      Nunca encontraron a la chica loca que había disparado a Alex. Ni a nadie más.
      Alex empezaba a convencerse de que estaban los tres solos.
   
      Un día recorrían las estrechas calles de Petare cuando se toparon con un vehículo atravesado en la vía. Al pretender dar marcha atrás, Alex (que era quien conducía) vio por el espejo retrovisor que otro vehículo acababa de cortarles el paso detrás.
      Dos hombres salieron de una puerta, armados con pistolas.
      Juan y Luis sacaron los dos fusiles y empezaron a disparar. Pero de los dos extremos de la calle llegaron más disparos: en cada uno de los dos vehículos usados para encerrarlos había al menos un hombre con un fusil.
      Los dos quedaron heridos y Alex optó por salir con las manos en alto, sin armas a la vista.
      Aquellos cuatro tenían los rostros demacrados y hundidos. Estaban en los huesos y lo que vestían no eran más que harapos. Pero estaban armados y Alex no podía hacerles frente. Uno de ellos, el que parecía el jefe, sacó un machete que usó para degollar a Juan y a Luis y ordenó por señas a otros dos que los llevaran adentro.
      Alex entró también, obligado por los otros dos hombres. Se había ensuciado los pantalones de puro miedo, pero al parecer a nadie le importaba.
      Dentro estaba oscuro, pero las ventanas estaban abiertas. Alex tardó un poco en acostumbrarse a la semioscuridad.
      Ya había notado el fuerte olor. Nauseabundo, a carne podrida sin duda, y también a suciedad, restos de orines, mierda. Y también a sudor.
      Luego, cuando ya pudo ver algo, vio que no estaba solo.
      Había una chica, más delgada incluso que los hombres, amarrada a una silla. No hablaba, aunque nada se lo impedía, pero daba la impresión de estar tan asustada que ni ganas de hablar tenía. Vio a Alex y no dijo nada, aunque abrió mucho los ojos.
      Los cuerpos de Luis y Juan fueron desvestidos y tratados a continuación como si se tratara de piezas cazadas.
      Ataron a Alex en otra silla, cerca de la chica. Y mientras tanto, se dedicaron a despellejar los dos cuerpos y luego a trocearlos.
      Era evidente que pensaban comerlos.
      Alex sintió un asco tremendo. Pero al mismo tiempo el rincón racional que quedaba en su mente le decía que era inevitable: aquellos no sabían conseguir otra comida que los pocos supervivientes que aún podían quedar en la ciudad. Seguramente comerían todo lo que pudieran encontrar, desde ratas hasta perros, pero lo cierto era que no quedaban muchos por allí.
      Alex tenía en un bolsillo del pantalón una navaja; los otros no le habían registrado la ropa. Pensó que tal vez pudiera alcanzarla con la mano. Pero para eso debía buscar el momento adecuado.
      Trató de hablar con aquellos caníbales. Les preguntaba de donde venían, qué creían que había pasado, todo lo que se le ocurría para ganarse su confianza.
      Sólo pudo averiguar que uno había llegado del interior, de San Juan de Los Morros, otro de Catia, el tercero era de allí mismo y el jefe había venido caminando desde el mismo cerro del Ávila, pues trabajaba en el teleférico. Sólo dijo algo vago de una ola que había visto barrer la costa, y que luego caminó por todo el cerro buscando gente.
      Por los comentarios de los otros, supo que el jefe se llamaba Marcelo.
      La chica sí que habló un poco más. Se llamaba Teresa y los cuatro la habían atrapado pero no habían querido comérsela, sino sólo cogerla.
      Dicho de otra forma, la violaban cada vez que les apetecía. Por eso la habían mantenido con vida, porque a los otros supervivientes que hasta ese momento habían capturado (dos personas), los habían devorado.
      Por la descripción de una de las víctimas, Alex supuso que finalmente la loca que le había disparado había caído frente a los caníbales. El otro parecía ser un policía.
      Finalmente terminaron de preparar la “carne” y comieron los cuatro. Ofrecieron un pequeño trozo a Teresa y otro a Alex. Éste no quiso pero la chica comió como si hiciera días que no probara bocado (y tal vez fuera así).
      Por la noche, los cuatro se acostaron pero dejaron a Alex y a Teresa amarrados a la silla.
      Alex aprovechó la noche para, mediante varias contorsiones, sacar la navaja del bolsillo y desplegar la hoja. Comenzó a cortar la cuerda con cuidado de no hacer ruido.
      Primero, cortó todas sus cuerdas. Luego tomó las llaves de su vehículo, que estaban sobre la mesa aún llena de sangre, al lado de una pierna cortada. Sabía que las calles estaban de nuevo despejadas porque así se lo había oído decir a Marcelo.
      En la mesa había un machete, el mismo que habían usado para trocear los dos cuerpos. Lo agarró y se dirigió a la silla de Teresa para liberarla.
      Ella despertó bruscamente y estuvo a punto de gritar, pero Alex le tapó la boca y le dijo:
      —Vamos a huir de aquí, pero debes estarte callada. De lo contrario, me iré solo.
      Ella asintió con la cabeza. Alex terminó de cortar sus cuerdas y la ayudó a levantarse. Llevaba días amarrada a la silla, y como demostraba el fuerte olor que despedía, ni siquiera la habían dejado ir a hacer sus necesidades en otro sitio.
      Alex le entregó el machete mientras se hacía con el AK-47 y el M-4 que había sido de Luis.
      Los cuatro dormían, después de haberse hartado como leones con la carne humana.
      Los dos trataron de salir haciendo el mínimo ruido posible, pero Teresa tropezó y uno de los otros abrió los ojos.
      Alex no tuvo más remedio que disparar una ráfaga con el Kalasnikov. Todos se despertaron, pero se quedaron allí quietos.
      A tropezones y siempre apuntando detrás de sí, condujo a Teresa hasta su Pathfinder, que estaba allí mismo, en el medio de la calle.
      Disparó otra ráfaga como advertencia mientras arrancaba el motor.
      Teresa preguntó:
      —¿A dónde iremos?
      —Tengo una casa en Los Palos Grandes, cerca del Ávila.
      Y mientras decía esto último, Alex pisaba el acelerador, montando el carro sobre la acera a la vez que salía por la calle a toda velocidad.
      Marcelo había llegado a tiempo para oír esto último.

LA CIUDAD VACÍA-3

MÁS SUPERVIVIENTES

La electricidad empezaba a fallar y Alexis decidió al fin salir de su ensoñamiento. Llevaba ya semanas sin preocuparse del futuro, viviendo en el hotel, saliendo cuando le apetecía; si conseguía un vehículo, su recorrido era mayor pero nunca sin alejarse demasiado.
      Un día se acordó de su primo, y volvió a la quinta en Country Club. Pero la vivienda estaba vacía.
      No quiso comprobar si alguno de los fardos de ropa correspondía a Miguel, y se fue sin más.
      Pero ahora la luz era más tenue, la electricidad llevaba menos potencia y su paraíso se derrumbaba. Tenía que marcharse.
      Los pocos momentos en que Alexis se había preocupado por el futuro los había empleado en ir tejiendo un plan. Ahora era el momento de estructurarlo del todo.
      Lo primero fue hacerse con libros de agricultura. En una librería pudo hallar unos cuantos manuales de “agricultura verde” (¡como si acaso pudiera ser de otro color!), es decir cultivos sin abonos químicos ni pesticidas. También se hizo con mapas, pues el GPS tenía sus días contados.
      Necesitaba un vehículo. Uno bueno. Entró en un concesionario de vehículos todoterreno y se hizo con un Nissan Pathfinder. Las llaves las recogió de la oficina.
      Ponerle gasolina fue un problema, pero todavía funcionaban las bombas en algunas gasolineras; pudo llenar el tanque y, tras un momento de inspiración, varios depósitos de 5 litros cada uno.
      Luego pasó por un centro comercial y se hizo con todo lo que le pareció necesario. Semillas de verduras. Latas de comida y todo lo que podía conservarse sin problemas. Agua, ropa, medicinas. Útiles para la tierra.
      Necesitaba armas, pero de eso no había en el centro comercial. Pasó frente a una comisaría de policía y entró en ella.
      En la armería tenían cosas interesantes. ¡Hasta granadas!
      Se quedó con un fusil AK-47, que ya había tenido ocasión de usar (un amigo de Houston se lo había prestado para hacer tiro al blanco), y suficiente munición. También tomó una pistola, de un modelo mucho mejor que la que había conseguido en el hotel.
      El cielo estaba totalmente azul, sin una nube. Ya no quedaban columnas de humo, todos los incendios se habían apagado por sí solos. De hecho la calle estaba aún húmeda porque el día anterior había llovido considerablemente.
      Aprovecharía el GPS mientras mantuviera su carga. La ruta a seguir estaba clara: iría por la autopista a Los Teques. Era una antigua zona agrícola, relativamente cercana.
      Allí localizaría alguna finca donde vivir.
      La autopista era intransitable en sus primeros tramos: el atasco diario se había convertido en permanente. Alexis buscó vías alternativas y entró en la ciudad universitaria.
      Logró así superar el nudo de El Pulpo y acceder a la autopista en un sector ya más despejado.
      Seguía habiendo carros abandonados, pero ya se podía circular entre ellos.
      Poco a poco fue pisando más el acelerador. A veces debía frenar para superar algún obstáculo (algún accidente particularmente grave que bloqueaba parte de la vía), pero luego volvía a correr.
      Acababa de pasar por una salida que indicaba el camino a un hipódromo, cuando tuvo que frenar bruscamente.
      Dos camiones de gran tamaño (dos gandolas) estaban frente a frente cerrando el paso. Sólo quedaba un estrecho espacio en cuyo centro había un bidón (o más bien un «tambor»).
      Era una trampa, eso sin ninguna duda.
      Se detuvo y ya se disponía a echar mano del fusil cuando de la cabina de una de las gandolas salió un negro apuntándole con otro fusil (un M4).
      —¡’Tate quieto chamo o te vuelo la tapa’los sesos! —dijo claramente.
      Alexis dejó su arma.
      —¡Sal pa’fuera donde te vea bien! ¡Y los brazos arriba!
      Alexis salió con los brazos en alto.
      —Si hay alguien más en ese carro, mejor que salga.
      —No hay nadie más. Estoy solo. Harías mejor en dejar de apuntarme para poder hablar.
      —¡Déjate de pendejadas!
      El negro se acercó al Pathfinder y lo miró con cuidado, sin dejar de apuntar a Alexis. Éste se sentía nervioso. Tenía que conseguir que aquel hombre dejara de considerarlo una amenaza.
      El negro se convenció de que no había nadie más en el carro.
      —¡Luis! ¡Puedes salir!
      Del interior de un contenedor salió otro hombre, éste de rasgos mestizos.
      —¿A dónde carajo vas? —le espetó a Luis.
      —Al campo. Quería conseguir una finca para cultivar.
      —¿Qué mierda llevas en ese carro?
      —Lo que creo que me puede hacer falta. Pero puedo compartirlo con ustedes. En vez de amenazarme, podríamos colaborar.
      —¿Qué pendejadas son esas?
      —Ustedes han sobrevivido, ¿no? ¿Saben de alguien más?
      —¡Aquí las preguntas las hago yo!
      —Sólo díganme eso. No he visto nadie más, salvo una loca que casi me mata. Creo que los supervivientes debemos unirnos en vez de matarnos uno a otro.
      —¿Ves lo que te decía, Luis? —comentó el negro.
      —¡Cállate, Juan! —replicó el llamado Luis y dirigiéndose a Alexis, prosiguió—. No hemos visto a nadie más que a ti. Sólo muertos y más muertos que se deshacen en polvo.
      —Vamos a hacer una cosa —dijo Alexis—. Yo me quedo aquí para hablar con ustedes dos. Yo sólo soy uno y no estoy armado; tengo un AK-47 pero está allí, en el asiento trasero del carro. ¿Por qué no dejas de apuntarme, Juan, para así poder hablar como hombres civilizados?
      —¿Luis, qué hago? —preguntó Juan.
      —¡Déjalo ya! El chamo éste tiene razón. No sueltes tú el arma, pero vamos todos pa’dentro.
      Alexis siguió a Luis al interior del contenedor, seguido por Juan. Dentro hacía calor, pero habían cortado la pared y así abierto unas ventanas hacia el otro lado de la vía, y las habían cerrado con tela mosquitera.
      El contenedor estaba habilitado como vivienda. Tenía dos camas, una mesa, una nevera y una cocina. Un generador eléctrico, cuyo rumor llegada de afuera, permitía mantener funcionando la nevera y un ventilador.
      Había un par de sillas, pero Luis se sentó en una de las camas, ofreciendo una silla a Alexis.
      —Vamos a empezar por ti —dijo Luis—. Me dices tu nombre.
      —Alexis.
      —¿Te importa si te llamo Alex?
      —No me importa.
      —Okey, Alex. Cuéntame tu historia. ¿Quieres una coca?
      —Lo que tengas, me vale. Incluso agua.
      Luis sacó tres botellas de refresco de la nevera. Las destapó y entregó una a Alex y la otra a Juan. No ofreció vasos.
      Alexis, o Alex, bebió un buen trago. Ignoró los eructos de los otros dos mientras él aguantaba el suyo. Comenzó a explicar que había llegado a Maiquetía dos días antes del Incidente.
      —¿Así que eres español?
      —Más bien isleño. Creo que no es lo mismo, ¿me equivoco?
      —¡Bueno pues, eso sí que es chévere! Tienes razón, mi pana, no es lo mismo. He conocido unos cuantos isleños de puta madre. Okey. Decías que estabas en el hotel cuando La Nieve.
      —Yo lo llamo el Incidente, pero es igual.
      Alex contó como había sobrevivido en el hotel y siguió con sus andanzas desde entonces.
      Finalizada la historia de Alex, Luis le preguntó en lo que parecía un non sequitur:
      —¿Qué tienes de comida en el carro?
      Alex tardó un poco en responder.
      —Un poco de todo. ¿Por qué lo preguntas?
      —¿Tienes sopas de sobre? Se nos han acabado.
      —¡Sí, tengo unas cuantas! ¿De pollo?
      —¡Okey! Vamos a ver lo que tienes para hacer una comida. Nuestra cocinilla va chévere, ya lo verás.
      Los tres fueron al vehículo de Alex. Mientras buscaba un sobre de sopa y otro de arroz para un segundo plato, Luis y Juan echaron un buen vistazo al equipo del otro.
      —¡Tienes unas cuantas vainas chéveres! —dijo Juan.
      —He querido prepararme bien.
      —¿Y a dónde pensabas ir? —preguntó Luis.
      —Los Teques, o más allá. Creo que ahí hay tierras.
      —¿Has estado allí?
      —No, pero tengo mapas. Y el GPS aún funciona.
      —¡Joder, el carajo éste tiene un GPS! —exclamó Juan—. ¡Déjame verlo!
      —¡Deja ahora esa vaina, Juan! —intervino Luis—. Vamos a comer que ya habrá tiempo para las pendejás. Y sobre ese viaje tuyo, Alex, tengo algunas ideas que te comentaré luego.
      Volvieron al contenedor y prepararon la comida con lo que Alex aportó, incluyendo hasta el agua.
      Al terminar, Juan largó un fuerte eructo y Luis puso una cafetera al fuego.
      —Ahora me toca a mí —dijo.
      Luis había sobrevivido en su casa de Catia. Sus padres, con quienes vivía, murieron como todos los demás. Durante unos cuantos días, Luis se dedicó a vagar por las calles. Primero andando, luego en un carro.
      —Hasta que me encontré con el pavito éste —dijo, señalando a Juan.
      Mientras tomaban café (demasiado fuerte para el gusto de Alex, pero no dijo nada), fue el turno de Juan para contar su historia.
      —Yo estaba en la universidad…
      —¿Qué estudiabas? —preguntó Alex.
      —Historia. ¡Caramba, Luis hasta ahora ni me habías preguntado lo que estudiaba!
      —Porque me importa un carajo, pendejo. ¡Menos vainas y sigue con tu historia!
      —¡Okey, jefe!
      Juan siguió narrando como se encontró solo en la residencia de estudiantes. Se las había apañado por su cuenta en la ciudad universitaria, pero pensó en buscar a otros supervivientes.
      —Puse una barrera en la autopista y me encontré con Luis.
      Alex recordó lo que le había sucedido con la chica loca.
      —Tuviste suerte, Juan.
      —¡Pues sí que la tuve!
      Alex sospechaba que había algún tipo de relación entre aquellos dos. Luis parecía ser el que llevaba la batuta, pero tal vez también había algo de sexo. No le importaba mientras no quisieran implicarlo a él.
      —¿No han visto a ninguna mujer? —preguntó.
      —Pues no, pero no me importa —dijo Luis—. Lo mismo me da un culo que un chocho.
      —Pues yo no pienso igual —contestó Alex—. Es una pena que la única mujer que haya visto estaba loca.
      Las palabras de Luis habían confirmado sus ideas sobre la relación entre aquellos dos.
      —Bien, ¿me dejarán seguir viaje? Pueden venirse conmigo, aunque espero encontrar alguna mujer.
      —Mira, carajito, acepto lo de ir contigo —dijo Luis—. Y creo que Juan también está de acuerdo, pero tengo una propuesta que hacerte.
      El negro había asentido con la cabeza, pero permanecía en silencio.
      —Tú dirás, Luis.
      —No te hace falta esa vaina de ir pa’l interior. No conoces esto, y nosotros tampoco. Yo me dedicaba a vender ropa en una tienda y Juan era estudiante, ya lo sabes.
      —Vale. Pero podemos aprender. Tengo unos cuantos libros y…
      —¡Una mierda los libros! Mira, pendejo, tú no sabes nada de esta tierra. Pero eso no es lo que vale.
      —Explícate, por favor.
      —Estamos solos. En una finca del interior estaremos aún más solos. Y no tendremos nada más que lo que podamos sacar de la tierra. Al principio, lo que sacaremos será una mierda, pues no tenemos ni idea, ¡no jodas!
      —¿Y entonces?
      —No nos vamos de Caracas. Aquí hay miles de casas y edificios con toda clase de cosas. Gasolina, comida en conserva, aparatos…
      —Pero no podemos vivir siempre a base de conservas. Cinco, diez años a lo sumo.
      —¡No me refiero a esa pendejá! ¡Quiero decir cultivar la tierra!
      —¿Aquí, en la ciudad? Como no sea en un parque…
      —¡Pues sí! Por lo que nos has contado, tenías un primo cerca de Altamira, ¿no?
      —Sí, en el Country Club ¿y qué? A esa casa no pienso volver.
      —A la casa no, pero sí cerca de allí. ¿Te fijaste en la montaña cercana? Hay un parque que lo cubre todo.
      —Creo que se llama el Ávila…
      —¡Sí! Es un lugar donde podríamos montar el bochinche que quieres.
      —¿Bochinche?
      —Fiesta. Es una especie de chiste, no sé si lo agarras.
      —Creo que sí. Si dices que allí se puede cultivar, seguiremos estando en la ciudad y podremos coger lo que nos parezca…
      —¿Coger? Lo dudo. Aunque si encontramos una mujer.
      —¡Quiero decir agarrar! ¡Deja esa vaina de coger por ahora, chico! —A Alex ya se le estaba contagiando la forma de hablar de los demás.
      —Okey, ¿hacemos el negocio? —preguntó Luis.
      Todos estuvieron de acuerdo.

Continuación.

01 agosto 2011

LA CIUDAD VACÍA-2

MUERTE

Alexis durmió muy mal. Toda la noche sintió escalofríos y una sensación general de malestar. Pero, como si eso no fuera poco, el escándalo que venía del pasillo era tremendo. Voces, gritos, ruido de toda clase. Aquello en vez de un hotel de gran clase parecía una pensión de lo más vulgar.
      No obstante, de una u otra manera logró quedarse dormido.
      Se despertó bañado por un sudor frío. Al ruido y al malestar se había sumado una pesadilla.
      Había soñado que salía de la habitación del hotel y se encontraba los pasillos llenos de cadáveres. En todo el hotel no había otro ser vivo que él mismo. Todo el mundo había muerto. En un momento determinado, tropezaba con un cadáver y éste se descomponía en una nube de polvo…
      Por otro lado, del pasillo ya no llegaba ni un solo ruido. ¡Mejor así!
      Intentó descansar, aprovechando el silencio, pero el sueño no le venía.
      Seguía sintiendo un ligero malestar. Decidió pedir un analgésico a recepción.
      Descolgó el teléfono pero nadie atendía. Marcó el cero, y obtuvo línea; era el procedimiento para llamar a la calle. Marcó el número del hotel, como si llamara desde afuera. El teléfono sonó largo rato y tampoco hubo quien contestara.
      Suponiendo alguna avería, Alexis se lavó y se vistió. Bajaría a desayunar y de paso averiguaría por qué no atendían al teléfono.
      El pasillo se veía vacío, al menos hasta el siguiente recodo.
      La moqueta azul no devolvía sonido alguno a las pisadas de Alexis.
      El silencio era total.
      ¡De pronto, vio algo que le hizo dudar de si estaba despierto!
      Se oyó un tremendo grito.
      Alexis tardó un momento en darse cuenta de que el grito procedía de su propia garganta. ¡Era él quien gritaba!
      ¡Había un cadáver en el pasillo!
      Tras haber girado en la esquina, había descubierto el cuerpo de una camarera, tirado en el medio, sobre la moqueta. No se apreciaban manchas de sangre, ni el cuerpo presentaba signo alguno de violencia.
      La muchacha parecía dormir, pero estaba completamente inmóvil. No se movía el pecho, no respiraba.
      Alexis le tocó la cara. Estaba fría.
      ¡Y la piel se deshizo a su contacto!
      Otra vez sonó el grito, y Alexis tardó en darse cuenta de que procedía de él mismo.
      Sentía una extraña sensación. No sabía si aún estaba soñando o si había despertado y estaba reviviendo el sueño.
      Se echó a correr hacia el ascensor. Encontró otro cadáver, éste de un señor vestido con un pijama, probablemente un cliente.
      Marcó el botón de llamada del ascensor. De los tres que tenía el hotel, llegó el primero.
      Alexis entró sofocado en la cabina, ¡y salió de inmediato!
      ¡Dentro había otros dos cadáveres!
      Corrió por la escalera. Ya no quería saber nada de ascensores.
      Además, recordó que en caso de emergencia no era recomendable usar un ascensor. Y aquello, ¡no le cabía duda!, ¡era una emergencia!
      Por la escalera se encontró con más cadáveres. Pero ya empezaba a tolerarlos mejor. Simplemente los evitaba o pasaba por encima.
      Los dos que llegó a tocar con el zapato se deshicieron en polvo. Cuando le sucedió lo mismo por segunda vez, se volvió hacia atrás para ver mejor el fenómeno.
      Toda la carne se deshizo. También los huesos. Sólo quedó la ropa en el suelo.
      Cuando llegó a la planta baja, ya no le extrañó comprobar que no había nadie vivo a la vista. Sólo cuerpos tendidos por todas partes.
      Alexis esperaba que al menos otra persona hubiera sobrevivido a la extraña muerte. Gritó con todas sus fuerzas pero sólo oyó un lejano eco, al reverberar su voz en el enorme espacio del hall.
      De todos modos, seguía teniendo hambre, así que pasó al comedor.
      El desayuno no estaba preparado, aunque daba la impresión de que habían intentado montar el buffet, dejándolo a medio hacer. Al menos una cafetera estaba lista, así que se sirvió una buena taza de café con leche. Había pan, y la tostadora estaba conectada, así que se pudo preparar unas tostadas. Encontró los tarritos de mermelada y los cubiertos, y de paso una buena provisión de embutidos variados.
      Siguiendo con su búsqueda, halló fruta y cereales. Para completar el abundante desayuno, pasó al sector de la cocina y se preparó unos huevos con bacon. Aunque tuvo que averiguar como encender aquella cocina profesional.
      Se sirvió todo lo que le apeteció sin tener que esperar más que lo que tardaban los platos en cocinarse. No apareció ningún ser humano, ni cliente ni empleado.
      Finalizado el desayuno, Alexis decidió salir a la calle.
      Pero primero…
      Pasó por detrás del mostrador de recepción y ¡sí allí había un arma! Cogió la pistola y se la metió en el bolsillo del pantalón.
      Nunca se sabía lo que podría encontrar en la calle.
      Ya más seguro, Alexis salió a la puerta del hotel.
      La nieve seguía cubriendo la calle y los vehículos estacionados. No se apreciaba más movimiento que el de un perro vagabundo.
      Alexis gritó varias veces y luego quedó a la escucha.
      No le llegaban más sonidos que el del viento y de algún ave. Y unos ladridos lejanos.
      Ninguna voz, ningún sonido de maquinaria, del tráfico. Tampoco había señales en el cielo del paso de aviones.
      Sintió que su corazón se encogía. Pensaba que debería explorar la zona. Pero más adelante.
      Por ahora se quedaría en el hotel. Había bastante para explorar.
      Subió a su habitación, por la escalera, y llegó agotado.
      Ya había notado que la luz eléctrica seguía funcionando, lo mismo que el agua corriente en los baños.
      Encendió la televisión, y sólo consiguió ruido blanco. Cambió de uno a otro canal y ninguno transmitía.
      Aburrido, apagó el aparato y encendió el portátil.
      Tampoco había internet. Mejor dicho, el WiFi del hotel funcionaba, pero no había conexión con la red exterior. Alexis probó incluso escribiendo un par de IPs que conocía bien, sin tener resultado.
      En cambio, el GPS seguía funcionando. Tal vez porque era un sistema totalmente automático, y los satélites seguían en órbita.
   
      Durante unos cuantos días, Alexis se dedicó a recorrer todo el hotel. Aprovechaba que aún había electricidad y agua corriente y disfrutó de las piscinas, del spa, de los distintos servicios que lograba poner en marcha.
      Por supuesto, no tenía a nadie para realizar los servicios, así que debía ingeniárselas para ponerlos en marcha y no siempre lo conseguía.
      Pero lo que más hacía era revisar todas las habitaciones. Entre las ropas de lo que había sido una camarera (un poco de polvo era lo que quedaba de su cuerpo) encontró una llave maestra que habría todas las puertas electrónicas. Pensó que cuando finalmente dejara de haber electricidad las puertas serían imposibles de abrir sin forzarlas (y eso incluía la de su propia habitación, por cierto). Así que debía aprovechar para ver si encontraba algo aprovechable.
      Ya se había acostumbrado de tal manera a ver montones de ropa tirada con algún indicio de haber tenido un cuerpo humano. Si le molestaba alguno, simplemente lo apartaba con la pierna. Al hacerlo podía notar la presencia de algún objeto, y entonces revisaba los bolsillos a ver lo que encontraba.
      Se hizo así con montones de dinero… que no le servía para nada. Él mismo tenía unos cuantos millones en algún banco y no sabía como podría recuperarlo… aparte de que se preguntaba qué haría con su dinero si lo sacaba. No había otras personas a las que pagar por bienes, y además para ser francos podía conseguir lo que le diera la gana simplemente tomándolo de donde estuviera. Ya había hecho acopio de unas cuantas prendas de vestir en las boutiques del hotel, y luego había ampliado su guardarropa con lo que hallaba en las distintas habitaciones.
      La ropa era, de hecho, lo más útil que podían encontrar en las habitaciones que revisaba. Dinero y joyas no le servían para nada. Aparatos electrónicos, inútiles salvo el GPS que ya tenía, o un reproductor de películas que venía con una buena biblioteca en un disco portátil: le sirvió para matar unos cuantos ratos libres. También aprovechaba los libros, si bien la mayoría eran biblias, o bien best-sellers aburridos y en inglés. Algunos objetos como navajas o cortaúñas fueron a parar a su bolsillo, lo mismo que unos cuantos mapas: no esperaba poder disponer del GPS mucho tiempo.
      Y comida, lo más importante. Tenía una nevera en su habitación, pero sólo contenía unas cuantas golosinas, agua y bebidas de todo tipo. Las golosinas desaparecieron rápidamente, y lo mismo sucedió con las que había en las neveras de todas las demás habitaciones.
      Cuando quería comer algo decente debía ir a la cocina del hotel. Los frigoríficos estaban bien surtidos, pero Alexis no se hacía ilusiones: tan pronto como fallara la luz, aquellas carnes y verduras se pudrirían en cuestión de días. Había una buena reserva de alimentos en conservas, latas sobre todo, que durarían más tiempo.
      Alexis estaba retrasando el momento crucial en que debería dejar el hotel. Lo sabía pero pensaba que a fin de cuentas nadie le estaba metiendo prisa.
      Tal vez algún otro superviviente notara el movimiento en el hotel y así decidiera entrar en contacto.
      Lo más que había hecho era asomarse a la calle unas cuantas veces. Pudo comprobar así que la nieve había desaparecido, pero las calles seguían estando vacías. Sólo se apreciaban los montones de ropa que indicaban restos de seres humanos.
      La única vida que podía ver en la calle son animales, sobre todo perros vagabundos. Alexis comprendió al observar un pequeño grupo de estos que suponían un serio peligro si se decidía a salir finalmente.
      Tenía que buscar supervivientes pero... Alexis no olvidaba que Caracas tenía fama de ser una ciudad con un alto índice de delitos. Nada le garantizaba que cualquier otra persona que pudiera haber sobrevivido fuera un ser pacífico y tranquilo; más bien los sucesos por los que habría pasado le harían ser desconfiado. Incluso violento, tal vez.
      En resumen, la calle era muy peligrosa.


CALLES VACÍAS

Finalmente, Alexis ya empezaba a aburrirse del hotel. Había llegado el momento de salir a la calle.
      Lo primero que hizo fue armarse. Ya tenía la pistola del conserje, pero encontró una mejor entre los restos de un vigilante de seguridad, junto con abundante munición y un chaleco antibalas. También se hizo con un machete que encontró en la cocina.
      Vistió con unas buenas botas y un pantalón de tela gruesa. Se puso una camiseta ligera y encima el chaleco. Colocó su armamento lo mejor que pudo y llenó una cantimplora con agua. También tomó el GPS, que había recargado en un enchufe. Y con un sombrero ya se sintió preparado para salir al exterior.
      Ya era un recuerdo el frío que pasó durante el Incidente (fuera lo que fuera); no sólo la nieve había desaparecido, el aire acondicionado del hotel lo había detenido Alexis para no consumir electricidad sin necesidad. Y el calor tropical se había colado dentro del edificio.
      Así que Alexis no se extrañó al sentir el calor en la calle, no era muy diferente del que reinaba en el hotel.
      Eso sí, la luminosidad era alta. Miró al cielo y lo vio despejado, color azul intenso. Había unas cuantas nubes, ¡pero nada de contaminación!
      Según había sabido, Caracas era una ciudad situada en un valle poco ventilado por los vientos y por eso era habitual la presencia de una capa de smog sobre el valle. Pero al no haber ni un solo carro andando, el nivel de humos se había reducido considerablemente.
      Sin embargoseguía habiendo fuentes de humos. Alexis vio a lo lejos varias columnas, procedentes de edificios que ardían sin que nadie los apagara. Le llegaba el rumor de alguna alarma que sonaba lejana.
      Pero no oía sonido alguno procedente de los vehículos, ni de la gente.
      Todos los carros a la vista estaban parados, algunos en medio de la calle. Más lejos podía apreciar una extraña acumulación…
      Se acercó y pudo comprobar que se trataba de un accidente. Varios carros habían chocado y allí mismo se habían quedado. De hecho, daba la impresión de que otros chocaron más tarde, aumentando la confusión.
      Ahora sólo había un montón de hierros retorcidos sin apenas señales de sus ocupantes; si acaso algunas ropas y zapatos tirados aquí y allá.
      Por las aceras no había más que montones de ropas. Incluso en el medio de la calle.
      Alexis vagó por las vías, procurando mantenerse en las cercanías del hotel gracias al GPS.
      Sólo vio animales sueltos: gatos, perros, aves. Ni siquiera los perros parecían peligrosos; al menos los que había podido ver hasta ese momento.
      Entró en unas cuantas casas a ver lo que encontraba. Encontró lo que ya esperaba: algunas ropas tiradas, dinero y joyas que no le servían para nada, aparatos que ahora eran inútiles, y comida. Donde vio que la nevera funcionaba y tenía algo aprovechable, allí se hizo la comida. Le era más simple usar la cocina normal de una vivienda que la compleja cocina profesional del hotel.
      Hizo acopio de unos cuantos botes de comida enlatada y precocinada y algo de fruta que aún estaba fresca. Y volvió al hotel.
      Durante unos días siguió el mismo esquema. Salía, vagabundeaba por las calles, entraba en los edificios a ver lo que podía llevarse y regresaba.
      Encontró un supermercado, que estaba cerrado. Pero ni corto ni perezoso, rompió la entrada y penetró en su interior. La alarma sonaba, pero él sabía bien que nadie vendría (y si venía, ¡estupendo!). Llenó un carrito de la compra con todo lo que le pareció útil. Al pasar por la caja se sintió extraño; por un momento pensó en dejar algunos billetes para pagar su compra, pero se echó a reír estrepitosamente.
      ¡Nadie se enteraría de que se había llevado todo eso sin pagar! Y si pagaba, ¡nadie recogería el dinero! Más aún, si alguien lo recogiera, ¿de qué le serviría? No había bancos, ni funcionaban los cajeros automáticos.
      Sólo para estar seguro, pasó ante una oficina bancaria llevando su carrito. Había un cajero automático y él llevaba su tarjeta de crédito con la que podía sacar dinero. Tras mirar hacia todos lados (un viejo hábito que aún le resultaba útil), sacó su tarjeta, la introdujo en el cajero y tecleó el código de seguridad. El aparato funcionaba, para su sorpresa, y le entregó varios billetes que Alexis miró con extrañeza.
      No es que no supiera lo que era el dinero, es que se preguntaba qué hacer con él. Comprendió que no servía para nada, así que lo dejó caer al suelo. Recogió su tarjeta por un viejo hábito, pero igual podría haberla dejado allí.
      Siguió hacia el hotel arrastrando su carrito, cuyo contenido era más útil que aquellos papeles de colores que había abandonado.
      Cada día se alejaba más del hotel. Tenía que fijarse bien en el camino con el GPS para estar seguro de regresar al hotel mientras aún era de día. No quería enfrentarse a las calles por la noche; aunque aún funcionaban las farolas, y se encendían puntualmente, no deseaba correr riesgos.
      Un par de veces se acercó al río, pero notó la presencia de demasiados perros por la orilla; tal vez las aguas arrastraban restos comestibles. No de personas, supuso Alexis, si todos se habían convertido en polvo, pero sí de animales. También llegó a notar un cierto olor extraño, desconocido, procedente del agua. Sin duda aquellos millones de cuerpos hechos polvo habían sido arrastrados por el agua de las lluvias y habían terminado en el río.
      Tampoco le atraía el Metro. Sólo una vez intentó bajar las escaleras para acceder a una estación, pero le impresionó ver el montón de ropas y zapatos, allí donde mucha gente había fallecido. Pero más le impresionó ese túnel oscuro que se perdía en amas direcciones.
      Lo mismo le sucedió en una iglesia. Entró y sólo vio los restos de decenas de personas que allí habían buscado la ayuda divina, sin conseguirlo. Había un gran número de velas consumidas por todos lados, y Alexis sospechaba que más de un incendio había sido producido por las velas en las iglesias.
      Por sistema había evitado las zonas más pobres, pero acabó pensando en que no dejaba de ser una estupidez: una vez muertos, no había ninguna diferencia entre un rico y un pobre.
      Caminaba por unas calles algo estrechas cuando oyó gruñidos. Un grupo de perros, unos seis o siete, se acercaba por el camino que él seguía.
      Eran perros grandes, peligrosos. Y Alexis sabía que lo peor que podría hacer era dar media vuelta y huir. Lo alcanzarían.
      Sacó su pistola y disparó hacia los animales. Hirió a uno de ellos y los demás huyeron.
      Entonces oyó otro tiro. Y luego otro más.
      Venían del este, y tras fijarse bien en su posición en el GPS, Alexis echó a correr en aquella dirección. Dio un disparo al aire y pudo oír como le respondían.
      Caminó durante media hora. Se estaba alejando demasiado del hotel, pero no le importaba. ¡Por fin había hallado a otra persona!
      Cada vez podía oír los tiros más cercanos. ¡Parecían venir de la calle al girar esa esquina!
      Llegó a la esquina, ¡y una bala le pasó rozando el brazo!
      Había una chica disparando hacia donde él se encontraba.
      —¡Para, que no te voy a hacer nada!
      La joven no dio señales de escucharle. Pero sí que le había visto y ahora le apuntaba con el arma, mientras seguía disparando.
      Finalmente agotó el cargador, y Alexis pudo hablarle.
      —¡Deja de disparar! ¡No voy a hacerte daño! ¡Sólo quiero hablar!
      Pero ella se limitó a colocar otro cargador y volver a apretar el gatillo.
      Alexis se puso a salvo corriendo. Observó que la chica ahora le perseguía, mientras seguía disparando. Le pareció que la saliva chorreaba por las comisuras de la boca y que los ojos mostraban señales claras de paranoia.
      Corrió en zigzag para no ofrecer un blanco fácil y se refugió tras un carro. Observó que el cristal del lado del conductor estaba bajado ¡y tenía las llaves puestas!
      Sin pensarlo dos veces, abrió la puerta, apartó las ropas y los zapatos que había en el lugar del conductor y le dio al contacto.
      El carro arrancó con facilidad, pese a llevar (sin duda) varios días parado.
      Alexis salió de allí a toda velocidad.
      Sólo cuando estuvo seguro de haber puesto una buena distancia entre aquella loca y él se detuvo para orientarse.
      Gracias al GPS comprobó que no estaba demasiado lejos del hotel, si seguía usando el vehículo.
      Pero no era tan fácil. Las calles no estaban vacías y más de una vez, Alexis tuvo que subir a la acera para poder esquivar un carro atravesado.
      El GPS le guiaba, pero teniendo en cuenta las señales de tráfico. La estúpida máquina no sabía que no había nada malo en circular en dirección contraria, pues sólo Alexis circulaba por aquellas vías. Así que muchas veces no hacía caso de las indicaciones del aparato y luego debía reorientarse.
      Hasta que llegó a un atasco imposible. La montaña de chatarra bloqueaba toda la vía.
      De todos modos, el hotel estaba cerca y aún era de día. Así que Alexis abandonó el vehículo. Recogió las llaves y lo dejó cerrado: los viejos hábitos tardaban en desaparecer.
      Caminó hacia el hotel y cuando ya estaba dentro cayó en la cuenta de que no necesitaba seguir ocupando aquella habitación de la planta séptima.
      Se mudó al despacho del conserje. No era tan lujoso como su habitación, pero estaba más cerca de la calle.
      Aún podía disfrutar de una película grabada en su viejo portátil. Y luego, se puso a leer un libro que había tomado de una librería.

Continuación
Volver al comienzo.