30 noviembre 2011

Duendes

Cada vez que oigo a alguien hablar de los duendes como si fueran pura fantasía, no puedo evitar una sonrisa. Porque yo sé que existen.
Desde que era un niño he podido verlos en distintas ocasiones. Y he podido estudiarlos bien.
Por supuesto, no son como la gente los suele pintar: unos viejecitos rechonchos, diminutos, de barba blanca y piel verde, gorrito rojo, etc., etc.
Para empezar, ni siquiera tienen rostro humano; son extraterrestres, unos ET diminutos y extravagantes. Tienen un hocico afilado como el de los osos hormigueros, y de color blanco como una barba. El gorro rojo es en realidad un penacho de plumas. La piel es ciertamente verde, aunque el torso suele ser de otro color, de una forma tal que se confunde con una chaquetilla y un pantaloncito. ¡Ah! Y lo que parecen botas son realmente pezuñas. Y me olvidaba de que tienen un rabo diminuto parecido al de los ratones pero bastante menor.
Aún no he dicho que su tamaño va desde el de una abeja hasta el de un ratoncillo. Y no vayan a creer que su mente es parecida a estos animales: son muy inteligentes. Se perfectamente lo que dicen los sabios, que no puede haber inteligencia en un cerebro tan pequeño. Yo sólo digo que, o bien sus cerebros no son como los nuestros, o bien tienen una mente comunal, algo al estilo de las abejas. No se si me explico, pero desde luego ellos son telépatas, nunca están solos y siempre permanecen en contacto con sus congéneres. No son para nada individualistas.
Vienen aquí, a la Tierra, desde su mundo allá en las estrellas, en naves espaciales parecidas a setas. Por suerte, se parecen mucho más a setas venenosas, lo que les ha salvado más de una vez de ir a parar con sus naves a la cesta de un recolector de setas. Francamente, no me parece nada divertida la posibilidad de hallar trozos de metal en medio de un revuelto de champiñones.
Les encanta venir a este planeta. Vuelan entre las flores con algún aparato que tienen, y se alimentan del néctar, que recogen con su hocico similar a una barba. Siempre tratan de acercarse a los humanos.
¡Sí! Claro que se han dado a conocer desde el principio. ¿Cómo, si no, creen ustedes que han surgido tantas fábulas sobre duendes y gnomos?

28 noviembre 2011

Alex (segunda parte)

-2-

Los padres de Alex se quedaron encantados con su nuevo amigo, hasta el punto de no poner inconvenientes para que se fuera el fin de semana, pese a no conocerlo anteriormente. Pero Alexis nunca antes les había presentado a ningún amigo, de hecho era el primero que él reconocía como tal. Y si bien nunca hasta entonces había pasado un día fuera de la casa, confiaron en el chico nada más verlo. Parecía un chico normal, estudioso pero no un empollón, con los gustos normales de los chicos de su edad. Mientras estuvo con ellos habló de novias, de juegos de ordenador y consola, de música, de cine, incluso dio su opinión acerca de varios programas de televisión; opiniones que en general coincidían bastante con las de los padres de Alexis.
El viernes por la tarde, tras asegurar que tenía hecha toda la tarea, Alexis salió a esperar a Willy. Éste llegó en un coche pequeño, conducido por un hombre y una mujer que dijeron ser sus padres. Éstos hablaron un rato con los padres de Alexis, intercambiándose direcciones y números de teléfono. Finalmente, Alex guardó su equipaje en el portabultos y subió al vehículo.
—Bien, Alex, antes de partir quiero asegurarme de que estás dispuesto a hacer el viaje. ¿Sabes lo que te espera?
—Más o menos. Supongo que me llevarán a una nave espacial. Me pregunto cómo será, cómo es que no la detectan y de qué forma llegaremos a ella.
—Todo a su tiempo.
—¿Y estaremos de regreso el domingo?
—Seguro. No te preocupes que en cuanto pasemos al hiperespacio podremos jugar con el tiempo.
—Entonces, ¿es verdad eso del hiperespacio y el factor warp?
—Lo primero, sí. Lo otro es pura ficción. No te voy a explicar como nos movemos por el espacio, porque no lo entenderías. De hecho, ni yo mismo lo entiendo del todo, es cuestión para los ingenieros.
—¿Y no eres el capitán de la nave?
—Sí que lo soy. Pero aparte de que se genera una curvatura en el espacio-tiempo debido al campo que generan nuestros motores, no me pidas detalles. Conozco los suficientes para poder dirigir la nave, pero para repararla hacen falta los ingenieros robots. Ninguno de nosotros tiene capacidad mental para comprender todo el mecanismo, eso se lo dejamos a las máquinas.
—¿Y por qué nos paramos aquí?
Habían entrado en un callejón sin salida y se habían detenido.
—Necesitamos transformar el vehículo. Ya no es necesario que el resto se mantenga oculto.
Ante los ojos de Alex aparecieron varios asientos más, ocupados por ocho personas. El pequeño coche se transformó en un microbús. Salió en marcha atrás del callejón y se incorporó al tráfico, en dirección salida de la ciudad.
—Supongo que me llevarán hasta la nave —dijo Alex.
—La nave está en órbita.
—¿Y cómo llegaremos a ella? ¿Por teletransporte?
—Olvida la ficción, Alex. Lo haremos de una forma más sencilla. Volando.
Se habían detenido en un lateral de la autopista.
Y antes de que Alex se diera cuenta, se hallaban en el aire, subiendo como un globo.
—¿No nos ven los demás?
—Hemos activado la barrera óptica. Nadie puede vernos, ni tampoco detectarnos con el radar.
Alex pudo ver alejarse la autopista llena de vehículos que entraban y salían de la ciudad. Parecía un circuito de coches de juguete.
Entraron en un banco de nubes, y perdieron de vista la superficie. Seguían subiendo verticalmente.
Cuando salieron de las nubes ya se apreciaban las montañas lejanas, cubiertas de nieve. La ciudad se veía borrosa, entre las nubes.
Siguieron subiendo y pronto el cielo se vio más oscuro. Ya se apreciaba la redondez del planeta.
—Podemos decir que ya estamos en el espacio —dijo Willy—. Ya estamos por encima de los 100 kilómetros de altura.
—Supongo que los cristales serán estancos.
—Supones bien. Éste es un vehículo espacial. Y allí está nuestra nave.
Sí, allí estaba la NCC-1701 USS Enterprise.
—¡No es posible! —exclamó, atónito, Alexis.
—¡Ja, ja! Entiendo tu desconcierto. En realidad, nuestra nave es polimórfica.
—¿Cómo es eso?
—Que puede adoptar cualquier forma. Puede ser una nube, una roca, un platillo volante, un barco, cualquier forma que sea compatible con el tamaño y la masa.
—Por lo tanto, han adoptado esa forma porque sí.
—¡Exacto! Es en tu honor, Alex. Pero podríamos parecernos al Halcón Milenario o a la nave nodriza de «Encuentros en la Tercera Fase».
—Pues ¡muchas gracias!

Para Alex fueron quince días, pero el domingo por la tarde estaba de nuevo en su casa. Tenía unas cuantas fotografías de la casa en el campo de los padres de Willy y de una caminata que realizaron los dos. También, algo de ropa sucia.
Pero desde ese lunes, Alex cambió. Y pocos de entre sus compañeros dejaron de notar el cambio.
Si antes Alex atendía a clase, ahora es que no se perdía nada. Incluso cuando parecía estar distraído, realmente estaba captando todo lo que los profesores explicaban. Hasta en aquellas asignaturas en las que no destacaba, ahora pasó a ser el número uno.
Lo mejor fue que algunos compañeros se atrevieron a pedirle ayuda con las tareas. Primero fue una chica, luego fue otra, más tarde un chico, hasta que finalmente un grupo de unos doce chicos solían contar con él para hacer los deberes. No es que él se los hiciera, es que les ayudaba realmente, pues sabía hacerlos y los explicaba mejor que los profesores.
Cuando Alex se concentraba, se tocaba la oreja izquierda, o se rascaba la ceja derecha mientras cerraba los ojos.
En la oreja izquierda tenía una nanograbadora implantada, donde grababa todas las clases; así que no tenía más que activarla para recordar lo que se dijo en un momento dado. Y tras la retina del ojo derecho tenía un circuito de memoria con varios terabytes almacenados. Tocándose la ceja y cerrando los ojos podía acceder a los datos almacenados, mucho más completos que cualquier enciclopedia en Internet.
Ambas implementaciones le fueron realizadas durante el viaje con Willy.
Sin embargo, donde el cambio fue más notorio fue en el mundo treki. Alex ya no se dedicaba a imaginar, ahora contaba lo que realmente había visto en aquellos quince días. Como es lógico, nadie creía que fuera cierto, lo tomaban como una manifestación más de sus fantasías. Pero esta vez eran fantasías creíbles, absolutamente realistas. Si alguien comentaba alguna incoherencia, Alex lo explicaba: no había tal incoherencia, era o bien que el otro no lo había entendido o que él se había explicado mal. Muy pronto, Alex el vulcaniano fue reconocido por su prodigiosa imaginación y por los increíbles mundos que describía. Él decía, insistía incluso, en que eran reales, pero nadie le hacía caso.
Y era mejor así. Willy le había dicho que en los foros trekis podía contar con absoluta libertad lo que sabía. No le harían caso, lo tomarían por fantasías; pero se irían preparando para cuando se revelara a la Tierra la verdad.
Porque el planeta estaba en disputa. Dos potencias galácticas querían hacerse fuertes en la Tierra. Una era la Federación, representaba por Willy y su gente. Los otros eran los que Alex llamaba «klingons», no porque tuvieran algo que ver con los enemigos homónimos de Star Trek, sino porque eran los contrarios. Lo mismo podría haberlos llamado el Imperio, o los fantoches espaciales. Pero según la información que le había suministrado Willy, los otros, como quiera que los llamara, eran más bien dictatoriales, e imponían una serie de normas a los planetas bajo su organización, normas que en la Tierra no serían bien recibidas. Como el pago de tributos en forma de recursos, de mano de obra esclava o de carne de cañón para sus ejércitos. La Federación parecía más democrática, y de hecho no obligaría a casi nada a la Tierra, salvo a no dar ayuda a los «klingons».
En pocos años, la Federación haría una oferta a la Tierra, si los «klingons» no se adelantaban. Y Alexis sería el encargado de plantearla.
Pero primero debería prepararse.
Como Willy no conocía del todo las peculiaridades del mundo de Alex, éste le había sugerido la forma de plantear su preparación. Lo primero sería obtener buenas notas en el resto del curso.
Al acabar el segundo trimestre, Alex tenía matrículas de honor en casi todas las asignaturas.
Y al finalizar el curso, las tenía en todas. Así que a nadie le extrañó que recibiera una carta del Alien College, en Londres, anunciándole que disponía de una beca con todos los gastos pagados para estudiar un año en sus instalaciones.
Los padres de Alexis se quedaron asombrados. Ni siquiera sabían que existiera ese centro. Alex explicó que él se había encargado de escribirles, y que tal vez había olvidado comentárselo a sus padres.
Hacía falta un pasaporte, una autorización paterna, el traslado de expediente, la apertura de una cuenta corriente en un banco de Londres, y otros trámites. El colegio se encargaba del alojamiento, que sería en régimen de pensión completa con una familia.
Y así, un día de septiembre, Alex subió en un avión hacia Londres. Siendo menor, estuvo acompañado por la tripulación en todo el viaje.
Pero a su lado se sentó un hombre de aspecto maduro, con apariencia de un empresario, que resultó ser Willy.
En el aeropuerto de Gatwick le esperaba una mujer, representante del Alien College. Acompañó al chico a un microbús, en el que también se subió Willy.
Y poco después estaban ascendiendo en el cielo de la metrópolis hasta llegar a la nave espacial.


-3-

Durante todo el curso, los padres de Alex recibieron con frecuencia más o menos semanal cartas suyas. En ellas comentaba cómo le iba en el Alien College, cómo se las arreglaba con el inglés, con la familia con quienes convivía, los amigos que hacía, etc., etc. Ni qué decir tiene que ellos se sentían encantados del cambio y le contestaban dándole ánimos.
Sí que les extrañó un poco que no viniera a casa por Navidad ni por Semana Santa. Alexis aseguró en las dos ocasiones que estaba muy a gusto y no quería ocasionar gastos innecesarios, pues estos viajes no estaban incluidos en la beca.
Finalmente, acabó el curso y Alex volvió con sus padres. Éstos sí notaron que se había desarrollado bastante; de hecho había crecido.
Nada de extrañar si tenemos en cuenta que en realidad habían sido tres los años que Alex había pasado fuera; y cuando partió aún no había completado su desarrollo.
Alex traía una unidad de memoria repleta de fotografías. Su amigo Willy estaba cuando conectó la unidad a su ordenador para que sus padres las vieran.
No eran fotos de Londres. Ni siquiera de Inglaterra.
De hecho, no eran imágenes de la Tierra.
Los dos lo comprendieron casi a la vez.
—Alex, ¿dónde diablos has estado? —dijeron al unísono.
—Papá, mamá, ¿sabían que Willy es un extraterrestre?

Costó un buen rato de explicaciones, incluyendo la típica demostración de la capacidad de Willy para cambiar de forma. También ayudaron las imágenes, que mostraban otros mundos sin ninguna duda muy lejos del Sistema Solar.
Y también resultó muy útil un cuaderno que trajo Alex. Cada página era realmente una grabación de vídeo que mostraba algún aspecto de la vida alienígena. Las hojas se podían pasar como si fueran de papel pero al activarlas se veía en cada página una película. El cuaderno tenía 150 hojas, es decir 300 páginas, cada una con una secuencia de vídeo de distinta duración: entre 15 minutos y dos horas. Era tecnología totalmente fuera de lugar en la Tierra.
Alex explicó también que tenía unos implantes en la cabeza que podrían apreciarse en una tomografía o una imagen de resonancia. Esos implantes eran diminutos y resultaba imposible para los medios de la Tierra colocarlos.
Finalmente, completó su explicación con una demostración de su funda polimórfica.
—Me han preparado como representante de la Federación en la Tierra, pero soy muy joven y mi imagen no ofrece confianza. Por eso he de adoptar la imagen de un hombre maduro en el que puedan confiar los políticos.
Y mientras decía esto último, cambió de aspecto. Su ropa pasó a ser un conjunto de chaqueta y pantalón a juego con una corbata discreta. Su cara, la de un hombre de unos cuarenta años, bien afeitado y con un corte de pelo clásico.
—Con esta imagen me presentaré ante nuestra presidente. Debo conseguir llegar a contactar con el presidente de los Estados Unidos para hacer una alocución en las Naciones Unidas.
—Eso no será fácil —observó su padre.
—No, no lo será —convino Willy—. Pero contamos con buenos argumentos para que nos atiendan. Comprenderán que no se trata de una fantasía de ovnis.
—¿Puedo contar con ustedes, papá, mamá?
—Parece que te has vuelto alguien muy importante, Alex. Cuenta con nosotros —dijo su madre, emocionada y orgullosa.

Primero hubo que contactar con los políticos locales. Como era de esperar, al principio reaccionaron con total desconfianza. Pero las pruebas que mostraba Alex (incluyendo las imágenes de escáner que le habían realizado) eran lo bastante creíbles como para que aceptaran llevar el asunto a una instancia superior.
Finalmente, Alex y Willy viajaron a Madrid y luego a Bruselas. Convencieron al presidente de turno de la Unión Europea, y éste propuso una reunión de las Naciones Unidas.
Alex viajó a Washington y se entrevistó con el presidente.
Hasta entonces, la nave alienígena había permanecido oculta, pero en esta ocasión anuló su camuflaje, apareciendo en todos los sistemas de detección justo cuando Alex lo anunció.
Cuando se presentó ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, Alexis ya no estaba solo. Con él estaban Willy y otros extraterrestres, todos ellos con aspecto claramente humano.
Alex anunció a todos los delegados que la Tierra debería votar su inclusión en la Federación Galáctica. Explicó los motivos para hacerlo. Willy expuso las ventajas que eso supondría para el planeta: acceso a nuevas tecnologías, planetas vírgenes para colonizar, un nuevo impulso al desarrollo como nunca antes se había visto.
Muchos oradores se opusieron, pues eran incrédulos. O desconfiaban de la oferta de los extraterrestres: «y si luego aparecían las naves para llevarse a la gente como esclavos…».
Willy repuso que exactamente eso sería lo que harían los otros, los «klingons».
Otros oradores aplaudieron la idea. Sólo les preocupaba el futuro de aquellos técnicos cuyos conocimientos quedaran desfasados por las nuevas tecnologías.
Según Willy, tendrían prioridad a la hora de colonizar nuevos mundos. Y una de las nuevas tecnologías, que Alexis conocía bien, permitía el aprendizaje rápido; esos técnicos podrían adaptarse a las nuevas formas de hacer las cosas.
Pasaron a votar.
Se aprobó la entrada.
Desde ese día, la Tierra ya era miembro de la Federación Galáctica. Y Alexis, su embajador.
Todo un logro para un treki, pues su mundo fantástico se había hecho realidad.

27 noviembre 2011

Alex

-1-


Alexis caminaba por la calle, metido en su mundo como siempre. Iba por la acera casi sin prestar atención, salvo lo imprescindible para no tropezar.
Algunos conocidos del Instituto lo reconocían, pero no se molestaban en saludarle. ¿Para qué, si él nunca devolvía el saludo?
Si acaso, dejaban caer un comentario casual, dicho de forma que él pudiera oírlo. Lo llamaban «friki» y hacían un gesto como si tuviera las orejas puntiagudas, riéndose.
Alex los oía e ignoraba, pues no le importaba lo más mínimo. A fin de cuentas, ¡era cierto! Él era un friki.
Más exactamente, Alex era un «treki», un fan de Star Trek en sus distintas ediciones y formatos. Podía discutir con cualquiera acerca de los méritos de la serie original, o de la Nueva Generación. Conocía toda clase de detalles acerca de los habitantes de Vulcano o bien de los klingons o los romulanos. Siempre que le resultaba adecuado, se disfrazaba, o más bien se caracterizaba.
En Internet, era «Alex el vulcaniano», y como tal era muy conocido en los círculos especializados. Fuera de ellos, Alex no era nadie, pues no se relacionaba con ningún otro que no perteneciera al mundo treki.
Alex no tenía amigos. A sus 16 años estaba siempre solo. Si no fuera por quienes compartían sus gustos en Internet, estaría completamente solo.
En su clase, todos los compañeros pasaban de él, salvo para hacerle alguna burla. Ni siquiera las chicas se sentían interesadas por él.
Por tres veces, Alex había recibido una llamada de una chica que decía querer conocerlo, y lo citaba en un lugar determinado. Alex iba lleno de ilusión y, tras esperar unas dos horas, acababa por volverse a casa todo triste. Después de la tercera cita falsa, Alex optó por negarse a asistir a cualquier cita que le hicieran. Comprendió que las chicas normales no solían citar a los chicos, sino que era al revés.
Pero Alex era incapaz de acercarse a una chica para invitarla a tomar un refresco. Había una o dos de su clase que le gustaban, pero siempre que se planteó la idea se le hizo un nudo en la garganta, se le trabaron las piernas, y tuvo que dejar que algún otro las invitara.
Además, ¿de qué iba a hablar él con una chica? ¿De la última película de Star Trek? Estaba casi seguro de que con semejantes temas de conversación la chica saldría por patas… Y no tenía otros temas, pues no estaba al tanto de lo último en música, ni había visto otras películas que no fueran de ciencia ficción. En realidad, no tenía ni idea de los temas que se supone han de hablar un chico y una chica.
No hace falta decirlo, pero además Alex no era lo que se dice guapo. Era bajito, casi enano, regordete y con la cara llena de espinos que tenía la mala costumbre de reventar. Su pelo negro lo debía llevar siempre muy corto pues era la única forma de mantenerlo domado. Sus gafas eran de un modelo anticuado, pero eran como a él le gustaba, pues no hacía caso de las modas; sólo se las quitaba para vestirse de vulcaniano.
Siempre andaba desaliñado, con la camisa por fuera de los pantalones anticuados. Nunca vestía ropa deportiva, pues no le gustaba; y siempre llevaba zapatos de cuero como un adulto, jamás deportivos. Había leído que no eran convenientes y ni siquiera los llevaba para las clases de educación física (en las que procuraba quedar al margen, evitando todas las actividades que le era posible).
En clase se ponía siempre en primera fila, pues era la única forma de que no lo molestaran. E incluso así, a veces recibía alguna colleja de alguien de atrás, o lo bombardeaban con bolitas impulsadas por cerbatanas de bolígrafo o tiras de goma. Una vez incluso le clavaron en la nuca un clip lanzado con demasiada potencia.
Los profesores trataban de protegerlo del acoso, pero no siempre lo conseguían. Y a veces, sus esfuerzos servían para que lo trataran como un mimado de los profes, con lo que redoblaban el acoso.
Alex se acostumbró a llevar el cuello de la camisa desplegado para proteger su nuca, aparte de que al ser más bien bajito no le costaba mucho curvar la espalda para que así la nuca no quedara expuesta. Claro que los profesores sólo veían que esa postura no era recomendable y le exigían que se sentara recto.
En casa, Alex dedicaba el tiempo necesario para hacer la tarea (otro motivo por el que los demás le tenían rabia, pues siempre hacía los deberes) y estudiar un poco (no necesitaba dedicar mucho tiempo al estudio pues tenía una gran retentiva); luego entraba en su mundo de Internet y allí permanecía hasta que lo llamaban para cenar. A veces volvía después de la cena aunque entonces procuraba que no se le pasara la hora de dormirse. Si se quedaba demasiado tiempo y no dormía lo suficiente, al día siguiente no rendía en clase, y eso era lo peor que le podía suceder.
El curso avanzaba ya hacia el final del segundo trimestre, y las calificaciones de Alex serían tan buenas como las del primer trimestre. Aunque no tan buenas como Alexis hubiera deseado, porque algunas asignaturas se le atragantaban; tal vez porque los profesores no sabían hacerlas interesantes, o porque a él no le parecían así, lo cierto es que sacaría unos cuantos aprobados raspados.
Tampoco era tan importante. Con tal de aprobar, ya era suficiente para que sus padres le dejaran estar en el ordenador todo el tiempo que quisiera, y no le dieran la vara con que saliera a tomar el sol o a pasear con los amigos. «¿Qué amigos?» tenía ganas de decir pero sabía que lo mejor era callarse y así evitar la típica llorona de su madre o el discursito de su padre sobre lo que debía hacer un chico decente y «normal».
¿Qué sabría su padre sobre los chicos, si en su tiempo no había ordenadores? De hecho, él apenas era capaz de leer el correo en el trabajo y abrir los archivos que le enviaban. Fuera de usar el programa de gestión de contabilidad, no tenía ni idea de informática. Y su madre, menos que eso.
Venía de clases cuando vio una pintada en la casa abandonada. Era una casa vieja, que desde siempre había estado vacía, salvo cuando se metieron unos ocupas que hacía meses se habían largado. Alexis sabía que a veces se metían grupos de jóvenes a consumir drogas, o simplemente a beber y montar una juerga. Nunca había estado dentro, pero según los que sí se habían atrevido (o al menos eso afirmaban), todo estaba lleno de basuras y en algunas habitaciones había jeringuillas tiradas en el suelo; aparte de botellas rotas, preservativos, papeles, mierda y basura muy diversa.
En las paredes de la casa estaban las típicas pintadas. Había un par de consignas contra el sistema, una convocatoria a una manifestación de unos años atrás, varias firmas de grafiteros, un dibujo más complejo, obra de un artista que prefería el spray de pintura al óleo o la acuarela. También estaban los típicos dibujos obscenos, hechos por adolescentes llenos de hormonas y sin otra cosa en que pensar.
Pero ahora había una nueva, hecha con pintura roja sobre todas las demás. Decía claramente «Alex es un friki de mierda».
Le molestó, pero no por lo que decía, pues era lo mismo que decían en el Instituto, a sus espaldas o a veces en su cara. Le molestaba porque estaba allí, donde tenía que pasar todos los días, y podría leerlo cada vez que entrara o saliera de su casa y cogiera ese camino. Sí, podía seguir otra ruta, pero para ir al Instituto debía pasar por allí, o dar un rodeo estúpido.
Alex pasó al lado del graffiti e hizo lo posible por ignorarlo. Como si no existiera, como hacía otros días.
Pero no podía. Se le iban los ojos a las letras rojas, bien legibles.
Pasó de largo y ya dejó de verlo, porque para eso debía girar la cabeza. Aunque pese a todo, seguía teniendo el deseo de volverse y leer de nuevo la frase insultante.
Sentía hervir la sangre en su interior. Aunque él no era un chico violento, si le pusieran de frente al autor de aquella pintada, Alex le daría de patadas en la cara hasta hacerle sangre. O al menos así se sentía, mientras la testosterona le corría por las venas.
Esa tarde tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para centrarse en los deberes. A punto estuvo de abandonarlo, y si no lo hizo fue por imaginar la cara que pondrían todos, profesores y compañeros, cuando él no entregara la tarea marcada.
Ya no fue capaz de concentrarse para estudiar un poco, y se justificó a si mismo pensando que no tenía exámenes cercanos, así que no importaba tanto.
Y se refugió en el Chat de los trekis que solía abrir día sí y día también. Anunció a todos que estaba enfadado («Odio a muerte a todos los klingons y romulanos») y así pasaron las horas. Fue a cenar sin cerrar el Chat y luego volvió hasta que su padre le gritó que apagara la luz y se acostara de una vez.
Alex descubrió que eran ya las 2 de la noche, mucho más tarde de lo que solía. Se despidió de los demás en el Chat y se fue a dormir.
Soñó que una mano le llenaba el cuerpo de pintura roja y que debía ir así a clases. Sin ropas, aunque las orejas se le habían puesto puntiagudas, y la pintura roja parecía el nuevo uniforme de la Federación. Pero todos se reían de él, incluyendo al Señor Spock, porque estaba disfrazado de vulcaniano sin serlo realmente. Y el Señor Spock cogió una pistola láser para escribir en la pared «Alex es un friki de mierda».
Alexis se despertó entre sudores. El despertador llevaba un buen rato sonando.
Se dio un baño rápido, se vistió y se desayunó a toda prisa. Cuando salió de casa sabía que no debía entretenerse o llegaría tarde.
Pero al pasar por la casa abandonada, la sangre volvió a hervirle.
Tenía que hacer algo.
Fue un día horrible. No atendía a las explicaciones, le llamaron la atención varias veces por estar distraído, casi se olvida de entregar la tarea y encima no fue capaz de recordar como había hecho aquel problema de ciencias. Para completarlo todo, una bola lanzada con una cerbatana le dio tan fuerte en el cuello que tuvo que volverse a ver si localizaba al autor. Como siempre, no pudo ver a nadie, y la profesora de inglés le llamó la atención porque no atendía a la pizarra.
Pasó de nuevo junto a la casa abandonada y tomó una decisión. Debía borrar aquello.
Esa misma tarde, tras hacer los deberes, habló con su padre:
—¡Pá! ¿Tienes pintura blanca?
—Sí, la tengo en el cuarto de los trastos. ¿Para qué la quieres, Alex?
—Es para una actividad en el Instituto. ¿Puedo cogerla y llevarla ahora? ¿Y una brocha?
—Vale, te la dejo. ¿La necesitas toda? Creo que el bote está por la mitad, y eso es mucho.
—No, sólo un poco, y luego te traigo el bote de vuelta. ¿Lo puedo coger ahora?
—Vale. ¡Un momento! ¿Para qué quieres cogerlo ahora? Lo puedes llevar mañana por la mañana.
—Es que si lo hago así todo el mundo se va a burlar de mí. Ya sabes como son los otros. Y había quedado con el conserje en llevarlo ahora y él me lo guarda hasta mañana.
—Bueno, si es así, ¡de acuerdo! Ven conmigo que te lo doy. La brocha, ¿tiene que ser grande o pequeña? ¿No te vale mejor un rodillo?
—No sé. Según lo que haya.
Finalmente, Alex salió de su casa con el bote de pintura y una brocha de tamaño mediano. Llegó a la casa abandonada y por un momento estuvo a punto de volverse atrás. Pero al leer una vez más la pintada insultante, le hirvió la sangre y eso le dio el impulso que necesitaba para cruzar la verja.
Había una cadena, pero no costaba mucho saltar el muro. De hecho, en un lugar estaba roto y Alex no tuvo dificultad alguna para entrar en el abandonado jardín.
Entre hierbas y basura, llegó a la pared. No se veía a nadie a su alrededor. Abrió el bote de pintura y mojó la brocha.
No le costó nada cubrir las letras rojas con la pintura blanca. De hecho, había pensado que le sería más difícil pues la pintura roja era muy intensa y la blanca no parecía bastante para cubrirla con una sola mano.
Pero en pocos minutos el texto había desaparecido. Alex tapó el bote y sacudió la brocha. Algunas gotas cayeron al suelo e incluso le mancharon la ropa, pero él no se dio cuenta.
De pronto, vio una luz que venía de dentro. Era dorada e intermitente, y salía de una ventana sin cristales.
Alex se asomó y no vio nada de particular. Sólo una especie de tronco en medio de una habitación. De repente, se encendió una luz dorada en el tronco, apagándose al momento.
¿Qué diablos era aquello?
Alexis casi se olvida de la pintura, pero recogió el bote y la brocha y con ellos en la mano se acercó a la puerta. Estaba rota y no tuvo dificultad para entrar.
El salón al que accedió estaba oscuro, pero entraba suficiente luz por las ventanas rotas y la puerta. No había más que basura, incluyendo algunos muebles destrozados e irreconocibles. Las paredes estaban ennegrecidas, allí donde no estaban decoradas con toda clase de graffitis. Un rápido rumor de pequeñas patas le hizo caer en la cuenta que podía haber ratas.
No sabía hacia donde dirigirse, pero vio de nuevo la luz dorada que salía de una habitación. Se dirigió hacia ella, con cuidado de mirar donde pisaba.
El suelo estaba repleto de excrementos, papeles, colillas, botellas rotas, latas y otros envases; también trapos. Incluso le pareció ver una jeringuilla.
Entró en la habitación. Era la misma que había visto desde afuera, y estaba en mejor estado que el salón. Apenas había basuras y sólo las paredes mostraban la habitual decoración.
El tronco, o lo que fuera, estaba en el centro. Alex se acercó para verlo mejor.
No era un tronco, aunque lo parecía. Tenía forma cilíndrica, con lados lisos y de color marrón claro, y se mantenía recto. De alto tendría un metro y de ancho unos treinta centímetros.
Alex lo tocó. Estaba caliente al tacto, y no parecía madera, pero tampoco plástico. Más bien era como seda o una piel muy fina.
La parte superior era lo más extraño de todo. Había diversos abultamientos, como hongos que crecieran en un tronco podrido. Pero algunos de estos abultamientos brillaban con luz dorada. No siempre eran los mismos.
Eran como ¡indicadores de un aparato electrónico! Pero aquello no parecía fa-bricado en ningún lugar de la Tierra.
Alex notó ahora que el objeto, aparato o lo que fuera, emitía un zumbido muy bajo, casi infrasónico. Lo sentía en su cráneo, más que oírlo.
Siendo aficionado a la ciencia ficción, Alex pensó de inmediato que aquello era un objeto extraterrestre.
Pero él tenía bien clara la diferencia entre la vida real y la fantasía. Nunca deja-ba que una se mezclara con la otra.
Una cosa era su mundo fantástico, con las batallas entre las naves de la Federa-ción y los klingons y otros enemigos. Allí estaban sus héroes, el capitán Kirk, el señor Spock, la guapa teniente Uhura, Scooty y su grupo de ingenieros, etc.
Y otra muy distinta era el mundo real. El Instituto con sus profesores, los estu-dios y los despreciables compañeros. Su casa con los muermos de sus viejos. La comida de todos los días, el baño, la cama, vestirse, y todo eso.
Nunca se mezclaban, pues eso sólo le pasaba a los enfermos mentales. O es lo que sucedía en las películas, es decir en el mundo de la fantasía.
Pero ahora estaba él, en el mundo real, con lo que parecía salido de su fantasía. Una de dos, o él se estaba volviendo loco o bien alguien le estaba jugando una repugnante broma.
Optó por lo segundo. ¿Qué hacer? Debía descubrirles el juego, pero primero te-nía que seguirles la corriente.
Francamente, aquello estaba muy bien hecho. Se puso a observarlo con detalle a ver si descubría donde estaba el truco. Debía de haber algún reborde para quitarle el envoltorio…
Estaba abstraído en su estudio del objeto cuando sintió que había alguien a su espalda. ¡Ya tenía a uno de los graciosos!
Se volvió mientras decía:
—¿Así que se creen que me van a engañ…?
Se detuvo en mitad de la frase. Detrás de él, ahora de frente, estaba ¡el mismísimo Capitán James Kirk, con el uniforme de la Enterprise!
Desde luego, quien quiera que fuese estaba muy bien caracterizado.
—¡Vale ya la broma, chico! Quítate ese disfraz.
—De acuerdo, Alex —dijo el otro; su voz era desconocida para Alexis—. Te has dado cuenta de que es un disfraz, así que voy a cambiármelo.
La cara de transformó ante los ojos de Alex, pasando a adoptar la imagen de Spock.
—¿Cómo es posible? —preguntó Alex.
—Tal vez ahora te des cuenta de que no soy ningún colega tuyo. Soy un extraterrestre.
—¡Menos vacilones!
—¿No me crees? ¿Te parece posible cambiar de cara como acabo de hacer?
—No, la verdad es que no.
—¿Crees que ese aparato es de manufactura terrestre?
—No lo parece. He estado buscando el truco, pero no se lo veo.
—No lo tiene. Voy a desconectarlo.
El que parecía Spock pasó la mano sobre el aparato y éste dejó de emitir luces doradas. El zumbido infrasónico en el cráneo de Alexis también desapareció.
—Pero es mejor tenerlo encendido. Es un detector mental, y nos sirve para ver si alguien más entra. ¿Te parece bien que lo active de nuevo?
—¡Eh, si… claro!
Una nueva pasada de mano, y volvieron las luces y el zumbido. No era molesto, y Alex lo ignoró de nuevo.
—Pero sigues sin creerlo del todo, Alex, ¿no es verdad?
—¿Puede leer mi mente?
—No. Pero te conozco bien. Esto podría estar bien en una película, pero no en el mundo real.
—¡Eso es! Sigo pensando que es una broma de mal gusto.
—Para ser una broma, está demasiado bien montada, ¿no te parece?
—Sí. ¡Vale! Supongamos que me creo que es usted un extraterrestre con la ca-pacidad de cambiar de forma. ¿Puede adoptar su forma real?
—Para eso tendría que quitarme el traje mimético y quedar expuesto a este ambiente. No sería adecuado. Pero puedo adoptar una forma que te perturbe menos.
—¡Eso es! Una forma más enrollada, que no desentone.
Spock cambió ante los ojos de Alex. Su cara pasó a ser la de un chico joven, con el pelo rapado por un lado y el otro con el pelo corto, una argolla en la nariz y una diminuta perilla. Vestía gorra, camiseta y pantalones pirata, con zapatillas deportivas sin calcetines. En la pantorrilla izquierda lucía un tatuaje y, por supuesto, tanto las piernas como los brazos estaban depilados.
—¿Qué tal? —preguntó.
—¡Guay! Pero esos calzones deben ir más bajos, que se vean los boxers.
—¿Así?
—Sí, ahora pareces un colega enrollado.
—¿Ahora podemos hablar?
—Supongo que sí. Quedamos en que eras un extraterrestre.
—¡Exacto! Y te buscaba a ti, Alex. Por eso hice la pintada, y espero que me disculpes si te ofendí con ello.
—¿¡Tú!?
—Sí. Era la mejor forma de atraerte aquí. ¿Estás ofendido?
En realidad, Alex había olvidado lo ofendido que se había sentido con la pintura. La había relegado a un rincón perdido de su mente.
—No, no me siento ofendido, porque ya no es algo que me interese —dijo, y añadió—: y supongo que ahora vendrá un platillo y me hará una abducción.
—Te estás confundiendo de película. No vamos a hacer nada que tú no quieras. Te llevaremos con nosotros, pero sólo si quieres y tus padres te dan el permiso.
—¡No me veo pidiéndole a mis viejos permiso para ir con unos extraterrestres?
—Por eso no te preocupes. Lo arreglaremos de forma que acepten. No les dire-mos la verdad, ¿o sí?
—Mejor que no, claro está.
—Y tú, ¿quieres venir?
—¿De verdad? ¿Esto no es un cachondeo a mi costa?
—No, te lo juro por lo que más quieras.
—Pues si todo es verdad, si eres un extraterrestre que has venido en una nave a buscarme, ¡claro que iré! ¡Ahora mismo!
—No, ahora no. Tenemos que arreglarlo de forma que puedas irte legalmente. Y tengo que explicarte los motivos…
Se interrumpió de repente. Fuera se oían unas voces extrañas. El aparato emitía luces rojas y azules.
—Vaya, tenemos visita —dijo en voz baja.
—¿Qué hacemos?
—No te preocupes. Se irán enseguida.
Las voces eran de unos chicos jóvenes, todos varones, con un equipo de música a todo volumen. Hablaban a gritos y apenas se entendía lo que decían, aunque parecían estar medio borrachos. O tal vez drogados.
De pronto se oyó una sirena lejana.
—¡Mierda, la pasma! ¡Corramos!
Se oyeron unas carreras y unos gritos y en pocos minutos los extraños habían desaparecido.
—¡Menos mal que no nos vieron! —dijo Alex.
—No nos habrían visto ni aunque hubieran entrado en esta habitación.
—¿Cómo es eso?
—Hay una barrera óptica. Quiero decir que somos invisibles.
—¡Pero yo te veo!
—Porque mi campo está abierto para ti. Pero dime una cosa, Alex, ¿crees que estamos solos?
—Sí, así parece.
—Pues te equivocas. ¡Ni loco hubiera venido sin escolta a este lugar tan peligroso!
La habitación era grande, pero ahora parecía pequeña. Diez hombres y mujeres, todos ellos con el uniforme de la Enterprise, habían aparecido a su alrededor.
—Les he pedido que adopten una forma aceptable para ti, Alex. Pero ahora que sabes que estamos protegidos, mejor es que vuelvan a ser invisibles.
Nuevamente se quedaron solos.
Pero ahora Alex ya no se sentía tan tranquilo. ¡Aquello estaba lleno de extraterrestres!
Comprendió que la sirena de policía había sido generada por ellos.
—Bien, volviendo a lo que hablábamos —dijo el ET.
—¿Cómo puedo llamarte?
—Mi nombre es impronunciable para ti. Pero podemos dejarlo en Willy.
—Pues Willy, ya que pareces un chico joven, ¿qué opinas de decirle a mis viejos que eres mi colega y que me invitas a pasar un finde?
—¿Un finde? Los demás términos de argot los he captado, pero ese en particular, no.
—Un fin de semana. En tu casa, con tus viejos, pongamos que en el monte haciendo senderismo y todo eso. A ellos les mola aunque a mí me aburre.
—Pensaba proponerte algo por el estilo, Alex.
—Y ahora tengo que irme a mi casa. ¡Mierda, la pintura!
—¿Qué pasa con ella?
—Dije que la iba a llevar al Instituto. No puedo llevarla a casa ahora.
—La dejas aquí. Y mañana la recoges cuando vayas a tu casa. Entonces podré ir contigo, y me presentas como un compañero nuevo. Yo me encargaré de comerles el tarro a tus viejos con lo del finde.
—¡Oki, tronco! ¡Hasta mañana, colega!

(Continuará)

24 noviembre 2011

ATAYTANA.7

7

Ataytana había conservado dos de sus sirvientes, Ubay y Cataysa, y como confiaba en ellos más de una vez envió al joven hasta Güimar, para traerle noticias de sus padres. Ubay se sentía orgulloso por su papel como mensajero. Se había integrado bien entre los achicaxna de Abona y esperaba el próximo Beñesmén, en el que sería declarado hombre.
      Traía nuevas de Güimar. Los padres de Ataytana se habían rehecho tras el disgusto causado, y aparte de eso estaban bien.
      El guadameñe, Benitomo, había tenido una fuerte discusión con Antón, el extranjero, y el propio mencey se vio obligado a intervenir. Por lo visto, Antón quería que los guimareños adoraran a una cruz que había confeccionado con dos tablones, diciendo que era la representación del dios hijo de Candelaria, o Chaxiraxi, es decir Achamán. Él lo llamaba Jesús.
      Benitomo había aceptado que la figura de madera traída por el extranjero era Chaxiraxi, la diosa madre. A fin de cuentas, era una imagen bonita y aceptable. Pero eso de adorar a una cruz diciendo que era Achamán, ¡era demasiado! No podía permitirlo.
      Y la intervención de Adacaimo dejó las cosas en su sitio. Antón había pretendido ir demasiado lejos. A fin de cuentas no era guanche, aunque hubiera sido aceptado por los guanches de Güimar. Y no tenía derecho a ir imponiendo sus costumbres. Si él quería adorar a una cruz, podía hacerlo. Pero que no pretendiera que los demás también lo hicieran; debía conformarse con que la gente fuera a la cueva donde tenía la imagen de Chaxiraxi (o María Candelaria, como él insistía en llamarla) y pusiera velas y lámparas con grasa. Pero eso sería todo.
      En cuanto a Araday, como achiciquitza descubrió nuevas obligaciones.
      Llegaron noticias de la playa: cerca de Guaza unos extranjeros habían venido en un barco y montado un campamento. Con ellos habían nativos de Gomera, y uno de ellos fue capturado en el curso de una incursión. Araday lo interrogó, y el gomero le supo decir que se pensaba construir una casa de piedra, a nombre del Señor Guzmán Ponte.
      No atacaron de inmediato porque primero había que planificarlo. Los dos sigoñés de Peliguaro trazaron una estrategia que evitaba la lucha en el llano. Allí los extranjeros tenían ventaja, con sus armas y sus caballos. La idea sería atraerlos al barranco, donde los guanches les harían caer una lluvia de piedras.
      Araday se ofreció a comandar el grupo que haría de cebo. Al frente de diez achicaxna, atacaron las tiendas de los extranjeros, que ardieron de inmediato.
      Varios hombres salieron, montados a caballo y dispararon sus arcabuces. Uno de los guanches cayó al suelo, pero los demás siguieron corriendo. Los disparos eran como truenos que retumbaban en los valles vecinos.
      Araday sintió un dolor en el brazo izquierdo, pero no le dio mayor importancia. Tenía que llegar al barranco, y aquellos caballos eran muy rápidos. Sólo la gran cantidad de vegetación existente les permitía mantener la ventaja.
      Finalmente, lograron llegar al interior del barranco. Se refugiaron entre unas cañas.
      Araday pudo verse el brazo y lo que observó le llenó de horror: tenía un hueco por el que podía ver el hueso. La sangre le corría, goteando con fuerza hacia el suelo. Se desmayó de inmediato.
      No pudo ver, así, como sus compañeros rechazaban a los extranjeros a base de certeras pedradas desde la ladera del barranco. Más de la mitad de los guerreros quedó tendida en el suelo. Y sólo tres guanches fueron alcanzados por las balas, uno de ellos muriendo de inmediato.
      Cuando despertó, estaba en unas cuevas desconocidas. El guadameñe le había cortado el brazo a la altura del codo y le ponía unas hierbas curativas (con sangre de drago entre otras medicinas) en la carne cosida. No sentía dolor, pero era porque le habían hecho ingerir una fuerte droga, mientras dormía.
      Esa noche, Araday tuvo un extraño sueño.
      Se hallaba en el camino de Adexe al Echeyde, el mismo que había seguido año tras año, pero esta vez salía fuego de la tierra. Con el fuego salió un monstruo negro, con enormes plumas blancas. Recordaba, en cierta manera, a los barcos de los extranjeros, pero éste parecía una persona. Tenía piernas y brazos, y una cabeza con una enorme boca parecida a la de un perro. Araday pensó en las tibicenas, pero éste era su padre, el mismísimo Guayota. Al ver al pastor guanche, que portaba su añepa de noble, le dijo:
      —Acabas de vencer a uno de los extranjeros, ese llamado Ponte, pero vendrán otros extranjeros por Anaga. Y a esos no podrás vencerlos. Aunque ahora Achamán me ha ordenado que vuelva a mi lugar bajo el Echeyde, yo te doy aviso, Araday. Mi venganza será a través de esos hombres, que les impondrán otras costumbres. Tendrán que olvidar que fueron guanches si quieren sobrevivir. ¡Ja, ja, ja, ja!
      Y sin más, Guayota desapareció. Cesó el humo y el fuego y sólo quedaba una pequeña montaña de picón negro.
      Araday despertó. Contó al guadameñe lo que había soñado y éste se quedó pensativo. Muy preocupado. Pero no dijo nada.
      Subieron a las cuevas de Chasna, tan pronto como Araday pudo caminar.
      Esa misma tarde, un pastor que había subido a la cumbre vino con la noticia de que ya no salía fuego en el camino de Tauce a Adexe.
      Guayota ya había sido vencido. Pero antes había transmitido su terrorífico mensaje a través de Araday.
      Él ya sabía que desde hacía años varios extranjeros habían intentado conquistar la isla. Alguno sólo se había llevado esclavos, pero otros habían llegado con intención de quedarse, como el llamado Guzmán Ponte. Se decía que otras islas ya habían sido conquistadas, como la cercana Gomera o Tamarán.
      Era sólo cuestión de tiempo que llegara una expedición a la que no pudieran hacer frente.
      Y él ya no podía hacer nada. Con un solo brazo, no podía luchar por su esposa.
      Lunas más tarde, Ataytana parió una preciosa niña, a la que pusieron el nombre de Atagora.
      Araday se sentía contento. Pero pensando en aquel sueño, veía un futuro muy oscuro.
      Para él, para los suyos, para todos los guanches.
     
     
EPÍLOGO

Años más tarde, en la recién fundada población de Granadilla se asentó un rico terrateniente castellano. El jefe de sus sirvientes era un hombre libre llamado Francisco Ponte, al que le faltaba un brazo y que por eso no había sido considerado guanche enemigo (a esos se les hacía esclavos). El tal Francisco tenía una esposa, bautizada Carmen, de la que se decía que era pariente del antiguo rey de Güimar. También tenía tres hijos: dos hembras y un varón.
      Francisco había nacido con el nombre de Araday, pero ya no lo usaba: estaba prohibido mencionar los nombres anteriores al bautismo. El apellido lo había elegido él mismo.

ATAYTANA.6

6

Adacaimo ordenó reunirse el sabor, o sea el consejo de nobles. Lo hicieron en un tagoror situado en un sitio céntrico. El tagoror estaba destinado a la reunión del sabor de cualquiera de los menceyatos que convivían en las tierras comunales durante el verano.
      Con el mencey estaba Benitomo y unos cuantos achiciquitza, además del padre de Ataytana, que era achimencey. También se hallaba presente Achosman, el sigoñé de Abona. Fuera del tagoror, pero cerca del mismo, se encontraba Ataytana con su madre y sus dos hermanas pequeñas. No tenía hermanos varones.
      En cuanto a Araday, permanecía en la cueva con la única compañía de su perro. Pero muy cerca había varios guerreros de Abona, vigilando que no se escapara. Los guanches no eran amigos de amarrar a los delincuentes, se les vigilaba de forma que no pudieran huir.
      Achosman relató lo que había visto. Ataytana fue convocada al sabor para que narrara su versión, y ella reconoció que había quedado con Araday en la cueva y que habían estado toda la noche juntos.
      —Porque lo amo, mi señor mencey. Como mujer que soy, puedo elegir.
      —Pero no a uno de la casta más baja. ¡Si al menos fuera un achiciquitza, podría subir de categoría si tiene los méritos para ello! Pero un achicaxna, ¡imposible!
      Ataytana se alejó para que el sabor pudiera deliberar.
      Finalmente se impuso la estrategia política. Adacaimo necesitaba una alianza con Tahoro que le sirviera como contrapartida a las acciones de Tegueste y Anaga. Un aliado como Betxenuña siempre sería útil en el caso de un posible conflicto con sus vecinos. Así que decidió ignorar las palabras de Ataytana, en el sentido de que ella había organizado la reunión con Araday.
      Según la versión aceptada por el sabor, Araday se había visto con ella sin su consentimiento, por lo que era culpable de faltar a la honra de una mujer, y más aún de una achimencey. El castigo sería el abandono en una cueva apartada, dejándolo a merced de las tibicenas.
      Cuando Ataytana oyó la condena, gritó que ella también quería ser condenada.
      —¡Que nos dejen juntos a los dos en la cueva! ¡Quiero morir con él!
      Dos sigoñés de Adacaimo la llevaron a rastras al campamento.
      De todos modos, la condena de Araday no podía hacerse efectiva sin la consideración de su propio mencey. Benitomo lo dejó bien claro: había que consultar con la gente de Tahoro y de Adexe. Los de Tahoro, porque quedaban afectados ante la próxima unión de Tafuriaste y Ataytana (que debería posponerse). Ellos estaban cerca, y su respuesta llegaría en cuanto Betxenuña decidiera.
      Pero de Adexe no había nadie porque Guayota les había impedido venir. Adacaimo envió un mensajero, pidiendo una respuesta.
      Mientras, Araday debería aguardar en la cueva. Ahora la vigilancia quedaba a cargo de un guerrero de Güimar y otro de Abona. A veces venía también alguien de Tahoro para ayudarles.
      Pasó el Beñesmén, y Araday no pudo disfrutarlo pues seguía encerrado.
      De hecho, tampoco Ataytana lo disfrutó, pues no se sentía bien. No era el malestar que ella esperaba, era tan sólo la ansiedad por el futuro que le deparaba a su amado. Al menos, se alegraba de que se hubiera suspendido la boda con Tafuriaste, pues ahora estaba segura de que no lo amaba.
      Si ella no fuera una achimencey no habría tantos problemas. Tal vez perdiera su categoría, pero podría unirse al hombre que amaba si era lo que ella deseaba.
      Pero en su caso, las necesidades políticas harían que se debiera unir con un hombre al que no quería. Era una unión aborrecible para Chaxiraxi, pero no encontraba la forma de explicárselo a su padre y a su tío sin llevarlos a la deshonra.
   
      Finalmente, llegó el mensajero de Adexe, cuando apenas quedaban días para permanecer en la cumbre: ya empezaba a hacer frío por la noche.
      El mensajero dijo que Atocarpe había abjurado de Araday como súbdito suyo, pues había abandonado un valioso rebaño de ganado dejando que unos pastores de otro territorio se hicieran con el mismo. Ya eso era un delito digno de castigo, así que los de Güimar podían hacer con él lo que quisieran: el castigo de las tibicenas estaría, por lo tanto, más que justificado.
      Ataytana pudo escuchar aquellas palabras, pues se hallaba presente. Pero recordó el mareo que había sentido al levantarse, que le había llevado a vomitar. También recordó que llevaba ya varios días sintiéndose indispuesta y que no le había llegado el periodo. Sabía muy bien lo que todo eso significaba: el antiguo conocimiento de su madre le permitía calcular los días más adecuados para quedar preñada y ella lo había tenido en cuenta para elegir la fecha de la cita con Araday.
      Finalmente, Chaxiraxi la había ayudado. No estaba triste sino alegre, pero lo disimuló cuando, con la cara seria, se acercó a su padre para darle la noticia. Éste, atónito, se la pasó en susurros al mencey, quien se quedó de piedra al saberlo.
      —¿Estás segura, mujer, de que vas a tener un hijo?
      —Sí, mi señor. Chaxiraxi me ha bendecido.
      —Y el padre, ¿es ese achicaxna de Adexe?
      —No puede ser otro, mi señor.
      —¡Hay que comunicárselo de inmediato a Betxenuña y Tafuriaste!
      Hacia media tarde, les llegaba la respuesta de Tafuriaste: se negaba a alimentar al hijo de un achicaxna. Renunciaba a la boda, en otras palabras.
      Una mujer embarazada necesitaba de un hombre que la cuide. Si no lo tenía, debía buscarse; en el peor de los casos, su padre o hermano debería hacerse cargo de ella.
      Ni el mencey ni el padre de Ataytana quisieron quedarse con ella a cargo. De hecho, Adacaimo la declaró inmerecedora de la categoría de achimencey.
      Desde ahora pues, Ataytana no sería más que una achiciquitza, eso sí con los mismos sirvientes. Y si pasaba a vivir a otro menceyato, merecía que se le concedieran tierras y ganado.
      Como achiciquitza, Ataytana podía unirse a un achicaxna… aunque uno de los dos debería cambiar de categoría.
      En todo caso, ya era el momento de abandonar las tierras comunales. Araday y Ataytana consultaron con la gente de Abona. Aunque Achosman se opuso, los demás miembros del sabor estaban de acuerdo en admitirles entre ellos. Sobre todo el mencey y el guadameñe.
      Araday y Ataytana bajaron con los de Abona hasta Chasna, siguiendo la ruta de Tauce como era habitual.
      Ubay y Cataysa tuvieron un emotivo encuentro con los suyos. No sabían si volverían a verles, porque debían acompañar a Ataytana. Aunque era posible que se encontraran en las tierras del Echeyde para el próximo verano. O el siguiente.
      En Chasna tuvo lugar la ceremonia. En primer lugar, el sabor se reunió en el tagoror cercano y deliberaron.
      Preguntaron si alguien había visto a Araday ensuciarse las manos con sangre, con tierra o simplemente preparando la comida. Nadie respondió.
      Luego preguntaron si había cometido algún delito. Achosman dijo que se había unido con una mujer sin su consentimiento. Hubo una discusión y en el curso de la misma, fue llamada Ataytana. Ella contradijo la versión de Achosman: la unión había sido decidida por ella misma, de acuerdo a su derecho de mujer. No había delito.
      Nadie había visto a Araday castigar con crueldad a ningún animal, tampoco a un niño o anciano.
      Finalmente, el mencey quedó conforme en declararlo noble. Era un achiciquitza y se podría casar con Ataytana. De ello se encargó, entonces, el guadameñe.
      El propio mencey Peliguaro obsequió a la pareja con unas tierras para labrar, cinco cabras y un cerdo, y una cueva vacía. Perro ya tenían, evidentemente, así que no les hacía falta. Pero Araday debería acostumbrarse a mandar a sus pastores, no a cuidar él mismo del ganado. Sirvientes que se añadieron a los dos niños, Ubay y Cataysa.
      El guadameñe hizo entrega de una añepa a Araday. Éste no pudo evitar la emoción, y se echó a llorar.
      Ataytana lo besó hasta calmarlo. Para ella, la ceremonia era más bien una pérdida de categoría, pero comprendía lo que sentía su compañero. Y ella era feliz, viéndolo a él.
   
(Continuará...)
Enlace al capítulo 1

23 noviembre 2011

ATAYTANA.5

5


Araday preparó un cómodo lecho con hierbas y hojas pequeñas de retama, y lo cubrió con todas las pieles que tenía. Quería que su amada se sintiera a gusto.
      Ubay venía por las mañanas y al atardecer y le traía comida y agua. Araday le preguntaba por ella y gracias al niño recibía cualquier novedad.
      El resto del tiempo lo dedicaba a pensar.
      Sabía bien que si lo sorprendían con Ataytana lo podían condenar a muerte. Los guanches no eran partidarios de las penas de muerte, pero la condena en este caso vendría a ser la misma: lo dejarían, atado, en una cueva solitaria para que lo devoraran las tibicenas, los demonios con forma de perro. Puede que fueran las tibicenas, o tal vez perros salvajes, pero en todo caso lo más probable era morir de hambre y sed.
      No le importaba. Aunque recordando la historia de Gara y Jonay, que Ataytana también conocía, creía que ella estaría dispuesta a huir con él hasta lo alto del risco, desde donde se dejarían caer juntos.
      Finalmente, llegó la noche esperada. Mientras la Luna se situaba en la parte más alta de su recorrido, alumbrando el Echeyde y las cañadas, llegó Ataytana acompañada de los dos niños.
      Puede que fuera efecto de la Luna, pero le pareció que la cara de Ataytana brillaba como el sol.
      Los dos niños se quedaron junto al camino, prestos a avisarles si venía alguien, mientras los dos amantes se refugiaban en la cueva. Si alguna vez oyeron sonidos procedentes de la cueva, no les dieron la menor importancia; desde pequeños habían visto y oído lo que hacían las parejas cuando estaban juntas y nadie se escandalizaba por ello. Ubay tenía una idea más clara que su hermana menor. De hecho se sintió tan excitado por lo que oía que decidió buscar un rincón para aliviarse; mientras lo hacía pensaba que le faltaba muy poco para su iniciación como hombre. Una mujer mayor, probablemente la del guadameñe, se encargaría de iniciarlo. Cataysa, en cambio, aunque conocía la teoría sabía que aún debería esperar un tiempo para que le viniera la primera regla y fuera declarada mujer; más tarde un achiciquitza se encargaría de desvirgarla.
      En la cueva, Ataytana había abrazado y besado a su compañero. Éste había respondido con ardor, mientras su mano tocaba todo su cuerpo como si no pudiera creer que ella estaba allí.
      Se dieron un respiro, pero sólo para quitarse los molestos tamarcos. Araday señaló el mullido lecho y en él se tendieron los dos juntos. Nuevamente se abrazaron y besaron con fruición. Las manos no podían estarse quietas y recorrían el cuerpo del amado o de la amada. Luego fueron las bocas las que buscaron los rincones más recónditos del otro. Y finalmente, se unieron íntimamente.
      Cuando la pasión le dejaba un momento de respiro, Ataytana pensaba en el saber ancestral que le había transmitido su madre, y que venía de generación en generación. Algo que sólo lo sabían las mujeres achimenceyes y, si acaso, alguna de las achiciquitza; pero que jamás podía llegar a oídos de un hombre ni de alguien de casta baja. Ella había usado ese conocimiento para decidir el mejor momento para encontrarse con su amado. Y si Chaxiraxi le ayudaba, todo saldría bien.
      Finalmente, Araday se detuvo, agotado por el esfuerzo y tras haber logrado el clímax junto con Ataytana. Seguro que los niños habían escuchado los gritos de ambos, pero eso no tenía la menor importancia.
      Ataytana se levantó un momento, Araday creyó que sería para orinar pero lo que ella hizo fue buscar entre la comida que había traído. Sacó una pequeña efigie de Chaxiraxi; no la imagen de madera que el extranjero Antón había traído de no se sabe donde. Ésta era la verdadera Chaxiraxi, la imagen de barro cocido que estaba en la cueva de los achimenceyes desde tiempos inmemoriales.
      La joven tocó la imagen y cerró los ojos, implorándole en silencio que todo saliera como ella deseaba. Luego la colocó con todo cuidado entre sus cosas y regresó al lecho. Araday la abrazó, pero no le preguntó el motivo de sus actos. Siempre había pensado que las mujeres tenían sus asuntos particulares, y que un hombre jamás debía entrometerse en ellos. Lo que importaba era que ella estaba a su lado, que podía sentir el calor de su cuerpo desnudo.
      Finalmente, los dos jóvenes se quedaron dormidos.
      Durante la noche, dos veces fueron las que uno de ellos se despertó y al ver al otro también despierto sentía como la pasión les volvía a invadir. A ambos.
      Poco antes de amanecer, el frío mañanero les despertó, pues no habían encendido fuego en la entrada. Nuevamente, las manos y las bocas buscaron el cuerpo del otro y la pasión les atrapó por última vez.
      Araday se vistió y salió a orinar. Vio a los dos niños acurrucados bajo una piel, junto al sendero y sintió pena por ellos, que habían tenido que dormir a la intemperie mientras los mayores disfrutaban de un lecho caliente por el cuerpo del otro. Pero eran unos chicos fuertes y tendrían otras noches en las que podrían dormir bajo techo y ante una hoguera.
      Él no sabía lo que le deparaba el destino. Dependía de si se descubría que había estado con la sobrina del mencey de Güimar. Y de Achamán. O de Guayota.
      Tal vez las tibicenas ya se relamían pensando en el sabor de sus entrañas.
      Ataytana se vistió y terminó de arreglar. Nada debía de hacer sospechar que había pasado la noche con un hombre: entre los suyos, sólo una de sus sirvientas (la madre de Ubay y Cataysa) sabía que no había dormido en su sitio. Esperaba llegar de tal manera que pareciera que se había levantado temprano a pasear, como solía hacer últimamente.
      Los dos niños salieron al camino, y no vieron a nadie. La mujer salió entonces y se fue, acompañada de ellos, hacia el campamento de Güimar.
      Pero un achiciquitza de Abona, de nombre Achosman, que había salido a hacer sus necesidades, había oído ruido en la cueva. Intrigado, se acercó al camino y, mientras estaba detrás de una retama, vio a los dos niños. Decidió permanecer escondido.
      Achosman vio a Ataytana bajar de la cueva y reunirse con los niños. Miraron hacia todos lados y no vieron a nadie. Finalmente, los tres marcharon hacia su campamento.
      El de Abona sabía quien era ella: la sobrina del mencey de Güimar, que debía unirse a un hijo del de Tahoro en el Beñesmén, unos días más tarde.
      Se preguntaba qué estaría haciendo allí la joven cuando vio bajar a un joven con un perro. Vestía como un achicaxna, y Achosman no lo reconocía. Algo en aquel hombre le hacía pensar que pertenecía al menceyato de Adexe, así que no era raro que no pudiera reconocerlo. Pero era un plebeyo y debía obedecerle en cualquier caso.
      —¡Tú! ¡Quédate ahí!
      Araday se quedó frío al oír la voz de mando. Pensó en huir pero años de servidumbre le mantuvieron inmóvil, y el otro tuvo tiempo para alcanzarlo.
      Zairón gruñó, pero Araday le dio orden de que se callara.
      —¿Qué hacías en la cueva con una achimencey?
      —No te conozco, así que no tengo porqué obedecerte.
      —No importa, porque vendrás conmigo, a la fuerza si no lo haces por las buenas.
      Achosman tocó la caracola, llamando a los suyos.
      Araday sabía que no tenía ni una sola posibilidad de huir. Aunque lo hiciera, terminarían por capturarlo. Optó por la rendición.
      Ataytana ya estaba lejos cuando le llegó el sonido de la caracola. Comprendió que algo había salido mal.
      Ahora todo dependía de Chaxiraxi.


(Continuará...)
Enlace al capítulo 1

22 noviembre 2011

ATAYTANA.4

4


Subieron montaña arriba, y poco a poco la vista les fue mostrando un paisaje más extenso. De vez en cuando miraban hacia atrás, y así podían ver la isla de Gomera, casi tan cercana que parecía al alcance de la mano.
      En cierto momento, Ubay descubrió, atónito, una cosa en medio del mar. Se la señaló a Araday, quien tampoco pudo saber de qué se trataba.
      Era un objeto grande, de color oscuro abajo y con unas enormes plumas blancas. Parecía algún tipo de ave gigantesca, monstruosa.
      Pero de pronto se hizo la luz en la mente de Araday. Recordó las historias de su abuelo, y del guadameñe, en especial unas que hablaban de invasores que venían de sitios lejanos.
      —¡Ya sé lo que es eso! —dijo—. Es un barco, una cosa de esas que flotan, llena de extranjeros que a veces vienen a invadirnos o a capturar esclavos.
      Ubay sintió miedo al oír esas palabras.
      —¿Nos harán algo?
      —No lo creo, porque me parece que van a Gomera. Creo que esa isla ya ha sido conquistada por los extranjeros. ¿Nunca habías visto un barco? ¿Una cosa de esas que flotan en el agua?
      —No, pero ahora que lo dices recuerdo algún comentario de los viejos.
     
      Aquel barco había zarpado de Palos de Moguer hacía unos días. Era una nao llamada Santa María y su capitán un genovés de nombre Cristóbal Colón. Se dirigía, en efecto, hacia la Gomera pues Colón quería hacer allí la aguada; y de paso saludar a Doña Beatriz de Bobadilla, a quien ya conocía de la Corte de Castilla.
      Colón observaba la isla de Tenerife, como era llamada, que aún no había sido conquistada. Notó que desde la alta montaña salía una nube de humo. Ya llevaba varios días observándola. Le recordaba a las erupciones del Etna, allá en Italia.
      Tomó nota en su diario de navegación.

       Los dos guanches prosiguieron su escalada y llegaron finalmente a las cuevas de Chasna. Allí tan sólo había unos cuantos viejos, y con ellos una mujer a su servicio. Ella les dijo que los pastores estaban cuidando el ganado cerca, y que tenían que avisarles para no tener problemas.
      Araday quiso saber donde estaban los pastores, y la mujer se lo explicó. Él pensó un momento y finalmente le preguntó a Ubay: —¿Estás muy cansado?
      —No, ¿por qué me lo preguntas?
      —Porque pensaba subir por el valle de Tauce, que no sube muy alto, pero nos supondría perder un día. Pero si encuentro a esos pastores, ellos podrían decirme como subir por Guajara y así llegaremos antes.
      —Vamos por Guajara, entonces. Si averiguamos el camino.
      —Sí, pero hay que subir bastante más alto que por Tauce. Y luego bajar hasta las cañadas.
      —¡No importa! Vamos por allí, Araday.
      —Perfecto.
      En un barranco cercano, vieron a los pastores. Araday dio los gritos de aviso, diciendo que marchaba en paz y que sólo quería preguntarles una cosa.
      Los pastores lo vieron llegar. Tenían dos perros que de inmediato se acercaron a oler a Zairón. Éste, con el rabo entre las patas, se dejó olfatear pues no se sentía con ánimos para desafiarles. No estaba en su propio territorio.
      Araday les preguntó por la ruta hacia Guajara. Uno de los pastores le indicó el camino, y finalmente ofreció una pella de gofio a cada uno.
      Ubay y Araday disfrutaron del sabroso y nutritivo manjar. Araday decidió entregarles un trozo de carne ahumada. Por último, compartieron un pellejo con agua.
      El joven y el niño siguieron montaña arriba. La cuesta parecía prolongarse sin acabar nunca.
      Salieron de los pinos y encontraron algunas retamas. Y más arriba, sólo picón, pequeñas piedras negras muy sueltas entre las que se hacía difícil caminar. Por suerte, el camino estaba bien trillado y en él la tierra estaba más compactada.
      Por fin llegaron a la montaña. Varios riscos les salieron al frente, con algunas cuevas, una de ellas habitada.
      Araday solicitó permiso para pasar por ellas, y de paso le explicaron la mejor ruta. En agradecimiento, dejó allí uno de los últimos pedazos de carne. Sólo guardó un poco para comer durante un par de días.
      Ya era tarde, y decidieron pasar la noche en una de las cuevas libres.
      La Luna ya estaba empezando a crecer, tras haber salido de día.
      Madrugaron los dos y se levantaron con el sol. Dos pastores que dormían en una cueva vecina les ofrecieron gofio, leche y agua. Araday les dio las gracias, pero ya no le quedaban regalos. Ubay solucionó el problema con unas cuantas conchas que había limpiado y conservado.
      Llegaron al lugar de paso entre dos grandes montañas. Ubay se quedó atónito, pues nunca antes había visto el Echeyde desde ese ángulo.
      —¡Casi estamos tan altos como el Echeyde! —exclamó.
      —Te parece, pero no es así. ¿Nunca lo habías visto desde lo alto del risco de las cañadas?
      —No. Desde Güimar subimos por Izaña. Llegamos a las cañadas por la entrada, cerca de lo de Tahoro.
      —Sí, se muy bien por donde.
      Se dieron la vuelta para contemplar por última vez las tierras de Abona por las cuales habían pasado. Frente a ellos, casi al alcance de la mano, estaba la isla Gomera.
      —¿Conoces la historia de Gara y de Jonay? —preguntó Araday mientras iniciaban el descenso por una ladera empinada y peligrosa.
      —No.
      —Hace años, se dice que un grupo de guanches cruzó el mar hasta Gomera. Eran menceyes y achimenceyes y querían hablar de ciertos asuntos con los menceyes de Gomera.
      —¿Cómo cruzaron el mar? ¿Nadando?
      —Creo que usaron troncos de drago ahuecados. Flotan en el agua y no sé si los ataron de alguna manera. Hicieron una especie de barco, pero más pequeño que aquel que vimos.
      —¿Por qué ya nadie lo hace?
      —Espera a oír toda la historia, Ubay.
      —Vale. Continúa.
      —Bien, uno de los achimenceyes era un joven llamado Jonay. En Gomera conoció a la hija de un mencey, se llamaba Gara.
      —¿Gara era el nombre del mencey?
      —¡No, tonto, de la chica! Bien, lo cierto es que se enamoraron y se unieron. Pero un guadameñe dijo que esa unión no era válida, pues ella debía casarse con alguien gomero. Jonay volvió a Achinech con todos los demás, y los guadameñes decidieron prohibir la fabricación de barcos con troncos flotantes, para que Jonay no pudiera ir a ver a Gara.
      —¿Y qué hizo Jonay?
      —Cogió unas calabazas vacías y se las amarró. Así fue nadando hasta Gomera. Buscó a Gara y se fue con ella a la selva, cerca de un roque que llaman Agando. Pero el padre de Gara y su guadameñe los buscaban. Finalmente, los dos jóvenes subieron al roque de Agando y se lanzaron al vacío. Desde entonces, aquella selva se llama de Gara y Jonay.
      —¡Qué historia tan bonita, pero es muy triste! Me recuerda a lo tuyo y de Ataytana. ¿Se tirarán los dos desde un risco?
      —Espero que no haga falta. Pero si no nos queda otra solución…
     
      Finalmente, llegaron al sendero que recorría las cañadas, bordeando las paredes que separaban las tierras comunales de las de la costa. Según le había indicado Ataytana a Ubay, el sitio al que Araday debía dirigirse se encontraba hacia la mitad del camino. Era una cueva que Araday conocía bien, como casi todos los pastores, pero que sin embargo no solía utilizarse mucho: la razón era que estaba justo entre los territorios tradicionales de Güimar y Abona, y más de una vez hubo enfrentamientos por usarla.
      Aunque las tierras comunales eran de todos, la tradición había señalado los sectores de pastoreo de cada grupo y solían respetarse las preferencias.
      Hacia el poniente, aún se podía apreciar el humo del lugar donde Guayota había salido, impidiendo la subida de la gente de Adexe, y tal vez de Icoden.
      En realidad ellos dos no tuvieron dificultad alguna para hallar la cueva que decía Ataytana. Cerca de ella, en el camino, aguardaba Cataysa.
      —¡Por fin! —dijo, tras saludar con un abrazo a su hermano—. Ya creía yo que no iban a venir nunca.
      —¿Has estado esperando todo el tiempo, hermana?
      —Todo el tiempo, no. Pero Ataytana me ha enviado todos los días y desde hace unos cuantos me ha dicho que me quede aquí casi todo el rato.
      —Pues ya he llegado. Díselo a tu señora, que la esperaré —dijo Araday.
      —Tengo que ir a avisarle. Ella quería venir unos días antes del Beñesmén, en la Luna de tarde según me explicó.
      —Faltan dos días para eso. La esperaré con ansias.
      Cataysa marchó con su hermano. Araday se quedó solo, mientras se instalaba en la cueva.
      Apenas le quedaba comida, pero contaba con que los niños le trajeran algo. En todo caso, debía esperar escondido. Si por casualidad algún pastor quería usar la cueva, él insistiría en que ya estaba ocupada.
      Contaba con Zairón para que le avisara, mientras él aguardaba oculto.


(Continuará...)
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21 noviembre 2011

ATAYTANA.3

3




Araday subió con el ganado a los altos de Erjos, casi en la linde con Icoden. Por la noche, bajó a las cuevas.
      Si alguna ventaja tenía llevar a los animales allí, y no a las cañadas del Echeyde, era poder dormir en la cueva de siempre, y no en un hueco bajo las retamas.
      Pero era la única ventaja: no había suficiente comida para todo el ganado, y Araday tenía que evitar a toda costa que las hambrientas cabras pasaran más allá de la cumbre, hacia el norte: los pastores de Icoden vigilaban siempre. Incluso ahora que se suponía que deberían haber subido a las tierras comunales.
      Araday cayó en la cuenta de que los de Icoden solían seguir una ruta paralela a la de Adexe, sólo que más cerca de la montaña; por tanto, la salida de Guayota les perjudicaba a ellos también.
      Sin embargo, la gente de Icoden disponía de otra ruta: por el norte, bordeando todo el Echeyde hasta las tierras de Tahoro. Pero Araday no podía más que hacer suposiciones.
      Puede que los de Icoden no quisieran pasar por Tahoro, por motivos parecidos a los que tenían los de Adexe para no cruzar las tierras de Abona. Es decir, viejas rencillas de vecinos.
      O tal vez fuera simplemente que la ruta del norte era peligrosa. Araday había oído que el borde del Echeyde era demasiado pendiente, sobre todo si se llevaba ganado, mujeres y niños.
      Incluso podía suceder otra cosa: la gente de Icoden habría marchado a las tierras comunales, pero habían decidido dejar vigilantes en las lindes.
      Como fuera, había icodenses pendientes de cualquier animal que pasara a su territorio. Araday sabía bien que si pasaba eso, podría dar por perdido al animal. Atocarpe había dejado muy claro que no tenía intenciones de hacer una guerra por una cabra o una oveja, y lo que haría sería castigar al pastor responsable de su pérdida.
      Fueron varios los días que transcurrieron de esa manera. Araday contemplaba la Luna, viendo como crecía por la noche. La siguiente ocasión en la que eso debía ocurrir sería el Beñesmén. Los de Adexe no estaban muy por la labor de celebrarlo, sobre todo porque esta vez tendría que ser en solitario después de muchos años de hacerlo con los demás.
      Hacia donde salía el sol podía ver el humo de Guayota. A veces le llegaban truenos lejanos, otras podía ver lenguas de fuego en el cielo.
      En la cueva ya no temblaba, aunque la gente seguía teniendo miedo. Los exploradores que cada poco tiempo iban a ver el sitio, venían diciendo que unas lenguas de fuego salían de la montaña, corriendo por la tierra como si fuera un agua muy espesa. Decían que el malpaís avanzaba, pues bajo él había fuego.
     
      Cierta mañana en que estaba con las cabras (había dejado las ovejas en la cuadra, pues la mayoría estaba cerca del parto), Araday oyó ladrar a Zairón. Fue entonces cuando vio acercarse a un niño. Ya más cerca, no pudo reconocerlo, pues no era de Adexe.
      —¿Eres Araday? —le preguntó el pequeño, al llegar donde él se encontraba. Zairón se puso a olfatearlo, sin que el pequeño diera muestras de miedo.
      —Sí, yo soy. ¿Tú quién eres? —Araday se sintió tranquilo viendo la reacción del perro. Estaba meneando el rabo, mientras permanecía al lado del niño desconocido.
      —Me llamo Ubay y soy de Güimar. Me envía Ataytana.
      Al oír el nombre de la mujer, el corazón de Araday dio un vuelco.
      —¡Qué le ha pasado! ¡Dímelo ya, o te doy una paliza!
      —No le ha pasado nada, al menos que yo sepa. Ella me manda darte un recado, pero primero debo comprobar que tú eres Araday.
      —¡Soy Araday! ¡Por Achamán y su madre Chaxiraxi! ¿Es que dudas de mí?
      —Ataytana me ordenó claramente que comprobara que eres tú. Si eres Araday, tendrás una pulsera hecha con una ramita de retama…
      Araday comprendió. Su amada quería asegurarse, y no le costaba mucho hacerlo. Mostró al niño la pulsera que llevaba siempre en la mano derecha. Tenía los tres aros de barro cocido que ella le había dado.
      Ubay miró atentamente, recordando como eran los otros tres que Ataytana le había mostrado. Concluyó que eran iguales.
      —Sí. Son iguales a los del collar de Ataytana. Ella te entregó estos adornos y tú eres, en efecto, Araday. Te daré su mensaje.
      Araday escuchó atentamente.
      —¿Dices que se unirá a Tafuriaste, el de Tahoro, en el Beñesmén? ¡Hay que impedirlo!
      —Tendríamos que ir pronto a las tierras comunales. Pero dicen que Guayota impide el paso.
      —¡Ni el mismo Guayota me impedirá estar con mi amada! —gritó Araday en dirección al levante.
      Al irlo gritar, Zairón se puso en guardia. Pero no veía peligro por ninguna parte.
      —¿Eres acaso tan poderoso que puedes luchar contra Guayota? —exclamó Ubay, con admiración.
      —No, esa es labor de un dios como Achamán. Pero nosotros podemos dar un rodeo. Iremos por Chasna, en tierras de Abona.
      —¿Y las cabras?
      —Olvídalas. Por ahora dime una cosa: ¿tienes hambre? Y otro asunto, ¿en las cuevas saben que tú estás aquí?
      —Tengo hambre, sí, y también un poco de gofio con miel. Y a lo segundo, en las cuevas son varios los que me han visto, pues he preguntado por ti a todo el que he podido. Llevo buscándote más de una luna, Araday.
      —Ahora, mejor comamos y luego nos pondremos en marcha. Tengo un plan.
     
      Araday se lo dejó bien claro a Ubay. Antes de explicarle su plan le preguntó:
      —¿Qué vas a hacer tú, Ubay? ¿Vuelves con los míos o vienes conmigo?
      —Iré contigo. Además, puede que yo conozca los caminos mejor que tú.
      —Eso lo veremos. Pero quiero saber si puedo confiar en ti antes de explicarte nada. Si te vas al pueblo te preguntarán a donde he marchado.
      —Claro, y ese es uno de los motivos por los que no quiero volver. ¡Iré contigo, Araday!
      Le explicó lo que había planeado. Ubay hizo algunas sugerencias sobre como ir por la costa, pero Araday le interrumpió.
      —Olvidas que hemos de subir a las tierras comunales. No tiene sentido llegar hasta Güimar, iremos por Chasna.
      —No conozco esa ruta.
      —Yo sí. Ahora, debes ayudarme a matar una cabra —señaló uno de los animales—. Aquella es aún joven y más pequeña que el resto.
      —¿Matarla?
      —Sí. No somos carniceros y con la sangre nos ensuciaremos, pero nadie tiene porqué saberlo. Ninguno de los nuestros, si tú y yo mantenemos la boca cerrada.
      —Sí, pero ¿por qué?
      —¡Has venido andando desde Güimar y me haces esa pregunta! Yo no sé si tú comerás poco, pero yo desde luego que sí.
      —¡Pero es que una cabra es mucha carne para los dos!
      —No te preocupes por eso. Sólo tendremos que cargarla toda uno o dos días. Ya lo verás.
      Arrastraron a la cabrita elegida y Araday azuzó a las demás, dejando que se perdieran. Ya no eran su ganado.
      La víctima fue sacrificada con limpieza. Araday no sería matarife, pero había visto la labor del carnicero más de una vez. Clavó su tabona en el cuello, dejando que la sangre cayera al suelo; no cayó ni una gota sobre el tamarco de Araday.
      Se habían escondido tras unos brezos. Aunque oyeron voces, procedentes de la otra ladera, no llegaron a ver lo que sucedía. Araday simplemente supuso que los de Icoden habían encontrado algunas de las cabras que él había abandonado, y que éstas habían cruzado la linde.
      Debían ahumar la carne, pero para eso tendrían que buscar un sitio más resguardado. Con el pellejo de la cabra improvisaron dos bolsas, que llenaron con las cuatro patas y trozos selectos de la carne. Lo demás lo abandonaron allí mismo. Tuvieron que llamar a Zairón varias veces para que decidiera acompañarles, dejando allí aquellos ricos despojos.
      Araday guió a Ubay hacia una cueva en un lugar apartado, entre los pinos. Zairón les siguió por fin.
      —No es un buen sitio para quedarse, pero aquí podemos estar uno o dos días, mientras ahumamos la carne. Dentro de la cueva no se notará la humareda, aunque tendremos que dormir por fuera.
      —No importa —replicó Ubay.
      Aquellas tierras pertenecían a Adexe, por lo que no fueron molestados. Araday sabía que ya le andarían buscando, pero nadie imaginaría que aún estuviera en territorio propio; lo imaginarían en Icoden o en Daute.
      Esperó a que pasara la luna completa. Cuando vio que salió por levante ya entrada la noche, decidió que era el momento de marcharse.
      —No podemos cruzar las tierras de Adexe de día. Pero esta noche tendremos luna todo el rato, así que al amanecer podremos estar ya en Daute.
      Y así lo hicieron. Poco antes de salir el sol, Araday reconoció las montañas que definían la tierra de Daute. Decidieron descansar un poco, hasta que fueran hallados.
      Por la mañana, unas sacudidas poco amables les despertaron. Zairón gruñía, amenazante, pero sin decidirse a atacar hasta que su amo se lo ordenara.
      —¿Quiénes son ustedes y qué hacen en tierras de Daute? —preguntó el que parecía un sigoñé, por su añepa—. Y hagan que se calle ese perro si no quieren que le de una patada.
      —¡Zairón, quieto! —dijo, y volviéndose hacia los extraños, añadió—. Solicitamos el derecho de paso por las tierras de Daute. Pagaremos con carne de cabra ahumada.
      —Ya he notado que llevan carne ahumada. De hecho fue su olor el que nos ayudó a descubrirlos. Pero insisto en saber quienes son ustedes y de donde venimos.
      —Mi señor, tal vez sea mejor que no conozca nuestros nombres. Somos fugitivos y si nos permite el paso luego podrá decir que no sabe nada si preguntan por nosotros.
      —A ver esa carne.
      Araday comprendió que ya había logrado su objetivo. El sigoñé volvería a preguntar por motivos de orgullo, pero no pensaba renunciar a la sabrosa carne tan fácilmente. Si luego la repartía entre sus hombres o no, ya no era asunto suyo.
      Entregaron más de la mitad de la carne, y además la piel de la cabra para poder pasar por Daute hasta la costa. Tal y como le había prometido Araday a Ubay, el peso se les redujo considerablemente.
      Pasaron por algunas cumbres, y Araday señaló las islas que podían verse. Ubay sólo conocía la isla Tamarán, visible los días claros desde las tierras de Güimar. Pero hacia el norte y oeste pudieron ver Beneahoré. Más tarde apreciaron, enorme y cercana, la isla Gomera y en cierto momento llegaron a ver, lejos hacia el sur y oeste, Esero.
      —¿Cuántas islas son, Araday? —preguntó el niño.
      —Dicen que siete, pero yo sólo he visto cuatro, cinco si contamos la nuestra de Achinech. He oído que hay otras dos islas, más allá de Tamarán, pero sólo pueden verse desde la cumbre del Echeyde, y eso nada más que los días muy despejados. Incluso se comenta que puede verse una tierra más lejana, que no es una isla.
      —¿Qué es?
      —Un sitio muy grande al que llaman África. Mi abuelo me contó una historia, según la cual hace muchos años, una gente salió de África en unas cosas que flotaban. Los trajeron otros hombres con armas muy afiladas, y les obligaron a venir a las islas. Según esa historia, Achamán les recibió contento, porque se sentía solo. Pero mandó rayos y olas enormes que mataron a los hombres armados, y sus cosas flotantes se hundieron.
      Ellos dos tardaron un día apenas en llegar al mar. Cruzaron valles y montañas. Pero no fueron molestados en el camino. Los de Daute respetaron el derecho de paso.
     
      Ahora se hallaban, de nuevo, en tierras de Adexe. Pero Araday esperaba que no coincidieran con ningún mariscador o pescador de los suyos. Sería cosa de tener cuidado.
      Normalmente, aquella no era época de pesca o recogida de mariscos. Pero estando la gente en sus cuevas, sin subir a las cañadas, era más probable que alguien bajara hasta el mar.
      Cruzaron la costa de Adexe con cuidado, gastando dos días en el trayecto. Araday veía achicarse la Luna noche tras noche y comenzaba a preocuparse. Su plan, y el de Ataytana, dependían mucho de las fases de la Luna. Zairón les ayudaba a detectar cualquier grupo de gente.
      Llegaron así a las tierras de Abona, y Ubay suponía que caminarían hasta la montaña roja que él ya conocía. Pero Araday lo sorprendió al indicarle otra ruta. Le señaló la montaña de Guaza.
      —¡Esa es la referencia que necesito! Desde aquí podremos subir hacia Chasna.
      —¿No nos molestarán los de Abona?
      —Espero que no. Esos deben de estar ya en las cañadas. Y si encontramos a alguien que nos ponga pegas, bueno, aún nos queda carne.
      —No mucha.
      —Cierto, no es mucha. Así que antes de subir vamos a recoger algo de marisco.
      Ya estaban en la costa, así que siguieron por la playa de arena hasta llegar a la parte rocosa, junto al acantilado. Allí encontraron gran cantidad de mariscos.



(Continuará...)
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20 noviembre 2011

ATAYTANA.2

2


Faltaban pocos días para que toda la población de Güimar migrara a las tierras de la cumbre (salvo un par de viejos achiciquitza que no podían hacer el viaje y un sirviente a cargo de ellos). Ataytana pidió a Cataysa que fuera a buscar a su hermano Ubay, unos años mayor que ella.
      El joven achicaxna se sentía muy poca cosa ante la sobrina del mencey.
      —Ubay, me ha dicho tu hermana que tú has andado mucho. ¿Es cierto?
       —Sí, mi señora.
      —Cuéntame los sitios por donde has estado.
      —Bueno, he estado en las tierras de la cumbre, en muchas cañadas.
      —Eso no importa. Allí hemos estado todos.
      —Creo que no tanto como yo, mi señora. Incluso he subido a la cumbre del Echeyde.
      —¿Y pudiste ver a Guayota? Dicen que está encerrado allí dentro.
      —Pude ver su respiración. Sale humo caliente y azufre.
      —Y por la costa, ¿hasta dónde has llegado?
      —Más allá de Añazo, en las tierras de Anaga.
      —¿Y en Abona? Supongo que has estado por las costas de Abona, ¿no?
      —Sí, claro, hasta la montaña roja que se mete un poco en el mar. Pero no más allá.
      —Esa montaña roja, ¿está en tierras de Abona o de Adexe?
      —Abona, mi señora. Lo de Adexe está más lejos. No he llegado tan lejos.
      —¿Y serías capaz de llegar hasta allí?
      —¿A la montaña roja? ¡Por supuesto!
      —No, yo digo más allá. Hasta Adexe.
      —Dudo mucho que me den permiso. Ni mis padres ni los señores.
      —Te lo doy yo. ¿No te vale?
      —¡Claro que sí! Usted manda más que cualquiera de ellos.
      —Bien, en ese caso atiende a lo que te voy a decir. Tienes que buscar a un pastor de Adexe llamado Araday. Trata de llegar antes de que marchen a las tierras comunales, pero si no, lo buscas por allí. La cuestión es encontrarlo, esté donde esté, y le dices que…
      Ataytana explicó con todo detalle lo que debía decir Ubay a Araday. También, como reconocerlo, para lo cual debería pedirle la tira de retama con las tres piezas de barro, que eran idénticas a otras tres que ella había conservado. Y, por último, le explicó al pequeño como reconocer el paso del tiempo por las fases de la Luna.
      Ubay marchó de inmediato. Pasó por su cueva y cogió un zurrón con gofio amasado, incluso a sabiendas de que era casi todo el que tenían sus padres. Pero ellos podrían conseguir más, mientras que él tendría que estar muchos días alimentándose con lo que pudiera conseguir. Cogió un pequeño envase de piel para contener agua, pues sabía que en verano y cerca de la costa no siempre era fácil hallar agua potable. Y, finalmente, se hizo con una tabona bien afilada, que era la favorita de su madre. Fue el objeto que más le dolió quitárselo a sus padres, pero sin duda a él le hacía más falta que a ellos; su padre era muy hábil fabricando cuchillos con la piedra negra brillante (obsidiana).
      Completó su equipo con una piel de oveja medio rota que abrigaba lo justo y se marchó, sin decir nada a nadie, pues así se lo había pedido Ataytana. Cataysa se ocuparía de dar las explicaciones debidas a sus padres.
      De hecho, en medio de los preparativos para la marcha a las cumbres, nadie notó la falta del niño. Su padre y su madre sí que notaron más tarde que faltaban algunos objetos valiosos, pero Cataysa les convenció de que no perdieran el tiempo buscándolos ni denunciando su robo.
      Y mientras casi todos los güimareños viajaban montaña arriba, Ubay caminaba hacia el sur. Había decidido que era mejor no seguir la costa por el momento, sino avanzar por las medianías hasta llegar a la altura de la montaña roja. Desde allí sí que seguiría por la costa.
      Lo hizo así para ir algo más deprisa y para aprovechar los charcos con agua que aún quedaban en muchos barrancos; sabía que cuanto más cerca estuviera del mar, menos agua dulce hallaría.
      Pero no podía ir tan deprisa como le gustaría, pues Ataytana insistió en el sigilo: nadie debía verlo hasta que llegara a tierras de Abona, ya lejos de las de Güimar. Y eso le obligaba a esconderse a menudo, cada vez que veía gente.
      Un día se vio obligado a permanecer desde la mañana hasta la noche escondido en una cueva, porque un grupo de pastores había decidido dejar su rebaño muy cerca de su cueva. No eran de Güimar, sino de Abona, pero sin duda lo conocían pues estaban muy cerca del límite; así que no podía arriesgarse.
      Según le había explicado Ataytana, cuando la Luna volviera a estar completa y visible toda la noche por tres veces, sería el Beñesmén. Pero su recado debía de ser dado antes de que eso ocurriera: a más tardar después de la segunda ocasión de Luna completa.
      Ubay siguió por tierras de Abona, cada vez menos preocupado por esconderse, pero aún lo hacía. No quería que lo vieran matar lagartos y comérselos crudos, o medio cocidos.
      Un lagarto no tenía mucha sangre, que sí la suficiente para quedar maldito por ello. Sería un achicaxna mientras tuviera que matar para comer, pero si nadie lo veía hacerlo tal vez pudiera decir que nunca había tocado la sangre; así se lo había explicado su madre, insistiendo en que si alguna vez conseguía reunir méritos para llegar a ser achiciquitza, uno de los aspectos que más se le tendrían en cuenta era que no hubiera tocado sangre, ni de animal ni de persona.
      De paso, Ubay cayó en la cuenta de que en el mar había más comida. Y que a nadie molestaba que matara los peces para comerlos. Mejor que peces, para los cuales necesitaría un sedal con anzuelo, podría recoger lapas, erizos y cangrejos.
      Así que finalmente Ubay llegó hasta la montaña roja y en las costas más pedregosas buscó donde conseguir comida de la mar.
      Siguió por la costa un tiempo, pero al llegar a los acantilados decidió seguir tierra adentro. Ya era un territorio desconocido para él, y tenía que buscar gente a la que preguntar por el camino.
      Había otro motivo por el que quería buscar gente, y es que sucedían cosas que resultaban desconocidas para él.
      La tierra temblaba, y él no lo entendía.
      La primera vez que sintió un temblor de tierra, se hallaba mariscando y no le dio mucha importancia. Pero más tarde, cuando se dedicaba a limpiar las lapas para comerlas, volvió a sentir otro temblor.
      Al comprender que era la propia tierra la que se estaba moviendo, se asustó. De haber estado con los suyos, habría ido corriendo a buscar a su madre. Pero estaba solo.
      Ignorando las lágrimas que bajaban por su carita sucia, recordó las lecciones de Benitomo, el guadameñe. Le había hablado de Guayota, el demonio que moraba bajo las tierras del Echeyde, «que a veces hace temblar la tierra porque quiere salir».
      ¡Conque era eso! ¡Intentos de Guayota para escapar de su cárcel!
      Ubay deseó que el demonio no se saliera con la suya. Y aunque no sabía las palabras adecuadas, en su mente pidió a Achamán que le ayudara, manteniendo encerrado a Guayota.
      Durante los días siguientes, los temblores prosiguieron. Algunos más fuertes, otros casi inapreciables. Pero Ubay comprendió que le gustaría consultar la situación con algún adulto: tal vez le ofreciera algún consejo útil.
     
      Araday sintió el primero de los temblores cuando estaba en su cueva. Ésta era muy oscura y profunda y él dormía en el rincón más apartado de la boca, por ser de muy baja categoría: sólo el carnicero tenía menor consideración que la suya.
      Tan adentro estaba en la cueva que no le resultaban raros los pequeños desprendimientos de piedras. Araday solía dormir con una piel sobre la cabeza y con frecuencia tenía que apartar alguna piedrecilla del cabello al levantarse.
      Pero esta vez oyó como una piedra bastante grande cayó a poca distancia. Y pudo escuchar un ligero sonido, muy grave, que parecía venir de lo más profundo. Era como una bestia, pero un animal enorme, gigantesco. Araday pensó que era la voz de Guayota, y justo en ese momento sintió que todo se movía. Cayeron varias piedras y él se levantó, saliendo a tropezones de la cueva.
      Todo el mundo ya estaba afuera, la mayoría tal y como solían dormir, es decir desnudos bajo las pieles. Hasta el propio mencey estaba así. Miraba a los demás, tan asustando como cualquier otro: el miedo eliminaba las diferencias entre las castas.
      Atocarpe, el mencey de Adexe, era un hombre ya mayor, pero por lo mismo llevaba años al mando, así que sus reacciones eran automáticas.
      —¿Todos están bien? ¿No falta nadie?
      Todos estaban allí, hombres, mujeres y niños. Achimenceyes, achiciquitzas y achicaxnas.
      Aún era de noche pero faltaba poco para el amanecer. El mencey trató de recuperar el debido decoro.
      —Mejor que cada uno se vista y si puede que se vaya a dormir. Si no tienen sueño, pues que se queden levantados. Los sirvientes deben iniciar ya mismo las labores para preparar la comida. Y que el carnicero mate uno de los machos, pues creo que nos hace falta. Mientras se hace la comida, que los pastores vayan a ver si el ganado está bien.
      Araday oyó las órdenes y tras echarse el tamarco encima fue corriendo hasta la cueva donde guardaba las cabras y ovejas del hijo de Atocarpe. Casi no podía ver gran cosa por la oscuridad, pero no en vano él conocía muy bien el camino a la cuadra.
      Más avanzado el día hubo otro terremoto. Araday estaba con el ganado y lo notó más por la inquietud de los animales (en especial, el perro Zairón, que aulló). Pero enseguida él también notó como se movía la tierra. Esa noche se encontró una piedra bastante grande sobre la piel de cabra que usaba para taparse.
      Durmió poco y ese poco estuvo lleno de pesadillas. En una en particular, se vio en el interior de la boca de un enorme monstruo, y él tenía que evitar las muelas que trataban de triturarlo; algunas se caían, y eran enormes trozos de piedra negra. Oyó un rugido y se despertó… para oír los gritos de los demás. Era otro terremoto.
      Por el día se quedó dormido un par de veces. Menos mal que Zairón era buen perro pastor y él se encargaba de vigilar al ganado; aparte de que no había peligro de que ningún animal se alejara hacia donde no debía.
      Otra noche atormentada, y en esta ocasión, Araday soñó con Ataytana. Ella estaba en una cueva gritando y él quería sacarla, pero no podía mover las piernas, pues estaba enterrado en la roca como si fuera barro.
      Y así durante varios días. El guadameñe no hacía más que ofrendas a Achamán. Dio la orden de que los hombres y las mujeres debían dormir separados, lo que incluía al propio mencey. Y que las crías de los animales debían apartarse de sus madres, para que balaran quejumbrosas y así atraer la voluntad del dios.
      Pero la tierra siguió temblando día tras día.
      Finalmente, un día uno de los pastores llegó corriendo desde la cumbre.
      —¡He visto salir humo de la montaña! —le dijo al mencey.
      —¿Un incendio? ¿Puede llegar cerca de nuestras cuevas?
      —No señor. No es un incendio, pues donde sale no hay plantas, es sólo malpaís. Se trata de humo y fuego, pero sale de las rocas.
      Atocarpe envió a un sigoñé, un capitán achiciquitza, para que investigara. Con él fueron varios pastores, incluyendo al que trajo la noticia.
      Volvieron ya cerca de la noche.  El sigoñé habló con el guadameñe y éste dio la noticia.
      —¡Guayota ha salido! Y lo ha hecho en medio del camino que debemos seguir a la cumbre. ¡No quiere que subamos a las tierras comunales!
      Atocarpe se quedó pálido. —Tendré que ver eso— dijo.
      Al día siguiente, el grupo que subió era bastante numeroso. Aparte del sigoñé, iban el mencey, el guadameñe y un buen montón de sirvientes. Pasaron casi todo el día en la cumbre y esa noche, Atocarpe dio la noticia.
      —No iremos a las tierras cercanas al Echeyde. Nos quedaremos aquí. Quien quiera llevar al ganado a otro sitio, que lo lleve a Erjos. Y esperemos que los de Daute o Icoden no nos creen problemas, como suele ser lo habitual. Pero Guayota nos ha cortado el camino a las cañadas cerca del Echeyde.


(Continuará...)
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