17 diciembre 2011

ALONE (SOLO)

Este es mi último mensaje y es muy probable que no llegue a transmitirlo. En tal caso, lo dejaré grabado para que alguien pueda leerlo cuando yo ya haya muerto.
      Veamos… ¿Por dónde podría empezar? Supongo que por el principio sería lo más lógico.
      Me llamo Carl Jensen y soy el primer habitante de Marte. Llevo ya cinco años en el planeta y creo llegada mi hora. Me refiero a cinco años marcianos, es decir diez años de la Tierra.
      Hace quince años, terrestres, se decidió que no había recursos para enviar una tripulación a Marte en un viaje de ida y vuelta. Se tardarían unos veinte años en tener los medios para poder hacerlo y aún así saldría caro, muy caro. Pero sí que había recursos para llevar un hombre al planeta y darle lo suficiente para sobrevivir en la superficie, eso sí con un poco de trabajo por su parte.
      Detalle muy importante, no quedaba la posibilidad de recogerlo al terminar su misión, por lo que ésta se prolongaría indefinidamente. Dicho de otra forma, el astronauta se quedaría a vivir en Marte.
      A pesar de que no había regreso, se presentaron muchas solicitudes. La mía fue una de ellas. Y tras una ardua selección se decidió que yo era la persona idónea.
      Aunque no conozco todos los argumentos analizados por el tribunal de selección, hay unos cuantos que sí se. Voy a mencionarlos según me vienen a la mente.
      Yo era por entonces relativamente joven, apenas tenía 32 años, y sin embargo ya contaba con una amplia experiencia como astronauta: tres misiones, aunque la segunda fue una misión abortada, cuando la Soyuz TMX-89 falló durante el despegue y tuvimos que activar los sistemas de emergencia; la cápsula salió disparada del cohete y aterrizamos en algún lugar de los Urales. Creo que fue la única vez que un despegue ha sido abortado con éxito. Al menos en la última década.
      Además de mi experiencia como astronauta, he realizado dos viajes de vuelta al mundo en solitario, y en uno de ellos incluso me vi en la necesidad de curarme una fractura. Los médicos han podido comprobar que mi tibia izquierda está perfectamente soldada, pues logré encajar a la perfección los trozos del hueso roto, a pesar del dolor que sentía. No cabe la menor duda de que soy capaz de cuidar de mí mismo…
      También carecía de trabas familiares. Tuve un hijo pero éste ya estaba crecido, y con once años podía prescindir de su padre. Para ser exactos, eso es lo que realmente había sucedido desde mi divorcio, un año antes.
      Y tenía una buena preparación en biología y medicina, lo que me capacitaba no sólo para cuidar de mí mismo sino para llevar un invernadero en el que obtener parte de mi alimento en Marte.
      Así que, para resumir, finalmente fue a mí a quien metieron en una cápsula y me enviaron hacia el planeta rojo.
      Debo decir que a mi llegada no había nadie para recibirme. Aunque este chiste ya lo he repetido demasiadas veces, es cierto.
      No había nadie, pero sí que había algo esperándome: un hábitat, una nave con provisiones y maquinaria, dos robots auxiliares y un transporte. Todo eso se hallaba ya en Marte, esperando mi llegada.
      Ya he contado cómo fueron mis primeros días, preparando la maquinaria y el hábitat, montando el invernadero y finalmente explorando. También he narrado lo que significa ser la persona más solitaria que haya podido existir en la historia. Ni siquiera quienes fueron a la Antártida o a la Luna llegaron a estar tan solos como yo. En todos los sentidos del término.
      Al principio envié muchas transmisiones, pero luego las fui espaciando cada vez más. Cuando se cumplió mi primer año marciano apenas enviaba una a la semana. A los cuatro años, tan sólo transmitía cada dos o tres meses. Y finalmente, hace ya seis meses desde que envié la última.
      Esta grabación probablemente no la envíe, pero es porque no puedo. Con la tormenta de polvo, los paneles solares están al mínimo y además pienso reducir la potencia del reactor hasta quedarme congelado de frío.
      Pero nuevamente me estoy adelantando.
      Antes de explicar porqué, debo exponer mis sentimientos.
      Mi hijo, Pete. Hace seis meses, como ya dije, que no le envío ninguna transmisión. Pero lo cierto es que él tampoco me ha enviado nada.
      La Tierra dispone de grandes antenas y puede enviarme cualquier cosa siempre que esté dispuesta a gastar la energía necesaria; y la verdad es que casi siempre ha sido así. Gracias a ello, he podido disfrutar de las principales películas y estar al tanto de las noticias del planeta, algo que franlmente me motiva cada día menos. También he recibido mensajes de todo tipo a través de la red. Al principio yo siempre respondía; pero emitir requiere mucha más energía que recibir y la verdad es que no dispongo de tanta. Finalmente, dejé mis intervenciones en la red al mínimo, y que desde Houston se encargaran de mis redes sociales. Mi otro yo virtual lo estaba haciendo tan bien que muy pocas veces me encontré en la tesitura de corregirle.
      Por otro lado, lo cierto es que el público ya había perdido el interés. Al principio, algunos medios plantearon la misión como una especie de suicidio por mi parte. Sí, es cierto que esperaba morir en Marte, pero eso no sucedería en pocos meses; de ahí que cuando pasaron los meses y yo seguía vivo, la gente perdió todo interés por el «loco de Marte».
      Los mensajes incluían a mi familia, como no podía ser menos. Mis padres me enviaron las típicas notas de orgullo y de pena por no estar con ellos en ciertos momentos. Mi ex me envió alguna que otra nota, sobre todo informes del desarrollo de Pete. Y mi hijo, en especial, me envió abundantes mensajes.
      Yo trataba de responder sobre todo a las notas de Pete lo más rápidamente que podía.
      Pero apreciaba cierta sensación de tristeza. «Papá, ¿por qué no estabas en mi cumpleaños? ¿Podrás venir para el próximo?» y otras por el estilo. Me hacían sentir culpable por abandonarlo, lo que ya había ocurrido antes de venir aquí, a Marte.
      Además, Pete fue creciendo y ya no le hizo falta hablar con su padre; más bien llegó el momento en que quiso despegarse, y salieron a relucir los típicos problemas adolescentes. El joven ya no quiso saber nada de su padre, «ese loco que se fue a morir a Marte».
      Así que yo también dejé de enviarle mensajes.
      Algo similar me sucedió con las mujeres. No me refiero a mi ex, sino a las novias que aparecieron. Antes de partir conocí a dos que se mostraron emocionadas por mi valor. Y muy dispuestas a satisfacerme para dejar un buen recuerdo. Ninguna sabía de la existencia de la otra, por supuesto. O eso creo yo. En todo caso, si por casualidad es ahora cuando vienen a enterarse, no es cuestión que me preocupe.
      Intercambié mensajes con ellas dos y con otras que conocí más tarde, pero la cosa fue menguando. Aún he podido enviar un mensaje a Marilyn, mi última novia, y eso fue hace ya seis meses.
      No voy a comentar cómo he sobrellevado ese problema, pero a fin de cuentas no soy el primer hombre que se encuentra solo. Aunque tan solo como yo, ¡nadie!
      Por lo demás, la soledad es fácil de sobrellevar si uno está ocupado. Y por cierto que sobrevivir en Marte es un trabajo duro, con muy poco tiempo libre.
      Tan sólo montar el invernadero y llevar las cosechas hasta conseguir las primeras verduras me mantuvo ocupado durante la mitad del tiempo. Aparte de eso, reciclar los residuos para tener agua potable y algo de aire, limpiar, hacer la comida y realizar las labores diarias ya servía para ocuparme el resto del tiempo. Cuando podía, salía a explorar, pero sin alejarme demasiado: sólo me atreví a recorrer más de una hora en el transporte cuando pude conseguir que los sistemas estuvieran razonablemente controlados. Hasta entonces, apenas exploré los alrededores de la base.
      Al final de todos los días, sólo disponía de unas pocas horas para descansar, que ocupaba leyendo, viendo alguna película o respondiendo a los mensajes.
      Así fue durante los primeros once meses. Luego fui entrando, poco a poco, en una cierta monotonía. No en el sentido desagradable del término, sino en el de un hábito que resulta agradable de mantener.
      Para cuando cumplí el primer año marciano, de veinticuatro meses, ya tenía un par de cosechas recogidas (con luz y calor artificial las plantas crecen bastante rápido) y el sistema de reciclado de aire y agua aportaba una buena fracción de lo que necesitaba.
      Recibí mi primer envío con mucha ilusión. No había habido tiempo para que incluyeran algunas cosas que eché en falta al llegar, pero eso ya sería en el siguiente envío. No obstante, ahora pude disponer de una buena colección de alimentos ya preparados, agua, oxígeno y algunos lujos como un disco de mayor capacidad para el ordenador central, con programas más avanzados.
      No voy a describir toda mi vida, porque ya lo he hecho en los distintos mensajes anteriores. Acabo de observar que el indicador de oxígeno señala que estoy cerca de llegar al mínimo. Eso sucederá dentro de un par de horas, si mis cálculos no fallan. Cuando eso suceda, dejaré este mensaje grabado y procederé a bajar la temperatura, para que la anoxia me llegue sin que lo note. Tendré algo de frío y sueño, pero nunca despertaré.
      ¿Qué es lo que finalmente me ha llevado a tomar esta decisión? Pues una tormenta de polvo que lleva ya dos meses sin mostrar indicios de parar.
      La primera tormenta de polvo llegó a los trece meses de mi llegada, y duró seis días. Durante ese tiempo tuve que encerrarme en casa, mientras afuera soplaba un viento furioso.
      Los vientos en Marte son de poca intensidad, pero sólo porque el aire es muy tenue. Es poco probable que el viento lo arrastre a uno; pero la visibilidad es nula y si uno se atreve a salir se puede perder a los pocos metros. La única vez que tuve que salir fue para sellar una compuerta en el invernadero, y usé un hilo al estilo de Aridacna para no perderme. Incluso así casi me extravío, pues por un momento no fui capaz de encontrar el hilo sobre el suelo.
      A la semana llegó otra tormenta y luego una tercera. Era la temporada de las tormentas, evidentemente, y ya estaba prevista. Tenía que mantenerlo todo cerrado para impedir la entrada de polvo que podía averiar cualquier aparato.
      Tras la última tormenta de la temporada tuve que limpiar algunos filtros, pero no pasó nada serio. Los paneles solares se cubrieron de polvo, reduciendo bastante la aportación de energía, pero disponía también de un pequeño reactor nuclear. De todos modos, siempre procuraba limpiar los paneles después de cada tormenta.
      En mi segundo año marciano no hubo tormentas, pero sí en el tercero. Hubo cuatro, siendo la segunda la más prolongada, pues duró casi un mes y cuando acabó tuve que reparar un par de bombas atascadas en el invernadero.
      En el cuarto año no hubo tormentas, pues parece haber un ciclo de dos años marcianos, algo que habría que estudiar. Se lo dejo a futuros habitantes.
      Este quinto año tocaban tormentas y la actual es la segunda. La primera fue breve, pues sólo duró un día, pero la segunda es la más prolongada que he vivido en este planeta.
      No sólo los paneles solares están inoperativos, lo peor es que el sistema de bombeo de aire está roto; probablemente alguna de las bombas tiene polvo y se ha atascado. Para arreglarlo debería salir, pero no puedo hacerlo con esta tormenta. Y aunque pudiera, tampoco puedo hacer nada ya que para limpiar una bomba debo tener un aire despejado, o sólo servirá para que se llene aún más de polvo. Tampoco podría desmontarla y traerla aquí dentro, pues se trata de equipo esencial para la supervivencia.
      En resumen, que no puedo hacer nada. Y el oxígeno se ha ido reduciendo hasta casi llegar al mínimo.
      Si la tormenta se detuviera ahora mismo, podría contar con el oxígeno que tengo en el traje, con tiempo suficiente para limpiar la bomba y ponerla en marcha. Pero no se detiene.
      He parado el reactor nuclear para que baje la temperatura. Ya empieza a hacer frío, y el oxígeno está muy cerca del límite. Todavía no aprecio su falta, pero será cuestión de minutos, una hora tal vez.
      Voy a dejar aquí esta grabación. Finalmente, parece que voy a morir en Marte.
      Buscaré una película interesante hasta que llegue la hora. Sentiré sueño, me acostaré y no despertaré…
      (…)
      Bien, inesperadamente las cosas han cambiado. Esta grabación la enviaré tan pronto como pueda transmitir, ahora que la tormenta ya está amainando.
      Fue una verdadera sorpresa. Ya estaba cansado de oír la alarma de la bomba de oxígeno y mientras veía la película la ignoraba, como siempre.
      Pero de repente dejé de oírla, y eso sí que me sorprendió. ¡La bomba se había puesto en marcha por sí sola! Supongo que la partícula que impedía el giro de alguna pieza se había soltado, liberándola; hasta que no la examine no podré saber bien lo que ha ocurrido. Pero lo importante es que el nivel de oxígeno ahora está subiendo.
      He vuelto a activar el reactor, pues ya no hay motivo para aguantar este frío glacial.
      Finalmente, no me voy a dejar morir. Seguiré luchando por mi vida y cuando me llegue el momento, será por un accidente o algo igualmente inesperado.
      Incluso es posible que me llegue en la Tierra. No lo había comentado porque antes no valía la pena; pero nuevamente se está hablando de enviar aquí una tripulación, y esta vez vendría con una nave para regresar. Uno o dos de ellos se quedarían aquí, y yo podría irme.
      Es una posibilidad que debo considerar.
      Aunque no estoy muy seguro de que desee volver a la Tierra. Mi planeta es Marte.
      Yo soy el primer marciano, de eso no cabe ninguna duda.

16 diciembre 2011

Crónicas Venusianas

Eduardo contemplaba en la pantalla la magnífica desolación. La superficie de Venus, seca, ardiente, borrosa bajo un aire cientos de veces más denso que el de la Tierra.
      Él se hallaba a bordo de Afrodita, la Ciudad Flotante, a cientos de kilómetros por encima, lejos de las nubes de ácido y de las tormentas perpetuas.
      Tenía un sirviente mecánico allá abajo, en la superficie. Una máquina que parecía el resultado de un cruce entre un tanque, un submarino y una enorme langosta. El robot RVA-012 transmitía lo que captaban sus ojos/cámaras a la Ciudad Flotante.
      RVA-012 buscaba recursos para una agotada Tierra, donde se habían agotado muchos metales. Venus era un mundo duro pero sin explotar, y muchas corporaciones comerciales habían conseguido contratos de explotación de sus recursos.
      Eduardo era un técnico contratado por la Venus Enterprise Inc y vivía en un habitáculo de la empresa, comía en sus comedores y vestía sus uniformes. De su sueldo se descontaban los gastos y por eso debía trabajar 12 horas diarias, para pagar sus deudas; de lo contrario, la empresa lo despediría y… ¿a dónde ir en Ciudad Flotante, si todo está controlado por las corporaciones? Sólo tenía el suburbio, donde malvivían a duras penas los desempleados con delincuentes y otros proscritos.
      De todos modos, a Eduardo no le preocupaba tener que trabajar 12 horas, pues lo hacía ante una consola, controlando el robot explorador. Y aparte de comer, dormir y demás necesidades, no tenía otra cosa que hacer; incluso las diversiones estaban a cargo de la empresa, así que no eran más que otra forma de endeudarse.
      El robot buscaba nódulos minerales, unas estructuras típicas de Venus, parecidas a perlas y que se formaban de un modo parecido según los científicos. Unos seres vivos flotaban en la atmósfera superior, y a veces también en la inferior; algunos de ellos acumulaban metales en su organismo y cuando pesaban demasiado los expulsaban, formando pequeñas bolitas que caían al suelo.
      La existencia de vida en Venus había supuesto toda una sorpresa. Las condiciones eran infernales, ¡y sin embargo había vida!
      En el pasado no había sido siempre así. Las huellas estaban por todas partes: millones de años atrás, Venus había tenido un aire más tenue, grandes océanos, y vida en abundancia. Pero las condiciones cambiaron, se entró en una espiral de descontrol y al final todos los océanos se evaporaron, la vida casi desapareció. Venus pasó de ser un paraíso a un infierno.
      Entre los entretenimientos que había comprado a la empresa, Eduardo tenía una biblioteca de ficción antigua, sobre todo libros y películas del siglo 20. Entre los libros digitalizados, tenía reproducciones de antiguos «pulp», una especie de revistas en papel de poca calidad. Algunas de esas revistas contenían historias divertidas y entretenidas de cómo imaginaban los viajes espaciales aquellas gentes antiguas.
      Eduardo leía historias de un Venus imposible. Un planeta donde habían enormes selvas pobladas por animales prehistóricos, y donde sus habitantes eran humanos, más o menos parecidos a los terrestres. También había historias de otros mundos, como Marte, pero las que más agradaban a Eduardo eran las de Venus.
      ¡Cuánto habría deseado vivir en ese planeta mitológico! Viajar por aquellos océanos, acompañando a hermosas princesas en guerra contra reinos hostiles, o luchando contra dinosaurios con armas increíbles. En sus sueños, Eduardo se veía a menudo como un héroe de ficción, vestido con una camiseta ajustada, que mostraba toda su musculatura, y un diminuto pantalón. Sus fuertes piernas terminaban en un calzado muy ajustado, y sin embargo cómodo. Podía completar el equipo con una vistosa capa, o tal vez un casco sobre la cabeza. Sus compañeras vestían aún menos que él: apenas unas tiras de tela para cubrir sus partes pudendas. Todas ellas eran preciosas y se morían por su ayuda.
      Eduardo despertó. ¡Se había dormido ante los controles! Esperaba que no lo hubieran detectado los sistemas de verificación automática.
      ¡Un momento! El robot estaba mostrando algo en la pantalla. ¡Un nódulo!
      ¡Era enorme! Debía medir más de diez centímetros de diámetro. Era de un blanco azulado, casi como vidrio, no parecía un nódulo típico. De hecho, era demasiado grande para ser un nódulo normal.
      Dio orden al robot para que lo expidiera de inmediato para su análisis. Y él controlaría dicho análisis, como era su labor.
      El robot colocó al nódulo en un contenedor de globo. Una pequeña cápsula, con un globo destinado a subir hasta la Ciudad.
      Unas horas más tarde, cuando de hecho debería estar durmiendo, Eduardo se pudo hacer con la cápsula y el globo. Tomando las debidas precauciones, extrajo el nódulo, lo lavó y desinfectó para poder tomarlo con las manos.
      Raras veces podía tener en sus manos un nódulo, pero nunca había visto algo como aquello. Eduardo sabía bien que todos sus actos estaban siendo monitorizados, así que ni se le pasó por la cabeza quedarse con aquel objeto.
      Pero era extraño. Parecía una cápsula de cristal.
      Incluso daba la impresión de tener algo dentro…
      Eduardo la acercó a los ojos. Y vio algo dentro de la cápsula.
      No sólo podía ver el interior. En su cabeza oía una voz. Y la imagen se expandió ante sus ojos…
      Era una preciosa joven de piel azulada y orejas puntiagudas, pero aparte de eso muy humana. ¡Tremendamente humana!
      Con pelo rojo, muy largo, ojos negros de grandes pestañas, boca generosa y redonda, pechos prominentes (el pezón se marcaba claramente bajo una diminuta tela), cintura estrecha, grandes caderas con otra minúscula pieza de tela triangular; y finalmente, piernas muy bien torneadas. Era una mujer realmente deseable y le hablaba con una voz dulce, musical.

«Hombre del futuro, me llamo Ishtar y te hablo desde el remoto pasado. Mi mundo se muere, las selvas se están agostando, los océanos se evaporan y todas las grandes bestias se están muriendo. Mi pueblo está condenado a la extinción, pero me han encomendado a mí, su reina, que deje al menos un recuerdo. Con los pocos recursos que nos quedan, hemos construido una máquina para grabar esta cápsula, que esperamos pueda sobrevivir millones de años hasta que algún ser inteligente la encuentre.
Sólo te pido una cosa: que nos recuerdes. Que pidas a los tuyos que cuiden nuestros restos.
Y una advertencia: no se de donde podréis venir vosotros, pero si como creo procedéis del tercer planeta, cuídenlo. Los puede suceder lo mismo que a nosotros, que consumimos nuestros recursos sin control y, sin quererlo, matamos nuestro mundo.
Recibe un saludo de Ishtar».

11 diciembre 2011

EVA

Eva Godness estaba totalmente sola en el planeta. Pero Eva tenía un equipo completo de microingeniería.
Eva tomó unas cuantas células de su propio cuerpo y separó algunos cromosomas X de ellas. Sometiéndolos al proceso de reducción creado años atrás por Huendel, Eva fabricó cromosomas Y.
Finalmente, Eva insertó un cromosoma Y en unas cuantas células, sustituyendo a un cromosoma X.
De esa forma, Eva fabricó algunas células con el genoma de un macho.
Con esas células, Eva elaboró unos clones masculinos. También creó otros clones femeninos, con su propio genoma intacto.
La diosa Eva podría haberse puesto en hibernación, pero no se fiaba de los programas automáticos de enseñanza para los clones. Así que ella misma supervisó todo el desarrollo de los clones, machos y hembras.
Por algún motivo desconocido, Eva fabricó más machos que hembras. Y cuando transcurrieron los años precisos, todos los clones alcanzaron la madurez sexual. Se aparearon entre ellos. Pero como sobraban algunos machos, Eva se reservó para sí varios clones masculinos.
Así la diosa Eva pudo complacer su apetito sexual.
Y todos llegaron a tener hijos. Todos eran hijos de Eva, la diosa, pues incluso los que no habían sido concebidos por ella en persona, lo habían sido por alguno de sus clones, idénticos a ella. Y porque todos los padres de los niños eran clones de Eva.
Y sin embargo, todos eran diferentes, pues Eva, en su gran sabiduría, halló la manera de alterar los genes, cambiando caracteres a capricho. Unos clones tenían la piel clara, otros más oscura, unos pelo negro, otros rubio; los había más inteligentes, y otros algo menos listos; unos era altos, otros más bajos; algunos más fuertes y corpulentos, otros más delgados. Y así un largo etcétera.

Pasaron los años.
Y pasaron varias generaciones. Eva descansó al fin.
El planeta se llenó con los hijos de Eva, la Diosa Madre.

08 diciembre 2011

FURTIVOS

Solos en la noche, Lut y su grupo caminan por el centro de la calle.
La oscuridad es total. Reina el silencio.
No llega ni un solo ruido de los edificios ni de los vehículos parados junto a los bordillos.
En el cielo sin Luna y despejado, miles de estrellas.
Nadie las mira. Todos los sentidos están puestos en andar por la oscura calle, sorteando los obstáculos.
De pronto, el fino olfato del jefe señala el objetivo.
—Ya estamos cerca —indica Lut—. ¡Ahora todo el mundo en silencio!
Ya pueden apreciar el fuerte olor de sus presas.
Cruzan la puerta abierta del edificio con movimientos furtivos, guiados por el olor. Llegan a otra puerta. Está cerrada.
Del otro lado llega un rumor, un pequeño ruido apenas perceptible.
Alzándose sobre sus patas traseras, Lut se apoya en la pestilla de la puerta.
Se abre.
Todos los perros entran en tromba al interior del gallinero automatizado, donde las máquinas aún funcionan alimentando a mil gallinas.
Sobre el ruido de los sistemas automáticos se alza la algarabía de las pobres gallinas. Cacarean estruendosa e inútilmente. Saben que no tienen salvación frente a la jauría de perros hambrientos.
Los amos humanos ya nunca vendrán a salvarlas.

07 diciembre 2011

FECUNDACIÓN

La sonda espacial «Espacio Profundo» ha alcanzado su destino: la nube molecular entre las estrellas. Durante largos años había mantenido los sistemas al mínimo pero ahora, alcanzado el objetivo, todos ellos se han activado. Todos menos una cámara de UV, pero nada es perfecto…
Se abren portezuelas, se despliegan antenas, se disparan chorros de los motores de posición.
Salvo la dichosa cámara, todos los equipos empiezan a tomar datos y a transmitirlos hacia la lejana Tierra, a donde llegarán varios años más tarde.


Durante millones de años, las moléculas y partículas sólidas de la nube habían mantenido un total equilibrio. Sustancias orgánicas de gran complejidad se habían formado muy despacio, cada vez que algunos átomos o moléculas más simples habían chocado llevados por sus vibraciones al azar. Pero, fuera de ese movimiento propio de las moléculas, nada se movía en la enorme nube. Ni una sola partícula de hielo tenía tendencia a agruparse con las demás.
Pero he aquí que ha aparecido un elemento nuevo y perturbador. Un objeto enviado por seres vivos de un planeta cercano está provocando movimientos entre las partículas heladas. Algunas se acercan y se ven atraídas por sus fuerzas gravitatorias. Se funden para formar una masa mayor, que a su vez atraerá a otras partículas…


El objeto, la sonda «Espacio Profundo», prosigue su camino. Ya ha cumplido sus dos funciones.
La primera, transmitir los datos a la Tierra de la nube molecular de donde procede toda la vida del Sistema Solar.
La segunda, permitir la formación de nuevos cometas que servirán para que la vida aparezca en otros planetas.
La nube ha sido fecundada una vez más.

04 diciembre 2011

ZEMOZ, EL BARBARIANO (5ª y última parte)

(Viene de la 4ª parte)

Y para terminar estas aventuras, quiero relatar el enfrentamiento que tuvo Zemoz el barbariano con la bruja Kesede Smaya.
      En cierta ocasión viajábamos los dos, camino de Leograndia, la afamada villa montañesa de Barbaria.
      Se iniciaba el otoño y las hojas de los árboles pendían secas sobre las ramas, siendo aún más abundantes en el suelo. Sin embargo, el sol brillaba en un cielo con pocas nubes, algo raro tras varias jornadas tormentosas. Unos vientos racheados levantaban la hojarasca de vez en cuando.
      Aún no hacía verdadero frío, pero los rayos del sol se agradecían.
      Bajábamos por un valle hacia Leograndia, que como es sabido está situada a la orilla de un caudaloso río navegable en un amplio tramo. El camino estaba empedrado y de vez en cuando nos cruzábamos con gente de toda clase.
      Iba Zemoz caminando y quien esto relata en su carro como siempre. Más de una vez habíamos comprobado (como ya queda dicho) que mi pobre burrito no podía cargar con la mole de Zemoz; así que, arduamente por mi parte, logré convencerle de que debía caminar a mi lado.
      Justo el día anterior acabábamos de pasar por una aldea, cuya bodega Zemoz había arrasado en busca de comida, y donde una aldeana había «disfrutado» de las delicias de Zemoz; bueno, en realidad no se enteró de casi nada porque se desmayó nada más abrazarla el fornido aventurero.
      En éstas vemos venir por el camino hacia nosotros a una mujer solitaria. De haber tenido yo la oportunidad, le habría advertido que se escondiera donde Zemoz no pudiera verla, pero éste la vio tan pronto como yo.
      Al acercarse, pude verla mejor. Era una vieja esmirriada y encorvada, con más huesos que otra cosa bajo los harapos que llevaba puestos como vestido. El color de su ropa era indefinido, pero aún mostraba señales de una anterior riqueza cromática.
      Su cabello era canoso, con alguna hebra negra, y ya muy ralo. Lo llevaba sujeto en un tosco moño, que el viento había desarreglado.
      En la cara llevaba un vistoso maquillaje: los labios de rojo carmín y las mejillas del mismo color, lo que no le favorecía con su cara repleta de arrugas. Además, era evidente que le faltaban muchos dientes.
      De sus orejas colgaban vistosos pendientes de conchas y piedras pequeñas.
      Para completar la imagen, varias verrugas oscuras distribuidas por la nariz y una de las orejas.
      Calzaba unos zuecos de madera de Barbaria y llevaba anillos en todos los dedos de las manos, aunque ninguno era de oro. Las uñas se veían limpias aunque algo descuidadas.
      Todo eso lo vi de inmediato pero no porque me apeteciera verla sino porque nos detuvimos junto a ella.
      Zemoz se le plantó delante y le dijo:
      —¡Quítate de en medio, vieja, y deja pasar a Zemoz!
      —Yo soy la bruja Kesede Smaya y no me aparto tan sólo porque un hombre me lo diga. Menos si lo hace sin ninguna educación y aún menos si quien lo dice es un bruto maloliente.
      —Todas las mujeres se desmayan ante Zemoz el barbariano. Así que no hace falta que me digas que tú también te desmayarás, ¡ja ja!
      —¡Bruto estúpido! Kesede Smaya es mi nombre, y soy bruja formada en la capital de Barbaria. Mi conocimiento en las artes de brujería es de lo más elevado y si insistes en tu estupidez tendré mucho gusto en demostrártelo.
      —¡Conozco bien las artes que enseñan a las brujas en la capital, ramera! —gritó Zemoz a la vez que se abalanzaba con furia sobre la mujer.
      Pero Kesede Smaya alzó el brazo con indiferencia y la espada de Zemoz se transformó en una serpiente, que se fue reptando por la tierra y se escondió rápidamente en un agujero.
      —¡Mi espada! Cacho zorra, ¿qué has hecho con mi espada forjada en acero de Azulita? Pero no me importa, ¡bastará con un solo brazo para forzar a un esqueleto reseco como tú!
      Alzó el brazo contra la bruja pero ésta levantó nuevamente el suyo y surgió una neblina que cubrió a Zemoz.
      El barbariano cayó tendido en el suelo.
      La bruja se le quedó mirando y dijo:
      —Ya las mujeres no te temerán más, imbécil.
      Sin decir más, Kesede Smaya se alejó por el camino, dejándonos solos.
      Poco después se despertó Zemoz y dijo, con voz aflautada:
      —¡Huy, qué caída más tonta! ¡Vámonos, cielo que se nos hace tarde!
      Comprendí que Zemoz había cambiado. Y no me gustaba el cambio.
      No dije nada y nos pusimos en marcha.
      Muy pronto pude captar por completo cuan profundo era el cambio de Zemoz. Nos cruzamos con un soldado barbariano que escoltaba dos esclavas hacia el mercado. Las chicas estaban muy someramente vestidas, pero Zemoz en quien se fijó fue en el soldado. Llevaba el uniforme habitual en el ejército de Barbaria: cota de acero, casco, faldellín y sandalias con suela de madera y clavos.
      —¿Has visto, Fligencio, qué ejemplar tan varonil? ¡Oigh, me dan ganas de hacerle cosquillas a ver lo que lleva bajo ese faldellín!
      De inmediato tomé una decisión.
      —Perdona, Zemoz —dije—, pero acabo de recordar que se me quedó atrás una cosa. Si no te importa esperar, voy a buscarla y vengo enseguida.
      —¡Vale, cielito, pero no te demores!
      Di la vuelta con el carro y sacudí el látigo sobre mi pobre animal. Aunque no estaba habituado a correr, conseguí que lo hiciera como nunca antes lo había hecho.
      Muy pronto pude alcanzar a la bruja Kesede Smaya.
      —¡Kesede Smaya, he de pedirte un favor!
      —Yo no hago favores.
      —¡Te lo ruego! Si haces lo que te pido te lo devolveré como prefieras. Telas de lujo, las que quieras.
      —Bueno, veamos primero qué es lo que deseas. Luego ya veremos si quiero algo a cambio.
      —Quiero que Zemoz vuelva a ser como era.
      —¿Para que se meta con las mujeres sin más motivos? ¿Sólo porque él tiene un rabo entre las piernas? ¡No seas imbécil tú también!
      —Es que si no, no me será posible el soportar tenerlo a mi lado. Está de un maricón insufrible y mucho me temo que yo pueda ser su siguiente víctima. Es algo que no gustaría que aconteciera. Y no pretenderás hacerme a mí víctima de tu castigo.
      —Algo de culpa habrás de tener, si llevas tiempo a su lado y no has evitado sus desmanes.
      —¡Te juro por los dioses que he hecho lo que he podido! No mucho, es cierto, pero no tengo fuerzas para enfrentarme a él. Pero siempre que me ha sido posible, he apartado a las posibles víctimas de su camino. O he pagado con mi pecunio los desmanes que ha causado por ahí. Te pido con toda humildad que anules tu castigo.
      —¡Hum! Por lo menos que él me respete.
      —Te respetará. Sobre todo si consigues que lo olvide todo.
      —Pero ¡es que yo quiero que se sepa que Kesede Smaya fue capaz de vencer a Zemoz el barbariano!
      —No será difícil de conseguir. Yo me encargaré de que así sea. Haz de saber que soy quien relata sus aventuras. Y no dudes que contaré ésta con pelos y señales, aunque Zemoz la olvide.
      —De acuerdo. Ya que me ofreces la fama que yo deseo, con tu promesa de escribirlo todo me doy por satisfecha. Eso sí, te aseguro que si me engañas lo sabré. No desprecies mis poderes.
      —No te engañaré. Lo juro por todos los dioses del cielo y del averno.
      —Conforme. Vamos a ver de nuevo a ese mariquita.
      Y subiéndose conmigo al carro, regresamos a donde estaba Zemoz hablando con el soldado e ignorando a las dos chicas esclavas.
      Nada más verla llegar, Zemoz exclamó:
      —¡Vaya, miren quien viene aquí! ¡La famosa bruja Kesede Smaya, formada en las artes de brujería de Barbaria! Recibe mis respetos, ¡oh estimada señora! ¿Puedo saber qué se te ofrece?
      —Que duermas un poco —dijo sin más la bruja y una espesa neblina envolvió de nuevo al barbariano.
      De inmediato, Zemoz quedó tendido en el suelo. Kesede Smaya se alejó no sin antes recordarme mi obligación de escribir un relato pormenorizado de todo lo acontecido.
      El soldado y las esclavas se quedaron atónitos al ver lo que había sucedido.
      Zemoz se despertó al poco y dijo, con su voz normal:
      —¿Qué ha pasado? ¡Vaya sueño más peculiar que he tenido! He soñado que una bruja me volvía maricón. ¡Qué cosa más rara!
      Se fijó entonces en el soldado y las dos esclavas.
      —¡Vaya, mirad lo que tenemos aquí! ¡Dos hermosos ejemplares femeninos dignas de un harén! Pero van encadenadas. Soldado, ¿por qué demonios están encadenadas estas hermosas mujeres? ¿Qué delito han cometido?
      —El delito de haber nacido en la esclavitud, mi señor. Son esclavas e hijas de esclavas.
      —¡No tolero la esclavitud! Es contraria al espíritu del Maestro Hugok. ¡Te ordeno que las liberes!
      —¡Tú no eres nadie para darme órdenes!
      —¡Soy Zemoz el barbariano!
      El soldado reconoció el nombre y su rostro se volvió pálido. Observando la espada que Zemoz empuñaba (yo ni siquiera me había dado cuenta de que había reaparecido, tras levantarse la niebla), le arrojó las llaves de las cadenas a la vez que se echaba a correr despavorido.
      Zemoz ni siquiera usó las llaves, sino que rompió los herrajes que tenían las dos chicas en sus piernas.
      Ellas se miraron una a la otra al verse libres.
      —Sois libres, pero me lo debéis —dijo Zemoz.
      Ambas mujeres lo entendieron. La primera de ellas se le acercó, con melosidad, y Zemoz le dio tan fuerte abrazo que la dejó sin aire, desfallecida.
      —Es que todas las mujeres se desmayan ante mí —dijo mientras desnudaba a la chica y la tumbaba en el suelo cubierto de hojarasca.
      La otra chica y yo vimos como Zemoz copulaba, terminando enseguida. Ahora fue el turno de la segunda.
   
      Al menos yo prefería este Zemoz al de antes. Era Zemoz el barbariano, sin ninguna duda.

(Enlace a la 1ª parte)

03 diciembre 2011

ZEMOZ, EL BARBARIANO (4ª parte)

(Viene de la tercera parte)
Me viene a la memoria la aventura del dragón de Lotinglöme.
      Un frío día de invierno llegamos a la ciudad de K’Oswarte en Sendibitia. A pesar de la hora temprana, parecía casi de noche, pues los días eran cortos y además gruesas nubes negras ocultaban los rayos de sol. Amenazaba con nevar, así que el frío era extremo.
      Yo llevaba un grueso abrigo de piel de grisonete blanco, con mitones de lana y un gorro de caliñena, pero aún así Zemoz vestía su taparrabos habitual. Me sorprendía verlo así; aunque su piel desnuda se veía ligeramente azulada, él me aseguraba (mientras caminaba a la par de mi carro) que no sentía frío, pues así se había entrenado.
      No era el momento para exponer mi género, así que simplemente opté por preguntar por el hostal más asequible para mi bolsillo y donde mis bienes estuvieran seguros. Zemoz se separó para buscar aventuras, es decir localizar algún agujero sobre dos piernas donde desfogarse.
      He de decir que tengo un sistema secreto para que nadie robe en mi carromato cuando no me encuentro en él, sistema basado en la magia pero que no voy a revelar. Baste saber, para el lector curioso, que mi carro, mi burro y mi mercancía estaban seguros mientras cenaba en una pensión y más tarde dormía (solo, que conste) en una cama llena de chinches.
      Por la mañana, aún no había nevado así que el frío continuaba. Monté mi escaparate en la plaza. A pesar de ser un lugar cerrado, bordeado de edificios que la protegían del viento, resultaba muy desapacible. Bajo los portales se estaba mejor, pero allí no estaba permitida la venta, sino al raso.
      No obstante, en mi carro yo dispongo de un pequeño toldo que uso para estos casos. Lo instalé, anuncie la mercancía a grandes voces y me dispuse a esperar.
      Tuve que esperar mucho, y sólo vendí un par de telas de lona gruesa, para hacer tiendas. Ni un vestido, ni siquiera un pañuelo.
      De hecho apenas pasó alguna que otra persona bajo la parte cubierta de la plaza.
      Por la noche volví a la pensión malhumorado. Estaba dispuesto a recoger y partir por la mañana temprano.
      Al día siguiente me disponía a salir cuando se me acercó Zemoz. No era habitual pues no entraba en el trato que habíamos hecho. Pero él ya sabía que no había logrado vender casi nada y que me disponía a iniciar la marcha.
      —¡Maestro Fulgencio! —me dijo—. Os pido que esperéis a que culmine mi labor, pues de tener éxito como espero podréis vender todo vuestro género.
      —¿Cómo podría ser posible tal cosa? ¿Acaso habéis contactado con Hyginius, el dios de los mercaderes para saber eso?
      —No, pero me han hablado del dragón de Lotinglöme. La gente le teme y por eso no se atreven a salir de sus casas. Ni siquiera aquí en la ciudad.
      Ya había notado yo que había muy poca gente por las calles. Eso desde luego que no era normal, y había influido notoriamente en mi decisión de largarme con viento fresco.
      —¿Cuánto tiempo os llevaría esta aventura? No está en mi mano esperar mucho, si no hay ventas.
      —Tan sólo os pido un par de días. Lotinglöme está a pocas millas, en las montañas cercanas. Iré y acabaré con el dragón. Incluso podríais venir y verlo; sin el carro, eso sí.
      Medité un momento. El carro podía estar seguro y sentía curiosidad por ver a Zemoz en acción. Sobre todo si eso redundaba en mi beneficio.
      —¡De acuerdo!
      Nada más salir de la ciudad, tuve tiempo de sobra para arrepentirme. Comenzó a nevar, pero eso no era ningún obstáculo para Zemoz, quien continuaba la marcha al rimo de siempre. Montado en mi humilde burrito, me las veía y me las deseaba para mantenerme a su altura, algo de todo punto imprescindible pues los copos de nieve ocultaban la figura del barbariano en cuanto se adelantaba unos pies. Cuando eso ocurría, me veía en el trance de tener que llamarlo para evitar perderme.
      Finalmente, Zemoz comprendió que yo no podía seguir su paso y redujo su ritmo.
      Aunque ya estaba oscuro cuando partimos, comprendí que la noche estaba a punto de llegar tras largas horas de caminata bajo la nevada. Recordé que Lotinglöme estaba a pocas millas, según dijo Zemoz, de ahí que ya tendríamos que haber llegado hace rato.
      En otras palabras, nos habíamos perdido. Pero nadie le dice a Zemoz que se ha extraviado, él nunca se pierde pues tiene un perfecto sentido de la orientación; o eso es lo que él dice.
      Ya era noche cerrada y seguía nevando, cuando dimos con una sombra oscura de gran tamaño; parecía una casa, sin ninguna duda. Junto a ella pude apreciar un poste indicador con varios carteles. Encendí una valiosa cerilla para poder leerlos; ninguno de ellos ponía Lotinglöme, por cierto.
      Me costó lograrlo, pero al fin Zemoz aceptó tocar en la puerta de la casa. Nos acogieron con cierta desgana, pues era gente muy pobre.
      Al menos allí dentro había un hogar encendido y a su lado me puse en cuclillas, mientras averiguaba lo que podía. Zemoz se quedó de pie, como si no necesitara calentarse, aunque se acercó a la hoguera de forma muy disimulada.
      La choza, pues eso era, no tenía más muebles que una tosca mesa, formada por una tabla irregular sobre unas piedras. En un rincón se veían montones de paja con todo el aspecto de servir de camas a tres personas.
      Esas tres eran una pareja de gente bastante mayor y una joven de edad claramente casadera, hija de ellos.
      La pareja nos ofreció un poco de carne reseca, dura como el cuero, y unas patatas hervidas, que se disponían a cenar. Zemoz ni se planteó el hecho de que estaba arrebatando a aquella pobre gente toda la comida que tenían; lo devoró todo en un santiamén. Y a continuación le echó una mirada cargada de deseo a la joven. Ésta, intimidada, se acercó toda temerosa.
      Zemoz le dio uno de sus abrazos de oso y la pobre chica se quedó desmayada. El barbariano la cargó en sus brazos y se la llevó al rincón de paja, para completar su labor.
      Los padres de la joven contemplaban la situación sin atreverse a comentar nada. Para distraerlos de tan amargo trago, les pregunté por el nombre del lugar y si conocían donde estaba Lotinglöme. Resultó que este último lugar estaba a un día de camino, en sentido contrario del que habíamos llevado nosotros.
      Como compensación de lo que estaba sucediendo y además para pagar nuestra estancia (pues estábamos obligados a pasar allí la noche), me desprendí dolorosamente de dos de mis monedas de oro y se las entregué a los viejos. Viendo la cara que pusieron cayó sobre mí la sospecha de que les estaba pagando más que generosamente. Por una vez no me importó, pues realmente daban pena de tan pobres que se veían.
      Zemoz pasó la noche acompañado de la joven, cuyo nombre nunca supimos (tampoco el de sus padres, por cierto) y por los ruidos que oí más de una vez, tengo la impresión de que la pobre apenas durmió, salvo cuando se desmayaba.
      Por la mañana, Zemoz tuvo que renunciar al desayuno, pues no había nada que comer en la choza. Ya había dejado de nevar, así que pudimos salir y ponernos rumbo a Lotinglöme, es decir volver sobre nuestros pasos. La joven se despidió de Zemoz, aunque tuve la impresión de que realmente se alegraba de su marcha.
      La nieve recién caída no puede decirse que nos facilitara la marcha. Llegamos así a Lotinglöme cuando ya estaba anocheciendo.
      Pregunté por una pensión y me indicaron la única del pueblo, una casucha miserable que alquilaba habitaciones a los caminantes. Disponía de un comedor, donde Zemoz se ventiló él solo un caldero lleno de puchero, que por supuesto tuve que pagar con mi bolsa.
      Por el momento, la aventura de Zemoz me estaba saliendo bastante cara.
      A Zemoz se le hace difícil dormir en una cama solo. En el campo, al raso, no le importa, pero en cuanto está bajo techo y en una cama parece que se enciende por dentro. Así que buscó a una de las mujeres que limpiaban las habitaciones para que lo acompañara. Apenas pude verla un momento, pero juraría que tenía un espeso bigote y que le faltaban varios dientes; algo que a Zemoz no le importaba en absoluto…
      Ni qué decir tiene que la cama no soportó a Zemoz por mucho rato. Entre su peso y el movimiento sobre el catre, las cuatro patas cedieron. Aunque Zemoz prosiguió con lo suyo como si tal cosa.
      Ya por la mañana, tuve que aflojar nuevamente mi bolsa para pagar la cama rota, aparte de los demás gastos de hospedaje.
      Zemoz preguntó por el dragón, anunciando a voces que se disponía a matarlo.
      Aunque le aconsejaron una y otra vez que mejor regresaba, que aprovechara mientras vivía para disfrutar de la vida y que se dejara de hacer el héroe, etc., etc., Zemoz insistió tanto que le indicaron con toda clase de detalles como dar con el dragón.
      Oyendo los comentarios de la gente, propuse a Zemoz que fuera él solo y que a su regreso me contara lo que pasó. Pero él se negó de plano.
      —Maestro Fligencio, vuestro deber es acompañarme y ser testigo de mis hazañas, para así reflejarlas lo más fielmente posible. Si no lo hacéis, no me quedará otro remedio que dejaros solo para que os enfrentéis a los forajidos.
      Comprendí la indirecta y salí tras él.
      No nos resultó difícil dar con el dragón. Tras una hora escasa de marcha por los senderos cubiertos de nieve, dimos de improviso con un barrizal. Toda la nieve estaba fundida y el aire era cálido, pues soplaba un caluroso viento del norte.
      Recordé que el viento del norte nunca era caluroso, así que llegué a la conclusión de que era el dragón el que soplaba.
      Zemoz llegó a la misma conclusión y sin decirme nada enfiló hacia el norte.
      Tras un cerro, lo vimos.
      Era un monstruo. Medía algo así como quinientos pies, desde las fauces hasta la punta de la cola. Estaba cubierto de escamas adamantinas, color azul metálico, verde por los costados. Tenía dos grandes alas como las de un murciélago, que sin embargo no parecían ser lo bastante grandes para soportar su peso. Su cabeza era pequeña, en proporción al cuerpo, pero aún así medía varios pies de largo; sobre ella se apreciaban dos cuernos retorcidos como los de un carnero, y más o menos del mismo tamaño. En el cruel hocico presentaba un cuerno afilado, sobre la nariz que exhalaba fuego.
      No tenía orejas, pero sus ojos eran brillantes aunque diminutos.
      Tenía las fauces abiertas y mostraba cientos de afilados dientes, con una lengua bífida y fina.
      Tenía cuatro patas, las delanteras parecían de caballo, las traseras de elefante. Con semejante combinación no parecía capaz de correr a gran velocidad, pero eso no significaba que fuera seguro acercársele.
      A su alrededor, todo estaba seco y quemado. Unos pocos tocones ennegrecidos era lo que quedaba de los árboles del lugar. La nieve, no sólo se había fundido, ya estaba completamente seca.
      Zemoz corrió a su encuentro con total temeridad. Eso sí, no fue tan estúpido como para hacerlo frente a frente. Esquivando sus fauces, clavó su espada en la cola.
      Mejor dicho, intentó clavar la espada, porque lo que consiguió fue que ésta rebotara tan fuerte que casi se queda sin cabeza. Me refiero a Zemoz.
      Sorprendido, atacó los flancos del monstruo con el mismo resultado.
      Para entonces, el dragón ya empezaba a estar algo molesto. Se viró hacia Zemoz y escupió una enorme llamarada.
      Zemoz saltó con toda su agilidad, esquivando el fuego, que tan sólo le chamuscó el taparrabos.
      El dragón siguió echando fuego, y Zemoz evitándolo gracias a su asombrosa agilidad. A pesar de su enorme cuerpo, el barbariano saltaba y corría con la agilidad de alguien mucho más ligero.
      Igual que el dragón. Si ya me había sorprendido la agilidad de Zemoz, el monstruo mostraba una agilidad similar. Parecía una lagartija, pues se movía con la misma facilidad.
      En una de sus carreras, Zemoz corrió a mi encuentro. Y tuve que espolear a mi burrito para huir.
      Lamentablemente, mi rucio no era tan ágil como Zemoz. Los dos pudimos habernos quedado en el lugar, a la parrilla, si no es porque Zemoz nos cogió (al burro y a mí) en volandas.
      Llegamos a la cima del cerro cercano y nos refugiamos tras unas rocas. El dragón pasó cerca pero no pudo vernos. Ni olernos, pues abandonó con presteza la búsqueda, volviendo a su quemado nidal.
      Minutos más tarde, Zemoz volvió a la carga. Gritando con furia y con su espada en alta, hizo frente al dragón más temerario aún que antes. El monstruo le miró con lo que me pareció gesto de asombro y abriendo las fauces expidió una lengua de fuego. Zemoz la esquivó de un salto y aún llegó a intentar clavar su espada en el cuello del animal, de nuevo sin éxito.
      Durante un buen rato, el dragón persiguió a Zemoz quien tuvo que poner toda su habilidad en evitarlo; de hecho, no salió del todo indemne: algunas de las guedejas que cubrían su cráneo se chamuscaron cuando el fuego le rozó en una ocasión.
      Finalmente, Zemoz consiguió ponerse a salvo donde el dragón ya no pudo verlo. Tomó resuello durante largo rato y aún volvió a intentar el ataque, y si no es porque Zemoz se ocultó a tiempo tras una roca, esta vez sí que le habría alcanzado el aliento de fuego.
      Tras tres intentos fallidos, ya estaba anocheciendo. Zemoz se atuvo a buscarme y decirme:
      —Maestro Fligencio, hemos de retirarnos, me temo. Aunque sólo será por hoy. Esta noche meditaré en una estrategia adecuada.
      Comprendí que no era una retirada, como pensaba, sino tan sólo un alto el fuego.
      Regresamos a Lotinglöme y nuevamente cruzamos el portal de la mísera pensión.
      Hablé con la vieja que regentaba el lugar y la convencí para que demorara el pago hasta que Zemoz terminara su misión. Si lograba vencer al dragón, no le deberíamos nada, en caso contrario yo debería aflojar mi bolsa por última vez.
      Como no habían reparado la cama que Zemoz rompiera la noche anterior, le dieron la misma habitación. Para acompañarlo, también se ofreció la limpiadora de la vez anterior; parecía contenta, aunque para mi fuero interno ella llevaba tiempo sin conocer a ningún hombre, así que más le valía la brutalidad del barbariano que el vacío en las sábanas.
      Había otras jóvenes más apetecibles y de hecho estuve tentado en probar suerte con alguna; pero recordé que mi bolsa menguaba demasiado deprisa así que ese sería un gasto que no podía asumir…
      ¿O tal vez sí? Recordando el trato con la posadera, añadí a la cuenta del posible éxito de Zemoz los favores de una rubia joven y de muy buen cuerpo, que resultó ser tan fogosa como aparentaba.
Al día siguiente, el sol brillaba en un cielo sin nubes. La nieve se estaba derritiendo tan deprisa que hacia el mediodía todo estaría seco, de seguir así.
      Zemoz apenas me dejó comer, tanta prisa tenía por volver al ataque.
      En esta ocasión tramó una especie de encerrona, rodeando al dragón hasta atacarlo por la retaguardia. O al menos esa era la idea, pues su retaguardia era una terrible cola plagada de espinas largas como cuernos, que la bestia agitó frente al guerrero. Zemoz tuvo que hacer uso de toda su habilidad para esquivar los peligrosos latigazos. Y, por fin, el dragón le obsequió una muestra de su ardiente aliento, que también logró esquivar.
      Más tarde, intentamos engañarlo con sonidos de dragón hembra, que Zemoz imitaba a la perfección, pero sin resultado.
      Durante cuatro días más, Zemoz intentó variadas estrategias de ataque al animal. Cosa increíble, sobrevivió a todos los intentos, y eso puedo atestiguarlo pues fui testigo de todos ellos; de hecho, alguna vez estuve a punto de pasar de testigo a víctima, pues no en vano estaba muy cerca de donde acontecía todo.
      Lo peor era la vuelta a la pensión. La dueña nos miraba con una cara que iba desde la admiración hasta la furia. Admiración porque seguíamos vivos, furia porque cada vez teníamos más gastos y menos dinero. Mi bolsa se había vaciado y no hacía otra cosa que acumular promesas de pago. Tal vez cuando todo acabara me viera tan cargado de deudas que estaría años para pagarlas.
      Y la noticia corrió entre los demás huéspedes. Éramos «los del dragón», y más de una vez se chancearon a nuestra costa.
      —¿Qué, maestro Fligencio, decidnos lo que vais a intentar mañana? ¿Acaso contar historias hasta que la bestia se muera de aburrimiento? —decía uno. No se atrevían a burlarse de Zemoz, como es evidente.
      —Yo creo que mejor es contarle chistes, para que se muera de risa —replicaba otro.
      Yo callaba, pues no sabía qué hacer. Intentaba convencer a Zemoz para emprender la retirada, pero éste replicaba furioso:
      —¡Jamás Zemoz ha sido derrotado!
      Y era cierto, dicho sea de paso.
      Por la mañana, Zemoz intentó de nuevo el ataque directo.
      —¡Yo te desafío, monstruo del Averno! Soy Zemoz de Barbaria y juro que te mataré.
      El monstruo le miró de frente, ¡y se empezó a reír a carcajadas! Sin duda, el desafío del barbariano le parecía tan ridículo que se tronchó de risa.
      Cuando dejó de reírse, el dragón atacó con fuego y casi no nos dio tiempo a refugiarnos.
      Más tarde, dije a Zemoz:
      —Creo que ya sé cómo vencerlo. Pero has de confiar en mi idea, Zemoz.
      El guerrero estaba ya tan cansado, que por muy mala que fuera mi idea lo intentaría, y así me lo hizo saber.
      Por la mañana del siguiente día, y mientras tomábamos un desayuno formado por un queso durísimo y enmohecido y una jarra de vino ácido y aguado, se nos acercó un chico. Era un desconocido para nosotros, aunque ya sospechaba yo quien pudiera ser.
      Por un momento temí por la seguridad del niño, pues ya sabía que Zemoz no despreciaba el pescado fresco, pero imaginé que la noche habría servido para apagar sus fuegos. Y, en efecto, Zemoz miró al jovencito con curiosidad totalmente saludable.
      —¿Qué se te ofrece, jovencito, que vienes a la mesa de Zemoz el barbariano?
      —Noble guerrero, me ha dicho mi madre que tenéis planes para atacar al dragón.
      —¿Puedo saber quién es tu madre?
      —Se llama Olwinda y es la dueña de esta pensión.
      (Justo quien yo esperaba).
      —Veo que su hijo es tan osado como su madre. Y como tengo una deuda pendiente con ella, acepto discutir contigo mis planes de batalla. En efecto, tengo la intención de volver a atacar al dragón. Lo haré una y otra vez hasta vencerlo.
      —Mas en esta ocasión seguiremos otra estrategia —intervine yo—. ¿Tu madre acepta darnos lo que le pedí?
      —Dice que sí. Dijo otras cosas, en su mayoría palabrotas que no debo repetir, pero en esencia dijo que aceptaba.
      —A ver si esta vez nos sonríe la fortuna —señaló Zemoz
      —Perdonadme que intervenga, mi muy apreciado Zemoz —dije, sin poderlo evitar— pero sí que habéis tenido fortuna. Habéis sobrevivido a innumerables ataques, y ya eso supone ser un agraciado de los dioses.
      —¿Atacasteis muchas veces y lograsteis volver? —preguntó el chico, lleno de asombro.
      —En efecto. Pero no hubo suerte pues no logré vencer.
      —¡Jamás podréis vencer en un ataque directo!
      —¿Hay otra forma de atacar?
      —¡Por supuesto!
      —En tal caso, jovencito, es tu deber decírmelo.
      —Vos ya lo sabéis. El comerciante Fligencio me lo explicó.
      Sin más, el chico se fue.
      Zemoz se me quedó mirando.
      —¿De verdad tenéis una idea? ¡Quién lo hubiera imaginado!
      —Maestro Zemoz, si yo no fuera tan corto de imaginación, diría que os estáis burlando de mí.
      —¡Los dioses no lo quieran! ¡Zemoz, burlándose del Maestro Fligencio! ¡Jamás!
      —En tal caso, recordad bien lo que hemos de hacer.
      Poco más tarde, salíamos de nuevo al encuentro del monstruo. Por una vez, la temeridad de Zemoz me había contagiado y me veía involucrado en la aventura. De vez en cuando me asaltaban pensamientos cargados de negros presagios. ¡Quién me habría mandado meterme en este lío! Pero imaginaba mi vacía bolsa llena otra vez de oro y se me aparecía la imagen de la chica rubia con pecho generoso y ardiente en la cama, e imaginaba cómo me recibiría si tenía éxito. En esos momentos me entraba tal ardor que desesperaba por llegar al nidal del dragón.
      La dueña de la posada me había entregado uno de sus vestidos. Ella era más alta que yo (soy de natural más bien bajo, aunque eso no me preocupa, pues en posición horizontal llego a donde tengo que llegar); me lo puse sobre mis ropas normales, y pude observar que debía sujetarlo para poder caminar sin tropezar. Aunque eso no importaba mientras me mantuviera sobre mi rucio.
      El vestido era de color rojo con lunares enormes azules, y era horrible.
      Para completar mi indumentaria, me coloqué un caldero de bronce a guisa de casco y cogí un palo de escoba cual si de una adarga se tratara.
      Estaba ridículo, pero de eso se trataba precisamente.
      Habíamos decidido que sería yo quien hiciera frente al dragón. Llegamos así al cerro tras el cual se ocultaba y Zemoz se quedó atrás.
      Por mi parte, me encomendé a la rubia ardiente y obligué a mi mulo a correr con todas sus fuerzas. Remontamos la colina y proclamé a voz en grito desde la cima:
      –¡Monstruo del Averno! ¡Hazme frente y muere!
      El dragón me vio venir y se quedó mirándonos con los ojos desorbitados. No podía creer lo que veían sus ojos. Hasta ese momento, le habían retado toda clase de héroes, siempre con aspecto aguerrido, imponente, peligroso. ¡Mas he aquí que le retaba un ser pequeñajo, vestido ridículamente y a lomos de un vulgar mulo!
      Viendo que el dragón no reaccionaba, bajé de mi cabalgadura y le apunté con mi escoba-adarga. Pero había olvidado que el vestido me quedaba largo, por lo que tropecé cayendo de bruces. El caldero-casco resonó con fuerza, rodando por la ladera.
      Fue demasiado para el animal. Dando extraños rugidos, se tumbó sobre su lomo, con las patas moviéndose en el aire.
      Comprendí que aquellos rugidos eran su forma de reírse. Tropezando con el traje, volví a enfrentarme, diciendo:
      –¡Muere, villano!
      Nuevamente quedé tendido en el suelo.
      En ese momento, Zemoz apareció blandiendo su espada. Se le acercó, sin que el dragón se diera cuenta porque se partía de risa. Zemoz frotó con la espada entre las patas delanteras, allí donde tenía las cosquillas.
      El monstruo se desternilló aún más intensamente. Sus rugidos de risa parecían truenos, cuyos ecos llegaban a las montañas lejanas.
      Finalmente, comenzaron a caerse las escamas adamantinas. Zemoz vio la oportunidad, y logró clavar su espada en el vientre desnudo de escamas.
      La sangre verdosa le salpicó el pecho. El dragón exhaló un rugido de sorpresa, y quedó inmóvil.
      ¡Lo habíamos logrado!
      Antes de marcharnos, recogí un buen montón de escamas de diamante y llené una bolsa con ellas. Servirían para pagar los gastos en la pensión.
      Regresamos al pueblo.
      Esa noche pude dormir satisfecho y bien acompañado. Igual que Zemoz, cuya amante pareció más contenta que nunca con el puñado de escamas que le ofrecí por la mañana.
      De la bolsa de escamas apenas quietaba una docena cuando volvimos a K’Oswarte. La buena nueva de la muerte del dragón nos había precedido, y el mercado estaba repleto de gente esperando mis mercancías.
      Lo vendí todo.

02 diciembre 2011

ZEMOZ, EL BARBARIANO (3ª parte)

(Viene de la segunda parte)

El barbariano aborrece de las riquezas. Oro, joyas, trajes de seda, ningún signo de ostentación significa nada para él. En ningún palacio es capaz de permanecer más que unos días, antes de que su afán de aventuras le lleve a irse. Los lechos de plumas y seda no lo soportan, los perfumes de Oriente no valen para disimular su olor, las más ricas viandas son, para él, iguales a cualquier otra comida: todo lo engulle sin saborearlo. Las ropas más lujosas no le sientan o no le sirven, no sabe apreciar el arte de tapices o pinturas. Lo único que es capaz de apreciar es el oro pero no sabe qué hacer con él, así que lo más frecuente es que lo regale o lo pierda.
      Una vez, el Rey de Mel_on_Har le obsequió con una bolsa llena de monedas de oro, en premio por haber limpiado el reino de delincuentes y alimañas (las alimañas se las había comido, junto con todo lo que encontró en los almacenes), y también para que dejara tranquilas a los mujeres del reino. Era una bolsa con más de quinientas monedas de oro de gran tamaño.
      Zemoz cargó con su bolsa y salió andando del castillo. Al atardecer decidió echarse a dormir junto a unos árboles. Era verano y los altos árboles aportaban el único frescor posible.
      Como tenía hambre, devoró lo único que pudo hallar: unos hongos que crecían en un rincón húmedo y sombrío. Pero Zemoz ignoraba que se trataba de hongos alucinógenos, los únicos que pueden crecer en Mel_on_Har por esas fechas. Aunque a Zemoz el único efecto que le produjeron fue mucho sueño.
      Fue por tal motivo que se echó allí mismo, junto al camino, cuando lo normal hubiera sido buscar un lugar más discreto y seguro. Pero aquella vez, Zemoz no razonó como solía hacerlo.
      De madrugada pasaron por el lugar cinco hombres. Eran vagabundos que vestían con harapos, restos de trajes más lujosos y desechados por sus dueños originales. Ni siquiera llevaban más armas que unos gruesos puñales, escondidos entre sus túnicas andrajosas.
      Habían oído que en Mel_on_Har habían expulsado a todos los ladrones y pensaron que tal vez allí podrían hacer de las suyas sin tener competencia. Cuando vieron a Zemoz durmiendo decidieron probar fortuna.
      Nada más abrir el saco con las monedas de oro, se les encendieron los ojos de pura codicia. Pero ninguno de ellos fue capaz de levantarlo, así que optaron por vaciarlo y repartir su contenido entre los cinco.
      Fue entonces cuando uno de ellos se fijó en la espada de Zemoz. «Con semejante espada nadie podrá con nosotros» dijo. Decidieron que sería buena idea hacerse con aquella espada. Luego la sortearían entre los cinco para decidir quien se quedaría con el trofeo.
      Lamentablemente, Zemoz la aferraba con fuerza. Al intentar arrebatársela, Zemoz despertó y gritó fieramente: el bandido que estaba más cerca quedó sordo para siempre.
      Zemoz era rápido, tanto de mente como de cuerpo, y de inmediato pudo comprender lo que sucedía. Blandiendo la espada, se enfrentó a los cinco bandidos y en pocos minutos los tenía a todos ellos tumbados en el suelo. No los mató, porque Zemoz tan sólo mata cuando lo cree indispensable. Sólo los dejó contusionados, para que se estuvieran quietos el tiempo suficiente.
      Revolviendo entre sus cosas pudo hallar comida, no mucha por cierto pero sí la suficiente para calmar un poco su hambre.
      Entre la comida de los bandidos halló un salchichón de Banatria, duro como un madero. Se disponía a morderlo cuando Zemoz notó que tenía hambre de otro tipo. Las mujeres de Mel_on_Har le habían sabido a poco y nuevamente sentía en sus partes íntimas el habitualmente fuerte apetito sexual.
      Con su espada, obligó a los cinco bandidos a ponerse a cuatro patas y los sodomizó uno tras otro, haciendo uso del salchichón cuando él ya no tuvo más ganas.
      Y finalmente dejó a los cinco tirados en el suelo, mientras él se marchaba lejos del reino de Mel_on_Har comiéndose el salchichón a grandes bocados.
      Cuando Zemoz se hubo alejado, los maltratados bandidos recogieron sus cosas.
      Se quedaron de piedra cuando vieron que, aunque el barbariano se había llevado toda la comida, les había dejado el oro.
      Zemoz no llegó a echar de menos el oro que le habían quitado los bandidos. Y ellos llegaron a Mel_on_Har con dinero suficientemente para comprar ropas decentes y luego para montar diversos negocios, por lo que nunca más tuvieron que robar...
 
      Se estarán preguntando ustedes, señores lectores, que quien soy yo para conocer tantas cosas acerca de Zemoz. Me llamo Fligencio y mi ocupación habitual, más que hacer de cronista, es vender telas de todo tipo. Sedas, lanas, algodones, linos, todo ello en colores variados y con los más diversos bordados, desde lo más sencillo y económico hasta drapeados en oro dignos de un rey. Decidme lo que prefiráis y yo os lo mostraré; luego ya hablaremos del precio…
      Pero no estamos aquí para vender sino para contar las aventuras de Zemoz el barbariano.
      Como ya os he dicho, soy vendedor y cierta tarde salía de la ciudad de Jiterzam con mi carruaje.
      Era un día ventoso y desapacible. El viento del este soplaba seco como suele ser habitual, llevándose la poca humedad que conservaban las plantas del invierno. El sol brillaba inmisericorde en un cielo sin nubes.
      Los dioses me habían favorecido con la venta de una generosa cantidad de género y mi bolsa ciertamente rebosaba de monedas. Tal vez abultaba demasiado puesto que, aunque le tenía escondida entre las telas, de alguna forma su olor o su sonido llegó hasta unos malhechores que me estaban esperando al acecho. O tal vez simplemente me vieron como una presa digna para tan «respetables» ladrones.
      Mi humilde carro avanzaba por el camino, arrastrado por mi mulo a una velocidad aceptable gracias a que estaba medio vacío del género. Quien estas líneas redacta aprovechaba para descansar de la jornada, mientras meditaba en las compras que debería hacer antes de dirigirme al siguiente mercado. Me sentía relajado y satisfecho, a la vez que sentía que bien podía aprovechar una parte pequeña de mis ganancias en alguna hembra fácil de complacer con dinero. Tal vez la ciudad de Jur_Kendia fuera un destino adecuado: sus mujeres siempre han tenido fama, tanto por su accesibilidad en materia de amores como por ser buenas clientes.
      De repente se presentaron ante mí tres forajidos armados con cimitarras y hachas dobles. Y tras los árboles se podían apreciar otros dos más, escondidos. Viendo así las cosas, ni siquiera intenté ofrecer resistencia; no era la primera vez que me asaltaban y sabía que lo importante es conservar la vida. De poco te sirve si pierdes la vida pero salvas el género… pues de todos modos también lo vas a perder, los ladrones se lo llevarán después de matarte. Así que yo tan sólo ofrezco resistencia si tengo la seguridad de ganar, como sucedió en cierta ocasión en la que un solo bandido me exigió la bolsa de monedas. Aproveché cuando estaba revolviendo entre las telas para darle tan fuerte con un palo que le rompí la cabeza. Aquel forajido ya no robó a nadie más…
      Pero en esta ocasión ellos eran tres y yo uno solo; eso sin contar a los otros dos escondidos. De manera que dejé que buscaran entre los trapos hasta hallar la bolsa.
      Aún así, uno de ellos hizo amagos de cortarme el cuello con la cimitarra, y lo hubiera hecho si los demás no lo hacen desistir abriendo la bolsa y empezando a repartir las monedas.
      Fue entonces cuando apareció Zemoz. Ya lo había visto yo en la plaza, pero en aquel momento no me interesó gran cosa: no tenía el aspecto que suelen tener mis clientes. Pero él también me había visto y de alguna forma supo que los maleantes irían a por mí; probablemente porque conocía el territorio mejor que yo. Como fuera, me había seguido y así había llegado a tiempo de ver como me asaltaban.
      No dijo nada, tan sólo lanzó un grito de guerra y con su espada cortó la cabeza al primer ladronzuelo. Los demás se volvieron, sorprendidos, pero ni siquiera pudieron coger sus armas. Antes de que cualquiera de ellos se hubiera dado cuenta, había tres cuerpos ensangrentados en el suelo, y tres cabezas cortadas. Más allá de los árboles se pudo oír el ruido de unos pies a toda carrera: evidentemente los otros bandidos no se habían quedado a ver lo que pasaba.
      Zemoz recogió las monedas regadas por el suelo y las guardó en la bolsa, que me devolvió diciendo:
      —¿Es esto tuyo, vendedor?
      —Sí es mío, y de esas monedas serán tuyas las que tú quieras, pues me has salvado la vida, y te las debo.
      —No quiero tu oro, así que te lo devolveré todo.
      —Como desees, pero ya sabes te debo la vida. De alguna forma deberé pagarte —me eché a temblar mientras decía eso, pues sabido es que algunos de esos aventureros prefieren los hombres a las mujeres; y mis gustos en materia de sexo no van por ahí precisamente.
      —De momento me contentaría con algo que comer. ¿Tienes algo, por ventura?
      Rebusqué en mi carreta y saqué una pierna de cerdo asada. La tenía guardada para comer en los próximos tres días. El aventurero la cogió sin siquiera decir gracias y la devoró como un lobo hambriento devora su presa. Sólo dejó el hueso pelado.
      Aunque la pierna me había costado unas cuantas monedas de oro, no me importaba. «Mejor la pierna de cordero que mi culo», pensaba yo.
      Para ganarme su amistad, le dije mientras aún devoraba la pierna:
      —Me llamo Fligencio y soy vendedor de telas. ¿Puedes decirme tu nombre, oh aventurero?
      —Me conocen como Zemoz el barbariano.
      —Eres de Barbaria, por tanto. Pues has de saber que yo soy de Neflumio, un país vecino del tuyo.
      —Tanto tú como yo somos extranjeros en esta tierra, Fligencio.
      Me asombró que llegara a esa conclusión tan rápido, pues no parecía tener muchas luces.
      Muy pronto acabó de comer, y lanzó el hueso a lo lejos del camino. Se quedó entonces mirándome unos minutos antes de decir:
      —Creo que ya sé como puedes pagarme el que te haya salvado la vida.
      Pensando en que tal vez mi culo aún no se había salvado, dije:
      —Tú dirás, Zemoz.
      —Tú pareces hombre sabio, Fligencio, ¿acaso yo me equivoco?
      —No te equivocas, Zemoz. Tuve el grato honor de aprender letras y cálculo con el gran Klix Heu Taki en la ciudad de Ootarme, capital de Neflumio.
      —O sea que sabes escribir, ¿no es cierto?
      —En efecto. Y tengo buena letra, además. Es lo que suelen dicen quienes leen mis informes contables.
      —¿Serás capaz, en ese caso, de escribir mis aventuras?
      —Siempre que también pueda vender mis telas. Porque cierto es que necesito comer y si por ventura no vendo, entonces tampoco como. De la literatura dudo mucho  que yo sea capaz de vivir. No me considero un gran literato, uno de esos que buscan los reyes para narrar sus aventuras, glosando sus historias para mayor gloria.
      —Yo te acompañaré en tus andanzas.
      —Más aún necesito poder comerciar, si te decides a acompañarme. Si no vendo nada, tampoco podré dar de comer a mi acompañante.
      De todos modos, la idea no me seducía. No creo que fuera capaz de vender gran cosa con esa mole apestosa vigilando el género.
      Finalmente llegamos a un acuerdo por el que él me acompañaría por los caminos solitarios pero al llegar a una ciudad él se iría a buscar aventuras y yo me quedaría en las plazas vendiendo. Luego ya nos encontraríamos a la salida. Y él me contaría sus aventuras y yo las copiaría sobre papiro.
      Así, Zemoz me ha acompañado durante varios años prodigiosos. Desde entonces nunca me han asaltado pues los forajidos ya saben quien es mi escolta; con mucha frecuencia antes de verme ya han trabado contacto con su espada y sus fuertes brazos. Y a la hora de vender, Zemoz no me estorba pues prefiere perseguir a las chicas y a los jovencitos; o a los malhechores, claro está, como es su obligación tal y como él mismo afirma.
      Y aquí estoy yo reflejando las aventuras de Zemoz el barbariano. Por suerte para mí, él es incapaz de leer. Tan sólo espero que tú, amigo lector, no seas indiscreto y le reveles las opiniones que he puesto acerca de él. No quisiera hacerle enfadar, por motivos harto evidentes…

01 diciembre 2011

ZEMOZ, EL BARBARIANO (2ª parte)

(Viene de la primera parte)
Por aquellos tiempos, el jovencito Zemoz tan sólo aspiraba a cuidar sus ovejas y cabras en compañía de su amor, Artadek Arneh. Estaba coladito por ella, vivía pensando en ella desde la mañana a la noche. Y eso que sólo lograba verla de vez en cuando, al entrar y salir de su choza. La joven salía todos las tardes y volvía de madrugada, justo al revés que Zemoz.
      Cuando él salía con su ganado al amanecer, Artadek Arneh entraba en su choza, visiblemente agotada. A veces, si lograba verlo, le daba los buenos días en un tono cansado que, sin embargo, a Zemoz le sonaba a música celestial.
      Al regreso del campo, tras guardar las cabras y ovejas, Zemoz se quedaba esperando el momento en el que su amiga salía, siempre bien vestida y perfumada. En ocasiones, ella lo veía y le saludaba con la mano antes de subir a un coche de caballos que la estaba esperando. El mismo coche en el que solía volver por las mañanas.
      Solía vestir faldas largas y vaporosas, se me movían con sus andares sinuosos mostrando las bien torneadas piernas. De colores llamativos, las telas eran semitransparentes y apenas ocultaban su cuerpo. El torso, con un escote bien marcado por donde se perdía la vista de Zemoz, imaginando oscuros rincones apenas escondidos.
      Completaba su vestimenta con unos zapatos de charol que nunca estaban sucios, algún bolso diminuto y diversos abalorios, pero Zemoz apenas se fijaba en esas cosas.
      Él no tenía ni idea de adonde iba Artadek Arneh, pero imaginaba que sería a una escuela de brujería. Muchas jóvenes barbarianas solían asistir a escuelas nocturnas donde aprendían las artes de la brujería, las mismas que tanta fama han dado a Barbaria. De hecho esa misma vestimenta es la habitual entre las brujas de Barbaria.
      Es bien sabido que en la capital de Barbaria hay numerosos locales donde ejercen las brujas sus especialidades, y de todo el mundo llegan hombres para probar suerte con alguna de las brujas. Aunque nadie cuenta como es su experiencia con una bruja, lo cierto es que todos salen satisfechos, pero con el bolsillo fuertemente aligerado.
      No, no voy a contar el secreto de las brujas de Barbaria, aunque he de reconocer que lo conozco…
      El amor de Zemoz era puro y casto. Por aquel entonces, toda su ansiedad la calmaba en solitario pues Zemoz aún no había conocido mujer. Y aunque sabía que muchos pastores se relajaban con las cabras y ovejas, Zemoz prefería guardarse para su amor, a la que por supuesto suponía tan virgen como él.
      Durante varios años, Artadek Arneh siguió saliendo de noche en dirección a su escuela de brujería, según imaginaba Zemoz, mientras él dormía soñando con ella y manchando el lecho. Hasta que finalmente él decidió que tenía que hablar con ella.
      Esa tarde volvió temprano a su hogar y, para sorpresa de sus padres ya mayores, se lavó, vistió de limpio y perfumó. Cogió su mejor traje de tela, el mismo que su madre solía mantener limpio esperando el día en que su hijo decidiera vestirse decentemente. Casi no llega a tiempo de ver salir a Artadek Arneh, pero haciendo de tripas corazón se le acercó y le dijo: «Artadek Arneh, quiero hablar contigo de una cosa muy importante». No pudo decir mucho más, y de hecho esas pocas palabras le costaron muchísimo porque de repente descubrió una tartamudez de la que nunca había sospechado.
      Artadek Arneh le dijo riendo que mañana hablarían, si la buscaba un rato antes de salir.
      Esa noche, Zemoz apenas durmió. Su amor estaba en todas partes y el ardor que sentía le impedía conciliar el sueño. Finalmente, tomó medidas para relajarse con su gruesa mano y pudo así dormir un poco.
      Por la mañana, la vio llegar una vez más. Ella lanzó un beso volado, sin quedar claro si el beso era para Zemoz (al que ya había visto) o a otra persona en el carro. Zemoz supuso que era para él, claro está.
      Fue un día nublado, ventoso y oscuro, pero a Zemoz le pareció el más radiante, pleno de sol y con una suave brisa. Ni siquiera se protegió de la lluvia que cayó a media tarde, y que le dejó empapado.
      Ese día se le escaparon dos cabras y una oveja y Zemoz fue incapaz de encontrar a una de las cabras. Pero estaba tan abstraído que no le importó ni lo más mínimo.
      Regresó temprano otra vez, se lavó y vistió. Su pobre madre tuvo que lavar el traje «de las visitas» a toda prisa. Quisieron los dioses que tras la lluvia hiciera un sol intenso, pues gracias a eso el traje quedó listo para cuando Zemoz quiso usarlo nuevamente.
       Se perfumó una vez más (agotando el frasco de colonia) y fue corriendo a la puerta de la choza de su amada.
      Ella le abrió y dejó entrar. Era una choza modesta, como la de cualquier pastor, pero sin embargo tenía muebles de gran lujo: una mesa de teca con las sillas tapizadas en terciopelo violeta, gruesos cojines de seda rellenos de espumosa lana de oveja, una enorme cama con dosel, varios armarios que parecían rebosar con ropas caras…
       Zemoz, que nunca había estado en su casa, quedó perplejo ante los adornos que Artadek Arneh tenía por todas partes. Eran varas pequeñas y gruesas de punta redondeada de muchos tamaños y formas, todas ellas colgadas por las paredes, o apoyadas en lujosas repisas. Algunas se parecían incluso a un miembro masculino.
      Zemoz no llegó a decir nada. Ella le miró a los ojos y le dijo: «Sé bien lo que quieres, y por eso te invito para que vengas a la escuela conmigo». Y sin más, lo besó.
      No fue un beso casto, fue un beso que prometía mucho. Zemoz la abrazó y si no es porque ella le suplicó que debieran marcharse, se habría olvidado de todo.
      Pero salieron, y Zemoz la acompañó al coche. El cochero se bajó para abrirle la puerta, y ella subió seguida de su compañero. Llevaba el mismo uniforme que siempre había visto Zemoz.
      El coche era muy cómodo por dentro, con una suspensión tan buena que no se notaban los baches del camino.
      De forma sorprendente, el caballo pudo con el peso de Zemoz; aunque lo cierto es que llegó renqueando a su destino.
      Tal y como Zemoz había supuesto, el coche bajó a la ciudad. Se detuvo finalmente ante un edificio lleno de farolillos rojos frente al cual esperaban numerosos hombres. Más de uno se quedó verde de envidia al ver a Zemoz acompañar a Artadek Arneh.
      El edificio era, en sí, un palacio. Ricos mármoles en la fachada, ventanas con cristales tallados y rejas decoradas en bronce. Puertas macizas, con figuras humanas talladas. Los mismos farolillos eran a gas, y ni siquiera eran malolientes. Más bien, parecía que el gas estaba perfumado con incienso.
      Bien, yo he prometido no decir nada de lo que sucede tras las puertas de una escuela de brujería, de ahí que no me sea posible contaros lo que le sucedió a Zemoz en aquel lugar. Tan solo os diré que él descubrió que su amada no era virgen. Y que Zemoz dejó de serlo ese mismo día.
      Nunca más volvió a ver a Artadek Arneh. De hecho, ella se mudó a un palacio cercano a la escuela, pues pronto la ascendieron a maestra de brujas.
      Y Zemoz dejó el pastoreo. Se fue de su casa para entrar en la escuela del Maestro Hugok y fue allí donde se convirtió en el paladín de la justicia de Barbaria. Temido por todos, especialmente por los enemigos del bien.
      Zemoz nunca ha vuelto a enamorarse, y esa es la pura verdad.

(Continuará)