23 julio 2013

DOS E.T. EN PARÍS

Zif y Pert estaban de vacaciones en la Tierra. El Gran Líder de su planeta, Hunwafrit-4, les había concedido un descanso de 12.000 unidades temporales.
Una u.t. de Hunwafrit-4 equivale a 4,25 segundos de la Tierra, por lo que el periodo de descanso concedido venía a ser de 47 minutos y 3 segundos, medido en unidades terrestres. Pero usando los efectos hiperespaciales, Zif y Pert pensaban quedarse un mes entero en la Tierra, para volver a su planeta natal 47 minutos y 3 segundos después de la partida.
La nave espacial tenía el aspecto de un vehículo de la Tierra, así que no esperaban tener problemas por ello. Llegó volando a una de los puertos para vehículos aéreos, uno llamado Aeropuerto Charles de Gaulle, pero Zif comprendió que algo no estaba bien cuando observó que casi todos los vehículos eran de diseño diferente al suyo.
—Zif, ¿te has fijado en que casi todos los vehículos están diseñados para volar con alas, y que éste no las tiene?
—¡Es verdad! Nuestra nave tiene la forma de un vehículo de tierra. Mejor que abandonemos este lugar antes de que alguien se sienta extrañado.
—Allí veo un lugar donde hay muchos vehículos terrestres. Entre ellos dudo mucho que llamemos la atención.
Más de un operador del aeropuerto se quedó atónito al ver lo que parecía un Citröen 2CV volando por la pista 10 del aeropuerto. El 2CV volador salió de los límites aeroportuarios antes de que alguien se diera cuenta y decidiera llamar al Ministerio de Defensa.
Aquel terreno estaba a medio llenar con vehículos de todo tipo, pero la mayoría tenía el mismo diseño básico que la nave espacial. Cuatro ruedas motrices y un espacio destinado a ser ocupado por unos 4 ó 5 habitantes de la Tierra.
Ese era, por supuesto, el aspecto general de la nave, pero faltaban algunos detalles. Pert buscó un vehículo con el aspecto más parecido posible a su nave, lo que no le resultó sencillo, dada la gran variedad de formas y modelos.
—No entiendo por qué los terrestres son tan dados a cambiar los diseños —dijo.
—Les gusta el diseño —respondió Zif—. Creo que hasta lo consideran una especie de arte. Incluso cuando tienen un diseño que funciona, lo cambian.
—Pues no lo entiendo. Si una forma es perfecta, ¿por qué cambiarla?
Finalmente localizaron el modelo buscado. Era de color amarillo pero tenía la parte superior negra. Pert comprendió que esa parte era una especie de tela removible.
La nave podía ser cambiada gracias al morfo, así que cambiaron su parte superior. El color no lo modificaron, pues ya habían notado que los terrestres eran muy dados a la policromía, así que dejaron el color rosa que tenía la nave.
Zif observó más detalles, que integró en el aspecto externo de la nave.
Finalmente se fijaron en la placa rectangular que llevaban todos los vehículos.
—He notado que la placa rectangular ha de ser obligatoria —observó Pert.
—Pues le ponemos una. Tenemos que inventar un código.
Observaron los elementos comunes a las placas. Solían ser blancas o amarillas pero no todas. La mayoría tenía un rectángulo azul con una circunferencia de estrellas situado a la izquierda, y bajo la circunferencia una o dos letras; la más frecuente era una F. Luego venía una combinación de números y letras, casi arbitraria. Pero Zif se fijó en que había gran número de placas que terminaban en 75, algunas incluso sin la F y el círculo de estrellas.
Finalmente optaron por la secuencia 1234 ABC 75 y con el morfo añadieron dos placas que incluían la F azul. Pert insistió en que la placa trasera debía ser amarilla y la delantera blanca y Zif le hizo caso, pues era el esquema más repetido.
Casi estaban listos para salir del lugar de estacionamiento. Pero faltaba un detalle.
Tanto Zif como Pert tenían 3 centímetros de altura, bastante menor que cualquiera de los humanos. Activaron el hinchable humanoide y se situaron en su interior para poder controlarlo. Desde los controles interiores también tenían acceso a los mandos de la nave, así que no tendrían problemas para moverse.
El vehículo se puso en marcha, siguiendo la ruta prevista para abandonar el lugar.
Llegaron ante una barrera donde un humano les miró extrañado.
—¡Buenos días, señor! —dijo, asomándose al interior por la ventanilla abierta—. ¿Ha validado su tarjeta de estacionamiento?
¡Problema! No entendieron lo que dijo el terrestre. No se correspondía con la lengua panterrestre que habían aprendido. No obstante, optaron por responder en esa lengua.
—Sorry. I do not understand!
—¡Ah, es usted inglés! Pues lo siento, pero yo no lo hablo. Digo que debe validar “ticket parking”.
El terrestre hizo grandes aspavientos y señaló un aparato rectangular situado junto a la que debía de ser su vivienda.
Pert puso a trabajar su equipo de datos. Lo primero era identificar la lengua.
Era francés, lo que tenía sentido puesto que estaban en el territorio terrestre llamado Francia.
Activaron esa lengua, en vez del panterrestre, llamado también inglés.
—Perdón, señor, pero no acabo de entenderle.
El vigilante se quedó más tranquilo. Aquel tipo hablaba francés, aunque con un extraño acento. Pero al menos no tendría problemas para entenderse. ¡Odiaba a todos esos turistas que venían sin molestarse en aprender la hermosa lengua francesa!
—Verá señor, le decía que debe validar su tarjeta de estacionamiento. Allí, en aquella terminal.
—Es que no tengo esa tarjeta.
—¿Cómo que no la tiene? Debió retirarla cuando entró. Sin retirarla no se abre la barrera.
Finalmente, Zif había comprendido el problema. No podía explicarle que ellos no habían cruzado la barrera de entrada.
—La perdí. Soy un desastre.
—Pues deberá pagar un día completo de estacionamiento. Lo siento, pero esas son las normas. Si no le importa aparcar a un lado para que puedan salir los otros coches…
Llevaron la nave junto a la vivienda del vigilante. Aunque, ahora que se daba cuenta, Pert dudaba mucho de que fuera una vivienda: era demasiado pequeña.
Dentro del humanoide, consiguieron moverlo de forma bastante natural. Al menos el vigilante no demostró extrañeza. Lo siguieron al interior de la que creían vivienda… y Pert comprobó que no era más que una habitación llena de objetos, ninguno de los cuales parecía relacionado con la vida de los humanos. Su equipo emitió el dato “oficina”. Aquello era una oficina, no una vivienda.
Zif hizo que el hinchable metiera su extremidad superior en un lateral, sacando un objeto llamado “cartera”, llena de hojas de papel. Tomó una de color violeta, con el número 500 repetido en varios lugares y se lo mostró al vigilante.
Éste puso los ojos como platos y dijo: —Conforme. Puede subir al vehículo que yo le abriré la barrera.
—¿Y la tarjeta?
—No la necesita. Le dejaré pasar.
El vigilante ya había notado que aquel turista era muy raro. Primero había hablado en inglés, pero luego había pasado al francés como si fuera su lengua de nacimiento (pese al acento). También se movía de una forma extraña, ¡por no decir nada de su ropa! Nunca había visto a un hombre que llevara minifalda salvo que fuera un trasvestido, y aquel fulano no lo parecía. Pero si era tan estúpido como para darle un billete de 500 euros, ¡él no lo iba a rechazar!
Moviendo al humanoide, Zif y Pert lo subieron a la nave y se pusieron en marcha. El vigilante hizo levantar la barrera desde la oficina, y así ellos salieron del estacionamiento del Aeropuerto Charles de Gaulle.
La nave se desplazaba siguiendo la estela de otros vehículos terrestres. Pert lo hallaba incomodísimo, pues la fila de vehículos se desplazaba a menos de 50.000 flops, cuando según sus datos podían alcanzar velocidades cinco veces mayores. Pero Zif insistía en que si los terrestres debían mantener la fila, ellos también debían hacerlo.
Detrás de ellos marchaba otro vehículo, algo más grande que la nave. Continuamente hacía oír una señal sonora, y el humano que la tripulaba (el que se sentaba en el lado izquierdo) hacía gestos con una de sus extremidades y gritaba algo.
Finalmente, Pert logró captar las palabras del humano de detrás.
—¡Gilipollas! ¡No se te encienden las luces de frenado!
Zif consultó en la base de datos y comprendió el problema.
—No nos habíamos dado cuenta, Pert, pero si te fijas en todos los vehículos que van delante llevan activadas las señales ópticas traseras. Se enciende una luz roja cuando reducen la velocidad.
—Pues activaré las nuestras con el morfo. ¿Han de encenderse al reducir?
—¡Sí! Lo pone aquí en este archivo de “Aprendiendo a Conducir en Casa”; también aparecen una serie de gestos que se hacen con las extremidades, pero no veo esa señal del dedo central erecto y los demás plegados.
—¿Seguro que no aparece? Busca en otros archivos.
—A ver. ¡Ah, sí! Aquí aparece, en el apartado de “gestos obscenos”. Creo que es algo relacionado con la sexualidad. Tal vez desee copular con el humanoide.
—¡Te dije que no lo buscaras demasiado atractivo! ¡Sólo nos faltaba que algún humano pretenda tener relaciones sexuales con el hinchable!
Entretanto, la fila había llegado a una bifurcación. Había gran número de indicadores, señalando diversos destinos. Algunos indicaban París y las rutas a seguir.
—¡Tenemos varias rutas a elegir! —exclamó Zif.
—Según la “Guía Michelín”, la A1 es la mejor, pero tenemos que pagar peaje.
—No entiendo.
—Como el estacionamiento. Hay una barrera y se debe pagar un dinero.
—No me gusta. No dominamos la economía terrestre ni sabemos usar esos terminales automáticos. ¿Hay otra opción?
—Según este archivo de la Guía Michelín, la A3, que es paralela a la A1.
—Pues sigamos por la A3.
Observaron que eran más los vehículos que seguían la ruta hacia la A3 que a la A1. Y que los de la A1 podían ir a mayor velocidad. Ellos seguían a 65.000 flops.
Siguiendo los diversos señalizadores, llegaron a la vía A3. Era una ruta muy transitada, llena de vehículos en todos sus carriles. Apenas podían alcanzar los 80.000 flops en alguna ocasión.
Ya no tuvieron problemas con los demás automóviles, pues las señales ópticas traseras funcionaban correctamente. Por lo menos no hubo problemas mientras pudieron mantenerse en la vía A3.
Pero la autopista se terminó y se encontraron, de lleno, en el tráfico de París.
Cientos, ¡miles!, de vehículos que circulaban por aquellas vías atestadas. Otra vez se oyeron las señales auditivas, los gritos de los pilotos. E incluso señales manuales que no figuraban en “Aprendiendo a Conducir en Casa” y sí en el archivo de gestos relacionados con la sexualidad.
Zif y Pert ignoraban aquellos intentos de contactar mientras se orientaban en el laberinto de señales contradictorias.
Felizmente encontraron un lugar donde depositar la nave. Había dos placas sobre un poste: un disco y otra rectangular; en el disco había un dibujo y en la otra un texto que correspondían ambos a “Reservado Carga y Descarga”, según “Aprendiendo a Conducir en Casa”, pero Zif observó que muchos otros vehículos como el suyo estaban situados en lugares como aquel.
En la base de datos encontraron varias guías de visita, pero estaban pensadas para seres humanos, por lo que no seguían una lógica reconocible. Decidieron guiarse por las imágenes planas que abundaban en la base.
Zif observó un detalle.
—Se diría que estos humanos tienen sus industrias dentro de las ciudades —observó.
—¿Segura? Pocos seres inteligentes lo hacen. O bien no les importan las contaminaciones, o sus industrias no contaminan.
—Eso se puede ver analizando la atmósfera.
—Ya lo hice, y hay bastante contaminación. Lo que no parece un indicio de mucha inteligencia, ¿no te parece?
—Ya sabíamos que estos terrestres no son demasiado listos.
—Aquí hay muestras claras de industrias dentro de la ciudad. Vayamos a verlas.
Pusieron la nave en marcha. Y fue justo a tiempo porque un gendarme se estaba dedicando a multar a todos los vehículos aparcados en “carga y descarga”. Les vio salir del vado y tomó nota de la matrícula.
Volvieron al caos de los vehículos terrestres. Al lento avanzar, detrás de los otros vehículos, a las señales sonoras incomprensibles y sobre todo, a los deseos de apareamiento que mostraban los conductores (siempre eran machos) con el humanoide hinchable de la nave.
—¿Y si hacemos que nuestro humanoide repita los gestos de apareamiento? —preguntó Zif—. No sería difícil mostrar la mano izquierda con el dedo medio extendido y los demás plegados.
—¿Estás loca? ¿Para que luego pretendan completar el apareamiento?
—¡Es verdad! Nos estaríamos metiendo en un lío mayor.
Llegaron cerca de un enorme edificio con forma de paralelepípedo rectangular. Estaba plagado de tuberías que recorrían sus paredes exteriores. Varios carteles señalizadores lo anunciaban como el “Centro Pompidou”.
—Me pregunto que fabricarán ahí dentro —dijo Pert.
—Ha de ser algo grande y complejo. Y que apenas produce emanaciones al medio ambiente, pues no aprecio chimeneas.
—Veo que los humanos entran y salen. Por lo visto la fabricación es pública y los terrestres van a verla.
—¿No crees que deberíamos entrar? Si podemos averiguar algo sobre la tecnología terrestre, podremos escalar puntos en la pirámide social.
—¡Sí, el Gran Líder estará satisfecho!
Buscaron un espacio libre en un “aparcamiento”, para lo cual tuvieron que entrar en el subsuelo bajando por una rampa lateral. Encontraron la ya habitual barrera, pero al menos ya sabían lo que debían hacer. Pulsaron un botón y por una ranura salió una diminuta cartulina. La barrera se elevó y pudieron proseguir.
Poco más tarde, el humanoide salía al exterior. Tuvieron que orientarse, pues el Centro Pompidou quedaba algo alejado de donde dejaron la nave. Los alrededores de la fábrica estaban vedados para la mayoría de vehículos y sólo se veían humanos caminando o en vehículos ligeros de tracción no mecánica (los llamaban “bicicletas”, “monopatines”, “patinetes”, etc.).
Los otros humanos observaban con extrañeza al humanoide, pero nadie decía nada. Zif y Pert hacían lo posible para que sus movimientos fueran naturales.
Llegaron a la fábrica y notaron que los humanos hacían una cola para adquirir una cartulina, algo similar a la del aparcamiento. Se pusieron en cola y cuando les llegó el turno vieron a un ser humano, tras una ventanilla de vidrio, entregando las cartulinas. Para comprar una tuvieron que usar uno de aquellos papeles de colores. Pero el humano se negó a aceptar el papel violeta con el número 500. Tras varios intentos, finalmente aceptó uno de otro color con el número 50.
Junto con la tarjeta les entregó otros papeles de colores y varios discos de metal. Zif, que ya empezaba a comprender algo de la economía terrestre, dijo —creo que esos números grabados en los papeles y en los discos son unidades económicas.
—¿Usan estos papeles y discos para el intercambio?
—En efecto. Lo acabo de comprobar en la base de datos. La unidad se llama “euro” porque es común a otras agrupaciones locales. Y no les gusta tener que manejar papeles con valor elevado, por eso no quisieron el de 500.
—Pero el humano que nos atendió en el Aeropuerto Charles de Gaulle sí que lo aceptó.
—Cierto, pero no nos dio cambio, ¿te das cuenta ahora?
—¡Claro! El valor de la estancia de la nave difícilmente podría haber sido tanto. Ya leí las tarifas de aparcamiento donde dejamos la nave y no superan las 20 unidades de esos “euros” por estar todo un día.
Entraron en la fábrica. Y vieron unos inmensos pasillos por los que circulaban los humanos mirando a uno y otro lado.
Pero ellos no veían nada de interés. No se apreciaban máquinas, sólo dibujos y algunos otros objetos. Nada móvil, salvo una estructura giratoria que no hacía nada.
—Esto debería ser una de las máquinas —dijo Zif.
—Si es así, no se ve el material de entrada, ni lo que produce. Sólo da vueltas y vueltas.
—Tal vez la máquina en sí esté debajo y esto es sólo un saliente móvil para liberar el calor.
—Será eso.
Tras recorrer la fábrica de un extremo a otro llegaron a una conclusión. Si allí se fabricaba algo, era a escondidas del numeroso público. Tal vez lo que se mostraba en las paredes del lugar fueran los productos ya acabados. Pero para qué servían esos rectángulos coloreados o esas piezas extrañas, no tenían ni idea.
Salieron de la fábrica Centro Pompidou decepcionados.
Volvieron al estacionamiento, buscaron la máquina lectora de la tarjeta, que les pidió una cierta cantidad de discos de metal (“monedas”) y finalmente subieron en la nave. Para poder salir debieron introducir de nuevo la tarjeta, y la barrera se elevó.
Nuevamente salieron a la locura de las calles de París.
—¿Y ahora, a donde? —preguntó Pert.
—Aquí aparece una torre de extracción de petróleo.
—¿Petróleo? ¿Estás segura?
—He comparado en la base de datos la que llaman Torre Eiffel con las torres de extracción de hidrocarburos líquidos y aprecio una gran similitud. Mira aquí, donde dice “Venezuela”.
Pert observó las imágenes y, en efecto, se veían varias estructuras metálicas dentro del agua. Y aquellas estructuras eran similares a la Torre Eiffel.
—Ya que estamos aquí, podremos ver como es su proceso de extracción petrolífera. Ese lugar “Venezuela” queda algo lejos —propuso.
Mientras se movían por las calles buscaron en la base de datos el lugar de aparcamiento más cercano a la Torre Eiffel. Había varios, pero siempre alejados.
—Parece que a los humanos les gusta caminar —observó Zif.
—¿Y  por qué hay tantos en estos vehículos? Si les gustara caminar, dejarían sus vehículos en un aparcamiento e irían andando. ¡Puede que incluso llegaran antes!
—¡Pero esta ciudad es enorme! Un humano caminando no creo que pueda recorrerla de un extremo a otro en un día.
—Será por eso.
—Pert, ¿y si dejamos la nave y usamos los transportes subterráneos?
—No me gusta ir bajo tierra, y no me ofrecen mucha seguridad esos lugares que llaman aparcamientos.
—Los humanos hacen muchas cosas bajo tierra. Ya lo viste en aquel aparcamiento. Y hay muchos así. En cuanto a la nave, ¿no crees que con el servocontrol no corre peligro?
—Sí. Aquí en este planeta no tienen tecnología para romper el escudo de la nave. Pero no acabo de entenderte, Zif.
—Hay algo que llaman Ferrocarril Metropolitano, o Metro, y otra cosa similar que llaman RER, que recorren buena parte de la ciudad bajo tierra.
—¿Y qué ventaja podría tener?
—Pues que bajo tierra no hay tráfico de vehículos. Tienen vías exclusivas para ellos, de metal. Ferrocarril significa algo así como vías de hierro. Por ellas no pueden ir las ruedas de los automóviles.
—Lo de ir bajo tierra no me hace gracia.
—Ni a mí. Pero me he fijado en que los humanos entran en un sitio, lo que llaman una “estación” y allí se suben al Metro. O al RER. Y salen en otra estación, en otro punto de la ciudad.
Pert observó la imagen plana que representaba el recorrido de las líneas subterráneas. Tenía gran variedad de colores y abarcaba toda la ciudad. Incluso, el RER parecía extenderse fuera de la ciudad.
—Podríamos probar —dijo.
—¡Perfecto! Vamos a buscar un aparcamiento.
Ya se habían dado cuenta de que una cosa era decirlo y otra hallarlo. Pero tras ardua búsqueda localizaron la entrada a un aparcamiento. Dejaron la nave, recogieron la tarjeta y salieron a la superficie.
Se hallaban en el lugar llamado “Puente María” y cerca estaba la entrada a una estación del Metro llamada, precisamente “Puente María”. Hacia allá fue el humanoide, ignorando las miradas curiosas de los humanos.
Observando el mapa subterráneo comprendieron que era todo un mundo bajo tierra.
Bajaron por unas escaleras, compraron el ticket, que al parecer les permitía viajar en cualquier vehículo del Metro, y decidieron la ruta a seguir.
Lo lógico habría sido elegir la ruta más rápida, pero no tenían datos. Así que eligieron un poco al azar.
Tenían dos líneas a elegir, la 7 y la 14. Subieron a un vagón de la 7, en dirección Villejuif. Se bajaron en Plaza de Italia donde podrían cambiar de línea. Esta vez subieron a un vagón de la línea 6, dirección Charles de Gaulle (casualmente, el mismo nombre del aeropuerto, pero aquel metro no llegaba hasta el aeropuerto de ahí que sería otro lugar con el mismo nombre, el de algún humano famoso).
El vagón iba repleto, todos los asientos estaban ocupados y apenas había sitio de pie.
De pronto, las alarmas del humanoide se activaron. Zif, que tenía buenos reflejos, bloqueó los accesos a los receptáculos laterales del humanoide, donde llevaba la “cartera” con los “euros”.
El humano que estaba tras el humanoide dio un grito.
—¡Cabrón! —gritó—. ¿Qué mierda tienes en el bolsillo? ¿Una trampa para ratones?
Todo el mundo lo miró, al parecer molestos por su exclamación.
Zif sabía que ese humano había intentado quedarse con la cartera, pero el cierre automático le había lesionado los dedos.
—Si no quiere que le denuncie a los gendarmes, haría mejor en estarse callado —dijo el humanoide, en voz baja de forma que sólo le pudiera oír el humano.
El otro se mantuvo en silencio y a empujones se alejó del lugar.
Llegaron a la estación que decía claramente “Torre Eiffel” y salieron a la superficie. Les esperaba una estructura de hierro enorme, al menos para lo que habían visto en la Tierra.
—Zif, si esto es una torre perforadora de petróleo, ¿dónde tiene el tubo?
En efecto, el centro de la torre estaba totalmente vacío, faltaba el tubo extractor de los hidrocarburos, o bien perforador. No había señales ni de uno ni de otro.
Ni tampoco indicios de que aquella torre sirviera para algo.

Decepcionados, decidieron simplemente observar la ciudad. Viajaron en el Metro y en el RER a diversos lugares, siguiendo las indicaciones del archivo Guía Michelín.
Visitaron el Louvre, Nuestra Dama, la Madeleine, recorrieron las orillas del Río Sena, vieron a los artistas en Montmartre…
Un humano hizo un dibujo esquemático (“caricatura”, lo llamó) del humanoide en el Sagrado Corazón (sabían que el corazón era un órgano importante del cuerpo humano, pero no vieron nada por el estilo dentro del edificio). Por algunas preguntas que hizo, él sacó sus conclusiones. Y el dibujo tenía una nave espacial discoidal.
—¡Mira, Zif! Es un Plet-45-extra, como la nave que teníamos antes.
—Me pregunto como lo habrá sabido este humano. ¿Tú crees que habrá visto alguna?
—¡Quién lo sabe!
Para la siguiente visita volvieron a donde habían dejado la nave. Tuvieron que pagar bastante dinero para recuperarla, pues habían pasado varios días; esta vez no pusieron pegas cuando pagaron (en la oficina) con un billete grande, de color naranja.
Habían decidido visitar Versalles, un lugar con unos jardines preciosos. Los jardines eran conjuntos de vegetaciones muy al gusto de los terrestres; algunos estaban muy trabajados, y eran de hecho una forma de arte.
Ni Zif ni Pret entendían el arte terrestre, pero les gustaba la idea de trabajar con materia viva, así que fueron a visitar aquellos jardines.
¡Fueron lo más bonito que habían visto! Aquellas masas verdes y de otros colores, formando figuras con la materia vegetal. Zif se emocionó como nunca y a punto estuvo de perder el control del humanoide.
También visitaron los edificios, pero no fueron algo que les llamara la atención. Ni siquiera eran tecnología moderna para los terrestres.
Volvieron a subir a la nave y regresaron a París. Ahora querían ver algo de tecnología realmente moderna.
—¡Vamos a La Defensa! —sugirió Pret, y a Zif le pareció una buena idea.
Ya dominaban lo suficiente el tráfico entre aquellos vehículos humanos y llegaron al centro de París sin novedad.
Vieron aquellos enormes edificios. Y eran realmente grandes. Y uno de ellos tenía forma cuadrada, ¡con un enorme boquete en su interior! Por aquel boquete podría pasar perfectamente una nave espacial.
Sólo para comparar, decidieron ver otro arco más antiguo, el Arco del Triunfo.
—Zif, hace rato que vengo observando que un vehículo aéreo se mantiene sobre nosotros.
—¿Segura?
—Sí, podría interceptarlo, pero no creo que sea una buena idea.
—Desde luego que no.
Entraron en una de las vías subterráneas (ya habían observado que incluso existían vías bajo tierra para los automóviles) y a la salida notaron un número muy alto de vehículos de la gendarmería.

La Gendarmería de París llevaba ya unos días siguiendo la pista a aquel extraño vehículo.
Ya habían comprobado que no existía registrado ningún Citröen 2CV con matrícula 1234 ABC 75; de hecho esa matrícula no existía.
Además, ese vehículo iba conducido por un hombre de aspecto estrafalario, vestido con una falda que nunca cambiaba.
Podría ser un terrorista, y ahora se dirigía hacia las cercanías del Palacio del Elíseo. ¡Había que detenerlo!

Los vehículos de los gendarmes estaban atravesados en la vía. Zif detuvo la nave.
El humanoide salió del vehículo, pero Pret estaba muy nervioso; el hinchable realizó un movimiento raro.
Uno de los gendarmes lo consideró amenazante y usó su arma de proyectiles.
Un proyectil de plomo atravesó la pierna del humanoide, desinflándolo.
No se cayó al suelo porque tenía el endosoporte, pero los agentes vieron como lo que creían que era un ser humano se deshinchaba.
Finalmente, del interior de aquella cosa salieron dos figuras diminutas, con el aspecto de pulpos o arañas, de unos 3 centímetros de alto. Uno de color azul y el otro verde.

Felizmente, Zif y Pret pudieron arreglar las cosas con las autoridades terrestres. Éstas decidieron mantener el asunto en total secreto.
Y aún les quedaban unos cuantos días de vacaciones.
Querido lector, si llegas a ver un 2CV rosa volando, que no te extrañes por eso. Zif y Pret aún están de vacaciones.

22 julio 2013

Icayna 3ª parte

-5-

Juan fue el primer sorprendido cuando volvió a intentar subir con la lanza por la ladera. Lo consiguió sin apenas esfuerzo.
      Tacor compartió con él su sorpresa.
      —Tenía razón el Guadameney. Guafiota te ha aceptado y te regala su magia.
      Aunque aquello desafiara sus ideas, debía de tener razón, pensó Juan.
      Y desde entonces, los dos achikatnia compartieron la vigilancia del ganado en las cimas brumosas de la isla, acompañados por varios achiziquitza y con la inestimable ayuda de los perros. Subían temprano, desafiando a la gravedad mientras ascendían entre las peñas, y dirigían el ganado hacia las tierras elegidas para pastorear (las iban rotando para no esquilmarlas). A veces podían ver a otros residentes de la isla, sobre todo a los de la ladera norte, con quienes mantenían relaciones de buena vecindad… salvo alguna que otra disputa por un animal extraviado (y hallado por los otros) o por compartir las tierras. En los casos más graves, se recurría al manzay, tanto el propio Tagufirche, como el de las tierras norteñas.
      Según le explicó Tacor, la isla se dividía entre cuatro manzayatos: el valle central entre dos, la parte septentrional y de poniente pertenecían al tercero y la ladera austral y de poniente era la tierra del cuarto manzay.
      Tenían mucho tiempo para hablar. Y así fue como Juan supo de la duda de Guayafanta, la hija del manzay Tagufirche.
      Según orden de su padre, había llegado la hora en que su hija tenía que darle un hijo, un heredero al trono. De hecho, la propia Guayafanta sería la manzay cuando su padre falleciera, pues no en vano ella era la única hija. Juan se sorprendió de que pudieran elegir a una dueña con tanta facilidad, pero él mismo conocía varios casos de reinas en los reinos peninsulares.
      —Ella tendrá que unirse a hombres de la máxima categoría. En la práctica, sólo han dos disponibles, Zenohán y Tamarite.
      —¿Y yo?
      —¡Déjate de bromas, Juan! Sabes que unos achikatnia lo tenemos casi imposible. A mí también me gustaría que me eligiera, si no tuviera a Armindatay a mi lado. Pero no puedo pedir a Achiamán lo que es imposible.
      —Bueno, dejemos eso. Dime una cosa, ¿se sabe a quién elegirá ella?
      —Aún no. Pero para el próximo Beniesmén tendrá que obrarlo. Es posible que sea entonces la última vez que se meta en el Foso.
      —Si los dos pretendientes aún la han respetado.
      —Sobre eso no hay dudas. Ya sabes que con Guafiota no se juega.
      —Me refiero a la próxima fiesta. Me pregunto si podrán aguantar.
      —Tendrán que hacerlo, si quieren que uno de ellos llegue a ser el consorte de la manzay, y padre del siguiente manzay. Por cierto, que tú tendrás que hacer lo mismo respecto a Tindaiga. Será la himagua, ya lo sabes.
      —¡Es que es demasiado guapa! Pero me contendré. Creo que podré esperar a que ella tenga una sucesora. ¡Ya podría buscarla ahora mismo!
      —¡Ja, ja, ja! ¡Eres un impaciente, Juan.
   
Llegó el Beniesmén, y Guayafanta se sumergió por última vez en el Foso de Guafiota. Tardó un poco más de la cuenta en salir, pero lo hizo y en cuanto se hubo recuperado anunció que la furia de Guafiota se haría sentir en las otras islas. Mencionó varias erupciones volcánicas pero dos de ellas llamaron la atención de Juan: una que cubriría más de la mitad de Titeroy, y otra que acabaría con un puerto de Achinech. Titeroy no era nombre conocido por Juan, pero sospechaba que podría ser la isla de Lancelot; en cuanto a Achinech, esa sí que la reconocía como Tinerfe, la isla del enorme volcán Echeyde.
      De hecho, la descripción de las erupciones mezclaba el pasado con el futuro, pues al menos una, del propio Echeyde, era conocida por todos, estaba en las historias narradas por los viejos, la de ver salir el fuego por la enorme montaña; hacía de eso muchos años, tantos que nadie sabía con exactitud. Eran leyendas o historias que pasaban de boca en boca.
      Al día siguiente, Guayafanta desposó con Zenohán y Juan desfiló entre el grupo de hombres que fueron a felicitar al novio. Tamarite no estaba entre ellos, por cierto. A Juan le constaba que no había superado la furia porque Guayafanta no lo había elegido a él.
      Poco más tarde, Tindaiga ocupó el puesto de Guayafanta como himagua. Era más importante que nunca que Juan no hiciera movimientos que pusieran en peligro su virtud, aunque tanto él como ella eran conscientes de la atracción que mutuamente sentían.
      Para combatir la pasión, Juan se centró en el pastoreo. Ya no visitaba a las achiziquitza salvo cuando no podía aguantar más, pero cada día era mayor su autocontrol. Dáciltaria lo echaba de menos, y así llegó a decírselo. El evitaba mirar a Tindaiga e ignoraba los latidos de su corazón cuando, por casualidad, ella pasaba cerca de él.
      Un día oyó bastante barullo cerca de la cueva del Guadameney. Por una vez no se fijó en Tindaiga, sino en el viejo sacerdote, visiblemente trastornado.
      Vio a Tacor acercársele, y éste escuchó unas palabras, aún lejos del oído de Juan.
      También llegaron Zenohán y Guayafanta, quien ya mostraba las señales de un embarazo.
      Tacor vio a Juan y se le acercó.
      —Parece que Tamarite ha huido de la isla —dijo.
      —¿Cómo es posible? ¿Y qué es lo que acaso pretende?
      —Tenemos barcas, que sólo usamos para capturar peces cuando falta comida. Y en cuanto a lo que pretende Tamarite, seguramente será ir a otra isla y revelar nuestra existencia.
      Juan se quedó atónito.
      Primero, ¡había barcos! ¿Cómo es que no se lo habían dicho?
      Tal vez para que no se marchara, así que era comprensible. Al principio, no se fiaban de él. Ahora ya era un hombre al servicio de Guafiota y sabía bien que no valdría la pena echar mano de uno de esos botes si Guafiota no ayudaba. Tamarite estaba perdido, sin duda. ¿O tal vez no?
      Otra cuestión era que los icaynenses sabían navegar. Al menos lo bastante para salir de pesca «cuando faltaba comida». Por cierto que eso no había acontecido en todos los años que Juan llevaba en la isla, siempre había habido abundancia de alimento; así que tal vez no habían mencionado los barcos porque no había llegado el momento.
      Finalmente, una idea estaba cobrando cuerpo en su cabeza. De todos los nativos, él era el único que realmente sabía lo que era marear entre aquellas aguas. Aún recordaba las cartas que tanta desdicha le habían traído (¡su hermano Martín, que en la Gloria estuviera!). Los dibujos de las cartas de marear se habían quedaba grabados en su cabeza, tal vez para siempre.
      ¿Confiarían en él? ¿Le permitirían ir en busca del traidor? Tenía que intentarlo.
      Se acercó hasta el entristecido sacerdote y buscó el momento para hablarle.
      —Guadameney, mi señor, ¿se me permitirá ir en búsqueda del traidor?
      El anciano lo miró a la cara. Parecía ver en sus ojos, más allá de lo que decía su faz.
      —Veo que aún te embarga el deseo de volver con los tuyos. Pero también veo más allá, y aprecio que eres hombre de palabra. Has prometido no revelar nuestro secreto y si llegas a las otras islas volverás con nosotros. Guafiota confía en ti, y yo lo haré. Hablaré con el manzay.
      El Guadameney re reunió con Tagufirche, Zenohán y Guayafanta. Deliberaron largo rato, pero al fin el propio manzay se acercó a Juan.
      —Te has comprometido con nosotros, Juan, ¿por qué quieres ir tú a buscar a Tamarite? ¿No deseas, acaso, volver con los tuyos?
      —Mi señor, es cierto que desearía volver con los míos, pero éstos no están en las islas cercanas sino muy lejos, tanto que dudo mucho me fuera posible volver a ellos. Por otro lado, he mareado entre las islas y creo que soy el más indicado de todos los habitantes de Icayna para ello.
      —Atindame también ha mareado lo suyo —observó el manzay.
      —Atindame es mayor, no sería capaz de detener a Tamarite —hizo ver Zenohán.
      Juan conocía a Atindame, un viejo achikatnia que tal vez conociera las artes de marear, pero sin duda no sería capaz de luchar contra el otro, de ser necesario.
      —Atindame puede venir conmigo, mi señor —dijo Juan, generoso.
      —No será necesario. Los barcos navegan mejor si sólo llevan una persona.
      Juan tomó nota para sí: los barcos tenían que ser pequeños botes, manejados por una persona.
      —Y has de saber algo muy importante, Juan —observó el Guadameney—. Icayna está fuera del tiempo. En las otras islas no será la misma época que conociste. Incluso puede que la lengua sea diferente.
      —Por cierto, mi señor. ¿Cómo cree usted que Tamarite espera hablar con los demás y así revelar la existencia de Icayna?
      —Con las piedras de la lengua. Me falta una.
      El anciano acompañó a Juan hasta un rincón de su cueva. Allí vio dos de las piedras talladas que servían para conocer la lengua de los demás. Las dos tenían el tamaño aproximado de un maravedí, pero con la forma de un triángulo y decoradas en forma diferente: una tenía tres triángulos invertidos, la otra una espiral. Recordó haber visto una tercera, con una especie de círculo dentado a la manera de un sol; aquella no estaba, debía de tratarse la robada por Tamarite.
      Las piedras se guardaban siempre en la cueva del Guadameney, y aunque los achimanzay (como Zenohán o el propio Tamarite) podían hacer uso de ellas, lo correcto era pedirlas, no tomarlas sin permiso.
      El Guadameney tomó en su mano la piedra con la espiral y se la ofreció a Juan.
      —Toma. Lleva tú esta otra por si la necesitas. ¿Cuándo saldrás?
      —¿Cuándo debería hacerlo?
      El anciano se viró hacia el otro lado.
      —Tindaiga, necesito hablar con Guafiota. ¿Estás dispuesta?
      —Sí, padre.
      La joven se había acercado a ellos sin que Juan lo notara. Éste notó que su corazón se echaba a latir con fuerza pero a la vez pensó «¡NO!» logrando controlarse.
      Bajaron al Foso y Tindaiga se sumergió en el agua, sin grandes ceremonias. Salió enseguida.
      —Guafiota está enfadado y lo hará saber allí donde llegue Tamarite. Juan ha de salir lo antes posible, con la luz del nuevo día.
      —Eso obraré —anunció Juan, sin saber si debía o no hablar. Como nadie se molestó, supuso que había obrado lo correcto.
      Antes del atardecer, fueron a una cueva cercana al mar que Juan no conocía. Allí vio tres embarcaciones, construidas con troncos del extraño árbol que llamaban dragón. Dos de ellas tenían una pequeña vela de piel de cabra, y las tres contaban con remos. Parecían estar en buen estado, aunque era evidente que llevaban tiempo sin conocer el agua. Y algunas marcas en la arena mostraban las huellas de una cuarta embarcación.
      Juan se preguntó si cualquiera de aquellos toscos botes podría navegar. Pero a fin de cuentas todo dependía de la voluntad de Guafiota. Si la divinidad le permitía ir por el mar, lo haría aunque fuera caminando sobre las olas…


-6-

El pequeño bote se mecía en las aguas. Ola tras ola, Juan se las apañaba para mantenerlo en el rumbo correcto, norte nordeste. Sabía que debía ir a la isla de Achinech, pues no en vano era la isla mayor cercana (y por lo tanto el objetivo más sencillo), y porque Tamarite ya estaba allí.
      Pero la fuerte corriente lo llevaba hacia levante, y el viento tampoco ayudaba, pues era contrario. Si no tenía cuidado acabaría en las playas de Gomera. Tenía que rodearla por septentrión.
      Juan no era un gran navegante, de hecho su experiencia en el mar era más la de dejarse llevar que no pilotar un barco. Pero de alguna manera sabía la forma correcta de obrarlo.
      Enfilaba hacia el septentrión, girando la vela y remando cuando hacía falta. Después de un rato, giraba hacia el meridión, un poco a levante y ahora el viento lo conducía hacia la isla. Era lo que llamaban bordadas, o algo parecido.
      Parecía que una voz le hablara en la cabeza, como si alguien le estuviera guiando. ¡Bien! Si era eso ser conducido por Guafiota, no le iba mal.
      Alguna vez le pareció ver otros barcos lejanos, sin velas. Iban demasiado rápidos, ¡algunos tanto que dejaban una enorme estela detrás! Y hacían un ruido extraño. También vio veleros de todo tipo, incluyendo uno que no tenía nada de trapo desplegado ¡y sin embargo navegaba a buen ritmo!
      Consiguió alejarse de Gomera y enfiló hacia Achinech, siempre hacia septentrión, para que la corriente le llevara a levante.
      Después de varias horas, le sorprendió ver la costa más cercana. Y notó algo raro.
      La habían dicho que estaba fuera del tiempo, algo que nunca había entendido. Y que tal vez la época no fuera la que él conocía.
      Ya había notado algo raro en los barcos. Pero ahora tenía más motivos para creerlo, pues aquella costa estaba llena de edificios. Aún estaba lejos, pero por todas partes podía apreciar la acumulación de construcciones. Grandes como palacios, castillos o catedrales. Y en el cielo, vio algo que volaba dejando una estela blanca, recta entre las nubes.
      Aquella isla estaba llena de gente, eso sin duda.
      Tomó un buen trago de agua, de la que llevaba en un odre de piel, y cogió un puñado de gofio amasado. Se sintió con más fuerzas.
      Un esfuerzo más y pudo enfilar una playa de arena negra y callaos. Había gente en ella…
      ¡Estaban todos desnudos! O casi desnudos, apenas unas tiras de ropa cubrían las partes pudendas, tanto hombres como mujeres. Cerca de allí había un puerto pequeño, con barcos de extrañas formas, sin velas ni nada que sirviera para moverlos. Como los que ya había visto navegando.
      Su pequeño bote de drago fue objeto de todas las miradas. Un grupo de hombres, y alguna que otra dueña, lo rodeó de inmediato.
      Todos hablaban a la vez. Aquella lengua parecía castellano, pero diferente…
      —Permitidme nobles señores —dijo Juan y tocó en la frente a uno de los hombres con la piedra mágica, luego tocó su propia frente.
      Ahora sí que les entendía.
      —Perdonen, señores, la pregunta. ¿Qué isla es esta?
      —Tenerife, se llama. ¿Y usted, de dónde viene? ¿Por qué viste como un guanche?
      —Las explicaciones más tarde. He de buscar a otro como yo que llegó ayer.
      —¡Déjalo, Juan, debe de tratarse de algún anuncio! Ayer vi llegar a otro zumbado vestido de la misma manera —dijo otro de los hombres.
      —¡Disculpe, caballero, yo también me llamo Juan! ¿Hacia dónde fue ese que ha llamado zumbado?
      —Hacia arriba, en dirección a la autopista. Parecía ir subiendo hacia el Teide.
      —Gracias. Les ruego cuiden de mi barca.
      —¡Hay que llamar a la Guardia Civil! —dijo otro.
      Juan observó que casi todos tenían un objeto con forma rectangular. Algunos despedían luces mientras apuntaban a su barca o a su persona. Otros lo usaban para hablar o hacer otras cosas en una de las caras. Los ignoró.
      Salió de la playa y vio numerosos carruajes, todos sin caballos. Eran de colores muy llamativos, y las ruedas gruesas y negras. Si pudiera montar en alguno de aquellos vehículos.
      Pero no tenía otra cosa más que la lanza. Apoyándose en ella, subió con rapidez.
      —¡Joder, han visto como ha subido con la lanza! —oyó que comentaba alguien—. ¡Parece magia, este tío es un hacha!
      Gracias a Guafiota que su magia seguía funcionando. Sabía que Tamarite no había llevado la suya, y eso le daba una oportunidad de alcanzarlo.
      En pocos saltos llegó a un enorme camino cubierto de lo que parecía brea. Muchos carruajes sin caballos circulaban por él a enormes velocidades. Sin duda, cruzarlo sería peligroso. Pero debía hacerlo.
      Se impulsó con la lanza a modo de pértiga y en dos brincos llegó al otro lado. Uno de los carruajes hizo un extraño sonido, como si se quejara de su paso, pero eso fue todo.
      Al otro lado de aquel camino, lo que habían llamado «autopista», el terreno estaba libre, sólo malpaís volcánico y algunos matorrales. La montaña seguía hacia arriba y, entre los picos, se apreciaba la imponente mole del volcán Echeyde. O Teide, como lo llamaban los moradores en aquella época.
      De pronto, sintió un fuerte temblor. ¿Guafiota?
      Se detuvo hasta que pasara el terremoto. Luego se puso en camino hacia arriba. De alguna forma, conocía el camino que debía seguir hacia Tamarite.
      Dos veces se detuvo por los temblores. Y después de la tercera ocasión, le pareció ver humo en la cumbre.
      No le sorprendió cuando vio una figura corriendo ladera abajo, hacia él. Vestía como Juan. Era Tamarite.
      —¡Juan! ¿Qué haces aquí?
      —Me enviaron a buscarle, señor.
      —¡Tú no eres nadie para buscarme! Eres un achikatnia ¿Por qué no vino Zenohán?
      —Yo me ofrecí a buscaros, mi señor. Y si hace falta luchar, lo haré.
      —No voy a luchar contra ti. Ya he visto que salió el fuego de la tierra, como si eso fuera a impedir que yo hable. No tengo más que detener a uno de esos objetos que van deprisa y decirle a la gente que va dentro quien soy yo.
      Juan aferró la lanza para golpear a Tamarite. Pero aquel resultó más ágil y la esquivó de un salto. Corrió ladera abajo, burlándose de Juan.
      —¡A ver si me atrapas!
      Juan aceptó el desafío y saltando en su lanza, logró adelantarlo.
      Tamarite se detuvo. Agarró una piedra del suelo y la lanzó contra Juan. Éste logró esquivarla.
      De pronto, un ruido que llegaba del aire les distrajo. Un extraño objeto, una especie de carruaje volador, pasó sobre ellos haciendo mucho ruido.
      Tamarite aprovechó para echarse a correr. Llegó hasta la autopista y saltó hacia ella.
      No pudo esquivar un carruaje de gran tamaño, que lo embistió con fuerza. Su sangre regó el pavimento negro.
      Juan se acercó lo suficiente para ver que estaba muerto. De la mano cerrada del cadáver recogió la piedra mágica que faltaba.
      El carruaje volador había descendido en un llano cercano. De él salieron dos hombres de uniforme verde.
      Juan no se quedó a dar explicaciones. Con su lanza, saltó sobre la autopista y en poco tiempo volvió a la playa.
      La gente aún estaba observando su peculiar bote. Allí cerca había otro parecido, sin duda el que había llevado Tamarite, que antes no había llegado a ver.
      Haciendo caso omiso de la gente, empujó su bote al agua y lo hizo navegar. El viento era favorable para alejarse de la costa.
      Lo último que vio fue a varios hombres, vestidos de verde, que se acercaban y lo llamaban a gritos.
     
El regreso a Icayna fue simple, pues el viento era favorable. Apenas tuvo que remar.
      Lo único extraño fue cuando vio un barco que se acercaba a enorme velocidad hacia su bote. Era verde, del mismo color que el uniforme de aquellos hombres, sin duda autoridades.
      Justo cuando ya tenía a su isla a la vista, el veloz navío desapareció.
     
La Guardia Civil estaba desconcertada por aquel extraño suceso en Playa San Juan. Primero había llegado un hombre, navegando en un bote de tronco de drago, y vestido como un antiguo guanche. Ignorando a la gente que se arremolinó en torno a él, se echó a caminar hacia la montaña, cruzando la autopista con gran riesgo (aunque lo hizo a una hora en la que había poco tráfico).
      Sin más, apareció un volcán en la ladera, cerca de Tejina de Isora. Lo realmente extraño era que nada hacía prever la aparición de un volcán por la zona. Era como si el volcán se hubiera atravesado ante el paso de aquel extraño.
      Mientras tanto, llegaba un segundo bote, con otro hombre vestido de la misma manera. Preguntó por el primero y se puso a dar saltos a una velocidad increíble, usando una lanza de pastor.
      Por fin, los dos hombres aparecieron, juntos, cerca de la autopista. Una guagua en dirección a Guía atropelló a uno de ellos, y el otro huyó del lugar, dando saltos casi mágicos.
      En la playa, recuperó su bote y volvió a la mar, haciendo caso omiso de las llamadas de los agentes.
      Avisada una lancha de la patrulla del mar, ésta localizó el bote. ¡Y justo cuando lo iba a interceptar, desapareció! Algunos agentes del navío aseguraron ver una isla desconocida, ¿San Borondón?
      Además, los tiempos no concordaban. Aquel pequeño bote no podía llegar tan lejos como aseguraban los miembros de la patrullera, unas 10 millas al oeste de la Gomera.
      El teniente que debía elaborar el informe no sabía si ponerlo todo tal y como se lo habían contado (él también había visto algo, desde el helicóptero) o si simplemente debía enviarlo a aquel programa de televisión. ¿Cómo se llamaba? ¿Cuarto Quinquenio?
      Y aún quedaba un detalle inexplicable. Los dos hombres habían usado unas especies de pintaderas con las que tocaban la frente de la gente, ¡y podían hablar la lengua moderna!
      El teniente Luis Fernández abrió el programa editor de informes. Fecha: 24 de agosto de 2025. Lugar: Municipio de Guía de Isora, Tenerife. Hora: entre las 21 horas del día 23 y las 18 del día 24.
      «En la playa de San Juan, el día 23 hacia las 21 horas se reportó la llegada de un bote…».
     
Juan llegó sin novedad a la playa. Lo esperaban el Guadameney, el manzay y mucha gente. Tindaiga lo abrazó y lo felicitó con un beso.
      Juan hubiera ido más lejos en los contactos, pero logró controlarse. ¡Era la himagua!
      El Guadameney se le acercó. Juan le entregó las dos piedras, señal de que había tenido éxito.
      —Siento decirle, mi señor, que Tamarite murió en la isla que llaman Tenerife. O Achinech.
      —Lo sé. Y también conozco un asunto muy curioso; ¿sabes, Juan que el lugar al que llegaron Tamarite y tú, se llama San Juan? Sin duda estaba predestinado. Tamarite eligió mal al desembarcar en ese sitio.
      —Gracias, mi señor.
      —Y ni siquiera pensaste en quedarte allí. Aquellos hombres de verde estaban muy interesados en preguntarte, y tú les habrías podido contar muchas cosas. Pero no lo hiciste.
      —No era mi tierra, ni era mi gente. Aunque la lengua que hablaban se parecía a la mía, pues era castellano. Sin duda la isla ya ha sido conquistada.
      —No «ha sido». Lo será. Estamos fuera del tiempo, no lo olvides.
      —No lo entiendo. Aquí pasan los días y los años. Pero parece que afuera, en las otras islas, el tiempo ha ido más deprisa…
      —Olvida los misterios. Tindaiga tiene algo que decirte.
      La joven se le acercó de nuevo. Juan sintió el habitual dolor en sus ijares.
      —Hay una achikatnia a la que llegó su primera sangre. Tinarmia se llama, y es virgen. La voy a cuidar para que, de aquí a dos Beniesmén, esté lista para el Foso. Ella será la próxima himagua. Entonces, podré unirme a ti. ¿Serás capaz de esperar?
      —¡Claro que sí, amor mío!

   
EPÍLOGO

Juan Jonay Fernández era hijo del teniente de la Guardia Civil Luis Fernández, destinado en Guía de Isora. Con catorce años, Juanjo salió con un grupo de amigos a bañarse en la playa de Alcalá. No tenía permiso paterno, por eso el disgusto fue enorme cuando se supo que la corriente lo había alejado, dormido en su colchón flotante, y que los compañeros no pudieron hacer nada para rescatarlo. Desapareció y su cuerpo no se recuperó jamás.
      Cuatro años más tarde, un desconocido llegó a la playa de Alcalá en una balsa que recordaba a un colchón de playa, remendado de forma peculiar, con trozos de plantas y resina vegetal. Dijo llamarse Juanjo Fernández, aunque hablaba mal el castellano, y que había estado doce años en la isla de Icayna, conocida como San Borondón.
      Las pruebas de ADN confirmaron su identidad, pero su cuerpo de adulto, de unos veinticinco o veintiséis años, no concordaba con el tiempo transcurrido desde que se perdió con catorce años. Juanjo lo explicó diciendo que Icayna estaba fuera del tiempo. Que lo que para él fueron doce años bien podían haber sido cuatro para los demás.
      De sus narraciones, efectuadas sobre todo a unos atónitos padre y madre, se pudo concluir que coincidió con un viejo castellano, Juan Trevijano, contemporáneo del rey Juan II de Castilla. Recordó el episodio de los dos guanches aparecidos, años atrás, en la costa de San Juan, uno de los cuales desapareció y el otro, muerto, no pudo ser identificado, aunque su anatomía recordaba mucho a las momias guanches. La sugerencia de hacer un estudio comparativo de ADN entre ese cuerpo y varias momias había caído en saco roto.
      El resumen de los años que pasó en Icayna fue el que sigue:
      «Cuando llegué a la isla, me encontré con el llamado Juan, quien vivía con Tindaiga y tenían dos hijos pequeños. Ellos me acogieron como un hijo más. La chica llamada Tinarmia entró en el Foso de Guafiota varias veces hasta que se desposó con otro achikatnia y dejó de ser himagua.
      El Guadameney no me dejó entrar en el Foso, pues decía que mi destino era otro. Estuve con ellos varios años y por fin, ya viejo, me dijo que escuchara lo que tenía que decir la himagua: una nueva, que se acababa de iniciar.
      Ella se llamaba Ayumina y si no fuera porque debía ser virgen yo la habría convertido en mi pareja. Pero al salir del Foso ella dijo que no pasaría nada si yo volvía a Achinech y contaba lo sucedido, pues nadie me creería. Así pues, yo debía volver con los míos, según palabra de Guafiota.
      Conseguí reparar el colchón de aire, con más magia que tecnología, y aquí estoy.
      ¿Me creen ustedes?».

Enlace a la primera parte

21 julio 2013

Icayna 2ª parte

-3-

Zenohán decidió acercarse a la playa con dos achiziquitzas a su servicio, Inaoram e Itiguafe. La noche anterior había habido una tormenta y era frecuente que aparecieran maderas útiles arrastradas por las olas. A veces, incluso grandes peces medio moribundos que podían aprovecharse para comer.
      Inaoram era muy joven y ágil, y era siempre el primero en llegar hasta el agua. Esta vez se adelantó, como era habitual, pero de pronto volvió corriendo.
      —¡Mi señor! ¡Un hombre, creo que está muerto! —dijo, entre sofocos.
      Itiguafe y Zenohán saltaron entre las rocas hasta llegar al lugar señalado por el joven. Allí, entre las rocas se hallaba un hombre de piel clara, vestido con una prenda extraña, de color gris y empapada de agua.
      Zenohán acercó su oreja a la boca y pudo oírle respirar. También sintió su aliento.
      —¡No está muerto! —anunció.
      Por su categoría, no podía ensuciarse las manos tocando un cadáver, incluso aunque no lo fuera. Así que ordenó a los dos plebeyos que cargaran con aquel desconocido.
      Lo llevaron hasta donde habían dejado el agua y las tabonas. Lo tendieron en la arena.
   

Juan abrió los ojos. Le había parecido soñar que lo llevaban dos ángeles. Pero ahora pudo comprobar que no había sido un sueño. Estaba sobre la arena, lejos de las rocas, y tres hombres de piel oscura lo miraban, asombrados.
      Vestían con pieles, aunque apenas se cubrían las partes pudendas por el calor. La prenda que llevaba uno de ellos parecía de mejor calidad, teñida con colores lilas y verdes. Las que llevaban los otros dos eran más toscas y sin teñir.
      Juan vio que allí cerca había lo que parecía un odre lleno de agua, y eso le hizo despertar de nuevo la sed abrasadora.
      —Sansofé Icaynax —dijo el de la piel teñida.
      —¡Agua! ¡Por piedad, dadme agua!
      —Aemonxit bar. ¡Itiguafeix! —ordenó el que parecía más noble, y uno de los otros acercó el recipiente con agua.
      Juan bebió con desesperación. Nunca había tenido tanta sed. Casi había vaciado el odre cuando al fin lo soltó en las manos del desconocido.
      El de la piel teñida cogió lo que parecía una piedra. O tal vez fuera una pieza de arcilla cocida al horno. Lo colocó en la frente de Juan y luego en la suya y se quedó un rato pensativo.
      —¡Bien! Ahora puedo hablar tu lengua —dijo, en perfecto castellano.
      —¿Cómo es posible? —preguntó, atónito, Juan.
      —Ahora no puedo explicarte. Primero debemos dar nuestros nombres. Bienvenido a Icayna, nuestra isla. Yo soy Zehonán, achimanzay, que quiere decir «de la familia del rey», y estos dos son Inaoram y Itiguafe, achiziquitzas, o sea plebeyos. ¿Puedes decirme tu nombre y tu categoría?
      —Me llamo Juan Trevijano y ni soy plebeyo ni de sangre real. Soy noble, sea eso lo que sea entre los tuyos.
      —Te supondré un achikatnia, por encima de los achiziquitzas y con derecho a poseer tierras y ganado. ¿Tienes tierras y ganado en el lugar que has dejado para venir hasta aquí?
      —Pues sí. Pero creo que todo eso lo he perdido. O no lo sé, tendría que volver para saberlo.
      —Es posible que no puedas volver, Juan Trevijano. Pero por ahora, mejor es que vengas con nosotros para conocer a nuestro manzay, el rey de la isla.
      —Tan sólo decidme por qué no puedo volver, Zehonán.
      —Juan Trevijano, en Icayna conocemos la magia. Y nuestro secreto no debe conocerse.
      —¿Y si prometiera no revelarlo jamás?
      —Ya lo veremos. En todo caso, será decisión del manzay, no mía. Ni tuya.
   
A Juan no le hizo gracia que ya de entrada le dijeran que no podría marcharse de aquella isla. Pero en todo caso se trataba de un problema a resolver más adelante. Por ahora, debía concentrarse en sobrevivir entre aquellos paganos y salvajes. Que muy salvajes no eran si eran capaces de saber su lengua. O más bien, de aprenderla enseguida.
      Recordaba que al principio no pudo entender nada de lo que le dijeron. Fue después de que él hablara en castellano cuando… ¡No! Fue después de usar aquella extraña piedra de arcilla, mágica según todos los indicios.
      La magia era cosa del demonio, siempre lo había creído. Las brujas y los brujos eran gente al servicio de Satanás que pretendía superar las obras de Dios, así decían los sacerdotes. Por eso era obligado denunciar a todo el que realizara prácticas mágicas o demoníacas.
      Si estaba en manos de Satanás, poco podría hacer. Pues todos sus compañeros estaban muertos y tal vez él también estuviera, con lo que aquello sería su infierno particular. Aunque se supone que debía haber un juicio y, si estaba realmente muerto, no recordaba haber pasado por ello.
      Como fuera, no estaba en sus manos impedirlo. Vivo o muerto, en manos del demonio o de Dios, no tenía más alternativa que dejar que las cosas siguieran su curso.
      Eso sí, aquella isla de Icayna no le sonaba. Por aquellos lares estaban las islas de Esero, Gomera, Tinerfe y Benahoare. Ninguna que pudiera llamarse Icayna, aunque tal vez se tratara de una de las cuatro con otro nombre otorgado por sus habitantes. Debía preguntar.
      —Zehonán, ¿puedo haceros una pregunta?
      —Las que desees. Ya veré si puedo responderte.
      —¿Qué isla es esta de Icayna? No figura en mis cartas de marear.
      —Ni figurará. Gracias a nuestra magia, estamos fuera de los mapas. También estamos fuera del tiempo y así puedo decirte otros nombres con los que es, o será, conocida. Non Trubata, San Borondón, esos son los nombres con los que referirán a esta tierra, sin que nadie llegue a conocerla.
      —La magia es cosa del demonio, o así me lo han enseñado.
      —El demonio es Guafiota y sí, gracias a su magia podemos escondernos. Pero Guafiota no es malvado como el demonio de ustedes los cristianos.
      —¿Conoces la doctrina de Cristo?
      —Estamos fuera del tiempo y así podemos saberlo todo. Sí, hemos podido ver los libros que hablan del Dios de los judíos y de los cristianos, como ese que llamas Biblia. Pero no verás por aquí cruces, iglesias o demás símbolos cristianos. Nuestras creencias son otras.
      —¿Y a dónde me llevas, por cierto? Ese demonio vuestro, Guafiota, ¿os pide sacrificios humanos?
      —¡Tranquilo! Ya dije que no era malvado como el Satanás de ustedes. No quiere el mal para la gente. Sí, a veces se enfada con Aciamán, el dios padre, pero es muy fácil complacerlo y así mantenerlo tranquilo. Ya verás como lo hacemos, y no te preocupes, no hacemos sacrificios humanos. Eso sí, si acaso se enfadara Guafiota sería terrible. Ya sucedió una vez hace muchos años y salió una montaña de fuego. Como sucede en las otras islas, dicho sea de paso.
      Era cierto, pensó Juan. Aquellas islas eran llamadas del Fuego porque a veces salía fuego de sus entrañas. Eran lo que llamaban volcanes, como el Etna o el Vesubio en Italia. También en el Egeo había referencias de islas volcánicas.
      Si la furia del demonio era lo que hacía que se encendieran los volcanes, no era mala idea complacerlo. Y allí, por lo visto, sabían cómo.
   
Zenohán envió a uno de los plebeyos a buscar a alguien. Juan entendió casi todo, pese a que no hablaban con él. Un buen rato después, el joven plebeyo vino acompañado de un desconocido, cuya vestimenta era algo más lucida que la de los achiziquitza, pero sin llegar a la ornamentación del achimanzay. También notó que los plebeyos estaban afeitados y con el pelo muy corto, mientras que Zenohán lucía barba y luenga melena. El recién llegado tenía el pelo luengo, pero no demasiado y una barba recortada.
      —Juan Trevijano, éste es Tacor, un achikatnia. Como es de tu misma categoría, resulta la persona adecuada para acompañarte y enseñarte como vivir entre los icaynenses.
      Zenohán cogió la piedra mágica que permitía entender las lenguas y frotó con ella la frente del recién llegado, y a continuación hizo lo propio en la de Juan.
      Éste recordó un pasaje de los Evangelios donde los apóstoles reciben el don de lenguas; sintió algo parecido y no le habría extrañado ver una lengua de fuego sobre su cabeza. Sintió que podía hablar la lengua icayna a la perfección.
      —Tacor, me alegro de conocerte. Me llamo Juan, no hace falta que me llames de otra manera.
      —Saludos, Juan. Espero que seamos amigos.
      —Bien, que Aciamán esté con ustedes —dijo Zenohán y haciendo una seña a Inaoram y Itiguafe para que lo acompañaran, se fue de la playa.
      Tacor y Juan se pusieron en marcha un rato después. Tacor hacía muchas preguntas sobre el mundo exterior, en especial sobre la ropa que llevaba Juan. Éste empezaba a sentir cierto pudor, pues no en vano apenas llevaba una camisa sin nada debajo. Y los pies descalzos tropezaban entre los callaos.
      Tacor llevaba una prenda de piel teñida de azul, con el pecho descubierto. Y llevaba una especie de zapatos de piel, amarrados con tiras de cuero. Portaba un bastón que le servía para caminar, pero con todo el aspecto de servir también de arma arrojadiza.
      Salieron de la playa y caminaron por un sendero muy transitado, que conducía a un río, o más bien un arroyo, por cuyo cauce corría un delgado hilo de agua verdosa. Estando a finales del verano, era lo normal, pero allí no se veían señales de sequía. De hecho, una vez que Juan miró hacia lo alto, vio frondosas selvas en las montañas. Las nubes se agrupaban en lo alto.
      Sin que Juan se diera cuenta, de pronto se vieron entre un montón de gente. Al estar entretenido en ver el paisaje, no había notado que llegaron al poblado.
      Aquella gente vivía en cuevas. Las paredes del barranco estaban perforadas por multitud de cuevas y muchas de ellas estaban habitadas. Había hombres, mujeres y niños. Y animales, cabras, cerdos, perros y lo que parecían cabras sin cuernos.
      Algunas mujeres iban con los pechos al aire, y otras sólo llevaban uno a la vista (el del lado diestro), mientras que las de un tercer grupo iban cubiertas púdicamente. Observando las ornamentaciones, Juan sospechó que sabía el por qué.
      Tacor se lo confirmó.
      —Las mujeres se han de vestir según su casta. Las achiziquitza van descubiertas para señalar que están disponibles para saciar los instintos de los hombres de clanes superiores. Las achikatnia sólo pueden saciar los instintos de los achimanzay, y las achimanzay jamás sirven para eso.
      —Pero, ¿no se forman parejas?
      —Sí, eso por supuesto. Cada hombre mora con una mujer y cada mujer tiene un hombre de su misma categoría. Pero a veces hay hombres que no tienen pareja y necesitan liberar sus ansias; para eso pueden disponer de una mujer de casta inferior, aunque siempre es de mala educación hacerlo con una que no esté a tu servicio.
      —¿Acaso tú…?
      —Cuando era más joven y no tenía pareja, sí, alguna vez recurrí a las achiziquitza a mi servicio. No muchas, y ahora, desde que estoy con Armindatay no lo he hecho. Aparte que supondría una ofensa para mi hombría el que no sea capaz de contenerme.
      —¿No me podrías conseguir una prenda más adecuada?
      Tacor observó a Juan. Bajo la tenue tela era evidente su erección, lo que sin duda le avergonzaba. Pero no podía evitarlo, viendo tanta carne que se mostraba impúdicamente.
      —Te buscaré un tamarco. Pero observo que también necesitas una mujer.
      Juan quiso protestar pero su necesidad era evidente. Ante el gesto imperioso de Tacor, una mujer vino hacia ellos. Tenía los dos pechos a la vista, y era joven y, sin duda, atractiva. Juan sintió que no podría resistirlo más.
      La joven lo acompañó a una cueva y allí se consumó la unión. Fue todo tan rápido que Juan se sintió avergonzado, pues se había comportado como un joven imberbe y sin experiencia.
      Al salir de la cueva, les esperaba Tacor con una prenda de piel y unos xercos, unos zapatos.
      —Espero que te sirvan. Dáciltaria te ayudará a ponértelo. No creo que ahora te importe mucho —le dijo, picando el ojo.
      Desde luego, después de haber copulado con ella, no le importó desnudarse de nuevo ante la mujer, quien le ayudó con habilidad a vestirse como un noble icaynense.
      —Estás muy guapo, mi señor —dijo, zalamera, Dáciltaria.
      Poco más tarde, Tacor le llevaba ante el manzay Tagufirche. Juan repitió los gestos de sumisión de Tacor, lo que dejó complacido al manzay.
      —Así que este es el recién llegado de más allá del mar —dijo el manzay.
      Juan le comprendió como si dominara la lengua desde niño.
      —Así es, mi señor.
      —Sospecho que no llegaste a esta isla de Icayna a propósito.
      —En efecto. Pensaba llegar a la isla de Benahoare. Pero mi navío se perdió y sólo sobreviví yo.
      —Imagino que tus intenciones en Benahoare eran las de conquista, ¿me equivoco?
      Juan se quedó sorprendido. Aquellos icaynenses sabían más de lo que aparentaba.
      —En efecto, mi señor.
      —Cuéntame todos los detalles.
      Juan se explayó con ganas. Empezó por sus descubrimientos en diversos libros clásicos, siguió con sus conversaciones con varios aventureros, luego con el encuentro con el valido Álvaro de Luna, cuyo sorprendente resultado fue el permiso para explorar. Comentó los problemas con la familia Peraza, incluyendo el asesinato a sangre fría de su hermano, y la negativa a auxiliar a su barco con el posterior hundimiento.
      Cuando terminó su relato, ya estaba atardeciendo. Encendieron una hoguera a la entrada de la cueva y trajeron comida, que fue servida por varios achiziquitza; Juan reconoció a Dáciltaria, quien se sonrojó al servirle.
      La comida era, sin duda, muy peculiar. Había carne de cabra, de eso no cabía duda, asada con hierbas aromáticas. Pero también tenían unas masas de cereal tostado, sin fermentar, que se comían como si fuera pan; tenían frutos secos mezclados, que Juan no supo reconocer. Había moluscos, erizos de mar, peces pequeños, todos ellos asados. Y una sopa que sirvieron en unas tazas de barro cocido muy tosco. No había vino ni ninguna otra bebida salvo leche cruda y agua.
      Terminada la comida, Tacor acompañó a Juan a su cueva, donde su mujer Armindatay le había preparado un lecho improvisado.
      —Sólo por esta noche, Juan. Mañana te buscaremos una cueva, pues no es conveniente que convivas con nosotros.
      Juan no preguntó los motivos, pero supuso que la mujer era uno de ellos. Lo cierto es que, al verla con el pecho diestro desnudo, volvió a sentir que el deseo le embargaba. Estaba claro que no debería ofender a su huésped, así que trató de calmarse respirando hondo.
      Aunque improvisado, el lecho era cómodo: una base de helechos frescos, recién cortados, cubiertos con una piel de cabra, y con otra piel para abrigarse. Si Juan no durmió gran cosa fue más por las preocupaciones que porque estuviera incómodo.
      Estaba claro que tal vez debería quedarse el resto de su vida con aquella gente. Salvo que llegara otro navío con conquistadores. ¿Y si eran de los Peraza? ¿Se daría a conocer? ¿O se escondería?
      Preocupaciones inútiles. Por el momento, lo más simple era hacer la vida de los icaynenses, vivir como ellos. Es decir, aprender a vivir como ellos, porque apenas tenía idea de cómo vivían.
      Había notado, eso sí, que eran ganaderos. No cultivaban más que pequeñas parcelas de cebada, y buscaban su alimento en las selvas cercanas o en las costas.
      Él no tenía mucha experiencia como pastor, salvo una semana que estuvo con un grupo que recorría las cañadas, allá en Burgos. Unos días que recordaba con cierto placer, a pesar de las incomodidades de tener que dormir al raso casi siempre.
      Bien, pues volvería a ser pastor. Al menos la isla no parecía tan grande como para que los desplazamientos fueran prolongados…
      Por cierto, ¿cómo se movían por aquellos barrancos? Juan no había visto caminos, más allá de unos estrechos senderos, adecuados para las cabras y poco más. Ningún «camino real» o que se le pareciera.
      Por la mañana lo supo. Tacor le pidió que le acompañara a conducir el ganado. Con ellos iban dos jóvenes achiziquitza. Se trata de unas cuantas cabezas, Juan calculó que sobre las dos docenas, aunque unas diez no tenían cuernos. Juan las observó bien, ¡eran ovejas sin lana!
      —¿Habéis trasquilado a las ovejas? —preguntó Juan.
      A pesar de la piedra mágica que permitía entender las lenguas, Tacor no le entendió. Juan tuvo que explicarse mejor.
      —Pregunto que si habéis cortado el pelo a las ovejas.
      —¿Para qué íbamos a hacerlo?
      —¿Es que siempre tienen el pelo así de corto?
      —Claro que sí.
      —En mi tierra, las ovejas tienen el pelo luengo y al llegar el verano se lo cortamos y usamos para hacer ropa. Se llama lana y es muy abrigada.
      —Pues me temo que Aciamán no nos quiso complacer con esa lana de oveja que tú dices. Nuestras ovejas no dan lana, sólo carne.
      —¡Una lástima!
      De pronto, Juan se fijó en los enormes bastones que portaban los tres hombres. Más que bastones, eran lanzas, acabadas en una punta de cuerno de cabra, enderezado al fuego.
      —Tacor, ¿para qué son esas lanzas? ¿Hay algún animal peligroso?
      —¿Animal? ¿Te refieres a algo que nos pueda atacar? ¡Ten por seguro que no!
      —¿Entonces?
      —Ya verás como obramos.
      Llegaron a un sitio donde el barranco se estrechaba. El camino ascendía por la ladera en fuerte pendiente.
      Juan se quedó sorprendido cuando vio a los dos jóvenes subir por la ladera haciendo caso omiso del camino. Apoyándose en sus lanzas, parecían subir como por magia, saltando las dos o tres varas que medían las lanzas sin esfuerzo. En muy poco tiempo estaban en la cima del barranco.
      —¿Cómo es posible?
      —Tendrás que aprenderlo.
      Tacor hizo una seña a los chicos, y éstos bajaron tal y como habían subido. Apoyándose en las lanzas, se dejaban caer como si volaran.
      Juan los vio llegar sin mostrar la menor señal de esfuerzo. Aquella ladera debía tener sus buenos diez o quince estados de alto, y los chicos habían subido y bajado como si tal cosa.
      Las cabras y ovejas ya estaban comenzando a subir, despacio, como era lo natural. Uno de los chicos volvió a subir para controlar el avance del ganado. Tacor demostró que él también se manejaba con la lanza, pero muy pronto volvió junto a Juan.
      —Ya que tú no sabes subir con la lanza, yo tampoco lo haré. Pero has de aprender, si quieres moverte por la isla.
      Hasta ese momento, Juan no había tomado conciencia plena del lugar donde se hallaba. Pero ahora miró a lo lejos.
      Estaban en un enorme valle, con forma de media luna, cuyas paredes escarpadas parecían llegar al mismo cielo. De hecho, las nubes cubrían más de la mitad de las cimas. El valle desembocaba en el mar, e incluso la costa era escarpada; desde donde se encontraba podía divisar varios acantilados, y tan sólo un par de playas.
      De las laderas empinadas, llenas de selvas (allí donde la pendiente lo permitía), brotaban riachuelos, más bien arroyos. Algunos convergían en un pequeño lago que desahogaba al mar.
      No tenía forma de medir aquellas alturas, pero debían de ser de más de cien estados, quizás más de los doscientos. Pero por el aspecto, no dudaba que pudieran ser mil estados, por muy exagerado que pudiera parecer.
      No vio ninguna población, aunque sí señales de estar habitada, como columnas de humo. Tampoco vio tierras de cultivo, salvo uno o dos terrenos pequeños en las cercanías.
      Sí que vio a otros pastores subiendo con su ganado. Usaban aquellas lanzas para subir y bajar sin esfuerzo. ¡Era pura magia!

   
-4-

Juan no dominaba aún la magia de las lanzas; aunque llevaba varios días esforzándose, sólo había logrado descender sin caerse, pero no era capaz de subir por ellas.
      Pero nada importaba ahora mismo. Llegaba el Beniesmén, la fiesta grande de Icayna, y todo el mundo estaba inmerso en los preparativos.
      Por lo que Tacor pudo explicarle, se celebraba en el Equinoccio de Otoño, aunque por supuesto él no empleó esos términos. Era «cuando el día y la noche duran lo mismo, e Imagec (el sol) hacía un alto en la mitad de su recorrido por el cielo».
      Sin embargo, Juan había dedicado parte de su tiempo, siendo adolescente, en Tardajos a detectar los Solsticios y Equinoccios, mirando donde se ponía el sol al atardecer, y marcando con unas piedras en un observatorio que había construido en el patio. Allí tenía un reloj de sol y había preparado un muro orientado a poniente en el que, tras semanas de esfuerzo, pudo marcar el punto más septentrional al que llegaba el sol, es decir el lugar donde se ponía en el Solsticio de Verano. El de Invierno no llegó a marcarlo, pues la mayor parte de los días estaban nublados, pero aún pudo estimarlo con cierta aproximación, pendiente de revisarlo uno u otro año (algo que ya no podría hacer). Y una vez determinados los dos extremos del recorrido aparente del sol en el horizonte poniente, calculó el punto medio, es decir el Equinoccio. Para su satisfacción, más tarde pudo comprobar que las fechas de los Solsticios y Equinoccios coincidían plenamente con los almanaques elaborados en Salamanca.
      No se sorprendió, por tanto, cuando Zenohán le llevó a ver al sacerdote, el Guadameney, a un mirador orientado a poniente, donde unas piedras estratégicamente colocadas (¡prohibido tocarlas!, informó el achimanzay) señalaban a determinados lugares de la cumbre. Estaba atardeciendo y pudo ver como el sol se acercaba a uno de los puntos marcados en la cumbre.
      —Mañana será el Beniesmén —anunció el Guadameney con toda solemnidad.
   
Todas las cuevas amanecieron llenas de expectación. El aire de fiesta lo cubría todo, la excitación llegaba incluso a los animales.
      No se dio de comer al ganado, y éstos se quejaban ruidosamente; sobre todo las crías que no podían mamar, al verse apartadas de sus madres.
      El Guadameney apareció entre la algarabía animal, contemplando la salida del sol por levante. Tenía otro mirador, orientado al este, y salió muy ufano del mismo portando un recipiente de barro lleno de leche y gofio (la harina de cereales tostados). Lo derramó en la arena, hacia el sol naciente, mientras pronunciaba una oración a Imagec.
      A Juan nunca le había molestado la idolatría de aquella gente. No le parecía tan diferente de la de los suyos ante los pasos de Semana Santa.
      Tras la ofrenda al sol, los pastores (Juan entre ellos) se dedicaron a atender al ganado, que hoy no sería llevado a pastar. Dentro de los corrales y las cuevas dedicadas a ese menester, pusieron hierbas frescas y agua en abundancia para que pudieran quedarse tranquilos. Dos crías de cabras y una de oveja no tuvieron esa suerte, pues serían sacrificadas: las llevaron a los matarifes, dos hombres de muy baja categoría, pues eran los que se manchaban de sangre.
      Mientras se preparaba la carne y luego la cocinaban las mujeres, los hombres se dedicaron a juegos diversos. Juan no conocía ninguno de ellos, y aunque intentó participar en uno (una especie de lucha sin armas), su fracaso provocó las burlas de los demás. Algunos de los juegos parecían simples, pero no lo eran, como la esquiva de piedras o el levantamiento de pesados peñascos. Por fin, vio que iban a hacer una carrera y decidió incluirse entre los corredores; no ganó, pero llegó entre el grupo de los finalistas, lo que le llenó de satisfacción pues corrían descalzos sobre el suelo caliente de arena negra.
      El almuerzo fue ligero, la comida principal sería la cena.
      Siguieron los juegos, ahora más arriesgados: dos hombres se desafiaban a una lucha que parecía a muerte, aunque ninguno de ellos recibió el menor rasguño; y eso que se habían atacado con filosos cuchillos de piedra.
      Ahora estaban las mujeres entre ellos y los más jóvenes aprovechaban para lucir sus habilidades ante sus posibles compañeras.
      Más tarde hubo baile con instrumentos muy toscos: flautas, tambores y una especie de castañuelas gigantes. Hombres y mujeres se mantenían separados, sin siquiera poder tocarse a pesar de la cercanía de algunos movimientos.
      Bailaron hasta que sol se acercó a la cumbre occidental.
      De pronto, se hizo el silencio. El Guadameney acompañaba a una joven cubierta con una piel, casi embozada. Aunque no se apreciaba su cara, Juan sabía que era Guayafanta, la hija del manzay. Ella era la himagua, la encargada de conocer los designios de Guafiota.
      Todo el mundo emprendió la marcha siguiendo a la joven y el sacerdote. Se dirigieron al Foso de Guafiota, la extraña laguna de aguas sulfurosas.
      Allí, esperaron a que el sol se ocultara por completo tras la montaña. En la oscuridad creciente, la himagua se despojó de la prenda que la cubría, quedando completamente desnuda.
      Su piel parecía brillar con luz propia. Virándose a levante, se sumergió en el agua de un ágil salto.
      Nadie hablaba. El sonido lejano del mar les llegaba, pese a estar a varias leguas de distancia. Hasta el viento parecía callar.
      Pasó el tiempo, y la himagua no salía del agua. Juan temía que pudiera haberse ahogado, cuando, de pronto, surgió la figura entre un montón de burbujas y olor a azufre. El Guadameney la ayudó a salir y la cubrió con la piel, abrigándola como si fuera su propia hija.
      Guayafanta habló con voz solemne.
      —He visto que muchos barcos de blancas velas vienen con el viento, y de ellos salen filas interminables de hombres armados con palos brillantes que matan con la voz del trueno. Otros visten de negro y sólo llevan una cruz pero son igual de mortales. Los pobladores de las islas luchan y mueren y se rinden ante la cruz. La cruz se alza sobre todas las islas, pero no sobre Icayna.
      »He visto también a lo lejos, una tierra lejana donde viven en unas montañas nevadas y luchan dos bandos, los de la cruz y los de la luna. La cruz vence a la luna y los vencedores son dos, un hombre y una mujer. La mujer es reina de la tierra de los castillos, y el hombre viene de la tierra del mar; los dos reinan por igual, son pareja. Y ellos envían a los definitivos conquistadores a estas islas. La del Echeyde, donde mora Guafiota, es la última en caer bajo el peso de la cruz.
      »Y he visto a mucha gente de todo el mundo que viene a las islas, gente de piel clara, de piel oscura, que llega por su pie o traídos a la fuerza; todos se mezclan con la gente que ya vive en las islas, como ha venido sucediendo desde tiempo pretéritos.
      »Y cuando llegue el día, cuando las casas vuelen y los árboles sean de piedra, cuando nieve en el mar y reine el sol en la cumbre, ese día Icayna se dará a conocer a todos. Ese día aceptarán la magia.
   
Juan meditó durante varios días en lo que había dicho aquella pitonisa. Las primeras frases eran claramente reconocibles, como que se completaría la conquista de las islas. Los «palos brillantes» debían ser las espadas, aunque no entendía eso de que «matan con la voz del trueno»; tal vez se refería a las lombardas de artillería. Luego parecía pronosticar el fin de la guerra de Granada, donde «las montañas nevadas», al parecer por una liga matrimonial entre una reina de Castilla y un rey de Aragón, lo que desde luego a Juan le parecía una idea excelente. Esa pareja real enviaría a los conquistadores definitivos de las islas, la última de las cuales sería la del volcán, el Echeyde. Tinerfe, o más bien Achinech.
      Esas predicciones estaban claras. Pero las otras dos, ya no tanto. Por lo visto, las islas verían gente de todo el mundo, algunos «traídos a la fuerza» ¿esclavos africanos tal vez? Y lo último era un galimatías, el momento en que la isla de Icayna sería revelada al mundo entero.
      Según le explicó Tacor, el Foso de Guafiota era el centro de la magia de la isla. De allí brotaba la magia que mantenía oculta la isla. Una vez al año, en el Beniesmén, la himagua se sumergía en el agua y recibía un mensaje del dios. A veces se repetía el acto en otras fechas, por razones particulares, pero siempre se hacía en el Beniesmén.
      La himagua tenía que ser virgen, pero no una niña, eso estaba bien claro.
      —Hace muchos años, sucedió que se sumergió una niña que aún no había tenido su primera sangre y no salió viva. Al año siguiente, se sumergió una joven que no era virgen y tampoco salió viva; no sólo eso, su cuerpo salió con fuerza y al día siguiente brotó una montaña de fuego en el norte, donde dicen «La Furia de Guafiota». En el año que siguió, el manzay envió a su propia hija, que cumplía todos los requisitos, y recibió el mensaje de Guafiota. Desde entonces, sabemos que no podemos engañarle con la himagua.
      —¿Siempre ha de ser la hija del manzay? —preguntó Juan.
      —No, vale cualquier mujer, pero la virginidad es necesaria. Y como sabes bien, a las mujeres de casta superior les es más fácil mantenerse vírgenes. Es difícil encontrar una achiziquitza virgen.
      Juan lo entendía a la perfección. Él mismo se había servido un par de veces de las achiziquitza para satisfacer sus necesidades. Sobre todo Dáciltaria, su favorita.
      —¿Y qué pasa si la himagua no sobrevive?
      —Si es núbil y fértil, nunca ha sucedido. Aunque esté mucho tiempo bajo el agua, puede salir.
      —¿Qué sucede bajo el agua?
      —Nadie lo dice. Y no se debe preguntar.
      —Mi última pregunta. ¿Qué pasa con Guayafanta? ¿Ha de ser virgen toda su vida? ¿Siempre será la himagua?
      —Ten cuidado, que ella está por encima de tu categoría. Ya me he fijado con qué ojos la has mirado.
      —Responde a mi pregunta, por favor.
      —Cuando ella lo desee, podrá dejar de atender al Foso; para eso le bastará con dejar de ser virgen y desde ese momento ya no será la himagua. Desde luego, me gustaría ser yo el que…
      —¡Tacor!
      —Sabes que no hablo en serio. Una dueña de su categoría sólo tiene dos parejas posible: Zenohán y Tamarite. Que ella elija, y los demás nos conformaremos con verla.
      —¿Y quién será la himagua?
      —Cualquier otra mujer, siempre que sea fértil y virgen. Lo más probable es que la misma Guayafanta la elija. Y esperemos que sea núbil de verdad, o saldrá otro volcán en la isla…
   
Juan seguía son conseguir dominar la magia de la lanza, lo que desconcertaba a los demás. Su problema llegó a oídos del manzay Tagufirche, quien deliberando con el Guadameney creyó hallar una respuesta al problema. Zenohán se lo comunicó al extranjero.
      —¿Qué me sumerja en el Foso de Guafiota? ¿Y eso? —preguntó Juan.
      —Según el Guadameney, todos los icaynenses han sido aprobados por Guafiota. A los pocos días de nacer, a todos se les sumerge en el agua; es algo parecido al bautismo de ustedes los cristianos.
      —Sí, yo fui bautizado. ¿Debería entonces recibir una especie de bautismo en el demonio?
      —Guafiota no es el demonio. Creo que deberías hablar con el Guadameney antes de hacer todo esto. Pero podría ser necesaria la ceremonia.
      Juan fue a la cueva del sacerdote. Allí vio a una joven, cuyo pecho diestro al desnudo la señalaba como achikatnia.
      Zenohán no quedó al margen de la reacción de Juan.
      —Esta es Tindaiga, Juan. Debo informarte que ella será la próxima himagua.
      —¿Y Guayafanta?
      —Tindaiga será la sustituta. Guayafanta se unirá a un hombre de su clase en pocos meses.
      Juan estaba tan ensimismado que tardó en captar el mensaje. Tindaiga debería permanecer virgen, así que quedaba fuera de su alcance por el momento; aunque fuera de su misma clase social, y por lo tanto pareja válida.
      El Guadameney se le acercó, se dispuso a explicarle algunas cosas.
      —He oído, Juan, que has llamado a Guafiota como demonio, una especie de dios malvado.
      —Entre los cristianos no hay más que un dios, y el demonio no lo es; es malvado, sí, pero no es más que un ángel que cayó.
      —Otro día me explicarás lo que quieres decir con eso de «ángel», pero ahora no importa. Escucha bien. Guafiota no es más que una manifestación de la divinidad, lo mismo que Aciamán. Ambos son manifestaciones distintas; Guafiota es el poder, pero no el mal, mientras que Aciamán es la bondad. Son una misma divinidad, no dos dioses enemigos que a veces luchan; creo que eso es lo que cree la gente que habita en las otras islas, pero nosotros en Icayna sabemos que están equivocados.
      —¿Y eso?
      —Tenemos trato directo con Guafiota y así sabemos que no hace el mal por gusto. No es malvado, pero sí exigente. Por eso tienes que demostrar que estás a su servicio.
      —¿Cómo?
      —Sumergiéndote en las aguas. Tindaiga te ayudará a prepararte. En los próximos días lo obraremos.
      —¿Qué me puede acontecer?
      —Lo que Guafiota decida obrar. Si no te quiere, supongo que no sobrevivirás. ¿Tienes miedo?
      —He de ser sincero, y decir que sí. Pero se me ha educado en el valor y debo afrontar el miedo como un hombre. Acepto.
   
Lo más duro de la preparación para la ceremonia fue la cercanía de Tindaiga. La joven virgen era tentadora y Juan debía obligarse a tener las manos quietas siempre que la sentía cerca de sí. Hubiera querido abrazarla y hacerla suya, y algo le decía que el sentimiento era mutuo.
      Pero creía fielmente en lo que le habían contado. Si la joven dejaba de ser virgen podría ser un desastre, incluso para él mismo.
      Recurrió a las achiziquitza en más de una ocasión.
      Por fin llegó el día. Todos los moradores de las cuevas se acercaron al Foso de Guafiota. En primer lugar, el Guadameney seguido por Guayafanta, Tindaiga y Juan.
      Las dos mujeres permanecieron cerca, pues no les correspondía a ellas meterse en el agua. Juan se quedó desnudo y, tan pronto como el sacerdote le hizo un gesto, se lanzó al agua.
      Estaba caliente, pese a estar ya muy avanzado el otoño. Notaba el ardor del azufre en los ojos, pero no sentía sensación de asfixia. Según le habían explicado, le bastaba con sumergir la cabeza y hacer lo posible por salir. Si sentía que algo lo retenía, debería luchar hasta conseguir respirar… o morir.
      No hubo nada que le impidiera sacar la cabeza, apenas la hubo sumergido. Respiró, sopló el agua en la nariz y salió por su propio pie.
      Simplemente se había dado un baño, lo que por cierto agradeció. Lástima que no podría repetirlo.
      Tindaiga le tendió su tamarco, y se vistió tratando de no tocarla, pues su excitación se haría evidente ante la vista de todo el mundo.
      De hecho fue tan evidente, que esa noche Dáciltaria se acercó a su lecho sin que él la solicitara. Él lo agradeció con ardor.
   
(Continuará…)
Enlace a la primera parte.