17 noviembre 2013

EL PLATILLO VOLANTE

La nave espacial de los kilits llegó a las cercanías del planeta sin ser detectada por sus habitantes. El nombre que los habitantes daban a su planeta era La Tierra.
      La nave kilit penetró en la atmósfera. Alguno de los habitantes de La Tierra creyó ver una estrella fugaz.
      La nave kilit llegó a la superficie del planeta. Pero antes de poder establecer contacto con las autoridades, tal y como estaba previsto, unos seres extraños tomaron posesión de ella.

Dani enseñó a los otros chicos lo que había hallado.
      —Parece un platillo volante —dijo Mario.
      —¡Qué chulada! —exclamó Jose.
      —¡Tíralo, a ver si vuela! —sugirió César.
      —¡No, que se rompe! —observó Dani.
      —No lo creo —replicó Jose—. ¡Déjame verlo!
      Y antes de que Dani pudiera evitarlo, Jose se hizo con el platillo. Lo cogió con la mano, apreciando el peso (mayor de lo que había pensado) y lo lanzó a César con un giro de la muñeca.
      —¡Cógelo! —gritó.
      —¡No hagas eso! —exclamó Dani, visiblemente enfadado.
      César cogió al vuelo el platillo y se lo lanzó a Mario. Éste, lo devolvió a Jose, quien al fin lo envió a Dani.
      —¡Ves como sí vuela! —concluyó Jose.
      Poco después, los cuatro chicos jugaban con el platillo, lanzándolo de uno a otro lado o tirándolo a la hierba del jardín. El platillo volaba bien, aunque sus recorridos eran cortos por su peso, mayor que si fuera un disco de plástico.
      Valeria se asomó al oír el escándalo de los chicos. Vio que estaban jugando con algo nuevo y quiso apuntarse. Se acercó a su hermano.
      —¿Qué es eso, Dani?
      —Un platillo que me encontré. Parece de verdad y vuela como uno de verdad.
      —¿Por qué no me lo tiras?
      César era quien tenía el platillo en ese momento y por un momento estuvo a punto de lanzarlo. Pero lo retuvo en su mano.
      —No jugamos con chicas —explicó.
      —Mentiroso —objetó Valeria—. Te he visto jugar con tu hermana Luci.
      —Eso es en casa. Pero aquí sólo estamos los chicos.
      —Ahora estoy yo también.
      —Pero te irás enseguida —indicó Jose—. Porque no vamos a jugar contigo.
      —No, no queremos que juegues con nosotros —añadió Mario.
      Dani estaba dubitativo. Él solía jugar con su hermana, pero sólo cuando no estaba con sus amigos. Nunca había tenido que elegir como ahora.
      Si intercedía a favor de su hermana, los otros se reirían de él. Lo llamarían niña y otras cosas peores.
      —Valeria, mejor te vas a casa —dijo al fin. Procuró que sonara más como recomendación que como orden.
      Pero no evitó que un par de lágrimas cayeran de los ojos de Valeria.
      Comprendiendo que no la dejarían jugar con aquel objeto, se fue en silencio.
      Los cuatro chicos celebraron la victoria con una carcajada generalizada.
      Poco después, volvían a lanzar el platillo.
     
Dentro de la nave kilit, el desconcierto era total. Por suerte, aún mantenían las sujeciones que habían usado para cruzar la atmósfera. Las sacudidas a bordo eran terribles.
      Una de las pocas veces que el capitán logró hacer algo, pudo conectar las pantallas externas. Todos contemplaron los terribles seres que se habían hecho con el control de la nave.
      —¡Capitán! ¿Activo los neutralizadores? ¿Disparo los rayos de antimateria?
      —¡Un momento! Tengo que ver qué seres son esos.
      Con las sacudidas, apenas podía operar el sistema de datos. Pero al final consiguió la información que deseaba.
      —¡No podemos hacer nada! ¡Son crías de los habitantes del planeta! Si les hacemos daño, adiós al contacto.
      Siguieron las sacudidas. Ahora estaban todos cabeza abajo.
     
Por fin, los cuatro chicos se aburrieron de jugar con el platillo y lo dejaron tirado en la hierba.
      César cogió la pelota que había traído de su casa, y todos se pusieron a jugar al fútbol.
      Se fueron al parque, donde había un sitio mejor que el jardín de Dani para jugar a la pelota.
      Valeria los había estado viendo desde la ventana de su cuarto. Comprendiendo que era el momento, se acercó al jardín.
     
El capitán kilit decidió arriesgar aquel momento de calma. Las crías habían dejado de zarandear la nave y la habían dejado caer en el suelo.
      Por suerte, estaban cabeza arriba; aunque eso no tenía tanta importancia, pero ayudaba a pensar mejor y a usar todos los aparatos de a bordo.
      El capitán y dos ayudantes salieron al exterior de la nave.
     
Valeria cogió el platillo, justo cuando se abrió un pequeño agujero y salieron por él tres hormigas.
      ¿De verdad eran hormigas? Tenían aspecto raro, y eran azules.
      Valeria llevaba una lupa en su bolsillo del pantalón. Le gustaba observar los insectos y las hojas de las plantas. Ahora la usó para ver mejor aquellas extrañas hormigas.
      ¡No eran hormigas! Tenían ocho patas, y las delanteras no tocaban el suelo, sino que se movían como si fueran brazos. Las cabezas parecían llevar un casco transparente y miraban hacia ella.
      De pronto, le llegó una idea. Como si alguien hablara con ella en la cabeza. Era una voz extraña.
      —¡No somos peligrosos! ¡Venimos de otro planeta! —decía aquella voz en su cabeza.
      Valeria comprendió que aquel platillo volante podría ser un platillo volante de verdad. Una nave espacial extraterrestre.
      —Sí, somos extraterrestres —pareció responder aquella voz—. ¡Llévanos ante tu líder!
      La niña decidió llevar el objeto a su madre.
     
Por fin, los kilits lograron contactar con un adulto terrestre. Sus sistemas de comunicación estaban diseñados para ellos, no para los cerebros inmaduros de sus crías.
      Ahora la comunicación fue perfecta.
      La madre de Valeria comprendió lo que le dijeron los alienígenas y avisó a las autoridades.
      El capitán kilit pudo comunicarse con autoridades terrestres cada vez más importantes, hasta lograr dirigirse a la Asamblea General de las Naciones Unidas.
      Los terrestres los llamaron «los micros» por su reducido tamaño, y ese fue el nombre con el que se quedaron los kilit.
      Y Valeria fue nombrada embajadora de honor de los micros en la Tierra.

10 noviembre 2013

Anacronismos

(Modificado ligeramente respecto a la versión original aparecida en "Naufragios") 

Octavio Augusto, procónsul romano y pontífice máximo de todas las iglesias, se reclina en el "triclinium" de su palacio de Roma. Mientras le sirven la comida, ordena a sus esclavos que conecten el "televisoris".
Como siempre, los programas que emiten son todos a cual peor: una bacanal de lo más ordinaria, que ni siquiera pretende ser original; unas vestales haciendo "nudiis" al son de cuatro flautas, tocadas por cupidos demasiado crecidos; anuncios cada diez minutos recomendando "los poderosos esclavos de Nemesius", o las "cuádrigas Veltiae, las más veloces del circo".
Disgustado, el Augusto cubre de insultos al esclavo portador del mando a distancia; éste pasa rápidamente de uno a otro canal. Pero todas las emisoras de Romavisión resultan igual de sosas, desde Hispania hasta Siria, de Egipto a Germania.
Por fin, ¡he aquí algo entretenido!. Se trata de una serie cómica de la BBC britana. El Augusto queda tan encantado, que llama a su escribiente, y le dice:
–Haz llegar la siguiente tablilla al capitán de las Legiones:
"Salud.
Ante la próxima campaña en Britania, haz de avisar a todas las centurias que de ningún modo, y bajo ninguna circunstancia, toleraré el menor daño a las instalaciones de "televisionis". Antes bien, haz de elegir a varios técnicos romanos para que nos acompañen, a ver si aprenden de aquellos bárbaros a hacer unos programas decentes. Te asegurarás de que quien no desee ir, sea destinado al circo.
Octavio".
Un centurión se encarga de hacer llegada la tablilla, debidamente firmada y sellada.





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(...Napoleón Bonaparte vuela en el "Concorde" para pasar revista a sus tropas destinadas en la campaña de Rusia...)

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El sol cae de plano sobre el palacio de Karnak, donde mora Ramsés II, el Faraón, hijo de Ra, el Dios Sol. Hoy, en lugar de salir al templo de su Padre Amón-Ra, ha ordenado que lleguen a su presencia los ingenieros, pues se siente cansado.
–¡Escuchadme!– les dice cuando están todos a sus pies. –Sabed que no he de permanecer mucho tiempo entre los mortales...
Todos oyen sin replicar. El Faraón prosigue.
–¡Es mi voluntad que se construya un nuevo templo dedicado a mi Padre Amón-Ra! Estará más allá de la segunda catarata. El topógrafo ya conoce los detalles sobre su emplazamiento.
El topógrafo, sacerdote de Isis, eleva ligeramente la cabeza, sin osar siquiera mirar al Hijo de Amón-Ra.
–En este momento habéis de considerar– prosigue Ramsés –los detalles de la fachada. Es mi voluntad que hayan cuatro grandes estatuas a la entrada, y una de ellas será de mi persona. Quiero que todo el pueblo egipcio tenga para siempre la ocasión de recordar a su Faraón.
Los ingenieros presentan sus ideas.
–¡Ni hablar!– interrumpe de pronto el Faraón a un técnico –Deben ser fiel reproducción de mis rasgos. Veinte Megas de capacidad en memoria no permitirán captar todos los detalles.
–Pero vos sabéis que es el ordenador mayor que tenemos– replica temeroso el técnico, sacerdote de Osiris –¡Sólo posee 20 Megas!
–¡Pues haced uno más grande! Ha de tener como mínimo 100 Gigas. Han de quedar registrados hasta los poros de la piel. Si no, ¡todos vosotros seréis esclavos, y tú mismo, perro, serás alimento de los cocodrilos!.





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(...Cristóbal Colón llama por teléfono desde Palos de Moguer para conocer las previsiones meteorológicas en la Mar Océano, durante las próximas semanas...)

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Hay duelo inmenso en la tienda del Rey Agamenón, por causa de la muerte del divino Aquiles.
–Troya pagará esta afrenta– dice el Rey –Los destruiremos como perros. Ved nuestra arma secreta.
Tras de la tienda, pueden ver un gigantesco caballo de madera.
–Es una idea de Ulises. Simularemos mañana nuestra marcha, y dejaremos este caballo en medio del campo. Los troyanos, al verlo, lo introducirán en su ciudad. Y una vez allí, será el desastre.
–¿Cómo?– pregunta alguien.
–Un regalo de Vulcano– contesta el Rey –Dentro de este caballo hay un ánfora atómica, un extraño objeto que, cuando los dioses así lo decidan, creará una gran bola de fuego que arrasará la ciudad.
Así lo hacen. Por la noche, Troya celebra su triunfo sobre la Hélade. En la nave de Agamenón, éste acciona los controles de explosión.
Poco después, se eleva una nube en forma de hongo sobre los cielos de la ya difunta Troya.





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(...Barack Obama, presidente de los Estados Unidos de América, caza mamuts sobre el hielo del Lago Superior, al borde mismo del gran glaciar de Norteamérica...)

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En Roma, el Cardenal Maestre anuncia:
–¡Rafaello Sanzio, el pintor de Perugia, desea ser recibido por Vuestra Santidad!
–Que pase– dice, indolente, el Papa Gregorio.
Rafaello, o Rafael, se acerca presuroso al trono papal.
–Aquí lo tenéis, Su Santidad– explica, mientras desenvuelve el paquete que trae en las manos, un objeto plano de forma rectangular.
–Espero que sea digno de Nos.
–Tenga Vuestra Santidad la más absoluta certeza. La hice con la cámara más moderna de la Nikon, fotómetro de extrema sensibilidad, ajuste focal automático, película DIN...
–¡Dejaos de tecnicismos!. No nos importan. Será a todo color, claro.
–Usé el filtro ultravioleta para lograr el tono exacto, Su Santidad.
El Papa contempla por un buen rato la fotografía.
–¡Psst! ¡Está bastante lograda! Podría ser mejor, desde luego...
–Creo que sólo Dios lo habría mejorado.
–Hijo mío, ¡sé humilde!; los vanidosos no caben en el Paraíso.
Para su fuero interno, Rafael piensa en la posibilidad de que lo de "hijo mío" sea algo más que una frase hecha...
–Puede decirse que te has ganado tu dinero– dice el Papa –Creemos recordar que eran quince mil ducados, ¿no es así?
–Sabido es que Su Santidad siempre dice la verdad.
Rafael se va resignado. El trato habían sido treinta mil ducados...





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(...Dos mil judíos, todos ellos jóvenes y fuertes, van encadenados camino de las galeras por orden directa del Führer,  Adolf Hitler...)

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De las cuevas llega un fuerte olor a humo; y con él, la mezcla de sudor, carne quemada, excrementos, y todos esos olores que definen al hombre.
Las diez cuevas más altas, las menos accesibles para el temido dientes de sable, son la morada de las familias principales de la tribu: la del jefe (con sus tres mujeres, y once niños), la del brujo...
De una de aquellas cuevas llega un sonido extraño; también, un olor peculiar. Se trata de la cueva mejor iluminada, allí donde se reúnen los cazadores antes de ir a matar los bisontes y renos, donde ruegan al Sol y a la Noche que les protejan, al Viento que esconda su olor, al Fuego que otorgue la dicha de su calor...
La Cueva de Los Homenajes está siendo pintada. Detallados dibujos de animales van cubriendo las paredes, para así inspirar a los cazadores, y mover a los dioses a complacer al hombre.
El pintor no es otro que el hijo mayor del brujo, Oso de la Noche. Algún día, con la ayuda de los dioses, él podrá ocupar el lugar de su padre cuando éste se convierta en alimento de la tierra.
El artista se detiene un momento en su tarea. Deja el tarro de pintura acrílica en el suelo (su olor a disolvente cubre la cueva). Busca entre los pliegues de la piel que viste, y por fin saca una bolsita. Dentro, varios cigarrillos con filtro. Se coloca uno en los labios, y nuevamente hurga en la bolsa. Esta vez, saca un encendedor electrónico. Tarareando una melodía, enciende el pitillo, aspira el humo con deleite y lo expele a continuación. Cierra la bolsa, y la guarda entre la ropa.
Antes de volver a la tarea, conecta de nuevo la radio.
"Es un mamut, es un mamut, ¡mamut!" cantan "Los Mastodontes Calvos Mascaban Chicle", un conocido grupo de música rock.
Silbando, el pintor recoge su pincel, lo sumerge en el tarro de pintura, color rojo bisonte, y sigue con su obra.




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(...Darío, Emperador de los Persas, contempla el despegue del cohete espacial Apolo 11, con tres hombres, tres persas valientes, rumbo a la Luna...)

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W'lewe"küd-18 llegó corriendo a lo que podríamos llamar sala de control. De un manotazo (o su equivalente) retiró del lugar a su hijo (de edad equivalente a tres años).
–¿Qué has hecho, Glw'ft?– dijo –¡Has estado jugando con el control cronológico! ¿¡Qué tiempos habrás alterado!?
W'lewe"küd-18 conectó lo que correspondería a una pantalla, y observó el estado cronológico de un planeta, llamado Tierra por sus habitantes.
Así, en lo que bien podría ser una pantalla, W'lewe"küd-18 vio a Octavio Augusto ante la televisión, a Napoleón en un avión supersónico, a Ramsés II hablando de ordenadores, a Colón usando un teléfono, y Troya destruida por una bomba atómica; también vio a Obama cazando mamuts, al Papa Gregorio XII fotografiado por Rafael, a un pintor prehistórico fumando cigarrillos y oyendo la radio; y para rematar el desastre, un cohete tripulado enviado a la Luna por los Persas...
Evidentemente, todo aquello estaba mal. Pero, ¿cómo estaba antes?.
W'lewe"küd-18 movió algo similar a palancas, tocó botones (o unas cosas parecidas), manejó lo que podríamos llamar controles, y dejó la cronología como debía de estar antes del desaguisado.
Satisfecho, contempló lo que llamamos pantalla.




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Es el 12 de Octubre de 1.492.
Tres grandes piraguas, al mando del gran jefe indio Cristóbal Colón, han llegado a las costas europeas.
De ese modo los indios, cuya poderosa civilización se extiende por todo el continente americano, descubren el Nuevo Mundo, una tierra extraña habitada por hombres de piel blanca en plena Edad de Piedra.
En las costas de Galicia desembarca Colón; tras él, dos sacerdotes plantan la cruz y bendicen el nuevo continente, desde ahora perteneciente al Imperio Americano.

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09 noviembre 2013

El reencuentro

Llevaba años sin ver a Marta. Fue, por tanto, una alegría encontrarme con ella en aquella cafetería, de manera tan inesperada.
      Era tal y como la recordaba de los tiempos de la Universidad. Sí, el tiempo había dejado su pesada carga, en forma de algunas arrugas en la cara y una expresión algo triste. Pero mantenía su cuerpo atractivo, el mismo con el que soñé más de una vez en mi solitario catre de la pensión; por aquella época, ella había rechazado todos mis intentos, pues creía en la virginidad antes del matrimonio. Fuimos amigos, pero ni siquiera conseguí robarle un beso.
      Ahora, en cambio, me permitió darle dos buenos besos en la mejilla, aunque sólo como señal de saludo. Dejé la barra con el diario deportivo que había estado hojeando, y llevé mi café a una mesa libre. Ella pidió un té frío, de esos de lata.
      —¿Y bien, Carlos? —como en los viejos tiempos, ella abrió el fuego—. ¿Qué es de tu vida?
      —No me va mal. Tengo algunos negocios, una agencia de viajes, dos tiendas de ropa y una oficina de gestiones donde llevo alquileres y otras cosas por el estilo.
      —Tontorrón. Me refiero a tu vida personal. ¿Estás casado?
      —No. Me divorcié hace ya tres años.
      —¿Y eso?
      —¡Ya no importa! Mi mujer se lió con mi gerente y se llevaron medio negocio, aparte de casi todas las joyas que tenía en casa. Creo que viven en La Matanza o por allí. Me importa un carajo. Por suerte, ella tiene sus buenos ingresos y así lo arreglamos sin tener que pagarle una pensión. De hecho, según reconoció el juez, casi era ella quien debía pagarme a mí.
      —¿Por qué no lo aceptaste?
      —¿Dinero de esa zorra? ¡Antes muerto! Además, no me hace falta, con lo mío me arreglo bien. Y mejor ha sido hacer borrón y cuenta nueva.
      —¿Tuvieron hijos?
      —No, y fue mejor así. Ahora estoy solo y sin compromiso.
      —Y con la cama fría, ¿no?
      —Eso no importa. Ahora háblame de ti. ¿Te dije que estás tan guapa como siempre?
      —¡Adulón, que te conozco!
      —No, es verdad. Anda, ahora te toca a ti contarme tu vida.
      —¿Te cuento que trabajo en el ayuntamiento? Saqué las oposiciones y soy funcionaria.
      —E imagino que tomarás un refresco a media mañana en el que aprovecharás para comprar algunos trapitos, mientras la tonga de expedientes va creciendo.
      —Eres muy malo. Eso es lo que se dice, pero no es verdad.
      —¡No importa! Háblame de tu vida personal, no de tu trabajo.
      —Pues que también me he separado. Mi marido me puso los cuernos y lo mandé a tomar por culo.
      —¡Qué mal hablada!
      —Ya no soy aquella niña pija que no dejaba que la tocaran. Ahora digo tacos y todo.
      —Sigues igual de guapa que aquella niña de antes.
      —Y tú igual de adulón.
      —Anda, sigue contando.
      —¿Qué más voy a decir? Pepe se lió con una jovencita que le calentó la polla y cuando lo supe le pedí que se largara.
      —¿Y has tenido algún hijo?
      —Sí, pero Julio consiguió la independencia hace ya dos años. No hubo problemas.
      —Y ahora estarás buscando quien te caliente la cama. ¿No?
      —¡Olvídalo! ¿Quién va a estar interesado en una puretona como yo?
      —Muchos hombres se volverían locos por ti.
      —¡Ya me estás adulando de nuevo!
      —Pues no. Creo que tienes la autoestima muy baja, y por eso no reconoces tu belleza.
      —¿Qué dices? No me ves las canas porque me tiño, pero las arrugas se me notan. ¿No has visto esas patas de gallo? ¡Si parecen dos cruces de autopista! Tengo más michelines que el muñeco ese de los neumáticos, la piel de naranja, los pechos caídos y una barriga que no veas. Tengo várices y dolor en las articulaciones, algo de colesterol y mal genio por las mañanas desde que dejé de fumar.
      —¿Quieres ver mi colección de cuadros?
      —¿Tienes una colección de cuadros? ¿Algún Van Gogh? ¿Tal ves un Matisse? ¿Un Picasso?
      —No tengo para eso. Pero sí una galería, en mi piso, con unos veinte óleos de artistas locales, que tal vez no hayas oído mencionar, pero que creo te van a gustar. Son, sobre todo paisajes, marinas en su mayoría.
      Era una pobre excusa para que subiera a mi ático. Pero, cosa curiosa, ella aceptó.
      Pagué la cuenta (¡qué caros son esos té de lata!) y la acompañé hasta mi portal, que apenas estaba a unos metros de distancia.
      Por el camino, seguimos hablando de temas intrascendentes. Yo no quería que ella volviera a la autoconmiseración. No me había dicho cuanto hacía de su separación, pero comprendí que era reciente, y aún no se había recuperado del trauma.
      En el ascensor, Marta me sorprendió.
      —Recuerdo como me pretendías, Carlos, allá por los tiempos universitarios.
      ¡No podía creerlo! Parecía decirme algo más entre palabras. Y estaba subiendo a mi piso… No quise que lo que imaginaba se me notara demasiado.
      Pero sin duda ella lo notó. Una mirada fugaz hacia abajo y un rubor también fugaz en sus mejillas.
      No hubo más, tal vez porque la cabina se detuvo. Se abrió la puerta.
      Yo no estaba seguro de si aquello fue un sueño o real. Pero ya había pasado.
      —¡Este sitio tiene muy buena pinta, Carlos!
      El pasillo estaba limpio, y bien pintado. El suelo tenía los rodapiés de mármol rojo, y la escalera iluminada conducía a los pisos inferiores. En aquella planta sólo había una puerta, la que daba a mi lujoso ático.
      Me había costado unos buenos millones de las antiguas pesetas, y una hipoteca que aún me daba dolores de cabeza todos los meses.
      La puerta era blindada, pero no se notaba desde afuera. Salvo por la llave que introduje en la cerradura.
      El saloncito de estar era mi rincón favorito, pues allí me retiraba a leer o ver películas. Marta se dejó caer en el cómodo sofá, exhalando un suspiro.
      —Imagino que aquí traerás a tus conquistas, Carlos.
      —Bueno, también tengo una cama. Mejor dicho, dos, porque hay un cuarto de invitados.
      —No vayas tan deprisa. ¿No me ibas a mostrar tus cuadros?
      —En realidad, prefiero verte a ti. Pero si quieres, ahí mismo tienes diez. Ve mirándolos en lo que saco algo de la nevera. O del bar. Lo que prefieras.
      —Un martini. O lo que sea.
      —¿Con hielo? Puedo hacerte un cóctel, si quieres.
      —No, una pizca de hielo y ya está.
      Ella se levantó y se puso a ver los cuadros colgados en las paredes. Por un momento me quedé viendo su culo.
      No me había fijado en esos pantalones tan ajustados que marcaban su figura. Estaba realmente atractiva.
      Tenía cosas que hacer, así que fui a la repisa del bar y saqué la botella del martini. También dos copas y con todo ello en las manos me acerqué a la cocina. Saqué hielo y una bandeja, serví las bebidas y acompañé con unas olivas rellenas de anchoas. Puse todo en la mesita de centro y me senté.
      Tardé un poco en invitarla a acompañarme, tiempo que dediqué a observarla a ella, mientras seguía observando las pinturas con expresión de experta en arte.
      —Me gusta este trazo de las olas. Le aporta más realismo. Y este cuadro del velero en la tormenta, da tal sensación de peligro que me impulsa a buscar un refugio. Por cierto, ¿no me habías dicho que tenías paisajes, marinas sobre todo? ¿Qué hace ahí ese desnudo?
      Sonreí. El retrato que mencionaba Marta era mi posesión más preciada. Un enorme cuadro que representaba una jovencita núbil, a tamaño casi natural, y que en su momento me sirvió de estímulo erótico pero que ya lo tenía tan visto que ni me afectaba.
      Ahora lo contemplaba con nuevos ojos y sentí que la excitación me volvía. Aquella jovencita desnuda me hacía pensar en lo que podía conseguir de Marta, si jugaba bien mis cartas.
      —Siéntate y toma tu copa.
      Nos sentamos enfrente. Brindamos por los viejos tiempos, y volvimos a brindar por el futuro.
      —Aunque no creo que haya un futuro decente para mí —dijo ella, tras beber la mitad del contenido de la copa de un solo trago—. Marchitarme y envejecer sola. Bueno, tal vez mi hijo me visite de vez en cuando. O me encasquete algún chiquillo para cuidar, si consigue con quien tenerlos. Para eso están las abuelas, ¿no?
      —Tú todavía puedes encandilar a muchos hombres.
      —¡Ya estás con tus adulaciones!
      —¿Te apetece comer? ¿Una pizza?
      —¿Tú no cocinas? ¡Estos hombres!
      —¡Claro que cocino! Podría hacer algo, si te apetece, pero la verdad es que no tengo ganas. Por eso dije lo de la pizza. Pensaba pedirla por teléfono, si te parece bien.
      —¡Vale! Por una vez, vamos a darle relleno a los michelines.
      El teléfono fijo apenas lo utilizaba, pero allí estaba, en un rincón de la salita. Lo descolgué para pedir unas pizzas.
      —Estoy seguro de que serías capaz de seducir al jovencito repartidor de las pizzas, Marta.
      —¡Seguro que me encuentra como una vieja!
      —No lo creo. Te propongo hacer la prueba. Pero primero, ¿me das un beso?
      —¡Bribón!
      Pero desmintió el tono poniendo sus labios sobre los míos. Fue algo rápido; sentí que todos los años esperando ese momento habían valido la pena.
      Sonó el portero electrónico. En la pantalla pude ver a un repartidor de pizzas con su uniforme habitual. Era un chico joven, de unos veinte años.
      Abrí la puerta de la calle y me acerqué a la del piso. Esperé a que llegara el ascensor con la puerta abierta.
      —Pasa para dentro —le dije al joven.
      Cerré la puerta a su espalda.
      —¿Dónde dejo el pedido?
      —Tráelo aquí, a la salita —dije, indicando el camino.
      El chico vio a Marta sentada. Dejó las dos pizzas en la mesita y volvió a mirarla. Disimuló de inmediato.
      —Ven aquí para pagarte —dije.
      El chico se acercó al aparador, donde yo esperaba con un billete grande en la mano.
      —No tengo cambio…
      —No importa. Te vas a cobrar en especie con la señora —dije, en voz baja—. ¿Te gustaría echarle un polvo?
      —¿Así, sin más? ¿Cómo en las pelis porno? —él también contestó en susurros.
      —Más o menos. Podrás quedarte con el cambio. ¿Qué te parece ella?
      —Me recuerda a mi madre, pero más joven. Está buena, eso es cierto.
      —¡Pues díselo!
      El chico no sabía qué hacer.
      —Marta, el chico dice que quiere cobrar en especie. Contigo.
      —¿Qué locura es esa, Carlos? ¿Qué fue lo que tomaste?
      —Lo mismo que tú. Este chico te encuentra tan irresistible que quiere hacer el amor contigo.
      Le dí un pequeño empujón al joven para que se acercara a ella. Lo hizo con algo de timidez, pero sin esconder su excitación.
      Marta lo notó. Y entonces sucedió lo extraño.
      Los dos se besaron. Al principio con extrañeza, pero muy pronto las bocas se fusionaron. Luego las manos se movieron por sí solas.
      En cuestión de segundos, la ropa estaba en el suelo, los dos cuerpos tumbados sobre el sofá y la pasión desbordada.
      Parecían olvidar que yo estaba allí. Marta era puro fuego y aquel jovencito cargado de hormonas, también.
      Fue todo muy rápido. El chico se vació, aunque ella tuvo su clímax justo después que él.
      El joven, cuyo nombre nunca salió a relucir, recogió sus ropas, se vistió a toda prisa y se fue sin decir ni adiós. Se notaba su azoramiento por la extraña situación vivida.
      Marta se quedó sobre el sofá, agotada. Yo miraba su cuerpo desnudo, como nunca antes había conseguido hacerlo.
      Sí, tenía algo de barriga y los pechos algo flácidos, que caían hacia los lados. Pero la encontraba más deseable que nunca. Irresistible.
      Era ahora o nunca.
      Me desnudé con la intención de acompañarla en el sofá.
      —¿Me crees ahora cuando te digo que eres irresistible, Marta?
      Ella no dijo nada. Miraba mi cuerpo. Yo estaba aún en pie, y no podía disimular mi excitación.
      Mientras tanto, yo seguía con mis ojos recorriendo su espléndido cuerpo maduro. A diferencia de la núbil del cuadro, tenía ante mí una mujer de verdad, con la experiencia de la vida. No estaba marchita, estaba en la flor de la madurez.
      Sus pezones mostraban también señales de excitación.
      ¡Y no tenía uno de esos pubis depilados, tan de moda en estos días!
      Fundimos nuestras bocas. Las lenguas, juguetonas, se entrelazaron. Las manos, mías y suyas, recorrieron los cuerpos con ansia.
      Las dos pizzas se quedaron allí mismo, olvidadas.
      No recordaba haberme echado en el sofá, pero allí estábamos los dos, mientras los cuerpos se unían, encajando como las piezas de un puzzle.
      Ella era como mercurio, yo una barra de plomo que se hundía en su seno. Nuestros cuerpos se fundieron.
      Tal vez por eso aún me siento como si estuviera azogado. Tres días después del reencuentro.
      Por cierto. ¿Mencioné que Marta se quedó en mi cuarto de invitados, y que no lo ha dejado desde entonces?