29 marzo 2014

HAY QUE LEER PORQUE LO MANDA LA PROFE

Celia odia las clases de Lengua. Y no es porque no le interesen las complicaciones del lenguaje. Más bien, al revés: le encanta. Eso de saber lo verbos irregulares y cuando hay que poner la tilde le apasiona, pues Celia quiere ser escritora cuando sea grande.
      Una vez leyó la historia de una mujer que escribió un libro para ganarse la vida. Y ese libro se vendió, tuvo mucho éxito y la mujer escribió más libros hasta hacerse muy famosa. Y rica. Es la que escribió los libros
de Harry Potter.
      Esa historia la leyó Celia en una revista que compró su madre; una revista que se supone que ella no debe leer, pero lo hizo. Y respecto a los libros de Harry Potter, ha leído los dos primeros, porque su madre dice que aún es muy pequeña para leer los demás; que como siguen el desarrollo de los protagonistas, hay que leerlos a la misma edad, o casi. Celia tiene aún 11 años, así que es muy joven para leerse las aventuras de chicos de 13 años. O eso asegura su madre.
      A Celia le encanta leer, pero odia las clases de Lengua. ¿Y por qué, te estás preguntando? ¡Muy sencillo! Porque la profe de Lengua, una señora tan vieja que parece una bruja (algo que dicen algunos chicos, pero siempre a espaldas de la profe), se empeña en hacerles leer libros aburridísimos. Que si El Quijote. Que si los Episodios Nacionales. O una obra de teatro sin pies ni cabeza. ¡Unos tochos inaguantables! Dice la profe que hay que leer a los clásicos, y a continuación se enrolla con la historia del Español, patatín patatán (Ella siempre dice «español» y no «castellano», como viene en los libros).
      Hoy llega un nuevo profesor. El de Naturales está enfermo y han mandado un sustituto. Es un viejo, como todos, pero parece más joven (para Celia, todos los mayores de 15 años son viejos). Se llama Carlos y dice que apenas tiene 22 años, que es su primera clase de verdad y que espera hacerlo bien.
      Bien, lo que se dice bien, no lo hace. María y Daniel han armado una de las suyas, llegando a tirarse bolas de papel en plena clase y el profe no ha sabido como controlarlos hasta que ha venido la Directora y se los ha llevado de la clase.
      Pero luego, Carlos se ha enrollado muy bien. Ha preguntado si conocen la ciencia ficción y Celia ha demostrado sus conocimientos, hablando de los libros de Lucky Starr que compró su madre el año pasado. Luego ha dicho que ha estado mirando en la biblioteca y ha visto unos cuantos libros que recomienda leer.
      Ha dicho que recomienda, no que obliga. No es tarea que haya que hacer.
      Luego han ido a la biblioteca y han estado hojeando los libros que el profe Carlos les ha dicho. Celia incluso ha preguntado si no pueden leer otra cosa.
      Carlos ha dicho que sí, pero que debe justificar su lectura, así que deben tener algo que ver con las ciencias.
      Celia comprendió que un libro sobre los romanos no podía colar, aunque pareciera chachi. Y eligió otro, uno de los que el profe había nombrado. Una aventura galáctica con extraterrestres, naves espaciales y cosas por el estilo.
      Se lo llevó a casa y se puso a leerlo de inmediato. Olvidó la tarea de matemáticas. Olvidó la de lengua y la de inglés. Casi se olvida de cenar, si no es porque su madre la va a buscar.
      Por fin, termina el libro, se pone el pijama, da el beso a su madre y se acuesta.
      Y Celia sueña. Es la capitana de la nave espacial Aventure y tiene que defender la Tierra de los malvados aliens que quieren robar el agua.
      Celia vence a los aliens y tiene nuevas aventuras, a cual más divertida y extraordinaria.
      Y es curioso como en algunas de esas aventuras soñadas aparece el nuevo profesor, Carlos.
      Por la mañana, Celia despierta. Nota una molestia bajo la cabeza. ¡Es el libro! ¡Se había acostado con el libro bajo la cabeza!
      Comprueba que no se ha estropeado. Espera devolverlo muy pronto, y tal vez aproveche para leer aquella historia de los romanos. Lo mismo a Carlos no le importa, ya que leyó el otro tan deprisa.
      Celia ha visto que la lectura es divertida.
      Y si tiene que leer El Quijote, pues lo hará. Ahora recuerda que tiene algunas partes divertidas, como cuando se enfrenta a los molinos de viento creyendo que son gigantes.
      Eso sí, cuando ella sea mayor y escriba libros para niños, los hará divertidos. Puede que escriba historias de romanos o de astronautas, o de chicos con poderes mágicos. Pero que sean entretenidas. Se las dejará a leer a niños de las escuelas y les preguntará ¿qué tal? Si les gusta, ¡perfecto! Si no les gusta, ¡a la basura!

26 marzo 2014

LA NUBE PASCUALINA

Cierto día, unos niños jugaban al sol en el patio. En el cielo paseaban las nubes, pero sin amontonarse, y ninguna se atrevía a tapar los rayos del sol.
De pronto, se nubló el cielo y empezó a llover. Los niños entraron corriendo empapados a la casa. Estaban muy extrañados, ¿por qué empezó a llover así de repente?. Uno de ellos se asomó por la ventana y pudo ver la nube causante de aquella lluvia repentina: era muy chiquita, apenas tapaba la casa.
En ese momento, un cuervo se posó en un árbol, cerca de ellos. El niño, que se llamaba Esteban, lo llamó.
– ¡Oye cuervo!, ¿tú sabes por qué está lloviendo? Hacía un sol estupendo, y de repente rompió a llover... No lo entiendo.
– No tengo ni idea –graznó el cuervo– pero si quieres puedo preguntárselo al águila, que vuela alto y sabe mejor que yo lo que ocurre arriba, en el cielo.
– Muy bien, ¿por qué no se lo preguntas? Por favor.
El cuervo salió volando y se alejó. Al rato volvió, seguido por el águila, quien se posó en una rama del árbol cercana.
– ¡Hola, señora águila! –dijo Esteban– Dígame, por favor, ¿sabe usted por qué está lloviendo? Hace poco hacía un sol estupendo, y de repente rompió a llover... No lo entiendo.
– Por cierto que sí lo sé –dijo el águila– La causante de esta lluvia repentina es ni más ni menos que la nube Pascualina, que está llorando, desconsolada.
– ¡Pascualina, la nube pequeña! –dijo una niña, llamada Patricia– ¿Y sabe usted por qué llora Pascualina?
– Por cierto que sí lo sé –dijo de nuevo el águila– Ocurre que Pascualina es una nube muy pequeña, y aún usa chupete; pero el viento Gamberro se lo quitó. Por eso llora, la pobrecita.
– ¡Caramba con el viento Gamberro! –dijo otro niño, Luis– ¡Ahora entiendo por qué lo llaman así!
– ¿Y no podríamos hacer que ese mal viento de Gamberro le devuelva el chupete a la nube Pascualina? –preguntó Esteban.
– ¿Cómo vamos a detener al viento nosotros, unos niños pequeños? –exclamó Patricia.
– Señor cuervo, ¿podría usted hacer algo? –preguntó Luis.
– ¡Ni hablar! –dijo el cuervo, que era un cobarde– Yo quiero conservar todas mis plumas, y ese viento Gamberro puede arrancármelas de un soplido.
– ¿Y usted, señora águila? –preguntó de nuevo Luis.
– Si pudiera, lo haría –respondió el águila– Pero poco puedo hacer yo sola contra un viento tan fuerte.
– ¡Ya lo tengo! –intervino otra niña, Lucía, que era muy lista– Las montañas son capaces de detener todos los vientos, ¿no? Vamos a pedirles ayuda a ellas.
– ¡Eso es! –dijo Esteban– Señora águila, ¿podría usted pedir a las montañas que detengan al viento Gamberro, y que le obliguen a devolver el chupete a la nube Pascualina?
– Por cierto que sí puedo –dijo el águila– Ahora mismo iré volando.
Y, en efecto, el águila voló hasta las montañas Berta y Roberta. Una vez allí, les dijo:
– Señoras montañas, ¡ha ocurrido algo muy grave! ¡Y en sus manos está solucionarlo!
– ¿Qué ha pasado? –preguntó Berta, la montaña.
– ¿Qué ha ocurrido? –preguntó Roberta, la otra montaña.
– Lo que ha ocurrido es que el maldito viento Gamberro ha hecho una vez más de las suyas. Le ha arrebatado el chupete a la nube Pascualina, y ahora la pobrecita está llorando; y además, la lluvia de su llanto ha estropeado el juego de los niños.
– ¡Caramba, qué desgracia! –dijo Berta.
– ¡Qué desgracia, caramba! –dijo Roberta.
– ¿Hay algo que podamos hacer? –preguntó Berta.
– ¿Podemos hacer algo? –preguntó, por su parte, Roberta.
– ¡Por cierto que sí pueden! –dijo el águila– Pueden detener al viento, que viene hacia acá, y obligarle a devolver el chupete.
– ¡Claro que lo haremos, descuida! –dijo la montaña Berta.
– ¡Lo haremos, claro que sí, descuida! –dijo Roberta, la otra montaña.
Al poco rato, apareció el viento Gamberro, llevando el chupete de la nube Pascualina. Y al ver que las dos montañas le impedían seguir, exclamó, muy enfadado:
– ¡Déjenme pasar! ¿Quienes son ustedes para impedirme el paso? ¡Rayos y centellas! ¡Por mil demonios!
– Ni somos rayos ni centellas –dijo la montaña Berta.
– No somos centellas, ni rayos –dijo Roberta, la montaña.
– Somos Berta y Roberta, las montañas –dijo Berta.
– Sí, somos las montañas Roberta y Berta –dijo Roberta.
– Vale, pero en todo caso, ¿por qué osan ustedes atravesarse en mi camino?
– Porque sabemos que has hecho algo muy feo: robarle el chupete a la pobre nube Pascualina –dijo Berta.
– Porque le has robado el chupete a la pobre nube Pascualina, lo que está muy feo, y lo sabemos –dijo Roberta.
– ¡Eso a ustedes no les importa! –exclamó el viento, cada vez más enfadado.
– ¡Sí nos importa, y queremos que sueltes ese chupete! –dijo Berta, con furia digna de una montaña.
– ¡Queremos que sueltes ese chupete, porque sí nos importa! –exclamó Roberta, furiosa como una montaña.
El viento intentó colarse por el estrecho valle entre las dos montañas, pero no podía. Lo intentó una y otra vez, pero no cabía. Trató de elevarse para volar sobre las montañas, ¡pero eran demasiado altas! Al final, cansado, optó por rendirse y dijo:
– ¡Está bien, han ganado! Aquí les dejo el chupete de esa tonta nube Pascualina.
Las dos montañas se apartaron, dejando que el viento se fuera por el valle.
Al rato, llegaba volando el águila y al ver tirado el chupete en la hierba, exclamó:
– ¡Señoras Berta y Roberta! ¿No es el chupete de la nube Pascualina, eso que veo ahí tirado enmedio del valle?
– En efecto, es el chupete de Pascualina –contestó Berta
– Sí, es el chupete de Pascualina, en efecto –replicó Roberta
– Pero, ¿acaso yo no les pedí que obligaran al viento Gamberro a devolvérselo a su dueña? ¿Dejaron acaso que ese maldito viento se largara así tan tranquilo?
– ¡Logramos que Gamberro soltara el chupete! –exclamó Berta, orgullosa.
– ¡Gamberro soltó el chupete, lo logramos! –dijo Roberta, muy ufana.
– Bien, ¡gracias! –replicó el águila– pero, ¿quién va a llevarle este chupete a Pascualina? Yo no puedo, soy muy pequeña para cargar con él.
– Nosotras tampoco podemos –se lamentó Berta, la montaña.
– Tampoco podemos nosotras –lloró la montaña Roberta.
– Está bien –concluyó el águila– Ya sé que ustedes no pueden moverse. De modo que iré a buscar otra nube, la cual sí que podrá recoger este chupete. ¡Gracias, señoras montañas!
El águila voló alto, muy, pero que muy alto, hasta alcanzar las grandes nubes Lola y Lucio, los padres de Pascualina. Ellos no sabían nada de lo ocurrido.
En cuanto el águila se los hubo contado todo, se enfadaron muchísimo; sin embargo pronto se calmaron; y por último se alegraron al saber que el viento Gamberro había recibido su merecido. Sólo faltaba que alguien, ellos por ejemplo, recogiera el chupete.
Fue Lola, la gran nube, quien decidió llegarse hasta el valle entre las montañas Berta y Roberta.
El valle se llenó de una espesa niebla, tan grande que rebosaba las inmensas paredes de roca; en medio de ella, Lola recogió el chupete de su hija Pascualina. Luego, teniendo ya el valioso objeto, se alejó.
La nube Lola llegó junto a Lucio. Juntos, fueron a buscar a su hija, la pequeña Pascualina.
Poco después, en la casa de los niños dejaba de llover.
Patricia miró al cielo, y vio a la nube Pascualina, contenta ya con su chupete.
Al fin pudieron salir todos a jugar al patio, felices.
Pero ahora Pascualina los cuidaba, y de vez en cuando tapaba un poquitín los rayos del sol, cuando eran algo fuertes. Pero nada más que un poquito, sólo la sombra justa; y sin lluvia...

(Publicado en Draco y otras historias para niños)