08 noviembre 2009

BENTORÁN

Cuando fue bautizado, Bentorán recibió el nombre de Juan Fernández de la Cruz. Pero eso fue una imposición de los conquistadores.
Para sí mismo, él seguía siendo Bentorán.
Todo empezó con aquella batalla en la llanura. Bentorán estuvo allí y aún lo recuerda.
Los gritos de muerte, los truenos de los arcabuces, el relinchar de los caballos, los sonidos de metales, de golpes, de pedradas.
Los olores. A pólvora, a sudor, a esos animales, los caballos. A sangre. A muerte.
Vio caer a muchos de los suyos. Y vio morir a su mencey.
Muchos se rindieron, otros huyeron al monte.
Más tarde vio como los castellanos persiguieron y buscaron a los huidos, matando a la mayoría, esclavizando a los demás.
Quienes se rindieron y aceptaron el vasallaje fueron perdonados.
Bentorán lo aceptó. Fue bautizado con un nombre castellano, abandonó su tamarco y sus xercos para recibir unas calzas, una camisa y unos zapatos de dura piel que casi nunca se ponía.
Abandonó su lengua y sus costumbres. Entró en la casa de Don Eduardo y allí estaba obligado a hablar en castellano. Cuando pasaba delante de una cruz debía persignarse, y los domingos iba a misa con todos los demás sirvientes.
También abandonó su cueva, allá por el barranco donde dicen Tegueste. Con su mujer, Aminda (ahora María de Fernández) y sus dos hijas, Sainara (Lucía) y Araya (Gloria), ahora vivía en una pequeña choza junto a la mansión de Don Eduardo.
Era un sitio frío y desapacible. Bentorán no entendía cómo era posible que los extranjeros hubieran fundado su ciudad en un sitio tan malo. Junto a la laguna, con tanta humedad que los verodes crecían en los tejados, que llovía a cada rato y las calles se embarraban hasta hacerse intransitables. Todo el mundo se enfermaba por el frío, y eso incluía a los castellanos.
Además, las ropas que les obligaban a llevar no abrigaban nada. Por la insistencia de Doña Carmen, la esposa de Don Eduardo, les habían entregado unos capotes viejos, llenos de agujeros y remiendos, que algo tapaban, pero no lo suficiente. Nada como un buen tamarco de piel.
Para Bentorán lo peor eran las calzas. Le apretaban las cosas de la hombría, hasta que se dio cuenta de que no tenía porqué apretárselas. Dejando colgar las calzas un poco bajo la cintura (se las amarraba con una cuerda), sus cosas quedaban libres y él no sentía tanta molestia.
Pero era un fastidio no poder llevar sus cosas al aire, bajo el tamarco. Al menos las mujeres sí que podían, con esas faldas que se ponían. Aunque Aminda (mejor dicho, María pues tenía que recordarse siempre que debía usar los nuevos nombres) le dijo que algunas señoras usaban una especie de calzas debajo de las faldas; gracias al cielo (por decirlo al estilo de los cristianos) las criadas no estaban obligadas a ello, tan sólo las señoras finas.
Fue una suerte para Juan Fernández (o Bentorán) que pudiera continuar como ganadero. Don Eduardo tenía unos grandes espacios de terreno donde plantaba trigo, vides, manzanos, almendros y otras plantas castellanas; y la mayoría de los sirvientes debían trabajar en el campo. Era un trabajo duro, con las espaldas dobladas y manejando unas herramientas desconocidas: palas, azadones, hoces, y otras por el estilo.
Pero Don Eduardo tenía también un rebaño de cabras y necesitaba un pastor para conducirlas a los sitios de pasto, cuidarlas y traerlas de nuevo. Ese fue el trabajo asignado a Bentorán.
Contaba con la ayuda de los perros, uno de ellos incluso había sido suyo y se lo había traído al señor cuando supo que él quería que fuera pastor.
Juan llevaba el rebaño a la montaña cercana, allí donde pudiera ver el Echeyde. Y le rezaba a Achamán.
Lo hacía únicamente cuando estaba totalmente seguro de estar solo, pues era una creencia prohibida. Todos insistían en ello. Don Eduardo, Don Félix (el cura), Doña Carmen, Don Felipe el Alguacil, todos insistían en que los viejos cultos estaban prohibidos.
Él mismo había visto cómo castigaban a una mujer por hacer una ofrenda a los viejos dioses.
Por eso procuraba que le vieran siempre que se persignaba ante una cruz. E iba a misa y se ponía de rodillas mientras el cura Don Félix decía unas cosas en un lenguaje incomprensible que llamaban latín. Aunque también decía cosas en castellano, lo hacía cuando se subía al púlpito. Hablaba entonces de la debida obediencia, de los castigos en el infierno, de los pecados de la carne y de otras cosas.
Juan no entendía eso del pecado de la carne. Y desde luego que él difícilmente podría pecar pues quienes único comían carne eran Don Eduardo y los suyos. Ni siquiera cuando mataban un baifo podían probar su carne: toda iba a la mesa de los señores y ¡ay de quien robara un trozo!
Así que si alguien pecaba con la carne serían los señores, o eso pensaba Bentorán-Juan Fernández.

Cuando subía a la montaña con las cabras, Bentorán buscaba su pequeña cueva. No era muy grande, apenas un refugio donde cobijarse en caso de mal tiempo. Pero allí guardaba un tamarco de piel con el que se abrigaba, unas tabonas y un gánigo de barro con vertedero para la leche.
Con todo, lo mejor de la cueva era que desde ella se apreciaba el Echeyde. Bentorán había picado la roca hasta dejar unos canalillos y un pequeño depósito en el que hacer su ofrenda.
Sabía que era el guañame a quien le correspondía hacerlo, pero el viejo guañame había muerto (se negó a recibir el bautismo); y Bentorán había visto en más de una ocasión como hacía las ofrendas.
Nada más llegar ordeñaba a una cabra, preferiblemente una que estuviera amamantando a su baifa. Manteniendo la cría apartada de la madre, y mientras balaba de hambre el pobre animal, Bentorán vertía la leche por los canalillos hasta el depósito. Allí se filtraba por unas grietas.
Mientras hacía eso, Bentorán pensaba en una plegaria para Achamán. La pensaba en la lengua antigua, pero no se atrevía a decirla en voz alta.
En ella, pedía a su dios que aceptara el sacrificio, que sintiera el clamor del pobre animal hambriento, y de sus pobres fieles bajo el vasallaje del extranjero. Que protegiera a sus tres mujeres y a él también. Pero sobre todo a su esposa y sus dos hijas. Y finalmente pedía perdón por no tener el valor de decirlo todo en voz alta, gritando incluso. En vez de eso, se escondía con unas ropas que no eran suyas y aparentaba unas creencias distintas a la de sus padres.
A continuación, ponía a la cría con su madre para que mamara tranquila, y él cogía el zurrón con gofio y desayunaba. A veces robaba algo de leche para acompañar. Pero robar era la palabra exacta, pues Don Eduardo exigía que las cabras se ordeñaran sólo en el corral, para asegurarse de que toda la leche llegaba a sus manos. Siempre entregaba un poco a su esposa («para las niñas», decía) pero rebajada con bastante agua («es que sola es muy fuerte»). Casi toda la producción lechera debía ser dedicada a fabricar queso.
Bentorán tenía su lanza para subir y bajar por la montaña y casi siempre la usaba para explorar el terreno donde pastaban las cabras. Luego se echaba un rato a descansar, seguro de que los perros ladrarían ante cualquier suceso.
Si no ocurría nada, al atardecer bajaba con el ganado y lo guardaba en el corral.
Así transcurrían casi todos los días. Los sábados debía recoger un buen fardo de hierba fresca que cargaba en el burro. Éste era llevado a media tarde por Paquito, el hijo de Pepe López (otro guanche bautizado al servicio de Don Eduardo). Paquito le ayudaba a recoger la hierba y entre los dos cargaban el animal. Luego bajaban juntos.
Al día siguiente, domingo, las cabras comían la hierba recogida pues no se las sacaba. Había que ir a misa y descansar, según las instrucciones de Don Eduardo.
Tras echar la hierba en los comederos, Juan se lavaba un poco (no podía ir a misa oliendo a cabra) y se ponía los zapatos (incomodísimos). Controlaba un poco que sus hijas estuvieran decentes (es decir con ropa limpia y calzado) y se dirigía con ellas y su mujer a la iglesia, siempre detrás de Don Eduardo, con toda la servidumbre.
No se quedaba nadie en la casa, y Don Eduardo pasaba la llave de la puerta.
En la iglesia, Don Eduardo se sentaba en primera fila, y ellos se quedaban al fondo, de pie. Sólo se arrodillaban en los momentos precisos y finalmente salían todos en el mismo orden en que entraron, es decir primero Don Eduardo y su familia y detrás todos los sirvientes.
El resto del día lo pasaban en la casa trabajando como nunca, pues los únicos que descansaban eran los dueños. Había que cocinar, limpiar, recoger, y hacer otras labores que no podían esperar.
Bentorán-Juan, en particular, tenía que limpiar el establo pues los otros días no podía hacerlo.

Casi nunca había nada interesante que comentar. Incluso los servidores que atendían directamente a los señores (como su propia esposa, Aminda-María), apenas averiguaban algo digno de comentar. Algún alzado que era encontrado y castigado, alguna pestilencia en otros lugares, de vez en cuando algún comentario sobre infidelidades conyugales, cuestiones familiares sin importancia y cosas por el estilo.
Sólo una vez María oyó algo interesante para comentarlo con su esposo. Había un barco que estaba reclutando gente para irse a las Américas.
Bentorán sabía lo que era un barco, aunque nunca había visto uno. Era un objeto grande, como una casa, que iba sobre el mar y que usaban los castellanos para viajar.
Las Américas eran un lugar muy lejano, al que se podía ir en barco pero que estaba lejos, mucho más lejos que la Península. Se decía que quien iba allí no volvía, ya que el viaje era tan difícil que no valía la pena regresar.
En América había tierras vacías, aunque no estaban realmente vacías pues había unas gentes que llamaban indios. A veces había que luchar contra ellos, y otras veces no.
Eso es lo que pudo averiguar María, y su esposo Juan lo completó con lo que había averiguado aquí y allá.
Lo más interesante parecía ser que a quien viajaba hacia allá se le perdonaban las culpas. Por eso muchos ladrones aceptaban irse a cambio de conservar la vida. Incluso algún alzado aceptó el destierro.
Pero Bentorán no se imaginaba a sí mismo abandonando su tierra para ir a un lugar desconocido. Mucho menos si eso significaba dejar a su familia. Aunque por lo visto muchos viajaban con su mujer e hijos…

Cierto día le llamó la atención no encontrar el gánigo donde solía dejarlo. Era un lunes, pero estaba casi seguro de que el último día que lo había cogido, el sábado anterior, no lo había puesto allí.
No le dio mayor importancia, y se dedicó a vigilar el ganado como siempre.
Al mediodía se echó a dormir un rato. Era un día de verano bastante caluroso. En los viejos tiempos, Bentorán habría estado en los campos comunales de Las Cañadas, allá arriba cerca del Echeyde; siempre temiendo que Guayota asomara su fea cabeza entre el fuego, y siempre pidiéndole a Achamán que lo evitara.
Tuvo un sueño extraño. En él podía ver el Echeyde libre de nubes y mucho más cercano. Parecía no tener la misma forma. ¡Si, le falta la punta!
Un monstruo rojo con cuernos salió de su cima entre llamaradas; se parecía muchísimo a la descripción que hacían los curas del demonio, pero éste era Guayota, no el Lucifer de los cristianos.
De repente aparecía Achamán y le prpponaba un fuerte golpe con el banot. Guayota escondía su cabeza dentro del Echeyde, y Achamán ponía una tapa sobre el vocán, que ahora sí tenía la forma que Bentorán conocía.
Achamán se quedó al lado, vigilante. Parecía un mencey, vestido con su tamarco, su gorro y su banot, pero mucho más grande que un hombre normal. Tan grande que tenía la misma altura que el Echeyde.
De pronto pareció fijarse en Bentorán y le habló con voz de trueno:
—Debes esconderte, Bentorán. Los extranjeros saben que tú me haces ofrendas y vienen a prenderte.
—Pero, ¿qué será de mi mujer y mis niñas?
—Aminda, Sainara y Araya estarán bien, en la casa del extranjero. Yo cuidaré de ellas, aunque ellas no lo sepan. Tú debes huir.
—¿Y el ganado? ¿Y los perros?
—¡Olvídate del ganado! Que se lo lleven quienes vienen en tu busca, pues son del mismo señor.
Bentorán se despertó. Aferrando su lanza, se asomó a la cima de la montaña.
Por la ladera subían varios hombres, algunos de ellos armados. Parecían soldados, con sus corazas, sus picas y sus arcabuces.
No esperó más. Saltando con la lanza, se lanzó barranco abajo todo lo deprisa que pudo, por la otra ladera.
Oyó una voz que gritaba: —¡Juan Fernández! ¡Estás bajo arresto! ¡No opongas resistencia, o serás hombre muerto!
Pero él ya estaba saltando entre las tabaibas y los dragos. No lo vieron.
Pasó la noche escondido en el barranco. Antes pudo oír a los hombres que lo buscaban, pero al hacerse de noche dejaron de hacerlo.
Bentorán conocía bien el camino así que huyó por la noche. Caminó hacia los montes cercanos, en las tierras de Anaga.
Ahora él se había convertido en un alzado.

Durante muchos días, Bentorán vivió en el monte. Con unas tabonas que fabricó y unas pieles que robó se hizo un tamarco. Encontró una cueva y en ella se hizo su hogar.
Comía lo que encontraba en el monte o lo que conseguía robar. Cierta vez consiguió hacerse con un baifo y pudo comer carne por unos días. Con el trigo o la cebada que pudo recoger de noche se hizo gofio.
Siempre trataba de encender fuego el menor número de veces posible.
Hizo amistad con otros alzados que, como él, se escondían en las selvas de Taganana. Juntos, bajaban hasta la costa para marisquear mientras uno de ellos vigilaba.
Nunca supo de cómo les iba a su mujer y sus hijas, pues no tenía forma de mantener el contacto.
Sí supo, en cambio, cómo fue descubierto. Fue Paquito, el joven que subía los sábados con el burro, quien subió un domingo a su cueva y descubrió el gánigo, las tabonas y los canalillos en la roca. Se lo contó a Don Eduardo y lo demás era ya sabido.
Lo comprendió unos días más tarde, cuando consiguió acercarse a la montaña donde antes llevaba el ganado. Y allí estaba Paquito, en su cueva, vigilando el ganado.
Le dieron ganas de darle una pedrada, pero eso habría sido complicarse más la vida. Y tal vez poner en peligro a sus tres mujeres.
Así que se fue tal como vino, subrepticiamente.

Se fue el verano y vino el invierno. El agua corrió por el barranco, haciéndolo intransitable. Bentorán ya se lo había imaginado cuando descubrió la cueva, pero eso podría suponer una ventaja en su situación.
Estaba aislado, pero de la misma forma no podrían encontrarlo.
Una noche volvió a soñar con Achamán. Estaba de nuevo junto al Echeyde, vigilante, su barba blanca al lado de la nieve de la montaña.
—Bentorán —le dijo con su voz de trueno—, has sido muy valiente pero ahora deberás serlo más.
—¿Qué he de hacer, mi señor?
—Debes entregarte. Hay un barco que está reclutando colonos para ir más allá del mar. Podrás irte tú con tu esposa y tus hijas. Es lo más seguro para todos.
—Así lo haré.
Bentorán ni siquiera se planteó la posibilidad de que no fuera así. Confiaba en su Dios más que en el Cristo de los cristianos.
Bajó del monte, corriendo serios peligros al pasar por los barrancos repletos de agua que corría hacia el mar.
Llegó a la ciudad de Aguere y buscó a un alguacil.
—Me llamo Juan Fernández de la Cruz y he huido de la casa de Don Eduardo Jiménez del Castillo.
El alguacil lo miró asombrado.
—Acompáñeme al Cabildo —fue su contestación.
En el Cabildo tomaron nota de que en efecto estaba bajo búsqueda judicial y orden de arresto, y que se entregaba voluntariamente. Había una recompensa (veinte reales), que recibió el alguacil encantado.
Dos arcabuceros le pusieron grilletes y lo llevaron a la casa de Don Eduardo.
Una vez frente a su dueño y señor, Juan Fernández (Bentorán) dijo:
—Mi señor, lamento haber huido y reconozco mi castigo. Sólo os pido clemencia porque he sabido que hay un barco que busca colonos. Desearía que vuestra merced me permitiera embarcar junto con mi esposa y mis hijas.
Don Eduardo quedó sorprendido. Sí, él sabía que había un velero apostado en el puerto de Garachico reclutando colonos, pero no sabía cómo tal noticia podía haber llegado a un alzado que se había escondido en la selva.
—Por perjuro te mereces latigazos. Los has de recibir, pero luego acepto que te vayas para siempre, con tus tres mujeres. Ellas me han servido bien hasta ahora, y eso obra en tu beneficio. Eso sí, no esperes más regalo de mi parte que tu vida y la de los tuyos, junto con el pasaje, pues sé bien que vosotros no tenéis con qué comprarlo.
—¡Agradezco la merced que me hacéis, mi señor!
Uno de los arcabuceros fue el encargado de administrar los latigazos. Con la ayuda de sus compañeros, le desnudaron del tamarco de piel que llevaba y le dio los veinte latigazos que había ordenado Don Eduardo.
Lo dejaron dolorido y con la espalda ensangrentada.
Apareció María (Aminda), su fiel esposa. Con un trapo humedecido en agua le limpió las heridas, luego le aplicó aceite y le puso una camisa limpia, que parecía haber sido de Don Eduardo.
—He sabido que quieres que embarquemos las tres.
—Sí. Hasta ahora has tenido suerte y no te han molestado. Pero las niñas van creciendo y sin un hombre que las cuide corren peligro. Hasta ahora Achamán ha cuidado de ustedes, pero no sé hasta cuando podrá hacerlo.
—¡Calla! No lo nombres en esta casa.
—Sí, es cierto. Debemos olvidar todas nuestras creencias.
Al día siguiente, Don Eduardo les entregó una bolsa bastante voluminosa.
—Tengo entendido que el galeón Santa Teresa de Castilla está reclutando gente para Nueva España. Vosotros cuatro estáis admitidos y esta cédula así lo indica —entregó a Juan un pergamino—. He dispuesto que un burro lleve a las niñas y esta bolsa de equipaje hasta Garachico. Es un viaje largo, y tardaréis tres días en llegar. Con la cédula hay una orden de que os procuren alojamiento digno en las posadas.
Juan Fernández abrió la bolsa.
—Deja eso ahora, Juan. Hay algunos trapos viejos que Carmen ha insistido en regalarles a vosotros. Más por María y las niñas que por tus méritos, Juan. Aunque reconozco que mientras estuviste al cuidado de las cabras nunca tuve motivo de queja.
El burro era el mismo que Juan ya conociera.
—Mi señor, ¿cómo le devuelvo el burro?
—No me lo devuelvas. Con él estoy pagando vuestro pasaje. Que lo embarquen en el barco y hagan lo que quieran con él. Hasta Garachico es tuyo, luego deberás entregarlo a la gente del galeón.
—¡Gracias, Don Eduardo!
—¡Que vayáis con Dios, y nunca lo olvidéis allá en tierras de Indias!

Las dos niñas subieron en el burro, con la bolsa entre ambas. Juan y María (Bentorán y Aminda) se pusieron en marcha caminando hacia el lejano puerto.
Era un largo recorrido, pero más largo sería aún después.
Embarcarían rumbo al oeste, a tierras lejanas.
Y nunca más verían el Echeyde.
Pero allí, Bentorán sería Juan Fernández, un colono español trabajador y piadoso. Igual que su esposa y sus dos hijas.
Nadie sabría de su pasado pagano.
Sería un Nuevo Mundo, sin ninguna duda.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Excelente como relato y magnífica historia si un día te decides a desarrollarla ;-) Felicidades!
Ana

Baldo Mero dijo...

Gracias. Pensaba buscar información sobre las primeras colonias americanas para narrar algo de las vivencias de Juan Fernández (ya no Bentorán) en tierras de Indias, pero tu comentario me ha servido de estímulo para desarrollar un poco más esta historia. Podría ser como Exilio, la primera novela que publiqué...

Anónimo dijo...

El 3 de mayo de 1518 una armada española avistaba la isla de Cozumel, en la península de Yucatán. A bordo de una de sus naves viajaba Hernán Cortés en su primer viaje al continente, que más tarde le llevaría hasta la gran Tenochtitlán...
No sé, es una isla, un canario, la cultura maya...
Quizá te interese la colección "Crónicas de América" de la editorial Dastin
http://www.dastin.es/php/coleccion.php?id=20
Yo he aprendido bastante! ;-)

Heber Rizzo dijo...

Bien. Muy bien.
O, mejor dicho: me gustó.

Baldo Mero dijo...

Y el relato se transformó en libro...