10 noviembre 2010

FERNANDO O TAHINOAYA (Capítulo 1)

Cuando nació Fernando, sus padres se quedaron muy contentos por tener un varón en la familia. Ainoa y Carlos sólo habían sido autorizados a tener un hijo y Carlos quería un varón a toda costa. Ainoa era indiferente y por eso insistió en dejar que la Naturaleza siguiera su curso, en vez de hacer una selección previa. También influyó que las autoridades terrestres no permitían la selección de género sin una razón clara y en este caso no la había.
El pequeño poblado de San Carlos se mantenía con doscientos habitantes en la orilla del Amazonas gracias a un control muy estricto de la población. Quien no lo aceptaba podía irse a vivir al Cinturón Ecuatorial (donde habitaba la mayor parte de la gente) o, mejor aún, podía embarcarse en una nave colonial rumbo a otro planeta. En la mayoría de los planetas no había esos controles tan radicales de la población.
Pero Ainoa y Carlos querían mantener el viejo estilo de vida, pescando en sus curiaras lo que daba el río, cultivando yuca y tapioca y viviendo en chozas de hoja de palma. De hecho se habían negado a tener comunicadores o cualquier otro dispositivo electrónico. Tampoco un sintetizador de alimentos. ¡Lo más sofisticado que tenían era una linterna!
El pequeño Fernando nació casi sin ayuda. Ainoa había insistido en parir al viejo estilo, en la choza y con la ayuda de una partera (que se desplazó en un volador con todo el equipo de emergencia, por si fuera necesario). La placenta y el cordón umbilical fueron ofrecidos a los espíritus benevolentes. Aunque luego sería bautizado por el rito cristiano, tanto Ainoa como Carlos eran sincretistas y practicaban los viejos ritos indios a la vez que los cristianos… por mucho que los sacerdotes insistieran en que sólo había un Dios.
En cuanto tuvo edad suficiente para ello, Carlos se ocupó de preparar al pequeño Fernando como si fuera un guerrero. Le enseñó a manejar la cerbatana y un pequeño arco con flechas sin punta.
Pero Fernando no mostraba interés en la cacería. No le gustaba matar y cuando logró su primera presa se echó a llorar de pena viendo aquella ave sin vida.
Con cuatro años, ya estaba claro que Fernando no era un niño “normal”. Prefería jugar con muñecas a correr detrás de los perros como los demás niños. Rechazaba participar en las partidas de caza, y en cambio recorría los senderos buscando bayas o yerbas para comer como hacían las niñas. Jugaba a las cocinas y preparaba tortas de casabe o yuca asada, pero era incapaz de destripar un pájaro pues no suportaba la sangre.
Inevitablemente, casi todos sus amigos eran del género femenino.
Con todo, lo más grave fue el día en que se puso un almohadón amarrado al vientre y dijo que estaba embarazado. Para su padre fue todo un golpe.
Carlos llamó al brujo Emerando. Éste realizó unos sahumerios y preparó un cocimiento con yerbas que obligó a tomar al niño. Según Emerando, los malos espíritus se habían adueñado del niño y confundían a los buenos; con sus medicinas deberían irse, siempre y cuando los buenos tuvieran fuerzas para echarles.
Fernando tuvo calenturas y vómitos. Durante tres días apenas comió nada, con unas diarreas espantosas.
Al final Fernando se quedó casi en los huesos, pero recuperó el apetito. Sus padres esperaron ansiosos para ver qué juegos elegía.
El niño buscó la muñeca que sus padres siempre escondían y se puso a vestirla, cambiándole los pañales y lavándola.
Ainoa se echó a llorar. Carlos se tragó la rabia y optó por salir a cazar. Tal vez disparando su cerbatana contra alguna presa podría superar el mal trago.

Pasaron los años y Fernando se definió como un chico «raro». Le gustaba vestirse con ropas de mujer y le interesaban los temas típicamente femeninos. Nunca puso interés en jugar a la pelota y sí en cambio quería conocer todos los detalles contados por las mujeres del poblado; le encantaban los chismorreos y no se perdía una oportunidad para demostrar sus conocimientos del tema.
Sólo había un aspecto de su comportamiento que agradaba a su padre. Y es que Fernando siempre salía con chicas. Tal vez finalmente se enamorara y saldría a la luz el hombre que, esperaba, estuviera dentro. En otras palabras, los espíritus masculinos terminarían por tomar el control de su alma.
Pero Fernando casi siempre veía a sus amigas como compañeras, no como posibles amantes. Con ella no buscaba argumentos para llevarlas a la cama (lo que hacían otros chicos), sino que hablaba de temas como vestidos, moda, cosméticos, cocina… Ni siquiera intentaba toqueteos. Sus amigas lo trataban como si fuera otra chica.
Con el tiempo, Fernando logró convencer a sus padres para llevarlo ante un especialista moderno. Incluso el hecho de «llevarlo» comportó una complicada negociación, ya que los mejores especialistas estaban en el Cinturón y sus padres no querían ni oír sobre un viaje hasta allá arriba. Finalmente acordaron alquilar un volador en el que viajaron los tres hasta Lima, donde les aguardaba una especialista en el tema. Lima era la ciudad más cercana a San Carlos y era fácilmente accesible desde la Torre Quito. Suponía una solución de compromiso para no tener que ir al Cinturón.
La especialista, llamada Hilda, era una mujer de rasgos bistulardianos. Carlos se preguntó qué hacía alguien como ella tan lejos de su planeta, pero prudentemente no dijo nada. Fernando, por su parte, observó que la mujer era muy alta, tanto como él, lo que le dio más tranquilidad ante el futuro que le esperaba.
Hilda realizó un amplio interrogatorio a los tres, tanto juntos como de forma individual y luego se quedó a solas con Fernando para completar el interrogatorio con una exploración corporal. Usó todos los medios técnicos disponibles en aquella clínica.
El diagnóstico final fue muy claro: Fernando no se sentía hombre; aunque físicamente lo era, mentalmente era una mujer. El tratamiento propuesto sería muy drástico, tanto que primero debían asegurarse; no era cosa de precipitarse y realizar una intervención irreversible sin tener una total seguridad de que era necesaria.
Por ello, Fernando se quedó en el centro una semana para un estudio psicológico muy detallado. Carlos y Ainoa volvieron al poblado, más bien tristes. Habían perdido un hijo y a cambio recibirían una hija no deseada.
Los dos padres debieron volver para firmar los documentos de la intervención. El tratamiento estaba más que justificado, según Hilda, pero la autoridad imperial terrestre exigía que en estos casos la firma de los padres fuera con presencia física.
Tras el trámite, Carlos y Ainoa volvieron una vez más a San Carlos. Por su parte, Fernando fue trasladado al Cinturón Ecuatorial.
Pese a lo compleja y larga que podía resultar, la operación en sí tenía mucho de rutinaria. No era frecuente pero tampoco rara y se venía practicando desde hacía siglos con pocos cambios.
Para empezar le sometieron a un tratamiento hormonal con estrógenos, antes de pasar a la cirugía.
Llegado el momento del bisturí, le implantaron sendas prótesis mamarias, le reconstruyeron los genitales, le modificaron la voz con una intervención en la laringe, también le modificaron la pelvis (lo más complejo), ampliando ligeramente las caderas. Igualmente le colocaron un útero sintético, de tal forma que podría dar a luz aunque no concebir. Y le colocaron nanoimplantes neuronales en el cerebro para potenciar aquellas áreas típicamente femeninas, como el área de Broca que controla el lenguaje.
De esa forma, Fernando se convirtió en Tahinoaya, el nombre de origen indio que adoptó para su cuerpo femenino. Los aspectos legales fueron solucionados rápidamente.
La nueva chica bajó hasta su pueblo para que sus vecinos la conocieran. No encontró aceptación por parte de sus padres, lo que por supuesto no la sorprendió. Pero tampoco lo tuvo entre los demás. Se encontraba incómoda entre aquella gente que la miraba de reojo todo el tiempo.
Tahinoaya decidió volver al Cinturón.
(continuará...)

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