En su larga experiencia como guía turística, Yanira había tenido tratos con toda clase de gente. Alemanes, ingleses, suecos, chinos, japoneses, americanos, africanos… hombres y mujeres de todo el mundo; o al menos así le parecía.
Con todo, los más raros sin ninguna duda eran los alfanos. Pues no en vano eran extraterrestres.
Cuando llegó la primera nave espacial alienígena todo el mundo se sorprendió. Y mayor fue la sorpresa al saber que eran vecinos en la galaxia, pues procedían de Alfa del Centauro, el grupo estelar más cercano al Sol.
Con el tiempo, la presencia de los alfanos dejó de ser una novedad. Empezaron a visitar todo el planeta. Se hicieron turistas.
El autobús (o la guagua según decía Yanira) estaba ya listo para salir. Ella subió la última, tras asegurarse de que todos los pasajeros estaban a bordo. Dos alfanos habían sido los últimos, como era lo habitual (siempre se demoraban en las tiendas comprando los recuerdos más peregrinos y absurdos).
Antes de sentarse echó una rápida ojeada al pasaje. No eran muchos, así que había podido memorizarlo por completo.
Al fondo estaba la pareja de pensionistas alemanes, delante de ellos estaban los cinco italianos, hablando de forma escandalosa, al lado estaban tres peninsulares, allí estaba el japonés (iba solo, cosa muy rara), la señora rusa en el otro asiento. Y en los espacios habilitados para ellos, con su toma de aire específica, los siete alfanos. Éstos habían llegado por la mañana en una nave espacial que descendió en el Reina Sofía, ahora reconvertido de aeropuerto internacional en espaciopuerto.
Yanira se sentó, se puso el cinturón y tomó el micro para hablar.
Afortunadamente, los traductores que llevaban todos (menos los peninsulares, pues no los necesitaban), le facilitaban la labor al no tener que hablar en varios idiomas.
—Buenos días, señoras, señores y seres de Alfa— para los alfanos cualquier referencia a su sexo era un insulto, preferían los términos neutros—. Me llamo Yanira Bencomo y les doy la bienvenida a esta guagua de Atlantis Tour. Para quienes lo ignoren, aquí en Canarias llamamos guaguas a los autobuses, y a mí me gusta decirlo así.
Tras el toque localista, prosiguió.
—Esta excursión por el Parque Nacional del Teide durará dos horas y en ella veremos unos paisajes realmente fantásticos. Hace años yo habría dicho que eran paisajes extraterrestres, pero creo que tampoco nuestros amigos alfanos han visto algo similar.
Una pausa para oír las extrañas voces de los alienígenas, y la traducción que oyeron todos en sus aparatos:
—Es cierto, en ninguno de nuestros mundos hay algo comparable. Pero preferimos que el ser guía siga con su presentación.
—Gracias, seres de Alfa —Yanira observó que los visitantes de la Península, al no tener puestos los traductores, se habían perdido la frase de los ET’s, pero no era problema suyo—. Bien, hemos partido del Centro de Visitantes del Portillo, llamado así porque es como la puerta de entrada a la caldera de Las Cañadas del Teide. Ahora mismo estamos subiendo por la carretera y allá a nuestra izquierda ya pueden apreciar la pared que delimita la caldera. Según los estudios geológicos, este cráter es lo que queda de un antiguo volcán que tal vez superó los cinco mil metros y que se vino abajo en un enorme derrumbe hace doscientos mil años…
Minutos más tarde, Yanira decía:
—Y ahora ya pueden apreciar bien el pico del Teide. Sabrán que durante siglos en Europa se creyó que era la montaña más alta del mundo, pues ciertamente se puede apreciar desde el mar a gran distancia. Ahora nos vamos a detener unos quince minutos, que podrán aprovechar para comprar algunos recuerdos o para captar imágenes.
Los turistas salieron en manada. Algunos fueron directamente a comprar postales, otros cogieron sus aparatos para sacar fotografías o vídeos de la enorme montaña nevada.
Los alfanos usaban unos sistemas peculiares que se conectaban a lo que debía de ser el cerebro y captaban lo que veían sus ojos. Eran aparatos que no funcionaban con los seres humanos, pues estaban pensados para la fisiología de los alienígenas.
—¡Vámonos todos! —gritó Yanira y los viajeros, obedientes, subieron al vehículo. Los últimos fueron los alfanos.
O eso le pareció. Porque cuando hizo el recuento observó que había un asiento libre. ¿Dónde estaba el japonés?
Llegó corriendo. Debía de haber ido al servicio.
—¡Mis disculpas, señorita!
—Ya le íbamos a dejar, Hotoruki-san —dijo la guía, sonriente.
Un minuto más tarde, el vehículo se ponía nuevamente en marcha.
—Ahora mismo estamos cruzando un campo de lava. Observen las formas caprichosas que adoptan las rocas. Esto es lo que llamamos un malpaís, y es un término muy descriptivo. En Hawaii a este tipo de lavas le llaman “aa”, que en lenguaje local quiere decir lo mismo que malpaís, o sea terreno intransitable.
»En los tiempos anteriores a la conquista, los aborígenes, es decir los guanches, subían a estos lugares en el verano. Se preguntarán ustedes qué venían a buscar en este lugar tan árido. Pues bien, buscaban comida para el ganado. Ahora parece un desierto, pero estamos en invierno y sólo se ven rocas y nieve. Pero cuando haga más calor, este desierto florecerá. Me encantaría que pudieran volver para verlo, y si no, siempre pueden contar con las imágenes ya grabadas que se venden como recuerdo…
Durante media hora, el autobús siguió por la carretera zigzagueante, bordeando barrancos y paredes de roca, con la nieve siempre presente.
De hecho, apenas una semana antes la carretera había estado cortada tras una fuerte nevada.
Los visitantes, tanto del planeta como del espacio, miraban con estupefacción el extraño paisaje. No en vano habían llegado allí desde lugares muy diversos, atraídos por la fama del lugar.
Incluso desde otras estrellas, pensaba Yanira repleta de orgullo patrio.
Nuevamente, se detuvieron junto a la estación del elevador de montaña. Años antes, allí lo que había era un teleférico, con su estructura de cables y torres metálicas que afeaban el paisaje. Pero gracias a la tecnología introducida por los alfanos, lo único que hacía falta era un terminal de partida de los vehículos agrav que subían y bajaban por carriles invisibles. La montaña había ganado mucho con el cambio.
La misma tecnología era la que permitía que la guagua pudiera circular sobre una carretera llena de nieve, pues gracias al agrav realmente no tocaba el suelo.
No estaba previsto que ninguno de los ocupantes de la guagua subiera en el elevador, y si alguno decidía hacerlo perdería el resto de la excursión. Pero Yanira informó de lo que había por si alguno optaba por hacer el recorrido en otro momento.
—Desde aquí parte el elevador a la cima del Teide. No llega realmente a la cima, sino a doscientos metros por debajo. De hecho no está permitido el acceso a la cima del Teide sin un permiso especial. Pero no importa, pues desde la estación de llegada se divisa un panorama espectacular. Si alguno de ustedes desea hacer el recorrido, ha de tener en cuenta que la llegada está a 3.555 metros de altura, y que se suben 1.200 metros en sólo diez minutos. Por lo tanto, han de asegurarse de que no padecen problemas relacionados con la altura…
Además de la estación terminal, allí habían los típicos lugares para turistas: cafetería, tienda de recuerdos, miradores con vistas que quitaban el hipo…
Todos los visitantes bajaron, aunque el japonés se retrasó un poco. Yanira no le dio importancia: tal vez estaba buscando un abrigo, pues hacía un frío tremendo. Se preveía que por la noche nevaría otra vez.
Más de un excursionista se interesó por las tarifas y los horarios de los viajes del elevador. Y los alfanos pidieron el favor de dejarles subir, a lo que Yanira se negó. Si querían, podían contratar otra excursión que les llevara directamente del hotel a la base del Teide. Pero esta vez no podían retrasarse.
Como siempre, los alfanos fueron los últimos en subir. Iban cargados de imágenes, la mayoría de ellas postales, y de los artículos más extraños. Por ejemplo, Yurena observó que uno de ellos llevaba varias cajas de jabones variados; si ellos no usaban el jabón para lavarse, ¿para qué lo querían? ¡Lo mismo pensaban comérselo!
No resultaba tan raro como parecía, los alfanos comían cosas increíbles. Una vez uno de ellos probó un plátano… y encontró exquisita su cáscara; el relleno, en cambio, ¡le pareció demasiado azucarado!
El vehículo se puso en marcha de inmediato. Yanira volvió a su discurso, el estándar número 2.
—Vamos a iniciar el descenso. Muy pronto pasaremos junto al borde de la erupción de 2057, cuya colada de lava atravesó la carretera antigua; ahora seguiremos una ruta aplanada sólo transitable gracias al agrav y…
Se detuvo. Cuatro alfanos parecían tener problemas. Si fueran humanos, diría que se estaban asfixiando.
Notó un fuerte olor a amoniaco y comprendió lo que sucedía.
—¡Detén el vehículo! —dijo, dirigiéndose al conductor.
No esperó a que la guagua se parara. Corrió por el pasillo hasta llegar al espacio habilitado para los alfanos. Los cuatro se estaban quedando rojos, ante las miradas atónitas de los otros tres, que no podían hacer nada.
El olor amoniacal era allí insoportable. Las cuatro tomas de aire preparadas para los extraterrestres estaban rotas, vertiendo sus gases al exterior.
Los alfanos necesitaban respirar un 5% de amoniaco en el aire que respiraban, pues de lo contrario sufrían una especie de asfixia. Era lo que estaba sucediendo a aquellos cuatro.
El conductor llegó con dos mascarillas de oxígeno. Entregó una a Yanira y la otra se la puso él, mientras cogía un rollo de cinta aislante para sellar las tuberías.
La guía estuvo de acuerdo. Julián, el conductor, tenía más rollos, así que ella cogió otro y se dedicó a cubrir la rotura de otra manguera.
Dos alemanes, que se habían acercado a curiosear, decidieron hacer lo mismo. Aguantando el olor casi insoportable, se dedicaron a desenrollar cinta en torno a las otras dos tuberías rotas.
Muy pronto Julián terminó con la suya y relevó a uno de los mayores alemanes. Sin máscara estaba teniendo problemas.
Yanira completó la suya y prosiguió con la que mantenía, a duras penas, el otro alemán.
Finalmente, las cuatro mangueras de aire estaban arregladas. Los alfanos se estaban recuperando; al menos no tenían aquel color rosado de antes.
Se produjo una conmoción entre los asientos traseros. Yanira pensó para sí «¡qué diablos pasa ahora!» mientras se dirigía hacia allí. Había decidido que ya podía dejar solos a los alfanos.
Un grupo de pasajeros forcejeaba sobre otro.
Cuando Yanira estuvo más cerca, vio que habían atacado al japonés. Y comprendió de inmediato el motivo.
—¡Suéltenlo ya, señores!
Algunos obedecieron, pero dos de los hombres más fuertes (el alemán y uno de los italianos) insistían en sujetarlo. Para ser tan mayor, el alemán era sin duda muy fuerte.
—¿Qué sucede? —preguntó la guía.
—Este impresentable cortó las mangueras de los alfanos —dijo el italiano.
—Yo lo ví desde afuera —añadió una de las señoras peninsulares.
—Y yo lo sospechaba —añadió Yanira—. Pero dejemos que él hable.
—¡Sí, fui yo! —reconoció el japonés—. ¡Quiero que todos los extraños abandonen nuestro planeta y nos dejen solos!
Yanira sintió lástima por aquel hombre. Representaba una facción, pequeña pero muy tumultuosa, que se oponía a toda clase de contactos con los extraterrestres. Recibían diversos nombres, aunque el de Pureza Terrestre era el más habitual. La mayoría eran pacíficos pero algunos habían sido los responsables de actos terroristas.
Ella no sabía si lo sucedido se encuadraba en el apartado de terrorismo, o simple gamberrismo. Fue un intento de asesinato, eso sí.
Julián sujetó las manos del japonés con la cinta aislante y habló con Yanira.
—Ya está avisada la policía. Debemos ir al Parador y pasar la noche, pues nos tomarán declaración a todos.
—Conforme. Se lo diré a todos.
Gracias a los traductores, toda la conversación anterior fue entendida por todo el mundo sin problemas… salvo los peninsulares que no los llevaron. Yanira pensó que los traductores eran otra de las tecnologías maravillosas conseguidas gracias al contacto con los alfanos. Pero siempre habría quien se opusiera a ellas.
La excursión quedaba cancelada. Se dirigieron al Parador, donde la policía se hizo cargo del delincuente y tomó declaración a todos los pasajeros, incluidos los alfanos, el conductor y Yanira.
Para entonces ya estaba atardeciendo. Aunque el cielo estaba más oscuro porque gruesas nubes amenazaban con nieve.
El lugar estaba preparado. Si bien nadie tenía hechas las reservas, había habitaciones para todos. Incluidos los alfanos.
Tras la cena, Yanira trabó conversación con una de las camareras que ya conocía. Le había prometido contarle jugosos detalles de lo que sucedía en las tres habitaciones que habían unido con mamparas y acondicionado para los alfanos.
—Creo que tengo una idea de cómo se lo montan los extraterrestres —le había dicho—. Mañana te lo cuento.
Se suponía que tales cosas eran secretos, pero ella sabía bien que Yanira no diría nada a nadie.
Afuera, la nieve caía sobre el Parador. Los copos podían verse desde la ventana.
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