-3-
Navegaron un día con rumbo sur hasta divisar la costa africana, entonces viraron hacia poniente, de forma que iban costeando, manteniendo la costa a estribor.
El viento era ahora favorable, pues soplaba del noroeste, con cierta tendencia a virar al noreste.
Fernando demostró cabal conocimiento de aquellas tierras, explicando a todo quien le quisiera oír los nombres de los pueblos y las costumbres de sus pobladores. Todo ello aderezado por una febril imaginación, pues hablaba de gigantes del Atlas, minotauros, unicornios y diversos monstruos marinos (según él, más allá del horizonte, justo donde terminaba el Océano). También narraba antiguos sucesos mitológicos, como la apertura del estrecho por parte de Heracles, o las míticas manzanas doradas de las Hespérides, hacia donde se dirigían. Muy prudentemente, procuró no mencionar las leyendas acerca de las Islas del Infierno, pues no quería que la tripulación se amotinara.
Conforme avanzaba la singladura, algunos de los hombres comenzaron a sentirse preocupados. El capitán no les había explicado gran cosa de su destino, sólo que era tierra poco explorada y tal vez peligrosa. Pero la forma en que lo había dicho había sido más para seducirles con el afán de peligro y ganancias que para asustarles.
Ya llevaban cuatro días de viaje desde que abandonaron el puerto de Cádiz. Y ahora que veían como el barco avanzaba hacia el sur, siempre dejando la costa a estribor, se preguntaban cuanto duraría el viaje.
Pere Bonet también se preocupaba. El viaje duraba algo más de lo que le habían dicho y lo cierto es que ni siquiera Fernando de Lebrija fue capaz de darle una cifra más o menos exacta. Había mencionado entre cuatro y seis días, tal vez siete.
Si se prolongaba más de siete días, tendrían que hacer aguada al regreso en algún puerto de África. No es que temiera tratar con musulmanes, sobre todo si no estaban los monjes (sería en el viaje de retorno), pero no le apetecía gastar sus ya menguados dineros. Y menos tratando con mercaderes desconocidos, a quienes no sabría como tratar para lograr un buen precio.
Además, aquellas costas parecían desérticas. Dudaba mucho que le fuera fácil conseguir agua en algún puerto cercano.
Finalmente, un día despejado Fernando saltó de alegría. Era ya el sexto de singladura.
Los días anteriores las nubes habían ocultado el horizonte de poniente. Pero ahora se apreciaba bastante claro y nítido un pequeño cono oscuro.
—¡No tiene nieve, a fin de cuentas estamos en pleno mes de julio! —exclamó—. ¡Pero no me cabe ninguna duda! Es el pico mayor de la isla llamada Achinec. Lo llaman Eteyde o algo por el estilo.
—¿Quiénes lo llaman así? ¿Y qué es? —preguntó Antón, que casualmente estaba cerca.
—Los nativos de la isla Achinec, los guanches. Y ese pico señala nuestro destino. Capitán Bonet, le ruego vire hacia poniente para acercarnos a esa montaña. Si como usted me ha pedido hemos de dirigirnos hacia la isla Gomera, habéis de saber que está al sur y poniente de la isla Achinec, donde se halla esa enorme montaña, que dicen es la más alta del mundo.
Pere Bonet dio las órdenes oportunas al piloto. El viento soplaba desde el nordeste, y seguía siendo favorable.
Hacia el sur pudieron distinguir una costa desconocida.
—Es una de las islas, capitán —informó Fernando—. Debemos navegar por el lado norte, pero con cuidado pues hay algunos bajos.
—¡Mierda! ¡Y ahora me lo dice! —exclamó el capitán, añadiendo para sus hombres—: ¡Lancen una sonda!
Tiraron un cabo al agua con un peso, hasta que tocó fondo. En ese momento el vigía gritó:
—¡Quince brazas!
—¡Sigan vigilando! Navegante, ¿durante cuánto tiempo debemos vigilar la presencia de esos bajos?
—Hasta que dejemos de ver esta isla que está al sur, capitán. Luego tendremos aguas despejadas, pero hay que procurar no perder de vista el pico Eteyde. Si dejamos de verlo, por el mal tiempo, viraremos al sur hasta dar con alguna de las islas más orientales. Pero sería mejor no hacerlo.
—¿Por qué?
—Esta isla cercana a la costa está poco poblada y creo que sus nativos son bastante amistosos. Pero más allá está la isla Tamarán o Canaria, cuyos nativos tienen fama de aguerridos. Lo mismo que los de Achinec.
—Confirmo lo dicho por el navegante, capitán —intervino Antón—. Las noticias de que dispongo afirman lo mismo. Deberíamos evitar las dos islas mayores.
—Así se hará. Pero si depende de que tengamos a la vista esa montaña, roguemos a Dios que mantenga el tiempo despejado.
Tal vez Dios decidiera ayudarles, porque el viento cambió a levante. Aunque traía algo de polvo que enturbiaba el aire (y casi dejaron de ver la montaña), hinchó las velas y ya no tuvieron que hacer bordadas.
Pronto pudieron ver, algo borrosas por la calima, las montañas escarpadas de Tamarán. No necesitaban ya ver la montaña de Achinec, les bastaba con mantener la costa a la vista.
Finalmente, la costa a estribor desapareció. Y a babor volvía a verse la montaña.
—Hemos de pasar entre las dos islas, capitán. Pero este paso está reputado como bastante peligroso, por el viento y las corrientes. Suelen ser favorables pero fuertes. Tomad precauciones.
Bajó a la bodega a ver si todo estaba amarrado. Hasta ese momento habían tenido mucha suerte y no habían tenido ninguna tormenta.
Pero parecía que su suerte se había terminado.
La tormenta casi la tenían encima. Y según Fernando de Lebrija, les había tocado en el peor de los sitios.
¡Que fuera lo que Dios y la Virgen del Carmen quisieran!
-4-
Todos los benedictinos se hallaban en la bodega, rezando. Incluso el padre Mario había abandonado el camarote que le había dado el capitán en el castillo de popa para estar con los demás. No sólo lo hizo por acompañarles en la tormenta, también porque allí abajo el meneo del barco era bastante menor. Aunque las olas barrían la cubierta (incluyendo el castillo), dentro de la bodega apenas llegaba algún chorretón esporádico.
El capitán se había acercado un momento a ver si todos estaban bien. Pensaba recomendarles que se encomendaran a Dios, pero viéndolos orar comprendió que no hacía falta. Si Dios no les escuchaba con todos esos monjes rezando, en tal caso el barco estaría perdido y él no podría hacer mucho más.
Pere Bonet daba las órdenes adecuadas para capear el temporal. Había quitado casi todo el trapo y vigilaba las olas para mantenerse al pairo. Pero el viento cambiaba: un momento soplaba del sur y de repente cambiaba a levante para luego venir de poniente. Así no había manera de mantenerse al pairo, así que optó por lo más drástico: quitar todo el velamen y simplemente evitar que las olas le cogieran de través.
El barco se zarandeaba como una cáscara de nuez en una charca. Y la carga no ayudaba. El capitán maldijo a todos los benedictinos y la madre que les parió, pues con tanto peso el barco era poco manejable.
Una ola les dio de plano y tres hombres cayeron por babor. El grito de «hombre al agua» no serviría de mucho, ya que nadie estaba para ayudarles: bastante tenían los demás para mantenerse a salvo de las olas que barrían la cubierta.
Un fuerte crujido hizo que las tripas se le hincharan de puro temor. El trinquete se había roto.
—¡Me cago en Jesucristo!
Pere Bonet se alegró de que ninguno de aquellos beatos estuviera cerca para oír sus blasfemias.
—¡Por la puta hostia y los cojones del Padre!
Notó humedad en sus calzas. No era el mar, era miedo: se había orinado encima. Nunca se había sentido tan asustado.
La Venturosa era totalmente incontrolable. Vio a Juanillo, el piloto, soltar el timón huyendo de una ola monstruosa que cubría la popa de agua espumosa.
Tras la ola, Juanillo volvió a su puesto, pero ya no tenía nada que hacer: el timón estaba roto.
Otra ola dio contra el barco por estribor y el agua lo cubrió todo.
En la bodega, Antón comprendió que no las tenían todas consigo cuando el fuerte viraje del barco los arrojó contra la pared. El agua entraba en la bodega a toda velocidad, y todo parecía indicar que el barco se había volcado.
Antes de que el lugar estuviera totalmente lleno de agua, Antón se echó al agua, buscando la salida. Tuvo que aguantar la respiración un buen rato, pero finalmente salió a flote.
Todo estaba oscuro, pero entre el rugido de la mar podía oír las voces de los hombres que se ahogaban.
Cuando era niño, Antón había aprendido a nadar. Disfrutaba flotando sobre las olas cuando podía hacerlo y más de una vez su madre mostró su preocupación por lo mucho que se alejaba de la orilla.
Ahora tenía la oportunidad de comprobar si aquello le serviría de algo. No sabía lo cerca que podía estar la costa, pero tendría que alcanzarla a nado.
Pudo ver algunos restos del naufragio, pero nada que le sirviera para mantenerse a flote. Un trozo de madera le habría sido útil pero sólo vio telas y sogas, restos del aparejo. También vio el hábito negro de un hermano.
Eso le hizo pensar que la ropa le molestaría para mantenerse a flote. En efecto, el pesado hábito estaba lleno de agua.
Las alpargatas habían desaparecido, así que no tuvo problemas para quitarse la camisa y luego el hábito. El escapulario se perdió, aunque hubiera querido conservarlo. Sólo se dejó las calzas, pues pegadas al cuerpo no le molestaban para nadar.
Trató de recordar hacia donde estaba la costa, pero no tenía ni idea.
Se dejó mecer por las olas hasta que le pareció ver una luz lejana. Decidió nadar en aquella dirección.
Ya no oía nada más que el rugido del viento y de las olas. De sus compañeros o de los marineros no oía nada. Ni un grito.
Estaba solo, probablemente. Y entre tierras de gente infiel.
Prometió a Dios y a todos los santos que si se salvaba dedicaría toda su vida a la conversión de los infieles y salvajes.
Aquella promesa le dio ánimos para seguir nadando. Cada vez que se sentía agotado recordaba su promesa y pedía más ayuda divina.
Y por lo visto eso funcionaba, pues sentía que sus ánimos se recuperaban. Por muy cansado que estuviera, otra vez se sentía con ganas para seguir nadando.
De vez en cuando se dejaba mecer por las olas, pero sin perder el sentido de la orientación. Volvió a ver aquella luz, ahora más cerca.
Parecía una hoguera.
Finalmente, sintió que una roca le arañaba los brazos. Asustado, hundió las piernas en el agua para descubrir que tocaba el fondo.
Se hallaba entre rocas filosas que cortaban las carnes. No podía ver nada en aquella oscuridad (el cielo seguía encapotado, no se apreciaba ni una estrella) pero tanteando entre las rocas e ignorando los arañazos, logró salir a una playa rocosa.
Dando traspiés pudo sortear las rocas mayores y alejarse del agua. Finalmente, llegó hasta una zona con bastante arena y a donde ya no llegaban las salpicaduras de las olas. Había también unas algas sobre las que se recostó, agotado.
-5-
Lo despertaron el sol ardiente y la sed abrasadora que sentía. El día ya debía de estar bastante avanzado porque el astro rey se hallaba cercano al cenit.
Antón examinó el lugar donde se hallaba. Era una playa de arena negra, plagada de rocas de todos tamaños, aunque en varios tramos predominaba la arena fina.
La tormenta había pasado, el cielo se veía limpio de nubes y la mar en calma.
La playa se hallaba cubierta de restos de madera, sin duda procedentes del naufragio. Antón encontró un escapulario roto y se lo puso al cuello. Estaba desnudo, vestido sólo con unas calzas, pero no tenía frío pues el sol calentaba lo suyo.
Tenía sed y debía buscar agua, así que se puso a caminar a ver si la hallaba.
Primero debía orientarse. Subió a una roca elevada, arañándose los pies descalzos. Por la posición del sol, supuso que el mar quedaba al naciente y la enorme montaña que ascendía hasta el cielo (así le parecía) al oeste.
Era evidente que hacia el oeste podría hallar agua. De hecho los verdes bosques a la vista así se lo decían.
Se quedó sorprendido al descubrir una posa de rocas entre la arena. En su interior había algo de agua; llevado por la sed la probó, temiendo que sería salada. ¡Pero era agua dulce! Sació la sed hasta sentirse más tranquilo.
Miró a su alrededor, entre los restos del naufragio. Pudo ver así una mancha de color entre las rocas. Se acercó a ver lo que era.
¡Era una de las imágenes sacras! La de la Virgen de Candelaria, para ser precisos.
Antón recordó su promesa. Allí, ante la imagen de María, olvidó su infortunio.
Se puso de rodillas en la arena y rezó tres avemarías y una salve.
—¡Gracias, Madre de Dios, por salvarme! Te prometo que dedicaré todos los días de mi vida a proclamar el mensaje de Dios, Tu Hijo, entre las gentes que vivan en este lugar y en cualquier otro al que me lleven mis pies.
¡Parecía que sus oraciones habían sido escuchadas! Antón oyó voces en una lengua extraña. Se escondió para ver mejor a quienes venían antes de presentarse ante ellos.
Eran dos hombres, ambos vestidos con pieles.
Guayarmén y Daute habían bajado hasta Chimisay para buscar entre los restos depositados en la playa por la tormenta. Con suerte podían hallar maderas útiles para hacer fuego. Y a veces encontraban objetos extraños, que bien podían servir para algo.
El mencey Aquinatem había subido a las tierras comunales, llevando consigo a la mayor parte de su pueblo con casi todo el ganado. Pero Guayarmén tenía una cabra paridera que no estaba en condiciones para subir a la cumbre, por eso se había quedado con Daute cuidando las cuevas vacías.
La cabra había parido sin novedad y ahora los dos pastores mataban el tiempo como podían.
La tormenta les había dado una buena oportunidad. Dejaron las cabras a buen recaudo, en las cuevas de la parte alta del barranco, y bajaron hasta la costa.
Tal y como esperaban, la playa estaba sembrada de restos. Había unos buenos troncos resecos, que arderían muy bien. Y también objetos extraños.
Vieron algo parecido a un cuero muy fino, pero extenso. Sería muy útil para cubrir la entrada de la cueva de Daute, que en los días más crudos del invierno resultaba fría pues llegaba viento de la montaña. No estaba bien orientada, pero poco podía hacer siendo él un trasquilado, de casta baja.
Guayarmén tenía algo más de categoría, pero no dijo nada al ver a su compañero recoger aquella especia de prenda. Él tampoco era dueño del ganado, pero al menos no tenía que sacrificar las reses, lo que era obligación de Daute y motivo de su baja consideración entre los guanches.
Fue Guayarmén quien vio la mujer extraña. Estaba cerca de la posa donde solían abrevar el ganado.
Allí, en la arena, tumbada como si descansaba, se hallaba una mujer. No parecía moverse pero estaba sola.
Y ninguno de los dos podía acercarse a una mujer sin que hubiera un hombre que la protegiera.
Lo malo era que aquella mujer estaba en el camino al otro lado de la playa. Y de la posa de agua. Ambos tenían sed.
Daute pensó que tal vez si la asustaba con una piedra, se apartaría y les dejaría pasar. Recogió un callao pequeño, no quería hacerle daño y se dispuso a lanzarlo. Pero tropezó con la prenda que había recogido y se cayó de bruces.
Guayarmén vio caer a su compañero y se asustó. Temiendo que le hubiera sucedido algo, cogió su tabona para asustar a la mujer, a ver si se movía.
Fue entonces cuando comprendió que no era una mujer, pues permanecía quieta. La impresión le hizo perder el equilibrio, tropezando. Vio sangre en sus dedos, pues se había herido con la tabona al caer.
Daute vio que Guayarmén tropezaba y pensó que aquella extraña mujer les había hecho algún sortilegio a los dos.
En ese momento vieron aparecer al hombre que había estado escondido hasta ese momento.
Antón había observado que los desconocidos habían descubierto la imagen y su reacción fue la típica de unos salvajes. Intentaron agredirla con piedras, pero por algún extraño motivo ambos tropezaron. Uno de ellos tenía sangre en la mano derecha, pues por lo visto su piedra era muy afilada, cual cuchillo.
Decidió aparecer y arriesgarse a cualquier reacción de los nativos.
Al verlo, los dos hombres se asustaron. Parecían querer huir pero la impresión les había dejado inmóviles.
Antón tuvo una inspiración. Con las manos abiertas, mostrando que estaban vacías, se les acercó. Agarrando el brazo del más cercano, le invitó a tocar la efigie.
Era el de la mano sangrante. Tocó la imagen con miedo, pero de inmediato sintió algo extraño, pues se tocó la extremidad, que al parecer ya no le dolía. Lleno de excitación, corrió hasta la orilla del mar, se lavó la sangre en el agua y detuvo así el flujo del rojo líquido.
Viendo que a su compañero no le había sucedido nada malo, el otro también acercó su mano a la imagen. Dijo algo en su lengua, que por supuesto Antón no entendió.
Observando que uno de ellos llevaba lo que parecía un estómago de cabra vacío, Antón lo señaló, luego señaló la posa cercana y dijo: —¡Agua!
Aquel hombre lo entendió, pues pasó a su lado con el odre para acercarse a la posa, donde llenó de agua el recipiente. Mientras lo hacía, repetía algo así como «¡aemón!»
El desconocido vestía con una prenda extraña, que le cubría parte de las piernas, y nada más. Tenía el pelo corto, como un trasquilado, pero debía de ser el compañero de la mujer. O de lo que fuera aquella especie de mujer inmóvil.
Les mostró las manos desnudas, sin armas, y los dos pastores lo comprendieron.
Luego hizo gestos para que tocaran a la mujer. Guayarmén comprendió que si era una mujer, y su hombre les alentaba a tocarla, no había peligro alguno así que acercó su mano. Ya no le dolía la mano herida, y fue a lavársela al mar. Ahora que la sangre de su mano había desaparecido vio que no quedaba huella de la herida. ¡Era magia!
Daute también se acercó a la extraña mujer. Viendo que Guayarmén la tocaba, él hizo lo mismo.
No era una mujer sino un objeto de madera con forma de mujer.
—Es una figura de mujer— dijo.
El extraño hizo gestos indicando la posa de agua. Guayarmén sabía que el desconocido se había dado cuenta de que el cuero estaba vacío, y le permitió llenarlo.
Aquel extraño no entendía la lengua guanche, pero por gestos podían entenderse. Guayarmén se puso en camino barranco arriba y Daute le siguió. Haciendo gestos al extraño, éste también fue con ellos.
Majec, el sol, les atacaba con fuerza y muy pronto volvieron a sentir la sed.
Más arriba encontraron un pequeño charco. El extraño, nada más verlo casi se arrojó sobre él a beber. El agua no estaba muy limpia, pues el verano se hallaba avanzado, pero al menos servía para calmar la sed más abrasadora. Y podían guardar la que estaba en el cuero.
Finalmente, los tres llegaron a la cueva de Guayarmén, donde les esperaban los rescoldos de una hoguera, aún calientes, y algo de comida que preparó Daute.
Tenían leche de la cabra recién ordeñada, gofio y unas lapas que habían recogido en las rocas de la playa.
Le dieron un poco al desconocido, quien contempló con extrañeza aquella comida, sobre todo el gofio amasado. Pero se lo comió todo, apreciando su sabor extraño.
Antón había comprendido las indicaciones de los dos salvajes para que les acompañara. Siguieron barranco arriba hasta llegar junto a un charco de agua. El fuerte sol hacía que de nuevo tuviera sed.
Probó a repetir la palabra que habían usado ellos.
—¡Aemón! —dijo, señalando el charco, y los dos hombres asintieron.
Estaba algo sucia, pero para Antón le supo a gloria, pues estaba mejor que la de la posa de la playa. Bebió toda la que quiso.
Prosiguieron subiendo hasta llegar a unas cuevas. Por el olor era evidente que se trataba de refugios para el ganado, o al menos alguna lo era. Sin embargo, sólo vieron un par de cabras, una de ellas con una cría de pocos días; los demás corrales estaban vacíos.
También daba la impresión de que varias de aquellas cuevas estaban habitadas, pero por el motivo que fuera ahora estaban desocupadas.
La cueva hacia la que se dirigieron los dos hombres estaba habitada sin ninguna duda. Tenía una especie de estera de ramas y hojas resecas que la protegía del viento. Antón observó que uno de ellos había recogido un trozo de vela, probablemente arrojado a la playa por la tormenta, y lo colocaba sobre la entrada para guarecerse del exterior.
Ordeñaron la cabra parida y recogieron la leche en una vasija de barro.
El otro decidió seguir con la lección de lengua. Señaló a la cabra y dijo «teguevite» y luego a la cría diciendo «baifo»
Finalmente, uno de los hombres preparó la comida, aunque sin usar el fuego. Lo repartió todo entre los tres (para cortar la carne usó la piedra filosa, que llamaba «tabona») y Antón tuvo su parte. Un poco de leche («adago»), que compartió bebiendo en la misma vasija («gánigo») con los otros dos, unos cuantas almejas, o más bien lapas, y lo que parecían panecillos, hechos con alguna harina amasada, que llamaron «gofio». Probó el amasado y no tenía mal sabor; parecía contener algo dulce, una especie de miel y tal vez algunos frutos secos. En todo caso le sació el hambre.
Acabada la comida, le indicaron un lecho de paja cubierto con una piel y en él se acostó Antón para pasar su primera noche en Achinech (y no Achinec como había dicho Fernando, el navegante). Pensar en él le llevó a preguntarse por la suerte de sus compañeros, tanto los hermanos como los marinos. Lo más probable fuera que ya estuvieran en el cielo o el infierno, según sus pecados.
(Continuará)
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