20 julio 2011

ANTÓN DE CANDELARIA.1

-1-


El hermano Antón cavaba en la huerta, escardando las malas hierbas. Aquel verano parecía que abundaban más que otras veces, cual maldición de Satanás. Mientras las eliminaba, se veía a sí mismo como un evangelizador que aniquilaba el trabajo de los herejes.
      «¡Sé más modesto, Antón!» se dijo a sí mismo para combatir así el pecado de vanidad. Tomó nota mental de que debería incluirlo en la próxima confesión.
      En el monasterio benedictino de Palma de Mallorca reinaba el silencio, como siempre. Sólo se oía el roce de la azada contra la tierra. Y el lejano martillar de un carpintero, reparando los bancos de la capilla.
      En ese momento, Antón vio venir al hermano Pau, con su lento y cansino andar. Una cosa era ser moderado al andar y otra caminar tan despacio, pensó él (¡otro pecado, la maledicencia, que añadir a la lista para confesar!)
      —Hermano Antón —dijo Pau al estar más cerca—. El Padre Prior me ha ordenado llamaros.
      —Acudo presto y obediente —respondió Antón.
      Recogió la azada y la guardó con los demás trastos, bien colocada en su sitio. Sacudió sus alpargatas del barro acumulado, para no ensuciar el suelo del monasterio, y se dirigió al diminuto despacho del padre prior Jaume Sants.
      —¿Da Vuestra Santidad su permiso, Padre Jaume? —preguntó desde la puerta.
      —¡Pasa, hermano Antón, adelante!
      La celda que usaba el prior para despachar los asuntos no tenía más que una mesa y una silla. Un crucifijo se situaba sobre la pared, tras la silla. Presidía el lugar y parecía vigilar la labor del padre prior.
      Antón se quedó en pie, esperando a que hablara su superior.
      —Dime, Antón, ¿qué sabes tú de los herejes de África?
      —Supongo que Vuestra Santidad se referirá a los moros, que son quienes habitan la costa africana. También quedan unos cuantos en Granada, pues nuestros vecinos de Castilla aún no han logrado expulsarlos.
      —No todos los africanos son moros.
      —Su Santidad está en lo cierto. Más al sur, más allá de los desiertos, hay gente de piel oscura y costumbres paganas, según he podido leer.
      —Veo que estás versado en estas cuestiones. Mas dime, ¿no conoces las islas llamadas canarias?
      —Me temo que no, Santidad.
      —Están cerca de África, hacia el oeste, más allá de Tánger.
      —Según algunos autores clásicos y paganos que me he permitido leer, por ahí se situaba la Atlántida. Otros aseguran que las Hespérides…
      —Leyendas paganas al margen, esas islas existen y están pobladas por nativos que no son musulmanes. Los moros han llegado alguna vez para capturar esclavos, como hacen por todas partes, pero no se han quedado para expandir sus ideas heréticas.
      —¡Gracias a Dios!
      —¡Exacto, hermano! ¡Gracias a Dios que allí no adoran a Alá! Porque es mi intención enviar una misión evangelizadora.
      —¿Acaso Vuesa Merced cree que yo…?
      —Sí. He pensado en que tú podrías estar interesado en participar. El padre Mario será quien la dirija, y creo que deberías ser su ayudante. Si es que aceptas, claro está.
      —¿Vuestra Santidad no me lo está ordenando?
      —¡No! No quiero que nadie vaya obligado. Sólo quien realmente desee ir para expandir la Buena Nueva. Si te he llamado es porque creo que eres adecuado, pero si no lo deseas, no tienes porqué ir. No estás obligado por el voto de obediencia en este preciso momento.
      —¡Vuestra Santidad es sin duda alguna sabio! Mi mayor anhelo ha sido siempre participar en una misión evangelizadora. No es necesario que me lo ordenéis. ¡Acepto!
      —¡Deo Gratias! Bien, habla con el padre Mario para concretar los detalles. Aún faltan unos cuantos hombres que habréis de buscar vosotros. Asegúrate de que van por propia voluntad.
      —¡Eso mismo haré, Santidad!
      —En el muelle hay una coca al mando de un tal Pere Bonet. Mario te puede decir cuanto dinero podemos gastar para comprar lo necesario. He conseguido tres tallas religiosas para la futura misión que habréis de edificar en tierras paganas.
      —¿Puedo saber qué tallas, Santidad?
      —Claro que sí. Un Cristo, un San Juan y una Virgen de Candelaria.
      —Perdonad mi ignorancia. Esa advocación de María no me es conocida.
      —Se le llama así por la vela que porta en una mano. En la otra lleva al Niño Jesús. Es una talla preciosa.
      —Estaré encantado de llevarla para que la conozcan los nuevos cristianos.
   
Al día siguiente, después de los primeros oficios y del parco desayuno, Antón abandonó el convento. Siguiendo las indicaciones del padre Mario, pudo hallar a Pere Bonet en el muelle. Ignorando las miradas lujuriosas de dos mujeres de mal vivir, entró en el antro donde le indicaron que se le podía encontrar.
      En la oscuridad de la taberna, le vio sentado ante una mesa con tres hombres. Reconoció al capitán Bonet por su corpulencia y sus ricas vestimentas, posiblemente genovesas.
      —Por ventura, ¿sois vos Maese Pere Bonet, capitán de mar? —le preguntó.
      —El mismo que viste y calza. Y tú, por la pinta, debes de ser un benedictino enviado por Mario, ¿no es así?
      —En efecto. Mi nombre es Antón Ferrer. Me envía el padre Mario para concretar algunos detalles del embarque. Me gustaría visitar esa coca lo antes posible.
      —¡Joder! ¡La puta manía de llamar coca a mi barco! ¡Es una nao, me cago en la Virgen!
      —Disculpadme, mi señor, pero os rogaría que no blasfemarais en mi presencia. Soy consciente de que por vuestra profesión se os hace muy difícil pero es un ruego que os hago.
      —¡Perdona! Es que se me hace difícil de evitar. Dime una cosa, ¿acaso tú irás en esa expedición a las islas?
      —¡Sí, mi señor!
      —Vale, pues en tal caso tendrás que aprender a no oír las burradas que decimos los marineros. O terminarás por tirarte al agua si no las aguantas.
      —Dios me dará paciencia.
      —¡Ja, ja! ¡Mucha paciencia te hará falta, eso sin ninguna duda!
      El marino hizo un gesto y se acercó una moza de traje muy escotado. Antón hizo como que no la veía para luchar contra las ideas lujuriosas que le asaltaron de pronto.
      ¡Necesitaba distraerse pensando en otras cosas para evitar el pecado! Recordó algo que había dicho el capitán.
      —Disculpe mi ignorancia, capitán, pero, ¿puede saberse qué diferencia hay entre una nao y una coca? Aunque nací en Alcudia no me crié entre las gentes de la mar.
      —¿A qué se dedicaban tus padres?
      —Eran comerciantes. Vendían pescado en la lonja.
      —¡Por eso tu cara me suena! Me recuerdas a un vendedor de pescado de aquel poblado. Tal vez se trate de tu padre…
      —Es posible. Y ¿no podría ilustrarme vuesa merced sobre lo que le he preguntado?
      —¡Perdona! Bien, la Venturosa, el barco que capitaneo, es una nao de dos palos. Las cocas sólo tienen un palo pero como las naos mallorquinas derivan de las cocas las siguen llamando así.
      —Dos palos, decís, ¿y qué otras diferencias tiene?
      —Bien, al tener más velamen es más grande, puede llevar hasta unos cien toneles si Dios nos ayuda. Quiero decir con eso que si se va a tope de carga hay que desear que haga buen tiempo.
      —Siempre hay que contar con la ayuda de Dios.
      —Supongo que es así. Como te decía, tiene dos palos. Y timón de codaste, algo muy útil para navegar, no lo dudes. Es muy maniobrable.
      —¿Y es un barco nuevo, según he oído?
      —Así es. Lo botaron el año pasado. Ni siquiera ha tenido tiempo de criar percebes.
      —Supongo que ya estaréis al tanto de toda la carga.
      —Sí, ¡y maldita la gracia que me hace! ¡Tu superior se ha empeñado en llevar hasta tres tallas religiosas! No entiendo como no ha incluido un par de cañones con toda su munición.
      —La nuestra no es una expedición militar.
      —¡Menos mal! Porque con ese cañón que decía iríamos a pique nada más salir del puerto.
      —Si no he comprendido mal, capitán, ¿insinuáis que llevaremos sobrepeso?
      —¡Cojones! ¡No lo insinúo, lo digo! Y hay otro problema aún mayor.
      —¿Cuál?
      —¡No tenemos un navegante que conozca bien esas aguas africanas!
      —Creo que el padre Mario os ha sugerido que lo contratemos en Cádiz. Un castellano o andaluz ha de conocer mejor esos lugares que nosotros.
      —¡No lo dudo! Pero, ¿por qué no un granadino? ¿O alguien de Tánger?
      —¡Señor, perdonadme! Pero ésta es una expedición cristiana, cuyo fin es la evangelización. No podemos llevar infieles a bordo.
      —¡Eso ya lo sé, Antón! Pero déjame explicarte algo, a ver si convences a tu padre Mario para que hagamos la aguada en la costa de Granada. Yo he estado tanto en Cádiz como en Gibraltar y Málaga en varias ocasiones. Y puedo jurarte por lo más sagrado que en la Málaga musulmana todo es más barato que en los otros dos puertos cristianos. Esos castellanos serán muy cristianos, pero para mí que son todos judeznos conversos, unos verdaderos marranos, una cuerda de usureros. Con los maravedíes que debo pagar en Cádiz por un tonel de agua, puedo comprar tres en Málaga, incluso pagando en dinares que debo cambiar antes.
      —Os aseguro que haré llegar vuestra sugerencia al padre Mario.
      Entretanto habían llegado al embarcadero. La Venturosa era una nave con aspecto aún nuevo, las velas limpias y plegadas, las jarcias tensas. Tenía un castillo de popa como era ya habitual en los barcos modernos, pero la proa se presentaba limpia, sin construcciones.
      Antón no entendía de barcos pero había visto unos cuantos. Y la Venturosa le gustó, sin ninguna duda.
      Esperaba que el nombre fuera de buen agüero (¡Superstición! ¡Otro pecado que consignar en su ya larga lista!).
      Se fue del puerto de buen humor. Tenía la esperanza de que la misión llegara a tener éxito. Y su esperanza estaba basada en la confianza en Dios, por lo que no era pecado de soberbia…



-2-


Finalmente llegó el documento real desde Zaragoza. Tenía la Real Cédula de SSMM Joan I para evangelizar nuevas tierras, aunque no pertenecieran a la heredad de Aragón, y el beneplácito del Arzobispo de Zaragoza quien aseguraba que el Papa de Roma Urbano VI, vería con buenos ojos la misión. Aunque el prior Jaume era partidario del Papa de Avignon, Clemente VII, prudentemente no dijo nada, pues sabía muy bien que la Corona de Aragón había aclamado a Urbano VI y llamado antipapa al de Avignon.
      Pudieron así zarpar, ya con todas las autorizaciones. Y con la nao cargada hasta los topes, para pesar del capitán.
      Pere Bonet se encomendaba a todos los demonios, aunque procuraba moderar su lenguaje cuando tenía a los benedictinos cerca.
      Sin embargo, la Venturosa era un navío ágil, de fácil maniobra. El timón respondía fino cual seda de Catay. Y el viento ayudaba, pues tuvieron vientos favorables: una tramontana no muy fuerte, del norte, que levantaba algo de marejada sin llegar a ser molesta.


      Al final del segundo día de singladura, alcanzaron el cabo de Gata, o de las Ágatas según los más cultos. El viento había pasado a un «llevant» del nordeste, que les permitió virar hacia poniente.
      Ya estaban frente a tierras del Reino nazarí de Granada, la única parte de la Península que quedaba por reconquistar a los moros.
      Antón recordaba bien los comentarios del capitán sobre los puertos granadinos. Como buen marino y comerciante no se andaba con boberías a la hora de comprar y vender, y lo mismo le daba tratar con cristianos que con infieles. Pero siendo aquella una expedición evangelizadora, quedaba claro que no podían hacer escalas en tierras mahometanas. Ni siquiera para buscar información.
      Iban costeando y pasaban tan cerca que se podían ver las poblaciones. Antón a veces creía ver a las gentes, pero por supuesto era fruto de su imaginación.
      A bordo se mantenía la regla monástica en lo posible. Los oficios de rigor se hacían presididos por el padre Mario, con las lecturas y los rezos. Como no había mucho que hacer (la labor principal estaba a cargo de los marinos y los inexpertos monjes en poco podían ayudar), las oraciones se alargaban más de lo habitual, incluyendo el rosario con todas las bienaventuranzas. A falta de otras ocupaciones y para evitar los vicios, el padre Mario dio órdenes para que todos los hombres desocupados se dedicaran a la práctica de juegos como la pelota, lucha grecorromana y otros entretenimientos lúdico-deportivos. Los marinos les pedían que participaran en sus juegos de naipes y dados, pero el padre benedictino se oponía radicalmente.
      Finalmente, al tercer día de viaje, avistaron la costa africana al otro lado (estribor). El capitán Bonet mandó reducir el aparejo, pues se acercaban al estrecho de Gibraltar, donde los vientos eran fuertes y soplaban de poniente (o sea contrarios). Tendrían que navegar mediante bordadas sucesivas, siguiendo una ruta en zigzag.


      Pere Bonet agradeció a todos los ángeles del cielo la maniobrabilidad que le daba el timón. Aunque hubiera deseado también tener alguna vela latina, en lugar de las cuadras tan poco manejables.
      En aquel paso del estrecho se marearon casi todos los monjes. Refugiados en la bodega, donde el zarandeo del buque era menor, los marineros pudieron al fin dar rienda suelta a su vocabulario. Los insultos y maldiciones por el duro trabajo que debían hacer fueron esparcidos por el viento.


      En el interior de la apestosa bodega, los monjes no podían hacer otra cosa que rezar. Ni siquiera podían leer los libros religiosos con las sacudidas del barco. Eso cuando no estaban simplemente tumbados en el suelo, entre vómitos, esperando a que se les pasara el mareo. Una ocasión ciertamente gloriosa para practicar virtudes como la paciencia.
      Por fin pasaron el estrecho y el capitán pudo poner rumbo norte hacia Cádiz con un viento de estribor, si no favorable al menos aprovechable.


      El barco seguía moviéndose como antes. Antón, que subió un momento a cubierta para hablar con el capitán en el puente, comprendió que ya estaban en el Atlántico, mucho más movido que el Mediterráneo que él conocía.
      El capitán le confirmó que quedaba poco para arribar, y también que el resto del viaje sería así.
      —Esto es la Mar Océana, no el Mare Nostrum que has conocido, chaval.


El puerto de Cádiz era bastante grande y en él se veían barcos de todo tipo. Antón llegó incluso a ver uno con tres palos, ¡enorme!
      Antes de atracar, el padre Mario reunió a todos los monjes para hablarles:
      —Estaremos en este lugar unos días. El capitán no ha sabido decirme cuantos porque tiene que encontrar un navegante y no sabe lo que le llevará. Por demás, hay trabajo para los marinos, y también ellos han de dar salida a sus bajos instintos.
      —¿Qué haremos nosotros, mientras tanto? —quiso saber Antón.
      —Orar.
      —¡Pero este barco no es un lugar adecuado! Ni este muelle tampoco, ¡no hay más que ver a las mujeres viciosas que esperan a pocos pasos!
      —Lo sé bien, hermano. Por eso el Padre Prior me ha dado una cédula para buscar alojamiento en el convento de los hermanos maristas. Allí estaremos el tiempo que Dios disponga, y en ese lugar podremos dedicar el tiempo necesario a la oración y al trabajo.
      —¿Qué trabajo, si puede saberse?
      —El habitual, hermano Ramón. Ayudaremos a nuestros huéspedes en lo que ellos estimen oportuno. Que será lo normal: cavar el huerto, limpiar, arreglar lo que esté roto, copiar algún manuscrito y demás labores por el estilo. Nada que quede fuera de nuestras posibilidades. ¡Pero una cosa sí que os voy a pedir! ¡No comentéis nada de nuestra misión!
      —Disculpe la pregunta, padre, ¿pero por qué no podemos hablar?
      —Por mera prudencia, hermanos. En este barco hay algunos bienes que podrían atraer la codicia de ladrones. No tenemos necesidad de llamar su atención, de ahí que cuanto menos hablemos, mejor.
      —Con su venia, Padre,¿no habrá vigilantes?
      —He pedido al capitán que deje algunos de sus hombres a cargo de la vigilancia, y él está comprometido a ello por el dinero que se le ha de pagar. Pero no me fío. Estos hombres son capaces de olvidarse de todo por una partida de naipes o por la mera lujuria.
      —¿Y si alguno de nosotros se encargara de vigilar?
      —Si lo hacemos, ha de ser con mucha discreción. El capitán Bonet se puede sentir insultado si aprecia que desconfiamos de su gente.
      —Padre, propongo que alguno de nosotros venga varias veces al día, sólo para comprobar que todo está en orden. Que hay alguien de vigilancia y nada más. Maese Pere Bonet no debería ofenderse porque cuidemos de lo que es nuestro.
      —Supongo que estáis en lo cierto, hermano Antón. Mas queda aún otro detalle.
      —Diga vuesa merced.
      —Como ya quedó dicho, estos lugares son un antro de perdición. Quien venga a este lugar correrá grande peligro de pecar, aunque sea de pensamiento. Sólo con mirar aquellas mujeres ya es fácil caer en los malos pensamientos. ¿Cree vuesa merced, Hermano, que es prudente someter a nuestros hermanos a ese peligro?
      —Padre, tenéis razón. Pero yo creo tener voluntad para ello. Es más, lo consideraré una obligación, una ocasión para fortalecer mi espíritu. Os lo pido como favor, que me permitáis venir a vigilar el barco. Lo haré con toda discreción.
      —Os lo concedo enhorabuena. Con todo, espero que algún otro hermano se ofrezca como voluntario.
      Varias manos se alzaron.
      —Suficiente. Ya están sujetas las amarras, bajada la escala y el bueno del capitán nos espera. Recoged vuestras cosas y acompañadme al puerto. ¡Nos espera una grande ocasión para demostrarle al cielo como resistimos las tentaciones!
      Y los monjes salieron del barco precedidos por el padre Mario.


      Un rapazuelo les esperaba en el muelle para conducirles al convento de los Padres Maristas. Un pequeño grupo de marineros desocupados los vio bajar y les dedicaron unos cuantos comentarios soeces, acompañados de los gritos incitantes de las prostitutas del puerto que les acompañaban.
      Los monjes pasaron ante ellos con total indiferencia, si bien los rostros enrojecidos de algunos demostraban que no estaban totalmente al margen.
      Llegaron al convento sin novedad y los maristas les indicaron las celdas que deberían usar. Habrían de dormir tres en cada una de ellas, y sólo contaban con una cama por lo que dos tendrían que hacerlo en el suelo. Pero el tiempo caluroso ayudaba: incluso el frescor del suelo se agradecía.


      Antón fue de los que optó por dormir sobre el suelo. Al menos no había chinches, aunque sí ratones correteando.
      Por la mañana, después de los oficios de rigor y del parco desayuno, pidió permiso a su superior y al abad del convento para salir al puerto.


      Aún era temprano para los más viciosos, por la calle sólo vio gente normal dedicada a sus ocupaciones. En el muelle, unos marineros trabajaban en la estiba.
      Junto a la Venturosa estaba Pere Bonet con un desconocido. Saludó al benedictino tan pronto como lo reconoció.
      —¡Hermano Antón! ¿Qué haces por aquí? ¿No tienes miedo de caer en el vicio?
      —¡Saludos, Maese capitán! ¡He decidido afrontar ese riesgo para fortalecer mi espíritu! Mas decidme, ¿qué es lo que están cargando? Pensaba que ya estaba toda la carga a bordo.
      —Agua y sal, hermano Antón. Tú y tus hermanos os habéis bebido toda el agua que embarcamos en Palma.
      —Lo del agua lo entiendo pero, ¿y la sal?
      —¡Ah, si! No te lo había dicho. Fernando de Lebrija, aquí presente, ha confirmado lo que yo ya suponía y es que las aguas de aquellas islas son ricas en pesca. Al regreso nos dedicaremos a coger algunos peces y hemos de llevar sal para hacer salazones, o no llegará ni uno a puerto en condiciones para su venta.
      Antón se fijó de nuevo en el desconocido. Tenía rasgos moros, parecía mudéjar aunque probablemente fuera converso. Vestía pobremente y estaba descalzo.
      —¿Sois vos Fernando de Lebrija? Me llamo Antón Ferrer y nací en Alcudia, isla de Mallorca.
      —Ese es mi nombre, hermano Antón. Mi pueblo es Lebrija, como tal vez hayáis deducido por mi apellido.
      —Y es el navegante que buscaba —dijo el capitán—. Lo encontré en uno de esos antros de perdición en los que supongo que no entraréis, hermano.
      —La taberna de Juan Chismoso no es tan mal lugar, capitán —repuso Fernando—. No hay busconas y el vino es bueno; al menos no suele tener mucha agua y no está avinagrado.
      —Pero así y todo, no es lugar para el hermano Antón —el capitán se echó a reír ruidosamente.
      Antón comprendió que se estaba burlando de él, o tal vez provocándolo. Incluso ambas cosas a la vez. No respondió.
      —Me dijo Pere Bonet que necesitaba alguien que conozca las costas del poniente africano —afirmó Fernando—. Y puedo presumir de conocerlas bien. Desde los tiempos de mi abuelo salía a pescar más allá de Tánger. Mi abuelo era mudéjar, pero mi padre y un servidor somos cristianos bautizados, como es debido.
      —¿Sabéis hacia donde nos dirigimos? —preguntó Antón.
      —¡Sí! Y debéis de estar locos. Las Islas del Infierno las llaman.
      —¡Leyendas paganas!
      —Puede ser. Pero preguntad a cualquier marino. Os dirá que preferiría no tener que ir allá. Se dice que sale fuego del agua, que cae fuego del mismo cielo y que algunas montañas son bocas del infierno. También se dice que viven unos demonios que arrojan rocas enormes a gran distancia y que son capaces de subir los barcos que se atreven a viajar entre ellas.
      —Decidme, Fernando, ¿vos creéis en tales supersticiones? Parecéis hombre ilustrado.
      —Me eduqué en Sevilla y he leído algunos libros, así que sí podéis afirmar que soy ilustrado. Aunque jamás he pisado el suelo de Salamanca, por cierto.
      —Y si es así, ¿por qué creéis en tales supercherías?
      —Porque nunca se sabe qué puede haber de cierto en las cosas que dice el populacho. Pero en primer lugar, capitán Bonet, ¿no teméis que vuestros hombres se nieguen a embarcar? Aunque no conozcan las leyendas, a poco que las comenten con la gente de aqueste lugar, quedarán espantados.
      —No hay peligro, porque no se los he dicho. Me ha parecido una prudente medida de seguridad. Espero que no llegue a conocimiento de mis hombres a donde vamos antes de embarcar. Y si alguno se atreve a negarse, ¡conocerá mi furia! He matado a marineros que se han negado a obedecerme.
      —De todos modos, sigue pareciéndome una locura este viaje. Aunque no sea como dice la leyenda, estoy convencido de que no regresaré.
      —Perdóneme, Maese Fernando pero, ¿por qué decís eso?
      —Un tío de mi madre, que sigue empeñado en adorar a Alá y no a Dios, es zahorí. Y un día me invitó a tomar unas hierbas con agua. Después de beberme yo el agua, tomó la taza y observó los posos. Dijo leer en ellos mi muerte cercana.
      —¡Y vos le creéis! —exclamó indignado, Antón.
      —Siempre ha acertado en sus predicciones. Y es muy capaz de ver el agua bajo la tierra; donde él lo dice se puede excavar un pozo y sale el agua fresca y potable.
      —Si vos creéis en vuestra muerte, ¿por qué habéis aceptado?
      —Por el dinero. Tengo mujer y cuatro hijos y ya les he dejado todos los dineros que el capitán Antón muy amablemente me ha adelantado. Además, he leído a Herodoto y otros autores paganos. Afirman que esas islas son las Hespérides, o que son lo que queda de la Atlántida. Me gustaría verlas y comprobar lo que hay de cierto en todas las leyendas.
      —¡Vive Dios que ya es el mediodía! —intervino el capitán—. Hermano, Antón, ¿nos acompañarás en la comida?
      —Temo que no, capitán. He de ir al convento donde me espera un plato lleno. Bueno, más o menos lleno.
      —Bien. Dile al padre Mario que es muy posible que mañana concluya la carga. Ya tenemos navegante, como habrás podido comprobar, y espero zarpar pasado mañana si no hay novedad.
      —Con la voluntad de Dios, queréis decir, ¿no?
      —¡Eso mismo!



(Continuará)

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