18 julio 2011

UN VIKINGO EN TAMARÁN.6

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Quedaba mejor doce guanartemes que once, y por eso Amcor fue admitido con rapidez por los restantes líderes insulares pese a que la población de Tirjarna era aún muy reducida, y dependían para casi todo de Amogán.
      Pero al ser considerado como guanarteme, Amcor pudo entrar en el tagoror de Telde, donde se reunían todos los guanartemes una o dos veces al año para tratar asuntos de gran interés.
      En una de tales reuniones, Amcor mostró su preocupación por las invasiones. Aprovechó para jurar que, pese a su pasado vikingo, se consideraba un canario más y dispuesto a luchar contra cualquier pueblo invasor. Incluso si se tratara de gente de su antiguo pueblo.
      Y era cierto. Aunque él lo creía poco probable, si Bjarni regresaba estaba dispuesto a enfrentarlo.
      Amcor logró que se aprobara un sistema de aviso mediante hogueras, de mayor alcance que los bucios a las que de esa forma complementaba. La idea era avisar a toda la isla cuando un barco fuera avistado, indicando el lugar con un código muy simple.
      En Amogán, Hisaco se vio obligado a traer un ayudante desde Texera para que fuera su heredero. Los dos que él había preparado se habían marchado a Tirjarna. Aunque estaban cerca, no podía contar con ellos y además ninguno podría llegar a ser el futuro faycán.
     
      Mucho antes de lo que Amcor esperaba, las hogueras avisaron que dos barcos habían aparecido por el extremo nordeste, y que estaban rodeando la isla cada uno por un lado.
      Amcor comprendió que esos barcos volverían a reunirse cerca de Amogán, así que se mantuvo pendiente.
      Tras ser avistado uno de los barcos frente a Tirjarna, Amcor fue al taro de Amogán, donde se encontraba Tacaycate otra vez de vigilante.
      -Tal y como yo suponía, Tacaycate. Se reúnen y comparten la información. Cada uno ha explorado la isla por un lado y ahora deciden qué hacer.
      -¿Son barcos de tu gente, Amcor?
      -¿Vikingos, quieres decir? No. Estos me parecen galeras de las que usan en el Mare Nostrum. Árabes, tal vez.
      -¿Guerreros?
      -Desde luego. Vienen a conquistarnos. Y son muchos.
      -Tú tienes experiencia en estas cosas. ¿Qué es lo que sugieres? Se lo haremos llegar a todos los demás.
      -De momento, vigilarlos hasta ver donde desembarcan. Luego, atacarles, pero debemos evitar la lucha frente a frente. Esta gente tiene armas poderosas, como flechas y espadas.
      -Recuerdo esas cosas cuando atacaron los tuyos.
      -A los vikingos se les pudo vencer porque eran pocos y porque no pudieron usar las espadas ni las hachas, como la que yo llevaba.
      -Las flechas sí las usaron, e hicieron daño.
      -Pero recuerda bien que aquel ataque no fue una lucha frente a frente. En esa sí que habrían vencido los vikingos, pese a ser muchos menos.
      -Por lo tanto sugieres que evitemos cualquier enfrentamiento cara a cara.
      -Sí. Buscar las emboscadas y atacar desde lo alto de los barrancos. Algo así.
      -De acuerdo. Ese mensaje llegará a todos los guanartemes.
      Vieron como los dos barcos finalmente viraban hacia levante.
     
      Poco más tarde, Amcor recibía la noticia de que uno de los barcos se había apostado cerca de Gando, hacia la desembocadura del Guayadeque, es decir en tierras de Araginés. Del otro barco no sabía nada, salvo que había seguido hacia el norte.
      Amcor imaginó que desembarcaría en las costas de Aquexata o de Atamaraseit, en cualquier caso bastante lejos para los suyos. El de Gando quedaba más cerca para atacarle.
      Al mando de un grupo formado por gente de Amogán y de Tirjarna, se encaminó hacia Gando a la mayor velocidad.
      Bajando por el Guayadeque se encontraron con otro grupo de Texera y finalmente con los de Araginés, que habían decidido no atacarles en la playa, siguiendo las instrucciones de Amcor que habían recibido.
      Llegaron a la playa de Gando cuando ya caía el sol. Amcor pudo ver una estructura con palos a cierta distancia de donde rompía la pleamar.
      -La empezaron ayer mismo -le explicaron-. Aún no está terminada. Han buscado palos de los árboles cercanos. Tal y como nos avisaron, no les hemos atacado.
      -No, aquí en la playa no es buena idea -respondió Amcor-. Pero tampoco podemos dejar que terminen ese fuerte, pues entonces no podremos echarles fácilmente.
      Manteniéndose ocultos, siguieron espiando a los extranjeros. Salieron del fortín a medio acabar y se encaminaron a unos botes; embarcaron en ellos y subieron a la galera, que estaba fondeada en la bahía.
      Amcor concibió un plan de ataque.
      -Por lo que veo, se sienten más seguros en el barco -dijo-. Si les atacamos cuando estén todos en él, podremos derrotarlos con facilidad.
      -¿Cómo lo haremos?
      -A ver, ¿cuántos de ustedes manejan bien el harhuyberolo?
      Después de su éxito contra los de Artiacar, muchos eran los que se habían construido su propia honda y unos cuantos la dominaban.
      Quince hombres alzaron la mano.
      -Quiero gente que lance lejos y con puntería. Y que lo hagan de verdad, pues de ello depende mi plan.
      Sólo nueve mantuvieron la mano en alto.
      -Perfecto, ustedes vendrán conmigo. Que vengan unos cuantos más, que sepan hacer fuego con rapidez, y que lleven todo lo que necesiten para ello.
      También buscó grasa de cabra, y prepararon unas cuantas piedras redondas bien recubiertas de grasa.
      Caminaron en silencio hacia el lado norte de la punta de Gando. La montaña se adentraba en el mar, quedando un gran risco por el sur, hacia la bahía.
      Amcor y su grupo llegaron a la cima de la montaña. Bajo ellos se apreciaba el mar y, a poca distancia, el barco.
      -Tenemos que acertarle al barco. Si alguno de ustedes no cree que pueda conseguirlo, que no lo intente. Mejor que ayude a los demás con el fuego.
      No encendieron fuego de inmediato, pues era de noche cerrada y sería muy visible. Se organizaron las guardias mientras los demás descansaban, preparándose para la batalla.
      Cuando ya salía el sol, encendieron una pequeña hoguera y se prepararon. Necesitaban ver el barco para poder dispararle.
      Desde la montaña, vieron como los hombres se levantaban y se postraban en dirección a levante para sus oraciones. Amcor dio la orden de disparar.
      Habían mojado las hondas con agua del mar (para que no se quemaran), y eso les impidió hacer mejor puntería. Lanzaron las piedras empapadas en grasa, que colocaban en la honda y luego acercaban una antorcha encendida. Las piedras salieron así llenas de fuego.
      Dos cayeron al agua pero la tercera llegó al barco. Se apagó casi enseguida.
      La cuarta dio en la vela, que empezó a arder.
      Los hombres del barco ya empezaban a comprender que estaban siendo atacados. Suspendieron sus oraciones y se fueron a sus puestos a toda prisa.
      Dos piedras más alcanzaron la vela, y una adicional tuvo la fortuna de caer en un barril de grasa de camello, usada para facilitar el deslizamiento de las jarcias. El barril con fuego se echó a rodar, dispersando la grasa ardiendo por toda la cubierta.
      En ese momento, ya un grupo de arqueros habían localizado a los hombres de Amcor. Éste les mandó ponerse a cubierto tan pronto como se dio cuenta.
      Todavía intentaron algunos tiros más. Pero ya no hacía falta.
      El fuego en el barco se estaba propagando por toda la estructura. Todos los que podían hacerlo, huían a los botes.
      En la playa les esperaban, emboscados, todos los demás. Nada más llegar un bote, lo atacaban sin esperar a que se organizaran.
      Entretanto, Amcor regresó a la playa para ayudar a los demás.
      Finalmente unos pocos enemigos que aún estaban vivos soltaron sus armas y levantaron las manos. Se rendían.
      Amcor ordenó atarles las manos y llevarlos a unas cuevas de Araginés, con el permiso del guanarteme. Debían de ser bien tratados pero vigilados en todo momento.
      También pidió que se recogieran las ropas y las armas de todos los hombres caídos que estaban en la playa. Y a los que se rindieron se les obligó a desnudarse, dándoseles unos tamarcos para vestirse.

   

-13-


Mientras todo eso sucedía en Gando, el barco de Yusuf desembarcaba en la desembocadura del Guiniguada, del lado de Atamareseit.
      Los habitantes de Atamareseit y de Aquexata no habían recibido la sugerencia de Amcor para no atacar; o si la habían recibido no le hicieron caso. En todo caso, decidieron expulsar de inmediato a los extranjeros.
      El extenso palmeral fue testigo de cómo los almorávides arrasaron a los canarios; estos con los magados, susmagos y piedras poco pudieron hacer frente a alfanjes y flechas.
      Yusuf ordenó de inmediato construir el fuerte, usando para ello toda la madera que pudieron hallar en las cercanías.
      Requirieron a los esclavos galeotes para transportar los troncos desde la montaña cercana hasta la playa. En pocos días ya tenían una muralla lo bastante firme como para resistir una fuerte acometida.
      Entretanto, Yusuf había enviado exploradores a reconocer las tierras cercanas. Todos regresaron y los que fueron hacia el poniente vinieron contando donde se hallaban los núcleos de población más importantes.
      Al parecer, aquellos salvajes vivían en cuevas y toscas casas de piedra. No llegaron a ver objetos de metal ni tejidos, y sólo unas pequeñas tierras cultivadas con algún cereal. Como dato positivo no parecían comer carne de cerdo; al menos sólo llegaron a ver cabras.
      Envalentonado por el éxito del primer enfrentamiento, Yusuf decidió no seguir los planes que él mismo había trazado. En lugar de marchar hacia el sur para unirse con el otro grupo, iría al oeste a conquistar el poblado más cercano. Luego seguiría un movimiento en forma de media luna por las montañas para converger con el grupo del sur. Él suponía que ellos podrían marchar tierra adentro sin dificultad, tal y como él había conseguido.
      Así pues tomó a dos de los cuatro camellos embarcados, y se los entregó a los dos mensajeros. Acompañados de cuatro hombres, irían al sur llevando un mapa donde explicaba sus planes.
      Y sin esperar la vuelta de los mensajeros, se encaminó hacia las montañas situadas al sudoeste.
      El camino era arduo, lleno de matorrales y además desconocido. Nadie les hizo frente, pero debían marchar despacio. Salvo Yusuf y el capitán del barco que iban sobre dromedarios, todos los hombres debían caminar por tierras llenas de rocas y plantas extrañas. Hasta los árboles eran peculiares: algunos parecían un monstruo de muchas cabezas.
      Llegaron a un barranco muy escarpado y Yusuf ordenó bajar con cuidado.
      Ya todos estaban dentro del barranco y el capitán almorávide se preguntaba si deberían subir por la otra ladera o seguir hacia arriba por el barranco.
      Entonces vio venir un grupo de hombres de la parte alta del cauce. Por precaución, ordenó detenerse a los suyos y preparar las armas. Los arqueros tensaron las cuerdas de sus arcos con las flechas a punto.
      ¡Eran los otros! Era evidente que habían recibido su mensaje y, más rápidos que ellos, habían llegado a la parte alta de aquel barranco.
      Ya más tranquilo, Yusuf ordenó guardar las armas.
      Sonó un extraño instrumento, como una trompeta o similar.
      ¡Y empezaron a llover las piedras desde ambas laderas del barranco! Los que había tomado como suyos resultaron ser infieles vestidos con las ropas de su gente y les atacaron con palos y piedras. Sólo algunos parecían saber manejar los alfanjes. ¡Y uno de ellos también sabía lanzar las flechas!
     
      Amcor marchaba hacia el norte por tierras de Telde con su grupo disfrazado cuando vio venir un pequeño grupo. Eran cuatro hombres a pie y dos más sobre unos animales que nunca había visto, aunque sí que había oído hablar de ellos; debían de ser camellos.
      Los seis fueron rodeados sin notar nada raro, hasta que hablaron en su lengua. Nadie les respondió, pues ninguno de los presentes sabía el árabe.
      Fueron rápidamente dominados y Amcor se hizo con la hoja de papel que llevaba uno de ellos.
      Tenía un texto en una lengua que debía ser árabe. Amcor no sabía leer, pues los vikingos no practicaban la escritura, pero sabía reconocer un mapa. Y aquel documento mostraba un mapa, tosco aunque evidente para quien supiera leerlo.
      Representaba el extremo nordeste de la isla, con la pequeña península junto a la bahía donde habían desembarcado los otros. Y mostraba el camino que pensaban seguir.
      -Van hacia Arehucas -dijo Amcor a los demás jefes allí presentes.
      -Debemos hacerles frente en el barranco de Tenoya -sugirió Tacaycate, quien también conocía al dedillo toda la geografía insular.
      -No es mala idea -respondió Amcor y todos los otros guayres estuvieron de acuerdo con ellos dos.
      Salvo el grupo disfrazado, todos los hombres disponibles marcharon hacia Tenoya. Los más veloces corrieron hasta Arehucas para avisarles del peligro y de cómo esperaban evitarlo. Lo más importante era evitar un ataque precoz: deberían esperar a que se encontraran con el grupo de Amcor.
      Las noticias habían llegado con rapidez a Arehucas, en incluso hasta Agáldar y Agaete. Como los de Amcor habían vencido a una parte de los extranjeros y también como los otros habían dominado a la gente de Atamareseit y Aquexata por atacar precipitadamente. Aquellos que decidieron dirigirse a Tenoya lo hicieron bajo el acuerdo de esperar al momento oportuno para el ataque.
      Amcor y su pequeño grupo portaban alfanjes y arcos con flechas. Sólo unos pocos habían demostrado ser capaces de manejar la espada árabe, siguiendo las explicaciones del ex vikingo. No era la espada que él había conocido, pero se le parecía. Respecto al uso del arco, él era el único capacitado para ello.
      Por eso todos ellos llevaban magados y tabonas en sitios escondidos, pues a la hora de luchar las armas extranjeras les servirían de muy poco.
      Localizaron a lo lejos al grupo de Yusuf, bajando al barranco cerca del mar. Los de Amcor bajaron más arriba y siguieron corriente abajo.
      El árabe al verlo desconfió al principio, pero muy pronto se quedó engañado por los disfraces.
      Era el momento de atacar.
      Hizo sonar el bucio.
      Después de tantos años, pudo disfrutar lanzando flechas con un arco. Su puntería no había desaparecido, seguía siendo muy buena.
      Los otros estaban tan sorprendidos que no acertaban a organizarse. No sabían si atacar a los que tenían enfrente o a quienes tiraban las piedras desde arriba. Piedras mortales en cualquier caso.
      Intentaron retroceder, pero ya había hombres en la parte baja del barranco, cerrándoles el paso.
      Finalmente, los pocos hombres que quedaban soltaron sus armas y levantaron los brazos en señal de rendición.
     
      Junto con los que habían permanecido en las cuevas de Araginés, todos los vencidos fueron llevados ante el guanarteme de Telde.
      Yusuf había muerto en el barranco y Amcor se plantó ahora ante el capitán del barco, que era el de mayor rango entre los presentes.
      El idioma era un problema, sin duda, pero por suerte los de Araginés no habían perdido el tiempo. Los prisioneros a su cargo aprendieron unas cuantas palabras canarias y pudieron servir de intérpretes.
      Quedó claro que se les perdonaba la vida y que podían volver a sus tierras si prometían que nunca más atacarían Tamarán ni a ninguna otra de las islas que llamaban Al-Kaledat.
      Los vencidos así lo prometieron.
      Fueron acompañados hasta la desembocadura del Guiniguada, donde se incendió el fortín que habían construido. Los botes estaban intactos y en ellos embarcaron los supervivientes.
      Al atardecer, Amcor vio satisfecho como el barco se alejaba rumbo al naciente.
      No todos los vencidos se fueron en el barco. Dos hombres habían sobrevivido al naufragio de Gando y dieron a entender que eran esclavos galeotes que querían quedarse. Y también otro prisionero de Araginés había aceptado abandonar las creencias musulmanas por las canarias para quedarse en Tamarán. Una joven de Araginés era la culpable de esa decisión, por supuesto.
     
      Amcor volvió a Tirjarna. Ahora podía ejercer de guanarteme con todo orgullo, pues su pueblo estaba creciendo. De hecho unos cuantos residentes en otras poblaciones habían decidido irse a vivir a las tierras del gran líder que había vencido a los extranjeros.
      Más aún. Su esposa Adaya había dado a luz un precioso niño al que llamaron Aridani. Y volvía a estar embarazada.
     
      Unos pocos años más tarde, se encendieron las hogueras de nuevo. Un barco, una galera musulmana, había atracado en Gando. Un bote llegó hasta la playa y un hombre pidió a gritos hablar con el capitán Amcor.
      Hizo de intérprete el que había sido soldado almorávide, ahora llamado Tamadana y que residía en Araginés. Confirmó que aquel mensajero deseaba hablar con Amcor, a quien daba el título de capitán.
      Por mediación de Tamadana, supieron que aquella no era una expedición de conquista. De hecho solicitaban el permiso para desembarcar, y prometían hacerlo en son de paz.
      Amcor dijo:
      -No soy yo quien tiene más poder en Tamarán, pero por mi parte les permito desembarcar con una condición. No se hará el más mínimo intento de convertirnos al Islam. Han de aceptar nuestras creencias o marcharse.
      El mensajero prometió llevar ese mensaje al barco.
      Poco más tarde desembarcaba un personaje, con todo el aspecto de estar al mando. Amcor le recordaba a Yusuf, el capitán almorávide.
      Este otro dijo llamarse ibn Farrouckh y traer un mensaje del sultán de Marrakuš para el capitán Amcor.
      Hizo entrega, por mediación del mensajero, de un papel para Amcor. Éste, como es natural no supo qué hacer con él, pues no sabía leer.
      Se lo dio a Tamadana, quien sí pudo leerlo.
      Según explicó, el sultán de Marrakuš prometía mantener las islas Al-Kaledat libres de cualquier intento de conquista o conversión al Islam. Todo barco procedente de Al-Muslim que llegara a las islas sería para comerciar o de visita siempre en paz y con la condición de que sus habitantes así lo permitieran. Finalmente, esperaba que le dieran permiso a ibn Farrouckh para conocer mejor a la isla y sus habitantes.
      Ibn Farrouckh recorrió la isla hasta Agáldar y volvió a Gando, encantado con todo lo que pudo ver y con el trato que le habían dado.
     
      Amcor volvió a su tierra y pudo dedicarse a gobernar.
      A veces recordaba las palabras de la vieja Sigridur. Nunca volvería a ver Dinamarca.
      Tampoco la echaba de menos.
      Aquí gobernaba en lo que parecía un paraíso.
      En paz.

Enlace a la 1ª parte (cap. 1 y 2)
Enlace a la 2ª parte (cap. 3 y 4)
Enlace a la 3ª parte (cap. 5 y 6)
Enlace a la 4ª parte (cap. 7, 8 y 9)
Enlace a la 5ª parte (cap. 10 y 11)

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