16 julio 2011

UN VIKINGO EN TAMARÁN.5

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Ese Beñesmén fue uno de los más felices que pasó Amcor. No sólo porque fue nombrado guayre, también porque reapareció Adaya. Había dejado ya la instrucción en el tamogante de Bentayga.
      Finalmente, Amcor había logrado preparar hidromiel con la ayuda de Hisaco. En la fiesta fue servido un poco, para todos los hombres. Todos los que lo probaron se deshicieron en elogios hacia la bebida y se sintieron muy frustrados cuando vieron que no había más.
      Ahora Amcor ya no tenía que pastorear, pues de eso se seguía encargando Guayasén; en cualquier caso y pese a su ascenso social, Amcor seguía manteniendo su buena relación con el trasquilado.
      Ahora sus obligaciones eran otras. Por ejemplo, varios días a la semana debía permanecer en el taro desde el que se divisaba el mar y buena parte de la costa.
      También podía ver la vecina Achinech, ahora con mayor claridad pues el Echeyde había dejado, por fin, de echar fuego y humo.
      Decían los mayores que ahora el volcán parecía tener un tapón; probablemente era el recurso que usó Acorán para mantener encerrado a Gabiot en el interior del infierno. Amcor no podía saberlo, pues nunca había visto la montaña antes de que empezara a vomitar fuego.
      Adaya ya no era harimaguada, y así podía ser pretendida por los jóvenes. Sin embargo al ser hija del guanarteme sólo podía desposarse con alguien del mismo rango. La única persona de su mismo rango era su hermano, Tacaycate, quien por supuesto no podía casarse con ella. De Artebirgo llegó una solicitud, y Utindama prometió estudiarla.
      El guanarteme habló del tema con su hija.
      -Adaya, sabes que debes elegir a un hombre. Si estás conforme, podríamos celebrarlo en el Beñesmén.
      -Sí, padre, ya lo he pensado. Cuando salí de Bentayga fue con esa idea.
      -Tenemos esta petición de Artebirgo...
      -¿Puedo negarme? No conozco al hijo del guanarteme.
      -Podría pedir que venga para que lo conozcas. Es un hombre joven, aunque no demasiado.
      -¡Es un viejo! Su anterior esposa murió no hace mucho.
      -Bueno, pero si no hay nadie mejor.
      -Podría ser un guayre.
      -Lo que imaginaba. ¡De acuerdo, si esa es tu elección! En tal caso no hay necesidad de buscar afuera. Están Guanache y Amcor, que son los únicos que no están desposados...
      -Guanache hace tiempo que me pretende, padre.
      -¿Esa es tu elección? Me satisface porque...
      -¡Perdona, padre, por interrumpirte! No he dicho que sea mi elección, únicamente que lleva tiempo pretendiéndome. Pero él lo que quiere es convertirse en guanarteme, y sólo lo puede conseguir si se casa conmigo.
      -Es una ambición válida en un hombre, y a mí no me parece mal mientras no quiera hacerse con el mando antes de tiempo.
      -Está Tacaycate, quien merece ser el guanarteme cuando tú te vayas con Acorán.
      -¡Eso no tiene nada que ver con lo que estamos decidiendo, hija! Es algo que deberé decidir yo cuando llegue el momento.
      -Disculpa otra vez, padre. Lo que quiero decir es que no me gusta Guanache, ni creo que él me quiera en realidad.
      -Entiendo. ¿Debo suponer entonces que tu elección es Amcor?
      -Sí padre.
      Lo había elegido desde la primera vez que lo vio, herido en la cueva del faycán. Y si Adaya había decidido entrar en el tamogante como harimaguada fue precisamente para no tener que aguantar las pretensiones de Guanache. Ella no podía querer a un trasquilado y rechazar a un guayre así que lo mejor era recluirse.
      Adaya tenía una gran intuición, y pudo ver la ambición en los ojos del vikingo. Ella suponía así que Amcor no permanecería mucho tiempo como trasquilado. Y acertó.
      Aunque estaban recluidas, todas las harimaguadas tenían formas para enterarse de lo que ocurría en el mundo exterior. Adaya supo así que Amcor había logrado defender al pueblo de Amogán de una incursión para robar ganado. Incluso supo que lo consiguió gracias a un artefacto que había inventado, un trozo de piel que permitía lanzar las piedras con fuerza y más lejos. Y, por supuesto, que por sus méritos había sido ascendido a guayre para suplir la plaza de Teniguado.
      Las harimaguadas que eran hijas de guanartemes o guayres estaban casi siempre a condición, no de forma permanente. Cuando cualquiera de ellas lo deseaba, abandonaba la reclusión para volver con los suyos, casi siempre para casarse. Así que Adaya no tuvo ningún problema para marcharse. La madre harimaguada (como llamaban a la más veterana de las mujeres) la despidió con lágrimas en los ojos.
      Ahora ella podría casarse con Amcor sin problemas.
      En realidad sí que hubo un problema. Guanache cogió tal enfado que a punto estuvo de ser degradado a trasquilado. Pero comprendiendo que no podía hacer nada, optó por pedir la mano de la hija mayor de Abiam, que era de su misma clase; de hecho ella era una mujer que le gustaba desde hacía tiempo y si no fuera por su ambición hacia Adaya, la habría desposado hacia ya años.
      Un mes antes del Beñesmén, Adaya entró en la cueva para el engorde. Durante ese tiempo no tuvo ninguna obligación, salvo la de comer para que estuviera hermosa en la boda.
      Otras mujeres estaban sometidas al mismo rito. La semana antes del Beñesmén, las dos trasquiladas que iban a casarse fueron llevadas ante el guanarteme, para que ejerciera su derecho de pernada. Utindama no estaba ya para esos trotes, y cedió su derecho a dos de sus guayres, Guanache y Amcor.
      Amcor se portó bien con la chica que le tocó. Era virgen, como sospechaba, y él trató de ser lo más suave posible. Si imaginó que ella era Adaya e incluso la llamó así en el momento de mayor pasión.
      Como aquel acto era público, los asistentes no pudieron evitar la risa. Cuando se lo contaron a Adaya, ésta enrojeció.
      Por ser hija del guanarteme, Adaya quedaba fuera del derecho de pernada.
      Por su parte, Amcor tenía unos planes que estaba obligado a compartir con Utindama. Éste los consideró convenientes, y dio su visto bueno.
      Llegado el Beñesmén, Amcor y Adaya se desposaron y se fueron a vivir a la cueva nueva de Amcor. Desde que fue nombrado guayre, éste había abandonado la que compartía con Guayasén y otros trasquilados para irse a otra más cercana al faycán y al guanarteme.
      Pero sólo vivieron allí unos pocos días. Mientras aún era el verano era la mejor época para organizar la mudanza a las viejas cuevas de Tirjarna.
      Con ellos se fueron unos cuantos habitantes de Amogán, muchos de ellos hijos o nietos de los antiguos habitantes de Tirjarna. También Guayasén se fue con ellos.
      Por más que miraron por todos los rincones, no vieron señales algunas de las tibicenas. Ni siquiera una huella de perro, salvo las de los que llevaron consigo.
      No había nada que temer. Las cuevas eran habitables.
      La idea era que, cuando el grupo fuera lo suficientemente grande, Amcor se convertiría en guanarteme del nuevo núcleo. Eso fue lo que le propuso a Utindama.
      Y en Amogán, Tacaycate sería el nuevo guanarteme cuando a Utindama le llegara el momento de ser un xaxo y conducido a la cueva en Guayadeque.

 
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Yusuf ibn Hašan al-Mu'yyad era capitán de las tropas almorávides. Había conocido unas cuantas victorias, sobre todo la de Fez. En la nueva ciudad de Marrakuš solicitó una entrevista con el sultán.
      Durante sus viajes por la costa, Yusuf había observado la existencia de unas islas, a no mucha distancia de la costa y que para su sorpresa estaban habitadas por infieles. Yusuf preguntó a la gente de la costa cercana, y no le habían dado mucha información.
      Las llamaban Islas del Infierno, porque de alguna de ellas salía fuego en ocasiones. De hecho, según le contaron, no hacía muchos años que el fuego era visible en la más alta, aquella con una montaña que llegaba hasta el cielo y que a veces podía verse desde la costa continental. Con el fuego, terribles truenos que llegaban a muchas leguas y nubes de ceniza negra que cubrían el cielo. Los pescadores aún temían meterse por aquellas aguas, pese a saber que había muy buena pesca.
      Yusuf preguntó aquí y allá y finalmente sólo averiguó unas cuantas cosas más. Las suficientes para motivarle a entrevistarse con el sultán.
      Nunca lo habría conseguido de no tener bastante oro para acelerar los trámites. Pues no en vano Yusuf había sacado buen provecho de las razzias en las que había participado.
      Ese día visitó la mezquita por la mañana y, tras colocarse en dirección a Levante, rezó sus oraciones como era debido. Esperaba que Alah le ayudara, aunque por descontado que Él tenía la última palabra.
      Marrakuš ya empezaba a parecer la Medina Al-Ham'rá (la ciudad roja), pero aún tenía pocos edificios, pues se trataba de una ciudad nueva. Entre los rojos edificios destacaba el palacio del sultán.
      Fue recibido en la puerta por un oficial, quien confirmó su audiencia y le invitó a pasar al jardín. Las fuentes, las hermosas plantas y la música hacían olvidar que a no mucha distancia estaba el desierto. A través del enrejado de una ventana, Yusuf pudo ver, fugazmente, a una de las esposas del sultán.
      Hizo como que no la había visto, pues sólo reconocerlo ya era delito.
      El sultán le esperaba sentado en su despacho. Tras los saludos de rigor y algunas preguntas sobre su familia, el sultán ordenó traer té.
      No era correcto hablar de temas importantes durante la ceremonia del té, así que Yusuf aceptó los temas intrascendentes que el sultán abordaba, y si en alguna cuestión no estaba de acuerdo prudentemente calló su opinión.
      El té fue servido por dos hermosas esclavas, muy perfumadas. Por supuesto, llevaban la cara cubierta y vestían muy pudorosas, aunque los suaves tejidos no podían ocultar sus hermosos cuerpos. Yusuf sólo pudo verrles los ojos, embellecidos a conciencia con kohl.
      El sultán les ordenó retirarse con un gesto y las dos mujeres se fueron dejándolos solos.
      Realmente solos no estaban, por supuesto. A poca distancia, varios centinelas no le quitaban ojo de encima. Yusuf había tenido que entregar su alfanje y su puñal a la entrada, y si hubiera intentado hacer un solo movimiento sospechoso hacia el sultán, habría sido atacado de inmediato.
      Pero eso era lo normal, y como a fin de cuentas Yusuf no pretendía atentar contra la vida del sultán, optó por ignorar tales detalles. Estaban solos y como tales podían hablar libremente.
      El sultán le preguntó sobre la guerra en al-Ándalus. Yusuf, por supuesto, estaba plenamente de acuerdo. Hacia ya unos cuantos años que Córdoba había desafiado a La Meca al crear un califato, que luego se escindió en los reinos de taifas. Había que controlar a esos herejes y conseguir que aceptaran la verdadera religión tal y como era preceptivo. Y luego también era necesario recuperar las tierras conquistadas por los reyes cristianos.
      Hablaron de otros enemigos. Los normandos venían de más al norte que las tierras cristianas y se atrevían a amenazar a los árabes. Incluso habían tomado la isla de Sicilia, demasiado cerca de Túnez.
      Y finalmente, el sultán decidió que ya era hora de saber a qué había venido Yusuf. Éste le habló de las Islas del Infierno. Eran siete islas, habitadas por salvajes infieles, conocidas desde los romanos.
      El sultán, por supuesto, se había informado previamente y le mostró una copia de un mapa de las llamadas Hespérides, de la época del emperador Augusto. También eran conocidas por los sabios árabes, que las llamaban Al-Kaledat (Las Eternas).
      Yusuf se quedó sorprendido. El sultán tenía muy buenas fuentes.
      De las siete, las dos más cercanas a la costa estaban muy poco pobladas y tenían pocos recursos. Las dos mayores eran las más interesantes, pues estaban más pobladas.
      -Pero me han dicho que en una de ellas hay una montaña que aunque llega hasta el cielo es la entrada al infierno -completó su exposición el sultán.
      -Sí, mi señor, eso se dice. Hasta no hace mucho, salía fuego de esa montaña. Pero está la otra, donde no hay montañas de fuego.
      -¿Y qué hay allí?
      -Hombres. Infieles y salvajes, que podrían ser enseñados. O dominados si no quieren aceptar por las buenas la Palabra.
      -¿Conquista, no? ¿Es eso lo que pides?
      -¡Sí, mi señor! Solicito el permiso para proceder a la conquista de esas islas para mayor gloria del Islam.
      -No es sólo permiso lo que tú quieres, Yusuf.
      -No, mi señor. Necesito barcos, hombres, armas y provisiones.
      -Bien, ¿qué es lo que pides exactamente?
      -Cinco galeras de tamaño pequeño, bien equipadas con una compañía de soldados y arqueros, y las provisiones para unas cuantas semanas.
      -Pides mucho.
      -Pido lo que creo que sería adecuado. Para asegurar la victoria y conquistar las siete islas, y para crear unas bases fortificadas en condiciones.
      -El problema, Yusuf, es que la guerra en al-Ándalus tiene prioridad, como tú mismo has reconocido. Pero te doy el permiso que solicitas. Y te haré entrega de una carta para que el emir de Tánger te facilite los medios adecuados. Dos galeras, no más te puedo dejar. Estoy seguro de que un buen capitán como tú sabrá hacer provecho de ellas.
      -Como ordene mi señor. Me siento muy agradecido de que me haya escuchado. Alah ha oído mis oraciones y ha movido a mi señor a atenderme.
      -Alah siempre nos ayuda, Yusuf. Puedes retirarte.
      Ya con el papel firmado por el sultán, Yusuf subió a lomos de su dromedario. Avisó a sus ayudantes y escoltas y se puso en marcha sin esperar al nuevo día. Quería llegar a Tánger lo antes posible.
      En la ciudad puerto, Yusuf pidió una entrevista con el emir. Esta vez no tuvo que hacer mucho uso del oro para acelerar los trámites; bastaba con mostrar la firma del sultán para que los funcionarios se dieran prisa en atenderle. Lo mismo sucedió con el emir; aunque lamentó no tener más que dos barcos algo viejos y que debían ser puestos a punto, se los entregó al capitán con toda clase de parabienes y buenos deseos.
      Yusuf no era un experto marinero, pero tampoco un hombre de tierra adentro que no supiera nada de la mar. Comprendió que aquellos dos barcos estaban muy cercanos al desguace.
      Esta vez sí que tuvo que echar mano de sus riquezas para ponerlos a punto. Debió mudar su residencia a Tánger para encargarse personalmente de los gastos; no se fiaba de los agentes que el emir puso a su cargo.
      Al menos la carta del sultán le permitió reclutar a un número adecuado de hombres armados, y comprar esclavos a buen precio para los remos.
      Al fin zarpó un día de primavera y puso rumbo suroeste. Gracias a los instrumentos de navegación, que había aprendido a usar en el tiempo que permaneció en Tánger, podía trazar su rumbo con bastante seguridad; aunque de forma invariable lo consultaba con el capitán del barco, lo hacía más por cuestiones de protocolo.
      Llegando desde el norte, avistaron la más septentrional de las dos islas orientales. Yusuf vio una colección de montañas áridas, una especie de prolongación del desierto más allá del mar. No le pareció interesante, tal y como le habían dicho. La otra isla llana asomaba al sur.
      Pronto pudo ver, a la derecha, la isla tercera, la que había elegido como destino.
      Una punta montañosa y llena de arrecifes se adentraba en el mar. Yusuf conferenció con el capitán del segundo barco y decidieron bordearla, uno por la derecha y el otro por la izquierda. Deberían volver a encontrarse al otro extremo de la isla, con la voluntad de Alah, y allí contrastarían sus respectivos informes.
      Yusuf eligió seguir por el lado este, con rumbo sur, mientras la otra galera seguía rumbo a poniente.
      Pasada la punta de los arrecifes, Yusuf vio una extensa bahía. Una pequeña península la protegía de los vientos dominantes, y tenía una playa en la desembocadura de un arroyo o barranco. Parecía un lugar adecuado para un puerto, o al menos para un desembarco.
      Siguió navegando manteniendo la costa a la vista. Apreció señales de vida, tales como hogueras, pero ningún edificio.
      Más al sur se encontraron con otro saliente que resguardaba una bahía, también adecuada para el desembarco, playa y desembocadura incluidas.
      Prosiguieron navegando, ahora hacia el oeste. Ya no se apreciaban otros lugares adecuados para entrar en la isla. Había algunos acantilados, también playas y desembocaduras de barrancos, pero todas estaban expuestas a la fuerza del mar.
      Finalmente dieron con unos enormes acantilados ya hacia la parte sudoeste de la isla, cuando localizaron la otra galera.
      El otro barco había tenido más problemas para navegar, pues encontró un mar bravío en casi todo el recorrido. Además, no localizó ni un solo lugar lo bastante resguardado como para realizar un desembarco.
      -No importa -afirmó Yusuf-. Nosotros hemos hallado dos.
      El barco de Yusuf dio media vuelta y volvió por donde vino, esta vez acompañado de la otra galera.
      Yusuf había decidido hacer dos desembarcos en cada una de las dos bahías que había hallado por el este. Estaban lo suficientemente cerca como para intentar un movimiento en forma de pinza. Daba por supuesto que cada grupo podría asentarse sin dificultad, venciendo a los salvajes. De cada una de las dos fortificaciones saldría un grupo que se uniría con el otro. Y luego ya organizarían la conquista del resto de la isla.
      Si alguno de los grupos fracasaba en su intento, el otro le ayudaría. Por eso era primordial construir unos fuertes en las playas.

(Continuará)

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