15 julio 2011

UN VIKINGO EN TAMARÁN.3

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Asbjörn despertó y creyó estar en el Valhalla. Una valkiria estaba cuidándolo. La llamó y le dio las gracias, mientras ella le hacía beber un líquido amargo
      Cayó en la cuenta de que era una valkiria de pelo negro. ¡Y él que pensaba que todas las valkirias eran rubias!
      En todo caso, bajo sus cuidados se sintió más tranquilo. El fuerte dolor que tenía en la cabeza fue pasando y sintió sueño.
      Dormiría y luego buscaría a Odín, para ver si realmente el Valhalla era como decían.
      Al despertar, se sintió fuera de lugar. ¿Dónde estaba? No era sobre la cubierta del drakkar ni en su choza de Alabu.
      Era una cueva, un lugar desconocido. Y tenía un fuerte dolor de cabeza.
      Apareció una chica joven y le ofreció un líquido amargo en un tosco cacharro de barro cocido.
      La mujer y el líquido le ayudaron a recordar.
      Era una valkiria y él debía estar en el Valhalla, muerto.
      ¿O tal vez no?
      ¿Acaso estaba vivo y en otro lugar?
      Porque se suponía que los muertos ya no tenían dolores. Y a él no sólo le dolía la cabeza (ahora algo menos, después de un buen sorbo de aquel agua amarga), también sentía los brazos cansados y las piernas doloridas de tanto caminar. También tenía hambre, el lecho de piel olía de forma extraña y se le hacía incómodo.
      Y había más gente, que hablaba en una lengua desconocida.
      Fue entonces cuando se fijó mejor en la "valkiria". Vestía con una piel tosca, de cabra al parecer, que le cubría el torso pero no las piernas.
      También vio a un hombre, bastante viejo, que vestía de forma similar, aunque llevaba una especie de sombrero de cuero.
      Finalmente fue el fuerte olor a cabra, procedente del exterior, lo que le hizo caer en la cuenta de donde se hallaba.
      ¡En una cueva de los habitantes de la isla!
      Quiso saber de sus compañeros.
      -¿Dónde estoy? ¿Qué ha sido de Bjarni y los demás? ¿Qué me ha pasado?
      El viejo le oyó y le dijo algo a la chica. Ésta salió fuera de la cueva y vino con algo de comida sobre una tabla de madera.
      Le habló en su lengua, sin que Asbjörn entendiera nada.
      Observó la tabla. En ella había unos trozos de carne cocida, unos frutos desconocidos, una especie de sopa de color marrón en un cazo de barro y algo parecido a un pan de color grisáceo.
      La chica le ofreció la sopa. No era lo que parecía, pues si bien tenía un sabor que recordaba al caldo era mucho más espeso; parecía llevar alguna especie de harina.
      Asbjörn nunca fue muy exigente con las comidas. Y tenía hambre. Así que se bebió toda la sopa, o lo que fuera aquel líquido.
      Con la carne no tuvo el más mínimo problema para reconocerla. Era carne de cabra, aunque con un aroma distinto de lo que podía recordar. Parecía llevar algo de tomillo o alguna hierba por el estilo.
      Lo que parecía pan era una masa seca. El sabor recordaba a la "sopa", así que supuso que sería el mismo tipo de harina.
      Y los frutos eran desconocidos. Unos eran bayas violetas y los otros de color naranja, ambos jugosos y dulces.
      Después de la comida, que debía de ser una cena pues ya estaba oscureciendo, el viejo le dio a beber otra vez aquel líquido amargo que le quitaba el dolor de cabeza. Usando un candil, elaborado con arcilla y que olía a grasa de cerdo, el hombre examinó la cabeza de Asbjörn, palpando en el sitio donde le dolía más y hablando con la joven en aquella lengua extraña.
      El vikingo optó por no hacer preguntas mientras no pudiera conocer lo suficiente su lengua.
      Finalmente, el que debía ser un médico-brujo o sacerdote (para Asbjörn no había mucha diferencia entre uno y otro), lo dejó tranquilo. La chica le entregó un pellejo lleno de agua fresca.
      Ella comprendía que él necesitaba conocer la lengua.
      -Aemón -dijo, señalando el agua.
      Asbjörn supuso que quería decir "agua" pero tal vez se refería al envase. Tocó el recipiente de cuero y dijo "aemón".
      Ella negó con la cabeza y luego vertió un poco del agua.
      -Aemón -repitió.
      Ya más seguro, el vikingo tomó un sorbo de agua fresca y dijo una vez más "aemón". Ella asintió.
      Para Asbjörn, su sonrisa fue como si saliera el sol. Se señaló a sí mismo.
      - Asbjörn- dijo.
      Ella lo miró extrañada. No estaba segura de ser capaz de repetir aquella palabra.
      -Amcor- fue lo que dijo.
      Para el vikingo fue suficiente. Si ella quería llamarlo Amcor, él sería Amcor. Ya no más Asbjörn.
      La señaló a ella, sin atreverse a tocarla.
      -Adaya -respondió.
      Él se señaló a sí mismo y luego la señaló a ella.
      -Amcor -dijo primero y luego prosiguió-. Adaya.
      ¡Una nueva sonrisa como un amanecer!
      Adaya se señaló a sí misma.
      -¡Adaya! -y luego lo señaló a él-. Amcor.
      Siguió la lección de lenguaje. La masa de harina seca resultó ser "gofio" y la carne era de "baifo", probablemente cabrito.
   
      Amcor, el vikingo, se fue adaptando a la vida entre los habitantes de la isla, que se llamaban canarii a sí mismos. Poco a poco iba conociendo el lenguaje y sus costumbres.
      Hasta que llegó el día en el que tuvo que abandonar la cueva del faycán. Extrañado, observó que le cortaban todo el pelo y la barba y Adaya lo acampañó hasta una cueva donde vivían otros jóvenes, trasquilados como él.
      Ya había notado la existencia de dos castas, la de los peludos o nobles y la de los trasquilados o villanos. Estaba claro que debería vivir como un villano.
      Al menos podía seguir hablando con Adaya, quien ya sabía que era la hija del jefe, el guanarteme llamado Utindama.
      Tuvo la suerte de que le dejaron seguir vistiendo al estilo vikingo. Aquella ropa le daba bastante calor, pero le servía para recordar su origen.
      No sabía si volvería alguna expedición. Por lo que le habían contado, Bjarni había salido bastante escaldado, con tres muertos más Asbjörn, que no estaba muerto aunque lo dieron por tal. No sabía lo que contaría su capitán al llegar a las tierras del norte, pero incluso en el mejor de los casos tardarían unos años en organizar una expedición de conquista de aquellas islas. Y la presencia de aquella montaña de fuego (Echeyde lo llamaban los canarii) desde luego no animaba a la conquista.
      El que hubiera nativos aguerridos estaba claro que no desanimaría a ningún vikingo de verdad, pero también tenía que haber la seguridad de una recompensa a la lucha. Luchar por luchar no tenía sentido. Y ¿qué podría decirles Bjarni a los daneses que les convenciera de que valía la pena conquistar aquellas islas? Poco más al norte había oro y otras riquezas por las que valía más la pena buscar la lucha.
      Bien, Amcor esperaría unos años antes de darse por vencido. Entretanto, debía ganarse a aquellos nativos de Amogán. En especial a Adaya.
      Había unos nobles guerreros o tal vez la palabra fuera "consejeros". Eran los guayres.
      Dos de los guayres interesaban a Amcor más que los demás. Tacaycate era hermano de Adaya, y probable heredero del guanarteme. Se había mostrado amigable con Amcor, aunque no lo trataba mucho por su condición de trasquilado.
      El otro guayre era Guanache, y estaba coladito por Adaya. Era, por tanto, el rival de Amcor... suponiendo que él tuviera alguna posibilidad con ella, por supuesto.
      La ambición de Guanache era tan transparente como su amor por Adaya. Anhelaba casarse con ella (o como quiera que fuera la unión entre hombre y mujer entre los canarii), para llevar a ser el guanarteme.
      Es decir, además de ser el rival de Amcor, también lo era de Tacaycate.
      Eso le llevó a pensar a Amcor que Tacaycate podía ser su aliado. Pero, ¿cómo podía un trasquilado aliarse con un guayre?
      Tenía que conocer mejor las costumbres de aquella gente.
      Después de tres meses, Amcor tomó una decisión. Fue después de una noche en la que sopesó pros y contras.
      -Tamaragua, Guayasén -dio los buenos días al trasquilado con el que se llevaba mejor.
      -Tamaragua, Amcor -respondió aquel.
      -¿Cómo puedo conseguir un tamarco? No quiero llevar más estas ropas extranjeras. Aunque desearía guardarlas, ¿puedo hacerlo?
      -Puedes esconder tus ropas en un lugar que sólo tú conozcas. Hay una cueva más arriba en la que yo he escondido algunas cosas que no puedo decirte. Puedes guardar tus ropas, si quieres. Pero primero habla con el faycán para que te concedan tu tamarco.
      Amcor había decidido que debía parecer uno más entre ellos, y la ropa vikinga no le convenía. Pero quería guardarla por si alguna vez aparecían sus compatriotas.
      El verano estaba ya muy avanzado, y en realidad agradeció poder vestir más fresco. Pero se sentía extraño sin llevar unos pantalones, con sus partes al aire, aunque no fueran visibles bajo la piel del tamarco.
      Una vez le contaron que los antiguos romanos vestían así. Y que lo mismo hacían los religiosos cristianos. Pero la gente que él conocía, los "bárbaros" al decir de los romanos, llevaban pantalones. Con aquella especie de falda que era el tamarco se sentía como un hombre de la antigüedad.
      Guayasén le explicó que cuando hacía frío se solía poner una especie de taparrabo para abrigarse sus partes. Aparte de que el tamarco de invierno era mayor que el de verano, y más abrigado. Los guayres y guanartemes sí que vestían una ropa interior hecha de juncos.
      Amcor le preguntó si nevaba. Tuvo que explicarle lo que era la nieve.
      Guayasén sólo la había visto una vez.
      -En las cumbres de Texera cayó una vez y yo lo vi. Hacía mucho frío y para caminar por aquello blanco había que usar xercos- se refería a una especie de botines de piel.
      ¡Sólo nevó una vez según aquel joven! Amcor nunca había vivido en un lugar en el que no nevara. Supo que extrañaría el frío que obligaba a refugiarse al calor del hogar.
      También extrañaba las noches cortas. Se le hacía extraño ver oscurecer tan temprano, incluso en verano. En su tierra y en verano, todos se acostaban cuando el sol aún estaba sobre el horizonte, pues las noches apenas duraban un par de horas.
      Claro que en el invierno era al revés. Algunos días eran tan breves que el sol apenas subía un poco sobre el horizonte antes de ponerse de nuevo. Eso cuando llegaba a ser visible entre tormenta y tormenta.
      Tal vez en aquella isla de Tamarán, el clima fuera más agradable.
   
      En la lejana Dinamarca, cuando no navegaba, Asbjörn era agricultor. También cuidaba algunos animales de granja, pero su ocupación principal, en el verano, era labrar la tierra. En invierno pasaba los días cortísimos a la búsqueda de leña para calentar su casa. Otras veces ayudaba a elaborar cestas o a curtir las pieles. O simplemente se ponía a jugar con otros hombres desocupados.
      Nada de lo que sabía hacer le servía ahora a Amcor. Había unos campos sembrados pero se labraban de la forma más tosca, sin la ayuda de animales. Y todos los aperos eran de madera y cuerno, sin nada de metal.
      Otra parte del alimento se recogía en el bosque. Aunque más que bosque era una verdadera selva: húmeda, a veces impenetrable. No costaba mucho imaginar toda clase de monstruos al acecho en la sombra. Pero allí se recogían sabrosas bayas y setas.
      En la playa recogían peces y moluscos, también con métodos muy rudimentarios.
      De todos modos, la principal ocupación de Amcor era el pastoreo. El faycán, Hisaco, le había encargado de media docena de cabras, cuatro ovejas y dos cerdos y él tenía la obligación de sacarlos todos los días a pastar. Los cerdos los tenía en una especie de corral de piedra, llamado goro; Amcor los sacaba para que hicieran algo de ejercicio y al poco los devolvía al corral. Las cabras y ovejas tenían que estar fuera casi todo el día.
      Las ovejas apenas se distinguían de las cabras pues no tenían cuernos, ni tampoco lana. Amcor llevaba a todos al sitio que el faycán le había indicado, normalmente junto a la ladera del barranco. Una de las diferencias más evidentes entre ovejas y cabras era que las segundas se atrevían a subir por los riscos, buscando los lugares más increíbles, mientras que las ovejas preferían el llano.
      Guayasén le ayudaba en esas labores, sobre todo al principio. También contaban con un perro, al que llamaban Fasén, de una raza que Amcor nunca antes había visto. Tamaño más bien grande, sin llegar a ser como los de su tierra danesa, de color oscuro y hocico algo chato. Era un buen perro de pastoreo, obediente, muy inteligente, que sabía buscar a las cabras y hacerlas bajar cuando era necesario.
      Su compañero trasquilado le iba enseñando lo que sabía. En pocos meses, Amcor ya era capaz de entender a casi todo el mundo y conocía muchas de las costumbres canarias.
      Guayasén le habló de la fiesta, el Beñesmén. Ya el faycán les había dado la noticia, pronto lo celebrarían.
      En el Beñesmén la gente se divertía comiendo, bailando y luchando. Y en la lucha se demostraba lo que valía un hombre.
      Había unas cuantas formas para que un trasquilado dejara de serlo y se volviera noble. Una era demostrando su capacidad en la guerra; pero para eso debía haber una guerra. Otra era mediante demostraciones de valor, ante un hecho inesperado, como ayudar a alguien en un grave problema. Y la tercera era ganando en las luchadas.
      En su época como Asbjörn, había practicado la lucha con puños y cuchillo. Pero no tenía mucho que ver con lo que le había explicado Guayasén. La lucha que allí se practicaba no era ni a puñetazos ni a navajazos.
      Amcor decidió que lo mejor sería esperar a ver. Si el Beñesmén se celebraba todos los años, lo que debería hacer era prepararse para el próximo. Pero en éste sólo miraría.
      Llegó el día de la fiesta. Los olores de la comida abrían el apetito a todos, pero primero debían esperar.
      Hisaco sacó los dos cerdos del goro y los amarró a una cuerda para llevarlos a un sitio al que hasta entonces se le había prohibido entrar a Amcor. Era el almogarén, un recinto de piedra en cuyo centro había un ídolo de barro, al que llamaban Atara.
      Atara tenía forma más o menos femenina, por lo poco que Amcor llegó a ver sin acercarse mucho; sólo los guayres, el guanarteme, su hija y el faycán se podían acercar.
      Los cerdos se alimentaron con trozos selectos de la comida preparada, y el faycán rezó a los dioses. Rezó a la madre, Atara, a su hijo Acorán, y le rezó al demonio, Gabiot rogándole que permaneciera oculto. Hisaco recordó a todos que aún podía verse el fuego en el lejano Echeyde, donde Acorán y Gabiot decidían el futuro de los canarii, y de los habitantes de las demás islas.
      Cuando terminó el faycán con sus oraciones, Utindama hizo un anuncio. Su hija Adaya sería una harimaguada por un tiempo.
      -En esta fiesta tiene permiso para bailar si lo deseaba, pero debe mantenerse pura. Y a partir de mañana, cuando partirá para el tamogante, ningún hombre podrá siquiera dirigirle la palabra, bajo pena de muerte.
      Guanache mostró su pesar. Como guayre podía hacer una pregunta, la misma que tenía Amcor en mente.
      -¿Volverá alguna vez?
      -Sí. Cuando lo estime adecuado, podrá volver y casarse con el hombre que ella quiera.
      Finalmente, todos abandonaron el almoragén y regresaron al terreno central. Allí estaban montadas unas toscas mesas llenas de manjares, que atacaron como muertos de hambre. Allí ya no se diferenciaban nobles de trasquilados, todos podían comer lo que quisieran.
      Para beber había leche de cabra y de oveja, endulzadas con miel de palma. Y un jugo hecho con las frutas del madroño, ligeramente fermentado. No era la cerveza que Amcor echaba tanto de menos, ni mucho menos el hidromiel de los festejos, pero no estaba nada mal.
      Luego venían los juegos, sobre todo las luchas.
      Amcor observó bien cómo eran las reglas. Se amparó en su desconocimiento para rechazar todos los desafíos que le hicieron (y fueron unos cuantos).
      Primero se hicieron saltos. Con unas enormes pértigas, varios hombres demostraron su capacidad para bajar, ¡y para subir! por unas paredes casi verticales. Amcor los había visto en alguna ocasión pero hasta ese momento no había apreciado los detalles de la técnica.
      Luego fueron las trepadas. La competición consistía en llevar un pesado tronco al hombro subiendo por el risco, sin ninguna ayuda. Guayasén demostró su habilidad llegando el segundo a la cima.
      A continuación los hombres más fuertes y brutos hicieron levantamiento de toniques enormes.
      Finalmente, llegaron los enfrentamientos. Primero, la esquiva de piedras. Dos hombres se colocaban en un sitio del que no podían moverse y por turno se lanzaban uno al otro piedras redondas o afiladas, que debían esquivar sin mover un pie del sitio; perdía el que recibía una pedrada o se movía del lugar.
      Y luego fue Guanache el que desafió a otro guayre, Ventagay, a una luchada. Ambos pidieron permiso al guanarteme y al faycán, que fue concedido por ambos.
      Los dos se untaron con grasa de cabra. Luego se subieron a una especie de terraplén donde podían ser bien vistos por todos. Cada uno llevaba un garrote, tres piedras redondas y otras tantas tabonas.
      La primera parte fue otra demostración de esquiva, tirándose las piedras redondas. Luego los dos contendientes se acercaron y se atacaron mutuamente con los garrotes. Finalmente, el faycán dio la orden de tirar los garrotes y pasaron a acuchillarse con las tabonas. Ventagay recibió una herida en un brazo, pero la ignoró.
      Ambos luchadores llevaban un buen rato enfrentados cuando Hisaco ordenó tirar los cuchillos de piedra. Desde ese momento podían seguir luchando, pero sin armas.
      Había una regla en la que Amcor no había caído y es que debían permanecer en un cierto espacio sin caer al suelo. Habían trazado una especie de círculo en la tierra y los luchadores no salían del mismo. Igualmente, cuando el faycán decidía que ya habían luchado bastante se ordenaba un receso y las mujeres ofrecían agua y comida a los contendientes. Luego proseguía el enfrentamiento.
      Cuando finalmente, Ventagay quedó tumbado de espalda, el guanarteme gritó "gama, gama". Había terminado la lucha.
      Amcor decidió que debía aprender a luchar de esa manera, hasta ser capaz de vencer a Guanache.
   

-6-

Hisaco nunca se atrevería a ir en contra del guanarteme, pero la marcha de Adaya como harimaguada le había creado un grave problema. El faycán eran un hombre ya mayor y no tenía ayudante, salvo Adaya. Y ahora la había perdido, por lo que se había quedado solo para atender a todos los habitantes de Amogán.
      Tendría que preparar a alguien, y encima empezando desde cero. Un faycán debería ser necesariamente un noble, pero ni uno solo de ellos mostraba interés por las prácticas curativas. Los jóvenes sólo aspiraban a ser guayres, o si no a mandar a un buen grupo de trasquilados. Y las chicas sólo mostraban interés por el matrimonio, a ser posible con un guayre, eso por descontado.
      ¿Y si buscaba un ayudante entre los trasquilados? De entrada, no llegaría a ser faycán, evidentemente, pero si demostraba su valía tal vez sí. En todo caso no sería asunto suyo, si llegaba el caso.
      Hisaco sabía bien que el pueblo de Amogán no se quedaría sin ayuda cuando él faltara (o cuando ya estuviera demasiado viejo para andar visitando todas las cuevas). En Texera el faycán tenía dos ayudantes con experiencia, y cualquiera de ellos podría ocupar su lugar. Pero los amoganeses preferirían que fuera uno de los suyos, como es lo normal.
      Bien, un trasquilado pero, ¿quién?
      Sólo se le ocurría el extranjero, Amcor. Nunca valdría para faycán, pero había mostrado algún interés y quizás pudiera aprender.
      Pero primero tendría que estar más tiempo con los suyos. Aún no se podía fiar de él, pues no en vano vino como invasor.
      Hisaco decidió esperar un tiempo, como uno o dos años. Entretanto, sabría si Adaya permanecería mucho tiempo en el tamogante. Tal vez no tuviera necesidad de preparar a un ayudante.
   
      La marcha de Adaya también había afectado a los dos hombres que tenían interés en ella. Aunque ninguno había llegado a tener alguna oportunidad de relacionarse con la chica, así que no les supuso una pérdida irreparable a ninguno de ellos.
      De hecho, Guanache dejó de pensar en el vikingo como un posible rival, y empezó a verlo de otra manera. Ciertamente, era un hombre que no mostraba temor y tenía interés en aprender. Podría ser un buen subordinado.
   
      Amcor no podía olvidar su pasado. Él había sido un campesino y también hombre de armas, y lo poco que había aprendido se relacionaba directamente con ambas labores. Pero echaba en falta algunas cosas, por lo que se preguntaba si sería posible fabricarlas.
      Por ejemplo, las flechas. Ya había descubierto que en los espesos bosques crecían tejos, muy adecuados para fabricar arcos. Para las flechas valdría cualquier madera ligera, pero el problema era la punta: no había metales.
      De niño había jugado con arcos pequeños sin punta, y ya entonces sabía que se podía fabricar una flecha con punta endurecida al fuego. No atravesaría una coraza, pero sí una paloma; por lo tanto serviría para cazar.
      Intentó fabricar un arco con una cuerda de cuero de oveja, pero se dio cuenta de que no era tan sencillo. Todas sus pruebas fueron un fracaso y nadie captó la idea.
      También echaba de menos la cerveza. Y el hidromiel que podía beber en el festival de Odín, pues sólo entonces estaba permitido beberlo.
      No tenía ni idea de cómo fabricar cerveza. Lo único que sabía era que se hacía con cebada, y ya había visto que los canarii la cultivaban. Pero no mucha, y toda se dedicaba a fabricar gofio, por lo que no veía como podría conseguir apartar un poco para hacer cerveza. Aparte del pequeño detalle de que no sabría qué hacer con ella.
      El hidromiel era más simple, o eso creía. Sería cosa de mezclar miel con agua y dejarlo fermentar. Pero para eso necesitaría la ayuda del faycán. Dejó la idea guardada para cuando pudiera hacer algo.
      Todavía le quedaban ideas. Pero como trasquilado no podía llevarlas a cabo.
      ¡Ya tendría tiempo para ello!
   
      Mientras tanto, él y Guayasén cuidaban del ganado de Hisaco, con la ayuda de Fasén, el perro.
      Las labores pastoriles les dejaban bastante tiempo libre que dedicaban a la lucha. Guayasén era buen instructor, pues tenía mucha paciencia con los fallos de Amcor, acostumbrado a otras formas de luchar.
      El mayor error de Amcor eran sus jugarretas, algunas muy sucias. Guayasén insistía una y otra vez en que la lucha debía de ser limpia. Si el otro caía, no debía aprovecharse de su debilidad, tampoco eran válidos los golpes bajos, o las trampas para obligar a moverse al otro.
      Poco a poco Amcor acabó por captar la idea principal: lo que primaba era la habilidad para moverse, más incluso que la fuerza bruta. Los buenos luchadores no eran los más fuertes sino los más ágiles, aquellos que sabían aprovechar su fuerza de la mejor manera, e incluso la fuerza del otro en su contra.
      Pero no todo era aprender a luchar. Tenían trabajo, sobre todo con las cabras, que se metían donde no debían. Las ovejas rara vez salían de la tierra acotada para ellas si tenían comida a su gusto. Pero las cabras subían por las laderas y llegaban a los lugares más inaccesibles.
      Fasén les resultaba de gran ayuda, pues él también subía por los riscos y mordisqueaba al animal díscolo para obligarle a bajar cuando su amo (Guayasén) se lo ordenaba. El perro sólo le obedecía a él, nunca hacía caso a Amcor.
      De todos modos, había ocasiones en las que una de las cabras, una negra llamada Tigual, subía a tales lugares que ni Fasén era capaz de llegar. Si querían que bajara debían hacerlo a base de pedradas, y a veces ni así. En tales casos debía subir uno de ellos para obligarle a bajar.
      Había un rincón en el medio de la ladera que resultaba especialmente atractivo para Tigual. Una pequeña grieta producía un naciente de agua y allí crecían las hierbas más apetitosas, una golosina para cualquier cabra. Pero aquel sitio estaba a una altura mayor que tres hombres, puestos uno encima del otro, y sólo una cabra loca era capaz de subir hasta allí. Para mayor complicación, justo debajo corría el barranco excavado entre unas paredes lisas.
   
      Un día de invierno, el barranco corría lleno de agua pues había llovido considerablemente. La tierra estaba impregnada de agua y eran frecuentes los resbalones. Guayasén y Amcor tenían los pies llenos de fango, pero no podían hacer gran cosa, salvo evitar los charcos visibles.
      Y Tigual eligió ese día inhóspito para hacer su travesura. Cuando Amcor se dio cuenta, el animal había subido a su lugar favorito. Le tiró una piedra, que pese a darle en todo el lomo no sirvió de mucho: la cabra siguió comiendo.
      Guayasén estaba ocupado con las ovejas y cuando vio lo que pasaba, exclamó: -¡Por Gabiot, ya estamos otra vez! ¡Fasén, trae a Tigual!
      El perro fue, obediente, pero el llegar al risco comenzó a gemir. No era capaz de subir por allí.
      -¡Fasén, trae a Tigual! -repitió Guayasén.
      El perro intentó subir por la pared fangosa, pero resbaló y cayó. No se hizo daño, pero vino junto a su amo con el rabo entre las piernas. Odiaba ser incapaz de obedecer.
      -¡Vale, vale, ya veo que lo has intentado! -su amo le acarició la cabeza para calmarlo. Y dirigiéndose ahora a su compañero, dijo-: Amcor, voy a subir a ver si la hago bajar.
      -¡Pero es una locura!
      -Tendré cuidado.
      Guayasén se apoyó en su lanza de pastor, con la punta de cuerno. Clavándola en el suelo la usó como apoyo para ir subiendo por la pared fangosa.
      Ya había subido casi todo el recorrido, y estaba a punto de tocar a la cabra, cuando el punto de apoyo donde había clavado la lanza cedió.
      El pastor cayó al barranco, lleno de agua.
      -¡Guayasén! -exclamó Amcor, a la vez que corría hacia el borde del barranco.
      Pudo ver al otro, tendido sobre las rocas, al parecer inconsciente. Tenía la cabeza bajo el agua por lo que se ahogaría en poco tiempo si nadie lo sacaba.
      Amcor ni lo pensó. Bajar al barranco era peligroso, pues las rocas estaban resbaladizas y el agua corría con fuerza, pero eso no representó ningún obstáculo para él.
      La pared cercana tenía una altura de unos tres pies, por lo que se dejó resbalar por ella, cayendo de pie en el agua. No fue una buena caída, y de hecho a punto estuvo de caer de bruces al agua; las piedras eran más irregulares de lo que había supuesto.
      Pero Amcor se repuso y conservó el equilibrio. Caminando entre las rocas y el agua, llegó hasta donde yacía su compañero y sacó la cabeza del agua. Eso era lo primero, sin ninguna duda.
      Ahora sólo quedaba sacarlo del agua. Pero no iba a ser nada fácil.
      Amcor trató de hacerlo despertar. Pero tenía un fuerte golpe y estaba inconsciente; la sangre le corría por la cara, ahora que no estaba el agua del barranco para lavársela.
      Tal vez podría cargar con él, pero no podría sacarlo del barranco.
      Fasén les observaba desde el borde.
      -¡Trae ayuda, Fasén! -exclamó Amcor-. ¡Trae ayuda!
      El animal se le quedó mirando.
      -¡Trae ayuda para Guayasén! ¡Fasén, trae ayuda!
      ¡Y Fasén se echó a correr! Quizás había comprendido que su amo estaba en peligro y que su deber era buscar ayuda.
      Bien fuera porque el perro los fue a buscar, o tal vez porque vieron lo que había sucedido, lo cierto es que muy pronto llegaron otras personas. Así Amcor pudo sacar a Guayasén, subiéndolo por la pared del barranco con la ayuda de los demás.
      Hisaco también había venido y, tras ordenar poner al herido en el suelo, lo estaba examinando.
      Con una tabona bien afilada, le afeitó por completo el cabello en el área de la herida. Luego lo lavó con agua para así poder bien su estado.
      Guayasén aún seguía inconsciente, pero respiraba con normalidad.
      -Se pondrá bien -dijo el faycán-, con la ayuda de Acorán desde luego.
      -¿Y si no despierta? -preguntó Amcor.
      -Espero que lo haga pronto. Lo que me preocupa es que se le hinche la cabeza y tenga que hacer un agujero.
      -¿Agujero? ¿En la cabeza?
      -Sí. A veces se hincha por dentro del hueso y hay que hacer un agujero en él para que salga el líquido. Yo sé como hacerlo, pero para eso me hace falta ayuda. Es una pena que no esté Adaya, porque ella me serviría de ayuda.
      -¿No podría servir otra persona?
      -Conviene que sea alguien que ya haya ayudado. Y no hay nadie en Amogán ahora mismo.
      -¿Qué podríamos hacer?
      -Llamar a alguien de Texera. El faycán de allí tiene un buen ayudante. Pero sólo lo mandaremos a buscar si hace falta. Por ahora no veo que haya mucha hinchazón.
      Poco después, Guayasén despertaba sin recordar nada de lo sucedido. Amcor le ayudó a caminar hasta la cueva del faycán y allí lo dejó al cuidado de Hisaco.
      Ahora solo, se dedicó a recoger todo el ganado y conducirlo hasta su cueva.
      Pero Tigual seguía allá arriba, encaramada en la ladera inaccesible. Y no mostraba traza alguna de querer bajar.
      Amcor la miró con odio. De haber tenido un arco con flechas la habría acribillado.
      Pero no podía hacerlo, tanto por no tener el arco ni las flechas, tampoco porque Tigual pertenecía a Hisaco y a él correspondía decidir sobre el animal.
      Amcor meditó un poco. Tal vez el faycán decidiera que fuera sacrificado, para lo que podría servir un magado bien lanzado. Pero él suponía que a Hisaco le encantaría seguir contando el animal, pues le faltaba poco para criar y daba una buena leche.
      Amcor fue a hablar con Tacaycate. Lo encontró en la entrada de la cueva del guanarteme, lo que fue una suerte pues Amcor no habría podido entrar sin tener permiso.
      El trasquilado le hizo señas para llamar la atención del guayre.
      -¿Qué se te ofrece, Amcor?
      -Mi señor, una cabra de las que el faycán ha puesto al cuidado mío y de Guayasén tiene la mala costumbre de subir por la ladera a un lugar inaccesible. Mi compañero ha tenido un grave accidente al tratar de hacerla bajar, y el animal sigue allá arriba.
      -Sí, pero será cosa de Hisaco si decide que hay que matarla. Si se empeña en quedarse allá arriba y no baja...
      -Mi señor, creo que podría recogerla desde arriba. Para eso necesito ayuda.
      -¿Desde arriba? ¿Cómo?
      -Yo sería capaz de descolgarme con una cuerda, si hay una lo bastante larga y fuerte. Y alguien que me aguante desde la cima.
      -Creo que entiendo tu idea. Me parece una locura, pero si eres tú quien lo va a hacer y estás decidido, ¡adelante! Habla con Guanache, que él te dará los hombres que hagan falta. Y yo te buscaré esa cuerda.
      Amcor no quería hablar con Guanache, pero a fin de cuentas se le había ordenado. Tampoco Guanache se quedó contento de colaborar con aquel trasquilado extranjero, pero no podía negarse a una sugerencia de Tacaycate.
      Seis hombres, entre ellos Guanache y Tacaycate, subieron a la montaña justo por encima de donde estaba la cabra, balando de miedo (quería bajar pero no se atrevía pues ya había notado que la tierra estaba resbaladiza). Con ellos subió Amcor llevando un buen trozo de cuerda, hecha con tiras de cuero trenzado.
      Ya arriba, buscó una roca lo bastante firme y amarró a ella un extremo de la soga. El otro extremo se lo sujetó alrededor de la cintura, formando un lazo bien apretado que no fuera corredizo. Tiró con fuerza de la cuerda hasta quedar convencido.
      Dos hombres se colocaron en el borde del barranco, sujetando la cuerda.
      -Ustedes aguanten mi peso, y sólo deben ir dejando caer un poco de soga mientras yo voy bajando -les explicó-. Iré dando pequeños tirones para que suelten un poco. Pero sólo un poco.
      Cogió varios trozos de cuerda para sujetar al animal.
      -Si no consigo amarrarla, la despeñaré -explicó. Hisaco había dado su visto bueno a la maniobra. Quería recuperar a la cabra, pero no era cosa de que un hombre muriera por salvarla.
      Amcor se colocó en el borde del precipicio y miró hacia abajo. Había algunos lugares donde podía agarrarse, pues siempre era mejor bajar agarrado que no confiar por completo en la cuerda.
      Sin embargo, la roca estaba resbaladiza y apenas hubo dado unos pasos bajando por la pared, perdió pie y quedó colgando.
      La cuerda soportaba bien su peso.
      -¡Suelten un poco más!
      Bajó unos pies y pudo agarrarse a una raíz que sobresalía. Luego se sujetó a una roca.
      -¡Suelten!
      Ahora la cuerda tendía sobre él mientras seguía bajando aferrado a cualquier pequeño saliente en el que pudiera apoyar sus manos y sus pies.
      Finalmente llegó hasta donde Tigual balaba desesperada.
      -¡Tranquila, Tigual!
      Amcor trató de acariciarla. Pero el arisco animal intentó cornearlo.
      -¡Por Gabiot! ¡Estate quieta! -Amcor había practicado las exclamaciones canarias hasta hacerlas suyas.
      Tendría que amarrar a Tigual. Lo que no sería nada fácil, estando colgado de una cuerda.
      -¡Aguanten bien! -gritó-. ¡Ahora viene lo bueno!
      En la pequeña terraza había espacio suficiente para estar él y para tumbar al animal. Sin darle tiempo para reaccionar, hizo un lazo corredizo con una de las cuerdas que llevaba y le sujetó las patas delanteras. Luego hizo lo propio con las traseras, lo que por cierto le dio más trabajo pues ahora la cabra sabía lo que le esperaba, y además ya estaba tumbada. Finalmente le sujetó la cabeza con fuerza, con un solo brazo mientras con el otro le aferraba el lomo.
      -¡Suban con fuerza! -gritó.
      Ahora hicieron falta los seis hombres para tirar de Amcor y la cabra preñada. Y además tenían que hacerlo rápido, mientras Amcor se desgañitaba soportando el peso del animal que pendía con él sobre el vacío.
      Llegaron arriba, y dos de los hombres recogieron a la cabra mientras los demás mantenían la cuerda.
      Finalmente, Amcor subió por su propio pie, dejándose caer agotado al suelo.
      No pudo soltar la cuerda que tenía sujeta a la cintura. Una tabona sirvió para liberlo.
      Tigual balaba de miedo, aún amarrada. Uno de los trasquilados que había colaborado se disponía a cortar las cuerdas que la sujetaban.
      -¡No! ¡Déjala amarrada! -exclamó Amcor.
      Tan pronto hubo tomado algo de resuello, cogió a la cabra en brazos y se la echó sobre los hombros.
      -¡Vamos! -le dijo a los otros hombres, que lo miraban atónitos.
      Fue una demostración de fuerza no meditada, pero con aquel acto Amcor ganó suficientes méritos entre los hombres. Ni siquiera Guanache volvió a mencionar su origen extranjero.
      Hisaco quedó complacido por recuperar al animal, y se dispuso a enseñar todo lo que sabía a Amcor, cuyo ingenio había quedado bien demostrado, y cuya fuerza y valor ya nadie las ponía en duda.

(Continuará)
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