14 julio 2011

UN VIKINGO EN TAMARÁN.2

-3-


Bjarni montó un pequeño campamento en la playa, lejos de los restos que indicaban hasta donde podía llegar la marea. Su intención era hacer una incursión prolongada en aquella isla, explorarla y ver qué riquezas podía conseguir allí.
      No le importaba que tal vez los nativos los estuvieran contemplando. Muy pronto tendrían motivos para temerles.
      Al principio pensó en instalar el campamento junto a uno de los riscos que bordeaban el barranco, pero pensó que desde la cumbre sería fácil lanzarles piedras. Por eso montó el campamento en el medio, junto al cauce por el que corría algo de agua.
      Dos hombres se quedarían vigilando el campamento, mientras los demás exploraban el valle que se extendía cauce arriba.
      A todos les llamó la atención la arena negra de la playa. Había piedras de todos los tamaños, en su mayoría redondas como era lo habitual en las playas rocosas. Pero entre ellas había una arena negra como carbón. Más de uno temió encontrarse en un sitio extraño; entre la montaña de fuego que llegaba hasta el cielo y esa arena negra como ceniza, no era lo que se dice un lugar muy acogedor.
      Hasta ese momento no habían visto señal alguna de vida. El valle era muy ancho y no parecía tener relación con el pequeño caudal de agua que corría por aquel arroyo. Bjarni supuso que con las lluvias tal vez corriera mayor cantidad de agua, pero él no pensaba quedarse hasta averiguarlo.
      Habían visto algunas aves, palomas sobre todo y pequeños pájaros. Entre las rocas habían vislumbrado algún lagarto y se oían las ranas croando.
      Pero no había señales de habitantes, al menos tan cerca de la costa.
      Hrafnkell avanzaba junto a Asbjörn. Llevaba su hacha de guerra como única arma, ya que no tenía dinero para una espada. Tampoco tenía arco, a diferencia de Asbjörn que llevaba uno de tejo. Otros llevaban lanzas y espadas. Pero sólo Bjarni llevaba una cota de malla y su espada era grande y vistosa.
      -La gente que vive en una isla sin duda ha de pescar - comentó Hrafnkell-. ¿Dónde están?
      -Escondidos, probablemente -respondió Asbjörn.
      -No veo donde.
      -Tal vez nos estén espiando desde lo alto de los riscos. O tal vez estén más arriba, donde hay más verde.
      Siguieron el cauce del arroyo. Había grandes piedras, entre la arena negra y diversas matas de aspecto desconocido. Muchas plantas tenían aspecto extraño, con hojas diminutas y gruesos tallos.
      Muy pronto hallaron el primer indicio de que la isla estaba habitada. Había un sendero, poco visible, que seguía el mismo camino que ellos.
      Bjarni detuvo la marcha un rato para examinar mejor el sendero. Decidió que había sido hecho por pies humanos, no por animales. Era evidente que aquel sendero llevaba a algún sitio. Y que a ellos les interesaba seguirlo.
      Más arriba el valle empezaba a cerrarse, pero las paredes de los bordes seguían igual de altas. Bjarni empezó a preocuparse, pues podían ir camino de un desfiladero, un lugar muy propicio para una emboscada.
      Vieron más señales de los habitantes. O más bien las olieron.
      Olía a cabra.
      Y entonces distinguieron sus cagarrutas negras en el suelo. Bjarni recogió una con la mano. Estaba fresca, lo que significaba que no hacía mucho habían estado allí.
      Nuevamente detuvo la marcha para observar mejor las huellas. Encontró las que dejaron unas cuantas cabras (entre cuatro y seis, por lo que pudo ver), con las huellas de un perro y otras que parecían de un hombre calzado con una especie de botín de cuero.
      Todas las huellas seguían hacia arriba, por el mismo camino que los vikingos.
      Siguieron la marcha.
      Los matorrales eran más abundantes y crecidos. Incluso había árboles, algunos con formas extrañas. El más raro de todos parecía un monstruo escamoso de cuello largo que terminaba en una cabeza de plumas alargadas y verdes. Una especie de dragón, que con frecuencia tenía varias cabezas. Pero era un árbol y sólo se movían las hojas (parecidas a plumas).
      Lo peor no eran los árboles y arbustos extraños. Era que cerraban el paso y sólo quedaba el estrecho sendero para caminar, obligando a los hombres a avanzar en fila.
      Bjarni recordaba continuamente que debían vigilar cualquier movimiento extraño. A veces les pareció ver algo en lo alto de alguna de las dos paredes. Pero cuando se fijaban no se concretaba en nada visible.
      Una pequeña loma sirvió al capitán para otear un poco el terreno hacia arriba. Vio que las paredes se cerraban, dejando un paso muy estrecho.
      ¡Podía ser una trampa!
      Asbjörn tensó su arco y montó una flecha. Estaba a punto de disparar hacia lo alto de la pared derecha cuando Hrafnkell detuvo su brazo.
      -¿Qué haces?
      -He visto a alguien allá arriba.
      -Bjarni nos ordenó no atacar antes de tiempo.
      -El capitán nos lleva a una encerrona. Ya lo verás.
      -¿Tienes miedo? Puedes quedarte vigilando el campamento...
      -¡Si no estuviéramos en una tierra extraña te desafiaba por insultarme! ¡Nadie me llama cobarde!
      -¡Está bien! Cuando salgamos de ésta ya lo arreglaremos. Te dejaré elegir el arma y el lugar.
      -¡Vale! Ya verás si soy o no un cobarde.
      -¡Silencio allá atrás! -ordenó el capitán.
      Prosiguieron por la estrecha senda.
      De pronto, un certero tiro de piedra golpeó a Asbjörn, dejándolo tendido en el suelo, inconsciente.
      Inmediatamente, una lluvia de piedras cayó sobre los vikingos, obligándoles a usar sus escudos a modo de paraguas.
      No sólo piedras. Una lanza con punta endurecida al fuego atravesó a uno de los guerreros vikingos, a pesar de su cota de cuero de reno.
      Ya había tres hombres tendidos en el suelo, incluyendo a Asbjörn, cuando Bjarni ordenó regresar a un terreno más despejado.
      Recogieron las armas de los caídos, y Hrafnkell aprovechó un momento para lanzar una flecha con el arco de Asbjörn. Uno de los hombres que tiraban piedras en lo alto cayó y todos pudieron ver como vestía.
      Aquella gente usaba pieles toscas, sin siquiera quitarles los pelos.
      No parecían tener armas sofisticadas si se defendían a pedradas. Pero aquellas piedras eran grandes y filosas, y desde lo alto hacían mucho daño.
      Pero ¡parecía haber cientos de ellos en lo alto de las paredes del barranco!
      Los vikingos se reagruparon en un pequeño llano, más abajo del desfiladero. Estaban fuera del alcance de las pedradas, pero no del alcance de las flechas. Los que llevaban arcos lo demostraron lanzando unas cuantas flechas sobre las lomas. Pero no supieron si habían hallado blanco.
      Bjarni meditó acerca de la estrategia. Tal vez podía subir por algún lugar hasta una de aquellas lomas y una vez allí atacar a los guerreros de piel con arcos, espadas y hachas. Pero no conocía ninguna ruta ni podía verla. Aquellas laderas eran casi verticales y sería muy difícil escalarlas, menos aún con aquellos hombres hostigándoles a base de pedradas.
      Si había alguna ruta, sin duda estaría más arriba, pasado el desfiladero. Es decir, fuera de su alcance.
      Sólo quedaban dos posibilidades. Pero Bjarni se negó a considerar la segunda de ellas (la retirada), así que sólo les quedaba el ataque a cara descubierta.
      La sorpresa ya no existía. Atacarían al bravo estilo vikingo.
      Todos aferraron sus hachas y espadas. Protegiéndose con el escudo, se lanzaron a la carrera gritando.
      Llegaron al desfiladero, aguantando las pedradas con sus escudos.
      ¡Y se encontraron con el paso cortado!
      Dos árboles habían sido serrados para cerrarles el paso, obligándoles a detenerse bajo la lluvia de piedras.
      Otra lanza, ésta con incrustaciones de piedra, atravesó a un vikingo.
      Cuatro bajas eran demasiadas para una tripulación de veinticuatro.
      Abochornado, Bjarni ordenó regresar a la costa.
      Tenían seis heridos, dos de ellos graves, pero todos podían caminar. A los otros cuatro los dejaron, pues no podían recogerlos para enterrarlos debidamente.
      Mientras bajaban por el sendero de la derrota, ya no fueron acosados.
      El mensaje era evidente. Podrían embarcar tranquilos.
      Ya en el campamento, Bjarni pensó en alguna forma de atacarles sin tener que pasar por aquel estrecho desfiladero. Tal vez existiera esa ruta, pero no la conocía. Y no tenía tiempo para explorar, los hombres de pieles les estarían esperando.
      También podía desembarcar en otra playa. Pero la isla no era muy grande. ¿Quién podría asegurar que no estarían al tanto del drakkar en cualquier otro lugar donde desembarcaran?
      ¿Y las otras islas?
      Sólo conocía cuatro. Una de ellas era donde se hallaban. La otra, la isla de fuego, ¡ni pensar en ir allá! Y las otras dos eran unos desiertos, por lo que pudo ver al pasar cerca de ellas.
      Tal vez hubiera más islas. Pero al oeste no pensaba navegar, pues sería pasar otra vez cerca de la montaña de fuego.
      Así que finalmente, Bjarni optó por abandonar aquella isla y navegar hacia el este. Si encontraba alguna isla interesante, tal vez intentara otro desembarco. Si no, llegaría hasta el continente y navegaría hacia el norte.
      De vuelta a casa con la vergüenza de la derrota.
      Tal vez pudiera convencer a otros guerreros para volver con una flota más potente...

   

-4-


Los refuerzos procedentes de Artebirgo y Texera llegaron a tiempo, a pesar de que vinieron corriendo. Los extranjeros subían por el barranco con mucha precaución. Sin duda no conocían el terreno y tomaban precauciones.
      Utindama repartió a los recién llegados entre sus propios hombres, ya dispuestos sobre las laderas del barranco.
      Un poco por debajo de las cuevas principales, el barranco se cerraba dejando un estrecho paso. Desde las alturas, que por cierto eran poco accesibles, se podía tender con facilidad una trampa. Lo llamaban El Estrecho no sin motivo.
      Guanache, siempre crítico con el guanarteme (éste lo aceptaba pues servía para ver sus errores), le hizo ver que tal vez los invasores sospecharan algo.
      -Es posible, Guanache, pero no tienen otra opción. El sendero se estrecha y no hay otro camino. Si temen una trampa, retrocederán hasta la playa. Casi es como si hubiéramos vencido.
      -Dudo mucho que estos extranjeros se vuelvan atrás -observó Tacaycate.
      Teniguado apareció corriendo.
      -¡Ya se acercan! -dijo.
      -¡Ocupemos nuestros lugares, o nos perderemos la diversión! -sugirió Guanache, sin darse cuenta de que estaba dando una orden al guanarteme.
      Utindama ignoró la ofensa y optó por repetir la orden.
      -¡Todo el mundo a sus puestos!
      -¡Lo siento, señor! -exclamó Guanache.
      -¡Déjalo ya y corre!
      Tacaycate subió al risco sobre el paso estrecho. Llevaba un par de tafiques, una piedra redonda y el magado para lanzar con fuerza. Arriba buscaría toniques de buen tamaño para arrojarlos.
      Ya podía ver la fila de extraños, visibles entre las tabaibas. Utindama le había concedido el honor de lanzar la primera piedra, así que no debía fallar su tiro.
      Se fijó en uno de los que caminaba hacia el medio de la fila. Portaba un palo con una cuerda que se mantenía tensa entre los extremos. "Arco" sabía que se llamaba aquella arma extranjera. Y se usaba con unas "flechas", unos objetos con forma de pequeños palos que guardaba en una cesta colgada detrás.
      Tiró su piedra con toda su fuerza y apuntando a la cabeza. Pudo ver con satisfacción que aquel hombre caía al suelo.
      Era la señal para que todos hicieran sus lanzamientos. Una lluvia de piedras, algunas de ellas filosas (los tafiques) cayó sobre los extranjeros, junto con algunos magados y susmagos tirados con puntería para que hicieran daño.
      Los invasores, sorprendidos, echaron mano de sus escudos redondos. Y alguno pudo usar sus flechas: un hombre de Texera cayó atravesado por una de ellas.
      Los canarios se apartaron para no estar a tiro de las flechas, pero siguieron con la lluvia de piedras. No debían dar a los extranjeros la posibilidad de reorganizarse y subir hasta las lomas.
      Todos habían podido apreciar las armas de hierro que portaban. En una lucha cuerpo a cuerpo, tenían las de ganar.
      Por eso la estrategia de luchar desde las laderas era, sin duda, la mejor. Incluso Guanache se dio cuenta de ello.
      Los extranjeros retrocedieron, corriendo hasta quedar fuera del alcance de los canarios. Pero éstos aún podían ser alcanzados por las flechas, y así cayeron dos hombres más, uno de Artebirgo y otro de Amogán (un trasquilado joven, al que Tacaycate no conocía).
      Tuvieron que echarse al suelo para no ofrecer más blancos.
      Debían esperar a ver lo que hacían los otros. Utindama sabía que intentarían llegar hasta donde estaban ellos, pero todas las rutas pasaban por El Estrecho, salvo que volvieran a la playa y subieran por otro valle. Pero incluso en ese caso los canarios les podrían enfrentar desde las laderas de los barrancos.
      Entretanto, Utindama aprovechó para ordenar que unos jóvenes rápidos y ágiles cortaran arbustos en el sendero, cerrándolo por completo.
      Finalmente los extranjeros se lanzaron corriendo, al ataque. Sin duda eran gente brava.
      Pero ya sólo eran veintidós. Y Utindama esperaba que llegaran al lugar donde habían cortado el sendero para sorprenderles.
      Los invasores no se lo esperaban, sin duda. Y aprovechando el desconcierto, Guanache lanzó su magado, que atravesó a uno de ellos.
      Una nueva lluvia de piedras, impidiendo sobre todo que pudieran hacer uso de sus arcos y flechas.
      Y los extranjeros admitieron su derrota, bajando por el sendero hasta la costa.
      Otra vez fue Tacaycate el encargado de vigilarlos desde lo alto. Y así pudo ver como levantaban el campamento y embarcaban de nuevo, con rumbo hacia el Naciente.
      Entretanto, Utindama había ordenado retirar los cuerpos de los extranjeros caídos en el camino. Para ello, ordenó a dos trasquilados que se encargaran de la tarea. Uno de ellos era carnicero y el otro, el guanxaxo, el encargado de atender los muertos, y, en el caso de los nobles, convertirlos en xaxos. Nadie más quería contaminarse tocando muertos.
      De los dos, el más joven era quien se dedicaba a despellejar y sacar las vísceras a los animales sacrificados. Utindama se sorprendió al verlo regresar y postrarse en el suelo. No podía tocar al guanarteme, ni siquiera mirarlo.
      -Mi señor -dijo el carnicero-. Creo que debería ir el faycán.
      -¿Por qué? ¿Acaso alguno no está muerto?
      -¡Mi señor lo sabe! Uno de los extranjeros se quejó al moverlo.
      -¡De acuerdo! Haré que vaya Hisaco.
      Utindama ordenó a su hija Adaya que fuera a buscar al faycán Hisaco. La chica solía ayudarlo en las curaciones, así que era la persona adecuada.
      El faycán y la hija del guanarteme fueron a donde yacía uno de los extranjeros. Los otros, muertos, habían sido retirados para ser enterrados en un lugar que sólo los dos trasquilados conocían.
      Hisaco vio que respiraba, aunque tenía los ojos cerrados. La sangre le corría por la cara, pero ya estaba seca. Salía debajo de una especie de tocado de cuero con el que su cubría la cabeza. Se lo quitó y puso así comprobar que tenía una herida en el cráneo. Tocó el hueso con cuidado, observando la reacción del herido.
      -El hueso no está roto -dijo-. Parece que ha sido el golpe. Esta cosa sobre la cabeza sin duda le protegió de una pedrada que podía haberlo matado.
      -¿Necesitas alguna medicina? Puedo ir a buscarla, o enviar a alguien.
      -Dudo mucho que alguien sepa lo que necesito. Mejor lo traes tú, pero por favor date prisa.
      -¿Qué traigo?
      -Sangre de drago y un odre para recoger agua del barranco. También unas vendas de cuero. Y hay que preparar una infusión de corteza de sauce.
      -¿Una tabona?
      -No lo creo, pero no estaría de más. Tráeme la más afilada y limpia que veas.
      Adaya era joven y ágil. Sabiendo donde estaban los materiales que necesitaba, buscó en la cueva del faycán. Antes de salir, colocó un gánigo con agua en el fogal situado en la entrada.
      Por el camino, llenó el odre con agua limpia.
      Cuando llegó junto al faycán, el extranjero aún estaba inconsciente. Pero su pecho se movía claramente.
      Hisaco limpió la sangre reseca de la cara y del pelo. El extranjero tenía largos cabellos rubios, que el faycán recortó para dejar expuesta la herida. Para ello usó la tabona que Adaya le había traído.
      La sangre de drago era fresca, pues la propia Adaya la había recogido esa misma mañana. Todos los días, Hisaco recogía un poco de un drago cercano, aprovechando una incisión que había hecho hacía tiempo y la diluía con agua limpia.
      Una vez limpia y despejada la herida, aplicó la sangre de drago, vertiéndola sobre el corte. Un quejido del herido le indicó que estaba sensible.
      Luego envolvió el cráneo con las vendas.
      -Adaya, necesito que vengan dos hombres fuertes para llevarlo a la cueva. Te quedas allí a preparar la infusión de sauce. Cuando despierte se la haremos beber.
      La joven volvió a las cuevas y ordenó a los dos primeros hombres que vio (Guanache y un trasquilado) que fueran a recoger al herido. A Guanache no le gustaba que le dieran órdenes, pero Adaya era la hija del guanarteme, y además él haría cualquier cosa por ella.
      Él había visto como Tacaycate lo había derribado y, como todos, lo había dado por muerto.
      Cuando llegó junto al extranjero y el faycán, observó que todas sus armas (el arco, las flechas, un hacha y el escudo) se las habían llevado los otros invasores.
      Guanache mandó al trasquilado a cogerlo por las piernas, y él por los hombros. Aunque era un hombre pesado, entre los dos lo llevaron sin problema hasta la cueva del faycán.
      Adaya se quedó cuidándolo. A su lado tenía un pequeño gánigo con la infusión de sauce.
      El herido abrió los ojos y vio a la joven.
      -¡Gualquiriya! -dijo, o algo que sonó así. Luego siguió hablando en una lengua extraña.
      Adaya le puso el gánigo en la boca.
      -Bebe, que te hará bien.
      El hombre de pelo amarillo y ojos azules (Adaya se había quedado asombrada al verlos) tomó un sorbo.
      Hizo un gesto por el fuerte amargor del líquido. Pero Adaya insistió. No era la primera vez que luchaba para que alguien se tomara una medicina.
      El extraño tomó otro sorbo. Poco a poco vació el recipiente.
      Adaya sabía que aquel líquido le bajaría las calenturas y le calmaría el dolor de cabeza. Con aquel golpe tenía que sentir un dolor intenso.
      El hombre se relajó. Sabía que estaba en buenas manos. Aquella "gualquiriya" (fuera eso lo que fuera) le cuidaría.
      Adaya le dio a beber más infusión. El extranjero se relajó aún más hasta quedarse dormido.


(continuará)

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