22 julio 2011

ANTÓN DE CANDELARIA.3

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Al día siguiente, Antón consiguió que los dos nativos lo acompañaran hasta la playa. Había pensado llevar la imagen hasta las cuevas, pero era un recorrido muy largo para cargar con la imagen entre los tres. O los dos, porque él aún no se había recuperado del todo del esfuerzo de nadar para salvarse.
      Uno de ellos señaló una cuevita cercana a la playa. Antón la examinó bien y no vio señal alguna de que las olas llegaran hasta allí. Tampoco había demasiada humedad, aparte la inevitable maresía, ni marcas de roedores u otros bichos que pudieran estropear la imagen. Podía servir de momento, así que asintiendo con la cabeza les acompañó hasta donde aún reposaba la imagen de la Virgen.
      Los dos paganos tomaron la imagen con claras señales de respeto, lo que satisfizo enormemente al fraile. Éste les ayudó en lo que pudo pero aquellos dos hombres podían cargar con la efigie sin esfuerzo. Antón se replanteó su idea original de llevarla hasta las cuevas altas pero decidió mantenerla cerca del mar. Más adelante, ya vería. Tal vez lograra convencer a la gente para trasladar la imagen.


      Si es que había más gente. Antón sospechaba que en las cuevas debía habitar un grupo más numeroso que aquellos dos hombres, pero aún no tenía forma de hablar con ellos sobre tales cuestiones.
      Por ahora, el lenguaje se había limitado a lo más elemental: comida, agua, dormir, etc.
      Lo primero, evidentemente, sería aprender aquella lengua pagana. Luego ya vería.
      Lo que no sabía Antón era si debería permanecer en aquella isla por toda su vida o si alguna vez podría volver a tierras cristianas. Sería lo que Díos quisiera, en todo caso.

     

Cuando el mencey Aquinatem bajó con los suyos de las tierras comunales, en las cañadas cercanas al Echeyde, se sorprendió al ver al extraño con Guayarmén y Daute. Éstos le contaron lo que había sucedido.
      La esposa del mencey, Dacilaya, lo miró llena de curiosidad. Él vestía como los demás, con un tamarco, pero llevaba debajo una prenda curiosa que le cubría la parte baja del cuerpo y las piernas; era de un color entre crema y gris, aunque la suciedad no permitía dejarlo claro. Hablaba unas cuantas palabras, pero con un extraño acento. Hasta su nombre, Antón, sonaba raro.
   
Por su parte, Antón hallaba muy molesto ante el escrutinio de la mujer. Hasta ese momento no había visto una sola mujer de aquel pueblo, pero ahora había una ante sí. ¡Tenía los pechos al aire! No es que los tuviera totalmente al descubierto pues se cubría con una especie de toca de piel bien trabajada. Pero aquella prenda no la tapaba por completo, dejaba ver con toda claridad los dos senos.
      Hasta ese momento, Antón se había sentido razonablemente a salvo de tentaciones, ¡pero ahora se enfrentaba a los más atroces pensamientos de lujuria que jamás habría imaginado ni el más perverso de los súcubos!
      Tuvo que mirar hacia otro lado para controlarse. Mientras se encomendaba a la Virgen María y rezaba un avemaría, se dirigió al que llamaban mencey, una especie de reyezuelo de aquel grupo.

     

El extranjero confirmó como pudo la narración de los dos pastores. Y cuando se mencionó la imagen que dejó en la playa, Aquinatem mandó a llamar al guadameñe, Tiniguandre.
      Un grupo bastante numeroso bajó hasta Chimisay. Estaba encabezado por Aquinatem y Tiniguandre, seguidos de Dacilaya y otros nobles. Y entre el grupo de cola marchaban Antón, Guayarmén y Daute.

     

Antón entendía que su posición en la cola no era casual. Existía una separación por clases entre aquella gente y, mientras no se supiera mejor donde se situaría él, estaría entre los más plebeyos.
      Ya en la playa, Guayarmén y Antón se adelantaron para poder indicar con exactitud la cueva donde habían dejado la imagen.
      Entraron el mencey y el guadameñe, seguidos por Antón. Los dos primeros, al ver la imagen, dijeron «¡Chaxiraxi!».
      Salieron de inmediato. El mencey dijo una serie de palabras que apenas pudo entender. Entre ellas, repetía «¡Chaxiraxi!» una y otra vez. El otro hombre, el guadameñe que parecía un sacerdote, asentía con la cabeza sin decir nada.
      Todos los presentes fueron entrando uno por uno a la cueva. En ésta no había mucho sitio para todos a la vez, por eso no entraban en grupos numerosos, sino de a dos o tres.
      Guayarmén intentaba explicarle algo a Antón, tal vez lo que quería decir eso de Chaxiraxi. Decía algo de una mujer y señalaba al cielo. Por lo que pudo entender Antón (aunque tal vez lo había confundido todo), la tal Chaxiraxi venía a ser como una mujer, una madre tal vez, de su dios.
      ¡O sea justo lo mismo que María! Antón asintió, dándole la razón al salvaje. Si ellos querían llamar Chaxiraxi a María, él no se los iba a impedir.
      El guadameñe conferenció con el mencey; éste insistía una y otra vez, y el hombre santo se negaba. Por fin, el guadameñe asintió y el mencey Aquinatem se acercó a la imagen.
      Ante la orden del guadameñe, cuatro hombres ayudaron al mencey a cargar con la imagen. Era un hombre fuerte y estaba convencido de que sólo él tenía derecho a cargar con la imagen de la madre de dios.
      Pero apenas pudo dar unos pasos. Aquinatem no podía con aquel peso, pues pese a ser una imagen de madera con el tamaño de una mujer, la parecía que pesaba como una roca enorme. Sintió un fuerte mareo y perdió el pie. Por fin, cayó al suelo.
      El guadameñe se le acercó solícito y le ayudó a levantarse. Los cuatro hombres de antes cargaron ahora con la imagen, sin ninguna dificultad, y la llevaron a hombros hasta las cuevas. Guayarmén señaló una muy adecuada, cercana a la suya, y el guadameñe asintió con un gesto. Allí depositaron la imagen con todo cuidado.
      Otros hombres y mujeres fueron corriendo, y volvieron al poco con alimentos, que depositaron ante el altar improvisado de la Virgen o Chaxiraxi. Antón comprendió que eran las ofrendas.



Durante los días y semanas que siguieron, Antón se limitó a aprender la lengua y las costumbres de aquellos «guanches», que era como se denominaban a sí mismos. Ya más adelante se plantearía la mejor forma para evangelizarles.
      Observó que no conocían los metales ni los tejidos. Vestían con pieles, que conservaban el pelo aún después de curtidas. La ropa que llevaban encima era un «tamarco» y para protegerse los pies, algunos llevaban unos zapatos llamados «xercos». Algunas mujeres llevaban una piel para cubrirse el torso, pero nadie se extrañaba de ver los pechos al aire (ya Antón se había acostumbrado y simplemente no miraba). Sólo los nobles podían cubrirse la cabeza, y además el rey de ellos, el mencey, llevaba un bastón de mando, una «añepa».
      Primero pensó que había dos castas, pero luego vio que eran tres las castas, o incluso cuatro. Estaba la familia del mencey, como si dijéramos la realeza; luego estaban los nobles y debajo los plebeyos. Los nobles se distinguían enseguida por su pelo largo, pues la plebe debía llevar el pelo muy corto. Y dentro del grupo de los trasquilados, o plebeyos, estaban los marginados, como el carnicero.
      Para Antón fue sorprendente comprobar la posición del carnicero. Aquella gente no se ensuciaba con sangre si podía evitarlo, y por eso aquel que no tenía otro remedio que estar en contacto con la sangre era un paria. Ahora entendía la urgencia de aquel pastor, Guayarmén, por lavarse la mano con sangre.
      El sacerdote o guadameñe, de nombre Tiniguandre era también el médico o curandero. Tiniguandre no perdía su clase por tocar la sangre de las heridas, si bien lo cierto es que se lavaba enseguida cuando tenía esa necesidad. Usaban drogas que sacaban de las plantas, como la sangre de drago, muy útil para cerrar las heridas y cortar el flujo de sangre.


      Antón tenía ya la costumbre de afeitarse y raparse el pelo, así que no se extrañó que lo colocaran entre los trasquilados. Difícilmente podría él reclamar un puesto en la nobleza.
      Aquellos guanches eran sobre todo pastores. Tenían ganado: cerdos, cabras y ovejas. Las ovejas eran sin lana y si no fuera porque tampoco tenían cuernos, las habría tomado por cabras algo más regordetas. También tenían perros, si bien de dos clases: unos eran para cuidar el ganado y los otros, más pequeños y gordos, ¡eran para comer!
      Antón tuvo que evitar el asco que le dio cuando supo que tenía carne de perro como alimento. Y lo cierto es que no le gustó su sabor.
      También comían frutas que traían de la selva cercana, en la montaña. Y cereales que tostaban y molían para hacer el gofio, aquella especie de harina muy nutritiva. Igualmente recogían algunas raíces de helechos y plantas similares comestibles.
      La alimentación la completaban los frutos del mar. Pescaban con redes pequeñas y con sedal (usando un anzuelo hecho con una rama resistente). Y recogían lapas, erizos y otros animales marinos.
      Sus instrumentos eran de piedra y arcilla. Con la piedra fabricaban toscos cuchillos, las tabonas, que pese a todo eran muy eficaces. Con arcilla elaboraban diversas vasijas. No conocían el torno.
      Para vivir usaban unas cuevas que acondicionaban con ramas y pieles. Tenían una hoguera en la entrada, que servía tanto para calentar en invierno como para dar luz y para cocinar. Y dormían en unos camastros elaborados con helechos y hojas en el mismo suelo de la cueva, cubiertos con una piel.
      Antón aprendió a ayudarles en el pastoreo, pero su especialidad resultó ser el marisqueo. Aunque él no se había criado con gentes de mar, su padre comerciaba con pescado y mariscos por lo que algo conocía del tema; desde luego, mucho más que del pastoreo. Usando una tabona arrancaba las lapas de las rocas; aprendió a atrapar los erizos sin pincharse, y luego a abrirlos para poder comerlos. También logró pescar con sedal y anzuelo, e igualmente con una pequeña red elaborada con hilos de juncos.


      Le enseñaron a recolectar frutas y raíces en la espesa selva que crecía en las montañas. Incluso aprendió a reconocer las setas comestibles de las que no lo eran.
      Aquella gente sería salvaje y primitiva pero estaba mucho mejor alimentada que la de su pueblo, Alcudia. No tenían que pagar tributos y regalías a los señores, ni trabajar de sol a sol en un sembrado para recoger una magra cosecha (magra porque los beneficios mayores iban a parar a los nobles dueños de las tierras).

     
     
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Después de un año con los guanches de Güímar (como se llamaba aquel profundo valle en el que vivían), Antón decidió que ya era hora de intentar su evangelización.
      No pretendía una evangelización completa, porque faltaban elementos importantes en el culto cristiano. Especialmente, la Santa Misa con la Consagración del Cuerpo. Para eso hacía falta un sacerdote y él no lo era. Además, incluso aunque él estuviera capacitado para el culto, le harían falta los materiales; y allí no había ni pan ni vino.
      Para el pan habría que usar el poco trigo que aquella gente cultivaba para mezclarlo con cebada y preparar gofio. Debería enseñarles a preparar harina (sin tostar) y con ella amasarla hasta conseguir el pan.
      En cuanto al vino, no existía la uva en aquella isla; pero se podría elaborar una especie de vino de otras frutas rojas. Había pequeñas bayas de color rojo que tal vez podrían servir para elaborar un vino apto para consagrar.
      En todo caso eran elucubraciones vanas. Mejor dejarlas para cuando viniera un sacerdote.
      Antón contaba con que tarde o temprano llegara otro barco cristiano con intención de evangelizar a aquella gente. O conquistar sus territorios. En todo caso, él esperaba haber iniciado el camino que otro evangelizador podría completar.
      Pero primero debía contar con el apoyo del guadameñe, y para eso debía convencerlo de que sólo debía celebrar ritos para Achamán, el dios padre y para Chaxiraxi. Los demás dioses, como Magec (el dios sol) o Guayota (el demonio, que moraba en el Echeyde) no eran adecuados, pues sólo había un Dios.
      Pero Tiniguandre se echaba a reír cada vez que Antón pretendía explicarle porqué sólo había un Dios.
      Él no podía discutir con el guadameñe, pues no era más que un trasquilado, pero sin embargo Tiniguandre se lo permitía; según decía, porque le resultaba divertido oír los argumentos del mallorquín sobre la Sagrada Trinidad, la Virgen María o Jesucristo. En especial, le solía preguntar cómo era posible que una virgen se quedara encinta y diera a luz un hijo de Dios; tanta insistencia en la virginidad de María le parecía estúpida. También le divertían las explicaciones sobre la Trinidad; eso de que Jesús fuera hijo de Dios y a la vez el mismo Dios le sonaba a galimatías.


      Tiniguandre solía cortar las explicaciones de Antón diciendo que su religión era más simple, que no le veía sentido a eso de un solo Dios si debía ser tan complicado. Que eso estaba bien para la gente civilizada (como decía Antón) pero ellos preferían seguir siendo salvajes.
      Llegados a ese punto, Antón se callaba, pues no quería hacer enfadar al sacerdote guanche.
      En lo que sí que había transigido el guadameñe era en dejar que Antón se encargara de los ritos hacia María o Chaxiraxi. Antón colocó una cruz sobre la cueva y depositó sobre la imagen el relicario que había conservado. Exigía que la gente que fuera a orar ante la imagen lo hiciera de rodillas y en silencio.
      Tras una orden del mencey, las ofrendas que la gente depositaba ante la imagen debían ser entregadas al guadameñe, pero éste le devolvía una parte apreciable a Antón, gracias a las cuales podía ir viviendo.
      Incluso logró bautizar a todos los guanches, tras una ceremonia que sólo él entendía. Cada persona adulta recibió un chorrito de agua del barranco que corría cerca de la cueva de la Virgen.
      La noticia corrió por toda la isla de Achinech, y el mencey de Taoro, el reino principal, realizó una solemne visita al santuario de Güimar. Acompañado por muchos hombres, Bentehuya hizo una ofrenda a Chaxiraxi y recibió el bautismo de Antón, lo mismo que los demás hombres de su séquito.


      Con el tiempo, Antón se resignó a que tan sólo se aceptara el culto a María, pero no los demás ritos cristianos; tampoco sus creencias, salvo que María era la Madre de Dios. Ellos decían Chaxiraxi, la Madre de Achamán y para Antón era lo mismo.
      Por su parte, también se había resignado a no llevar una vida adecuada para un religioso. Ni misas, ni oraciones, tampoco la comunión o la posibilidad de confesar sus pecados y así limpiar el alma. Ya había dejado de consignar mentalmente sus pecados veniales, pues si alguna vez pudiera volver a confesarse, sólo con recitar los pecados mortales ya tendría para rato.

      Aunque a la vez se preguntaba si aquella gente no estaría libre del pecado original, de tan simples y nobles como le parecían. Pero de inmediato se corregía, pues dentro de su sencillez eran seres humanos como él mismo. Con sus apetitos y deseos, igual que cualquier hombre o mujer bautizados.
     
Cierto día de invierno, cuando todos vestían pieles más abrigadas (con el pelo hacia dentro), y las mujeres estaban más púdicas, Antón buscaba al guadameñe. Quería hacer un último intento para ganárselo explicándole como el Demonio (Guayota para los guanches) tentaba a los hombres para hacerles perder el favor de Dios.
      Tiniguandre no estaba en su cueva, así que se dirigió a la del mencey. En ella sólo estaba Dacilaya quien al verlo venir enrojeció.
      Antón no le dio importancia al rubor que cubría el rostro de la mujer. Simplemente le preguntó por el guadameñe.
      Justo en ese momento entraba el hijo mayor de ambos, Acaymo, y al ver allí a Antón comenzó a dar gritos.
      —¡Bastardo! ¡Sucio trasquilado! ¡Carnicero! ¿Qué haces tú aquí, lleno de sangre?
      Antón ya sabía que lo de «lleno de sangre» era un insulto. No se había dado cuenta del error que acababa de cometer. A una mujer sola no se le podía dirigir la palabra, y él lo había hecho ¡con la mujer de mayor rango del poblado!


      Seguramente lo condenarían a muerte, pensó, olvidando que los guanches no conocían los castigos mortales.
      El mencey, el guadameñe y todos los nobles se reunieron en un lugar que llamaban «tagoror» para decidir su suerte.
      Al terminar el concilio, Tiniguandre lo buscó y lo llevó al interior del círculo de piedras donde estaban todos sentados.
      —¡Antón! —dijo Aquinatem—: por haberle hablado a mi mujer cuando no estaba yo cerca y ella se encontraba sola, serás castigado de la siguiente forma.
      »Recibirás cinco bastonazos en la cabeza, que te serán dados por mi hijo Acaymo. Y además, cuando llegue el verano deberás acompañarnos a la cumbre, para ayudar a cuidar el ganado. Este año no te podrás quedar en tu cueva con Chaxiraxi.
      Los cinco bastonazos propinados por el hijo del mencey fueron duros. Pero fue peor tener que acompañarles en la migración que hacían todos los veranos a los terrenos comunales.
      Antón sabía de ella, por supuesto, pero hasta entonces había conseguido que le permitieran permanecer en la cueva, cuidando de la imagen de Candelaria.
      Las tierras de la cumbre, unas especies de cañadas cerca del pico Echeyde, no pertenecían a ningún mencey. Todos los años subían los pastores a la cumbre para aprovechar las hierbas que crecían tras el deshielo.
      De Güimar subían casi todos, pues eran muchos los días que debían permanecer arriba y hacían falta muchas manos, tanto para cuidar el ganado (eran frecuentes los robos por la proximidad con otros grupos) como para realizar las labores habituales, tales como buscar leña, hacer la comida, etc. Había minas de piedra negra para hacer las tabonas y también otras materias aprovechables.


      Ese año lo pasó mal en la ladera del Echeyde. Aquella montaña era, para los guanches, la entrada al infierno. Y Antón así lo sentía pues su mente se vio atormentada por toda clase de pensamientos pecaminosos. Empezando por la lujuria, pues con el calor todas las mujeres mostraban libremente sus senos de la forma más impúdica. Aunque no lo hacían a propósito, Antón sentía como si así fuera.
      Cuando estaba solo, Antón sentía que la mano se le iba a la entrepierna, buscando una satisfacción a sus apetitos. Pero ya sólo eso constituía un pecado. En cuanto se daba cuenta, Antón recitaba avemaría tras avemaría, salve tras salve, padrenuestros seguidos de más padrenuestros, y el credo una vez tras otra.
      La verdadera satisfacción llegó cuando bajaron al valle de Güimar. Y Antón vino a la playa de Chimisay y pudo comprobar que todo estaba en orden.
      Solicitó ver a Aquinatem y, echándose de rodillas ante él, le pidió que nunca más le obligara a subir a las tierras comunales. El mencey se lo concedió a condición de que no volviera a hablarle a ninguna mujer sin que estuviera un hombre cerca. Mucho menos a la suya.

     

Pasaron los años y no llegaban los barcos con otros evangelizadores. Antón imaginaba que ante la pérdida del barco del padre Mario, los benedictinos no se habrían atrevido a enviar otra expedición.
      Pero las islas eran bastante conocidas en el territorio hispano y debía ser cuestión de tiempo que alguien consiguiera el permiso para explorarlas.
      En todo caso, Antón era consciente de que primero era la guerra contra los moros. Para Aragón tal vez no, pero para Castilla sí que sería lo más importante. Tal vez cuando expulsaran a los moros de Granada, el Rey de Castilla se fijaría en aquellas islas más al sur. Y en cuanto al Rey de Aragón, estaba más pendiente de las conquistas en el Mediterráneo y de luchar contra los berberiscos.
      Un aventurero francés, Jean de Betancourt, solicitó permiso para explorar las tierras canarias, comenzando por las islas más orientales. Como es lógico, Antón no supo nada de aquellas noticias.

      Cansado ya de esperar, decidió escribir sus memorias.

      Tras hacer algunas pruebas, pudo comprobar que con la sangre de drago podía escribir sobre pieles de cabra, con resultados más que aceptables. Como punzón, usaba una pluma de águila, de aquella variedad pequeña que volaba sobre las islas.
      Consiguió unas cuantas pieles que alisó todo lo que pudo, raspándolas con una tabona, y se puso a la tarea de escribir todo lo que le había sucedido desde que embarcó en Mallorca. Escribió en una mezcla de latín (lengua que no dominaba) y mallorquín, su lengua materna.
      Luego siguió con una descripción detallada de la cultura guanche, incluyendo sus creencias. Y aún tuvo tiempo para empezar a escribir una lista de palabras de su lengua, con su traducción al latín cuando la conocía o si no, al mallorquín.


      Para entonces ya era un viejo y apenas podía ver. Todos los días rezaba pidiendo perdón por sus pecados, sin importarle lo que pudieran pensar los guanches al verlo de rodillas ante la Virgen.
      Su último deseo expresado ante los nativos, fue que le pusieran una cruz donde quiera que lo enterraran, pues sabía bien que no sería momificado… ni lo quería.

     
     
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Finalmente, los conquistadores castellanos llegaron a la isla de Achinech. Tras varios intentos frustrados por la feroz defensa de los guanches, Alonso Fernández de Lugo desembarcó en territorio de Anaga.
      Fiel a su principio de buscar aliados (que tan buenos resultados le diera en Benahaoré), el capitán castellano se entrevistó con el mencey Añaterve, el nieto de Aquinatem. Como intérprete, un conquistado de la isla Canaria bautizado como Fernando Guanarteme (su nombre original era Tenesor Semidan).


      Gracias a su conversación con Añaterve, el de Lugo supo de la existencia de una imagen de la Virgen María, llamada Chaxiraxi por los nativos. Pidió visitarla, y pudo así comprobar con sus propios ojos que era realmente una imagen de María.
      La cruz que en su momento colocara Antón ya había desaparecido, pero no así el pequeño montón de pieles, a un lado del altar improvisado sobre el que habían colocado la imagen.
      Don Alonso recogió la primera de aquellas pieles. Tenía algo escrito, en lo que parecía latín. Pudo leer:
      «Antón Ferrer dixit…»
      Él sólo pudo reconocer las dos primeras palabras, claramente un nombre del reino de Aragón.


      Preguntado el mencey sobre aquellas pieles, sólo pudo explicar lo que le habían contado. Que hacía ya varios años había llegado a la playa aquella imagen y con ella un hombre que decía llamarse Antón. Añaterve también refirió ciertos hechos que a Fernández de Lugo le parecieron más fábula que realidad.
      Pensó que tal vez en aquellas pieles estuvieran escritas las memorias del llamado Antón. Pidió permiso al mencey para recogerlas, y éste se lo concedió encogiéndose de hombros.
      Si llevaba aquellos textos a Sevilla, seguro que allí habría monjes eruditos capaces de leerlos.
      Entregó las pieles a uno de sus soldados para que las pusiera a buen recaudo. Éste las colocó en un pequeño saco y se preparó con los demás para marchar hacia las tierras hostiles de otro mencey, Bencomo de nombre.


      Desde las playas de Chimisay, la expedición castellana subió hacia la cumbre y se enfrentó a los guanches en el barranco de Acentejo. Fueron derrotados y a punto estuvo de morir el capitán español.
      El soldado al que don Alonso le confió las pieles con las memorias de Antón fue muerto por una pedrada de los guanches.
      Un guerrero de Bencomo, llamado Amastay, encontró el saco con las pieles en su interior. Se lo llevó al mencey, para que éste decidiera qué hacer con ellas. Las pieles no parecían estar en mal estado, aunque eran viejas.

       Amastay contaba con que Bencomo se las diera como botín, pero en vez de eso le ordenó quemarlas, junto con todos los objetos de aquellos invasores. Lo que no quemarían sería el polvo negro, pues ya habían comprobado lo peligroso que era echarlo al fuego.
      Amastay observó bien aquellas pieles. Tenían unos dibujos en forma de rayas que no le decían nada. Se fijó, sobre todo, en los primeros dibujos.
      Amastay tenía buena memoria para las figuras. Aquellos dibujos se grabaron fielmente en su cabeza y años después de quemar las pieles aún los recordaba.
     

Alonso Fernández de Lugo volvió a la carga con más hombres y mejor equipados. Evitando las encerronas de los barrancos, enfrentó a Bencomo y sus aliados en Aguere, logrando derrotar así a los guanches. Más tarde volvió a combatir en Acentejo, pero en un lugar más favorable, y se completó la victoria de los castellanos sobre los guanches.
      Amastay fue hecho prisionero, y bautizado con el nombre de Pablo. Fue vendido como esclavo a un castellano llamado Luis del Castillo que se asentó en la ciudad de San Cristóbal, construida en Aguere.
      Don Luis puso a Pablo a su servicio personal. Cierto día, el esclavo vio que su amo dejaba ciertas marcas en una piel delgada. Esas marcas le resultaron familiares.
      —Mi señor, ¡yo he visto marcas parecidas a esas en Acentejo! Fue después de la primera batalla.
      Aquello despertó la curiosidad del castellano. Él recordaba haber visto al capitán recoger unas pieles en una cueva de Güimar y dárselas a otro soldado. Luis sólo llegó a echarles un rápido vistazo, viendo que tenían algo escrito.
      En cuanto terminó de escribir, le interrogó sobre lo que él había visto. Pablo le relató como había encontrado unas pieles, con marcas parecidas, entre los objetos perdidos por un soldado castellano.
      —Las pieles eran de las nuestras, mi señor. Yo creo que las trajeron de Candelaria, donde dicen que hay una estatua de Chaxiraxi.
      —De la Virgen María —le corrigió su amo.
      —¡Perdón, mi señor! De la Virgen María. Un familiar mío había ido hasta la cueva y vio las pieles.
      —¿Qué más recuerdas de aquellas pieles, Pablo?
      —Eran pequeñas y algo viejas, y no creo que sirvieran de mucho. Yo esperaba que el mencey me las diera como botín, pues yo las había hallado, pero él ordenó quemarlas. Antes de echarlas al fuego las miré y vi las marcas.
      —¿Había algún dibujo, aparte de las marcas?
      —No, pero recuerdo bien como eran las primeras.
      —¿Serías capaz de dibujarlas?
      —Sí, mi señor.
      —Hazlo aquí, en este pergamino.
      Don Luis le entregó una pluma con tinta al esclavo guanche. Éste, torpemente, trazó unas líneas que recordaban una palabra.
      Aunque escrita de forma muy tosca, eran legibles.
      Y venían a coincidir con lo que él había podido leer.
      Era el nombre del misterioso guanche que escribiera aquellas crónicas.
      Antón.



Leer desde el principio.
Segunda parte.

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