19 noviembre 2011

ATAYTANA.1

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En el Beñesmén, incluso un plebeyo puede conversar con una joven de la aristocracia. En la fiesta grande de los guanches, nadie ponía inconvenientes a que un joven achicaxna de Adexe conversara con la sobrina del mencey de Güimar. Incluso que bailaran, porque a fin de cuentas todos bailaban juntos.
      A pesar de ello, Araday tuvo que tomar una buena ración de jugo de mocán bendecido por Achamán (la bebida fermentada que sólo se consumía en el Beñesmén), para sentirse lo bastante seguro antes de acercarse a donde estaba Ataytana y conversar con ella. También ayudó que acababa de vencer en varios juegos, y en ellos nadie fue capaz de tocar su cuerpo en el lanzamiento de piedras: las esquivó todas sin mover un solo pie del lugar, casi como si estuviera bailando.
      Aunque ¿de qué puede hablar un pastor sin ganado con la sobrina de un mencey? Después de que ella le mostrara su admiración por su habilidad en la esquiva, Araday enmudeció. Se sentía atrapado en los ojos de la joven, su olor le llegaba a lo más profundo y no podía evitar miradas subrepticias hacia los senos, claramente visibles bajo el tamarco de verano.
      Por fin se decidió a invitarla al baile. Pero tan sólo el contacto con su piel ya fue demasiado. Tuvo que hacer un enorme esfuerzo de voluntad para no hacer lo que realmente deseaba: llevársela a la fuerza hasta un rincón y allí yacer con ella; lo mismo le daba si ella quería o no, el deseo era intensísimo.
      Pero Araday estaba acostumbrado a controlarse, tal y como le había enseñado el guadameñe desde que tuvo su primera relación sexual, precisamente con su propia esposa. Desde tiempos remotos, la compañera del sacerdote solía ser la encargada de enseñar a los jóvenes púberes como se debía tratar a una mujer, siempre bajo la atenta mirada y los consejos del guadameñe. Aquella vez, Araday aprendió como controlar sus impulsos, a dominar sus ganas hasta que la mujer estuviera lista. Y, también, a controlarse si el deseo le llevaba a querer una mujer que no fuera para él.
      Para empezar, el simple hecho de dirigirse a una mujer sola ya suponía un grave delito. Luego estaba el problema de que ninguna de las castas superiores se atrevería a relacionarse con un vulgar achicaxna, por muy deseables que fueran, y desde luego que él no podría abordarlas si ellas no querían. Finalmente, sólo las villanas como él podían querer relacionarse, y no había muchas disponibles.
      En resumen, que desde muy joven Araday tuvo que aprender a dominarse. Y eso le resultó muy útil ahora que sentía el cuerpo caliente de Ataytana, mientras se desplazaban siguiendo los movimientos del baile.
      La Luna estaba completa y brillaba toda la noche en el cielo sin nubes, cerca del Echeyde. Araday sabía que dentro de aquella montaña vivía el demonio, Guayota, pero no le tenía miedo por tres motivos. Primero, porque Achamán cuidaba de todos los guanches. Segundo, era el Beñesmén, la fiesta grande en honor a Achamán. Y tercero, él estaba junto a Ataytana, conversando.
      Sólo conversaron, pese a estar apartados del resto, escondidos entre la retama. Finalmente, Araday había logrado dominar sus impulsos y sólo llegó a hacer manitas con ella. Y lo cierto es que Ataytana tampoco le dio pie para mayores avances.
      Para ella, aquel joven pastor era muy atractivo, pero ya sabía que su padre le había pedido que se casara con otro hombre, un hijo del mencey de Tahoro. Y aunque ella no había aceptado por el momento, no quería contradecir a su padre o a su tío.
      Finalmente, cada uno volvió al lugar de los suyos, para dormir lo que quedaba de noche.
   
      En el campamento de la gente de Güimar, todos se levantaron tarde el día que siguió al Beñesmén. El desayuno fue servido cuando ya el día estaba muy avanzado y fue ligero, pues pronto tendrían la comida del mediodía.
      El padre de Ataytana se sentó a su lado mientras tomaban la leche con gofio. Junto a ellos se situó Benitomo, el guadameñe.
      —Hija, Benitomo desea hablar contigo.
      —Como desees, padre. Como podrás ver, estamos solos.
      Ataytana hizo un gesto para despedir a Cataysa, la niña que la atendía (una achicaxna a su servicio) y se volvió hacia el guadameñe.
      —Querida niña —dijo Benitomo—. Tu padre se siente muy preocupado por ti. Anoche te vieron con un hombre de la casta más baja. Incluso creo que ha tocado la sangre de animales.
      —Soy una mujer libre y puedo conversar con quien yo desee. Si yo lo permito, no puedes prohibirlo.
      —No lo dudo, pero no es tu conversación lo que me preocupa. Es lo que pueda venir después.
      —No le entiendo, guadameñe.
      —Sí que me entiendes. Sabes que los hombres empiezan hablando con una mujer y terminan yaciendo con ella. Si ella se lo permite, eso se entiende.
      —Repito que soy una mujer libre. ¿Por qué no podría acostarme con un hombre si yo lo deseo?
      —Dime nada más, ¿lo hiciste?
      —No, no lo hice, pero no creo que eso importe.
      —¡Por Chaxiraxi! ¡Claro que importa! ¿Acaso no has hablado con Antón, el extranjero que está a cargo de la madre de Achamán.
      Unos años atrás, había llegado a las costas de Güimar un extranjero llamado Antón. Llevaba una talla en madera de una mujer, y todos los guanches la identificaron como Chaxiraxi, la madre del dios Achamán; aunque el extranjero la llamaba María Candelaria.
      Tras unos días difíciles porque Antón no sabía hablar la lengua guanche, logró aprender lo suficiente para poder asentarse entre los güimareños. Y cuando pudo comunicarse con ellos, Antón se puso a impartir nuevas enseñanzas. Hablaba del hijo de Chaxiraxi/Candelaria al que llamaba Jesús el Cristo y no Achamán, y de cómo quería Jesús que se comportaran sus fieles.
      Una de las enseñanzas de Antón hacía referencia a la virginidad. Según él, Jesús quería que tanto hombres como mujeres llegaran vírgenes al matrimonio; llamaba «pecado» al sexo fuera del matrimonio y decía que Guayota se llevaría a quienes tuvieran relaciones sexuales que no estuvieran destinadas a tener hijos.
      Ataytana consideraba que todo aquello no eran más que sandeces, pero por respeto a su padre y al guadameñe (que era primo del mencey), se callaba. Y, por lo mismo, se había conservado virgen, aunque ya empezaba a cansarse de ello. Oyendo las experiencias de otras jóvenes, comenzaba a anhelar sentir algo parecido a lo que ellas narraban.
      Finalmente, Ataytana prometió que no vería más al pastor de Adexe y que evitaría todo contacto con hombres, para así preservar su virginidad.
      Y su padre insistió en que buscara una pareja de su clase. Por ejemplo, dijo, estaba Tafuriaste, que era hijo del mencey de Tahoro.
      Ataytana prometió que buscaría conocer a Tafuriaste. Pero se reservó el derecho de mujer a decidir si se relacionaba o no con él.
   
      Araday volvió a las tierras de Adexe dentro de una nube. Le parecía ver a Ataytana en todas partes: en las formas caprichosas de las rocas, en una nube, en un tronco, en el agua del gánigo que bebía. Cuando estaba solo, su mano le proporcionaba el solaz que su imaginación completaba, soñando que estaba con ella.
      Era curioso, pero ya no sentía interés por ninguna de las chicas de su entorno. Las mismas que antes le habían excitado, ahora le resultaban indiferentes. Más de una de ellas llegó a pensar que alguna tibicena le había mordido, pues no se comportaba normalmente. Otra dijo que tal vez ahora le gustaban los hombres.
      Araday ignoraba tales maledicencias, que él bien sabía que no eran ciertas. Sólo una vez, para acallarlas un poco, aceptó yacer con una de aquellas jóvenes que le buscaban. En medio del clímax, tuvo que imaginar que se trataba de Ataytana para sentirse plenamente satisfecho.
      Y finalmente, llegó la subida a las tierras comunales, junto a las laderas del Echeyde. Y más tarde, fue el Beñesmén.
      Otra vez pudo conversar con Ataytana, bajo la discreta vigilancia de otras mujeres de Güimar. Sin embargo, entre las sombras las manos pudieron llegar a los más íntimos recovecos. Araday supo así que Ataytana deseaba lo mismo que él, y que tan sólo la vigilancia continuada lo impedía.
      Ataytana fue bien clara: por obediencia a su padre, debía mantenerse virgen, aunque eso fuera contrario a las costumbres de los guanches. Pero ya buscaría la forma de solucionarlo para el próximo año. Y le entregó una prenda de su amor: rompiendo el collar de piezas de barro cocido que llevaba, separó tres piezas con formas peculiares y las enhebró en una tira de retama.
   
      Durante los días de invierno, Tafuriaste, el hijo de Betxenuña, el mencey de Tahoro viajó hasta Güimar para conocer a Ataytana. Quedó muy complacido con ella y mantuvo su deseo de casarse con ella.
      Ataytana dudó durante algunas semanas, pero no tenía muchas opciones. Y es que, dentro del grupo de los achimenceyes, el único otro varón disponible era el hijo de Adacaimo, el mencey de Güimar. Era un primo muy cercano y si bien en el caso de la casta de los menceyes se aceptaba el matrimonio entre primos, Benitomo había sido tajante: esa unión repelía a Chaxiraxi, y Antón, el extranjero que interpretaba sus designios, estaba de acuerdo.
      ¿Otros varones achimenceyes? Quedaban dos hijos del mencey de Daute, pero eran unos niños. Para unirse con cualquiera de ellos, Ataytana debería esperar como mínimo tres años.
      Tafuriaste era la única posibilidad real que tenía dentro de su casta.
      Había más hombres, por supuesto, pero de la casta inferior, los achiciquitza. Unirse a cualquiera de ellos equivalía a una pérdida de categoría… salvo que se tratara de un hombre que mereciera ascender a la categoría de los achimenceyes. Ataytana sabía que no era fácil: Adacaimo no estaba por la labor, y era él precisamente quien debería decidirlo.


(Continuará...)

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