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Faltaban pocos días para que toda la población de Güimar migrara a las tierras de la cumbre (salvo un par de viejos achiciquitza que no podían hacer el viaje y un sirviente a cargo de ellos). Ataytana pidió a Cataysa que fuera a buscar a su hermano Ubay, unos años mayor que ella.
El joven achicaxna se sentía muy poca cosa ante la sobrina del mencey.
—Ubay, me ha dicho tu hermana que tú has andado mucho. ¿Es cierto?
—Sí, mi señora.
—Cuéntame los sitios por donde has estado.
—Bueno, he estado en las tierras de la cumbre, en muchas cañadas.
—Eso no importa. Allí hemos estado todos.
—Creo que no tanto como yo, mi señora. Incluso he subido a la cumbre del Echeyde.
—¿Y pudiste ver a Guayota? Dicen que está encerrado allí dentro.
—Pude ver su respiración. Sale humo caliente y azufre.
—Y por la costa, ¿hasta dónde has llegado?
—Más allá de Añazo, en las tierras de Anaga.
—¿Y en Abona? Supongo que has estado por las costas de Abona, ¿no?
—Sí, claro, hasta la montaña roja que se mete un poco en el mar. Pero no más allá.
—Esa montaña roja, ¿está en tierras de Abona o de Adexe?
—Abona, mi señora. Lo de Adexe está más lejos. No he llegado tan lejos.
—¿Y serías capaz de llegar hasta allí?
—¿A la montaña roja? ¡Por supuesto!
—No, yo digo más allá. Hasta Adexe.
—Dudo mucho que me den permiso. Ni mis padres ni los señores.
—Te lo doy yo. ¿No te vale?
—¡Claro que sí! Usted manda más que cualquiera de ellos.
—Bien, en ese caso atiende a lo que te voy a decir. Tienes que buscar a un pastor de Adexe llamado Araday. Trata de llegar antes de que marchen a las tierras comunales, pero si no, lo buscas por allí. La cuestión es encontrarlo, esté donde esté, y le dices que…
Ataytana explicó con todo detalle lo que debía decir Ubay a Araday. También, como reconocerlo, para lo cual debería pedirle la tira de retama con las tres piezas de barro, que eran idénticas a otras tres que ella había conservado. Y, por último, le explicó al pequeño como reconocer el paso del tiempo por las fases de la Luna.
Ubay marchó de inmediato. Pasó por su cueva y cogió un zurrón con gofio amasado, incluso a sabiendas de que era casi todo el que tenían sus padres. Pero ellos podrían conseguir más, mientras que él tendría que estar muchos días alimentándose con lo que pudiera conseguir. Cogió un pequeño envase de piel para contener agua, pues sabía que en verano y cerca de la costa no siempre era fácil hallar agua potable. Y, finalmente, se hizo con una tabona bien afilada, que era la favorita de su madre. Fue el objeto que más le dolió quitárselo a sus padres, pero sin duda a él le hacía más falta que a ellos; su padre era muy hábil fabricando cuchillos con la piedra negra brillante (obsidiana).
Completó su equipo con una piel de oveja medio rota que abrigaba lo justo y se marchó, sin decir nada a nadie, pues así se lo había pedido Ataytana. Cataysa se ocuparía de dar las explicaciones debidas a sus padres.
De hecho, en medio de los preparativos para la marcha a las cumbres, nadie notó la falta del niño. Su padre y su madre sí que notaron más tarde que faltaban algunos objetos valiosos, pero Cataysa les convenció de que no perdieran el tiempo buscándolos ni denunciando su robo.
Y mientras casi todos los güimareños viajaban montaña arriba, Ubay caminaba hacia el sur. Había decidido que era mejor no seguir la costa por el momento, sino avanzar por las medianías hasta llegar a la altura de la montaña roja. Desde allí sí que seguiría por la costa.
Lo hizo así para ir algo más deprisa y para aprovechar los charcos con agua que aún quedaban en muchos barrancos; sabía que cuanto más cerca estuviera del mar, menos agua dulce hallaría.
Pero no podía ir tan deprisa como le gustaría, pues Ataytana insistió en el sigilo: nadie debía verlo hasta que llegara a tierras de Abona, ya lejos de las de Güimar. Y eso le obligaba a esconderse a menudo, cada vez que veía gente.
Un día se vio obligado a permanecer desde la mañana hasta la noche escondido en una cueva, porque un grupo de pastores había decidido dejar su rebaño muy cerca de su cueva. No eran de Güimar, sino de Abona, pero sin duda lo conocían pues estaban muy cerca del límite; así que no podía arriesgarse.
Según le había explicado Ataytana, cuando la Luna volviera a estar completa y visible toda la noche por tres veces, sería el Beñesmén. Pero su recado debía de ser dado antes de que eso ocurriera: a más tardar después de la segunda ocasión de Luna completa.
Ubay siguió por tierras de Abona, cada vez menos preocupado por esconderse, pero aún lo hacía. No quería que lo vieran matar lagartos y comérselos crudos, o medio cocidos.
Un lagarto no tenía mucha sangre, que sí la suficiente para quedar maldito por ello. Sería un achicaxna mientras tuviera que matar para comer, pero si nadie lo veía hacerlo tal vez pudiera decir que nunca había tocado la sangre; así se lo había explicado su madre, insistiendo en que si alguna vez conseguía reunir méritos para llegar a ser achiciquitza, uno de los aspectos que más se le tendrían en cuenta era que no hubiera tocado sangre, ni de animal ni de persona.
De paso, Ubay cayó en la cuenta de que en el mar había más comida. Y que a nadie molestaba que matara los peces para comerlos. Mejor que peces, para los cuales necesitaría un sedal con anzuelo, podría recoger lapas, erizos y cangrejos.
Así que finalmente Ubay llegó hasta la montaña roja y en las costas más pedregosas buscó donde conseguir comida de la mar.
Siguió por la costa un tiempo, pero al llegar a los acantilados decidió seguir tierra adentro. Ya era un territorio desconocido para él, y tenía que buscar gente a la que preguntar por el camino.
Había otro motivo por el que quería buscar gente, y es que sucedían cosas que resultaban desconocidas para él.
La tierra temblaba, y él no lo entendía.
La primera vez que sintió un temblor de tierra, se hallaba mariscando y no le dio mucha importancia. Pero más tarde, cuando se dedicaba a limpiar las lapas para comerlas, volvió a sentir otro temblor.
Al comprender que era la propia tierra la que se estaba moviendo, se asustó. De haber estado con los suyos, habría ido corriendo a buscar a su madre. Pero estaba solo.
Ignorando las lágrimas que bajaban por su carita sucia, recordó las lecciones de Benitomo, el guadameñe. Le había hablado de Guayota, el demonio que moraba bajo las tierras del Echeyde, «que a veces hace temblar la tierra porque quiere salir».
¡Conque era eso! ¡Intentos de Guayota para escapar de su cárcel!
Ubay deseó que el demonio no se saliera con la suya. Y aunque no sabía las palabras adecuadas, en su mente pidió a Achamán que le ayudara, manteniendo encerrado a Guayota.
Durante los días siguientes, los temblores prosiguieron. Algunos más fuertes, otros casi inapreciables. Pero Ubay comprendió que le gustaría consultar la situación con algún adulto: tal vez le ofreciera algún consejo útil.
Araday sintió el primero de los temblores cuando estaba en su cueva. Ésta era muy oscura y profunda y él dormía en el rincón más apartado de la boca, por ser de muy baja categoría: sólo el carnicero tenía menor consideración que la suya.
Tan adentro estaba en la cueva que no le resultaban raros los pequeños desprendimientos de piedras. Araday solía dormir con una piel sobre la cabeza y con frecuencia tenía que apartar alguna piedrecilla del cabello al levantarse.
Pero esta vez oyó como una piedra bastante grande cayó a poca distancia. Y pudo escuchar un ligero sonido, muy grave, que parecía venir de lo más profundo. Era como una bestia, pero un animal enorme, gigantesco. Araday pensó que era la voz de Guayota, y justo en ese momento sintió que todo se movía. Cayeron varias piedras y él se levantó, saliendo a tropezones de la cueva.
Todo el mundo ya estaba afuera, la mayoría tal y como solían dormir, es decir desnudos bajo las pieles. Hasta el propio mencey estaba así. Miraba a los demás, tan asustando como cualquier otro: el miedo eliminaba las diferencias entre las castas.
Atocarpe, el mencey de Adexe, era un hombre ya mayor, pero por lo mismo llevaba años al mando, así que sus reacciones eran automáticas.
—¿Todos están bien? ¿No falta nadie?
Todos estaban allí, hombres, mujeres y niños. Achimenceyes, achiciquitzas y achicaxnas.
Aún era de noche pero faltaba poco para el amanecer. El mencey trató de recuperar el debido decoro.
—Mejor que cada uno se vista y si puede que se vaya a dormir. Si no tienen sueño, pues que se queden levantados. Los sirvientes deben iniciar ya mismo las labores para preparar la comida. Y que el carnicero mate uno de los machos, pues creo que nos hace falta. Mientras se hace la comida, que los pastores vayan a ver si el ganado está bien.
Araday oyó las órdenes y tras echarse el tamarco encima fue corriendo hasta la cueva donde guardaba las cabras y ovejas del hijo de Atocarpe. Casi no podía ver gran cosa por la oscuridad, pero no en vano él conocía muy bien el camino a la cuadra.
Más avanzado el día hubo otro terremoto. Araday estaba con el ganado y lo notó más por la inquietud de los animales (en especial, el perro Zairón, que aulló). Pero enseguida él también notó como se movía la tierra. Esa noche se encontró una piedra bastante grande sobre la piel de cabra que usaba para taparse.
Durmió poco y ese poco estuvo lleno de pesadillas. En una en particular, se vio en el interior de la boca de un enorme monstruo, y él tenía que evitar las muelas que trataban de triturarlo; algunas se caían, y eran enormes trozos de piedra negra. Oyó un rugido y se despertó… para oír los gritos de los demás. Era otro terremoto.
Por el día se quedó dormido un par de veces. Menos mal que Zairón era buen perro pastor y él se encargaba de vigilar al ganado; aparte de que no había peligro de que ningún animal se alejara hacia donde no debía.
Otra noche atormentada, y en esta ocasión, Araday soñó con Ataytana. Ella estaba en una cueva gritando y él quería sacarla, pero no podía mover las piernas, pues estaba enterrado en la roca como si fuera barro.
Y así durante varios días. El guadameñe no hacía más que ofrendas a Achamán. Dio la orden de que los hombres y las mujeres debían dormir separados, lo que incluía al propio mencey. Y que las crías de los animales debían apartarse de sus madres, para que balaran quejumbrosas y así atraer la voluntad del dios.
Pero la tierra siguió temblando día tras día.
Finalmente, un día uno de los pastores llegó corriendo desde la cumbre.
—¡He visto salir humo de la montaña! —le dijo al mencey.
—¿Un incendio? ¿Puede llegar cerca de nuestras cuevas?
—No señor. No es un incendio, pues donde sale no hay plantas, es sólo malpaís. Se trata de humo y fuego, pero sale de las rocas.
Atocarpe envió a un sigoñé, un capitán achiciquitza, para que investigara. Con él fueron varios pastores, incluyendo al que trajo la noticia.
Volvieron ya cerca de la noche. El sigoñé habló con el guadameñe y éste dio la noticia.
—¡Guayota ha salido! Y lo ha hecho en medio del camino que debemos seguir a la cumbre. ¡No quiere que subamos a las tierras comunales!
Atocarpe se quedó pálido. —Tendré que ver eso— dijo.
Al día siguiente, el grupo que subió era bastante numeroso. Aparte del sigoñé, iban el mencey, el guadameñe y un buen montón de sirvientes. Pasaron casi todo el día en la cumbre y esa noche, Atocarpe dio la noticia.
—No iremos a las tierras cercanas al Echeyde. Nos quedaremos aquí. Quien quiera llevar al ganado a otro sitio, que lo lleve a Erjos. Y esperemos que los de Daute o Icoden no nos creen problemas, como suele ser lo habitual. Pero Guayota nos ha cortado el camino a las cañadas cerca del Echeyde.
(Continuará...)
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