21 noviembre 2011

ATAYTANA.3

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Araday subió con el ganado a los altos de Erjos, casi en la linde con Icoden. Por la noche, bajó a las cuevas.
      Si alguna ventaja tenía llevar a los animales allí, y no a las cañadas del Echeyde, era poder dormir en la cueva de siempre, y no en un hueco bajo las retamas.
      Pero era la única ventaja: no había suficiente comida para todo el ganado, y Araday tenía que evitar a toda costa que las hambrientas cabras pasaran más allá de la cumbre, hacia el norte: los pastores de Icoden vigilaban siempre. Incluso ahora que se suponía que deberían haber subido a las tierras comunales.
      Araday cayó en la cuenta de que los de Icoden solían seguir una ruta paralela a la de Adexe, sólo que más cerca de la montaña; por tanto, la salida de Guayota les perjudicaba a ellos también.
      Sin embargo, la gente de Icoden disponía de otra ruta: por el norte, bordeando todo el Echeyde hasta las tierras de Tahoro. Pero Araday no podía más que hacer suposiciones.
      Puede que los de Icoden no quisieran pasar por Tahoro, por motivos parecidos a los que tenían los de Adexe para no cruzar las tierras de Abona. Es decir, viejas rencillas de vecinos.
      O tal vez fuera simplemente que la ruta del norte era peligrosa. Araday había oído que el borde del Echeyde era demasiado pendiente, sobre todo si se llevaba ganado, mujeres y niños.
      Incluso podía suceder otra cosa: la gente de Icoden habría marchado a las tierras comunales, pero habían decidido dejar vigilantes en las lindes.
      Como fuera, había icodenses pendientes de cualquier animal que pasara a su territorio. Araday sabía bien que si pasaba eso, podría dar por perdido al animal. Atocarpe había dejado muy claro que no tenía intenciones de hacer una guerra por una cabra o una oveja, y lo que haría sería castigar al pastor responsable de su pérdida.
      Fueron varios los días que transcurrieron de esa manera. Araday contemplaba la Luna, viendo como crecía por la noche. La siguiente ocasión en la que eso debía ocurrir sería el Beñesmén. Los de Adexe no estaban muy por la labor de celebrarlo, sobre todo porque esta vez tendría que ser en solitario después de muchos años de hacerlo con los demás.
      Hacia donde salía el sol podía ver el humo de Guayota. A veces le llegaban truenos lejanos, otras podía ver lenguas de fuego en el cielo.
      En la cueva ya no temblaba, aunque la gente seguía teniendo miedo. Los exploradores que cada poco tiempo iban a ver el sitio, venían diciendo que unas lenguas de fuego salían de la montaña, corriendo por la tierra como si fuera un agua muy espesa. Decían que el malpaís avanzaba, pues bajo él había fuego.
     
      Cierta mañana en que estaba con las cabras (había dejado las ovejas en la cuadra, pues la mayoría estaba cerca del parto), Araday oyó ladrar a Zairón. Fue entonces cuando vio acercarse a un niño. Ya más cerca, no pudo reconocerlo, pues no era de Adexe.
      —¿Eres Araday? —le preguntó el pequeño, al llegar donde él se encontraba. Zairón se puso a olfatearlo, sin que el pequeño diera muestras de miedo.
      —Sí, yo soy. ¿Tú quién eres? —Araday se sintió tranquilo viendo la reacción del perro. Estaba meneando el rabo, mientras permanecía al lado del niño desconocido.
      —Me llamo Ubay y soy de Güimar. Me envía Ataytana.
      Al oír el nombre de la mujer, el corazón de Araday dio un vuelco.
      —¡Qué le ha pasado! ¡Dímelo ya, o te doy una paliza!
      —No le ha pasado nada, al menos que yo sepa. Ella me manda darte un recado, pero primero debo comprobar que tú eres Araday.
      —¡Soy Araday! ¡Por Achamán y su madre Chaxiraxi! ¿Es que dudas de mí?
      —Ataytana me ordenó claramente que comprobara que eres tú. Si eres Araday, tendrás una pulsera hecha con una ramita de retama…
      Araday comprendió. Su amada quería asegurarse, y no le costaba mucho hacerlo. Mostró al niño la pulsera que llevaba siempre en la mano derecha. Tenía los tres aros de barro cocido que ella le había dado.
      Ubay miró atentamente, recordando como eran los otros tres que Ataytana le había mostrado. Concluyó que eran iguales.
      —Sí. Son iguales a los del collar de Ataytana. Ella te entregó estos adornos y tú eres, en efecto, Araday. Te daré su mensaje.
      Araday escuchó atentamente.
      —¿Dices que se unirá a Tafuriaste, el de Tahoro, en el Beñesmén? ¡Hay que impedirlo!
      —Tendríamos que ir pronto a las tierras comunales. Pero dicen que Guayota impide el paso.
      —¡Ni el mismo Guayota me impedirá estar con mi amada! —gritó Araday en dirección al levante.
      Al irlo gritar, Zairón se puso en guardia. Pero no veía peligro por ninguna parte.
      —¿Eres acaso tan poderoso que puedes luchar contra Guayota? —exclamó Ubay, con admiración.
      —No, esa es labor de un dios como Achamán. Pero nosotros podemos dar un rodeo. Iremos por Chasna, en tierras de Abona.
      —¿Y las cabras?
      —Olvídalas. Por ahora dime una cosa: ¿tienes hambre? Y otro asunto, ¿en las cuevas saben que tú estás aquí?
      —Tengo hambre, sí, y también un poco de gofio con miel. Y a lo segundo, en las cuevas son varios los que me han visto, pues he preguntado por ti a todo el que he podido. Llevo buscándote más de una luna, Araday.
      —Ahora, mejor comamos y luego nos pondremos en marcha. Tengo un plan.
     
      Araday se lo dejó bien claro a Ubay. Antes de explicarle su plan le preguntó:
      —¿Qué vas a hacer tú, Ubay? ¿Vuelves con los míos o vienes conmigo?
      —Iré contigo. Además, puede que yo conozca los caminos mejor que tú.
      —Eso lo veremos. Pero quiero saber si puedo confiar en ti antes de explicarte nada. Si te vas al pueblo te preguntarán a donde he marchado.
      —Claro, y ese es uno de los motivos por los que no quiero volver. ¡Iré contigo, Araday!
      Le explicó lo que había planeado. Ubay hizo algunas sugerencias sobre como ir por la costa, pero Araday le interrumpió.
      —Olvidas que hemos de subir a las tierras comunales. No tiene sentido llegar hasta Güimar, iremos por Chasna.
      —No conozco esa ruta.
      —Yo sí. Ahora, debes ayudarme a matar una cabra —señaló uno de los animales—. Aquella es aún joven y más pequeña que el resto.
      —¿Matarla?
      —Sí. No somos carniceros y con la sangre nos ensuciaremos, pero nadie tiene porqué saberlo. Ninguno de los nuestros, si tú y yo mantenemos la boca cerrada.
      —Sí, pero ¿por qué?
      —¡Has venido andando desde Güimar y me haces esa pregunta! Yo no sé si tú comerás poco, pero yo desde luego que sí.
      —¡Pero es que una cabra es mucha carne para los dos!
      —No te preocupes por eso. Sólo tendremos que cargarla toda uno o dos días. Ya lo verás.
      Arrastraron a la cabrita elegida y Araday azuzó a las demás, dejando que se perdieran. Ya no eran su ganado.
      La víctima fue sacrificada con limpieza. Araday no sería matarife, pero había visto la labor del carnicero más de una vez. Clavó su tabona en el cuello, dejando que la sangre cayera al suelo; no cayó ni una gota sobre el tamarco de Araday.
      Se habían escondido tras unos brezos. Aunque oyeron voces, procedentes de la otra ladera, no llegaron a ver lo que sucedía. Araday simplemente supuso que los de Icoden habían encontrado algunas de las cabras que él había abandonado, y que éstas habían cruzado la linde.
      Debían ahumar la carne, pero para eso tendrían que buscar un sitio más resguardado. Con el pellejo de la cabra improvisaron dos bolsas, que llenaron con las cuatro patas y trozos selectos de la carne. Lo demás lo abandonaron allí mismo. Tuvieron que llamar a Zairón varias veces para que decidiera acompañarles, dejando allí aquellos ricos despojos.
      Araday guió a Ubay hacia una cueva en un lugar apartado, entre los pinos. Zairón les siguió por fin.
      —No es un buen sitio para quedarse, pero aquí podemos estar uno o dos días, mientras ahumamos la carne. Dentro de la cueva no se notará la humareda, aunque tendremos que dormir por fuera.
      —No importa —replicó Ubay.
      Aquellas tierras pertenecían a Adexe, por lo que no fueron molestados. Araday sabía que ya le andarían buscando, pero nadie imaginaría que aún estuviera en territorio propio; lo imaginarían en Icoden o en Daute.
      Esperó a que pasara la luna completa. Cuando vio que salió por levante ya entrada la noche, decidió que era el momento de marcharse.
      —No podemos cruzar las tierras de Adexe de día. Pero esta noche tendremos luna todo el rato, así que al amanecer podremos estar ya en Daute.
      Y así lo hicieron. Poco antes de salir el sol, Araday reconoció las montañas que definían la tierra de Daute. Decidieron descansar un poco, hasta que fueran hallados.
      Por la mañana, unas sacudidas poco amables les despertaron. Zairón gruñía, amenazante, pero sin decidirse a atacar hasta que su amo se lo ordenara.
      —¿Quiénes son ustedes y qué hacen en tierras de Daute? —preguntó el que parecía un sigoñé, por su añepa—. Y hagan que se calle ese perro si no quieren que le de una patada.
      —¡Zairón, quieto! —dijo, y volviéndose hacia los extraños, añadió—. Solicitamos el derecho de paso por las tierras de Daute. Pagaremos con carne de cabra ahumada.
      —Ya he notado que llevan carne ahumada. De hecho fue su olor el que nos ayudó a descubrirlos. Pero insisto en saber quienes son ustedes y de donde venimos.
      —Mi señor, tal vez sea mejor que no conozca nuestros nombres. Somos fugitivos y si nos permite el paso luego podrá decir que no sabe nada si preguntan por nosotros.
      —A ver esa carne.
      Araday comprendió que ya había logrado su objetivo. El sigoñé volvería a preguntar por motivos de orgullo, pero no pensaba renunciar a la sabrosa carne tan fácilmente. Si luego la repartía entre sus hombres o no, ya no era asunto suyo.
      Entregaron más de la mitad de la carne, y además la piel de la cabra para poder pasar por Daute hasta la costa. Tal y como le había prometido Araday a Ubay, el peso se les redujo considerablemente.
      Pasaron por algunas cumbres, y Araday señaló las islas que podían verse. Ubay sólo conocía la isla Tamarán, visible los días claros desde las tierras de Güimar. Pero hacia el norte y oeste pudieron ver Beneahoré. Más tarde apreciaron, enorme y cercana, la isla Gomera y en cierto momento llegaron a ver, lejos hacia el sur y oeste, Esero.
      —¿Cuántas islas son, Araday? —preguntó el niño.
      —Dicen que siete, pero yo sólo he visto cuatro, cinco si contamos la nuestra de Achinech. He oído que hay otras dos islas, más allá de Tamarán, pero sólo pueden verse desde la cumbre del Echeyde, y eso nada más que los días muy despejados. Incluso se comenta que puede verse una tierra más lejana, que no es una isla.
      —¿Qué es?
      —Un sitio muy grande al que llaman África. Mi abuelo me contó una historia, según la cual hace muchos años, una gente salió de África en unas cosas que flotaban. Los trajeron otros hombres con armas muy afiladas, y les obligaron a venir a las islas. Según esa historia, Achamán les recibió contento, porque se sentía solo. Pero mandó rayos y olas enormes que mataron a los hombres armados, y sus cosas flotantes se hundieron.
      Ellos dos tardaron un día apenas en llegar al mar. Cruzaron valles y montañas. Pero no fueron molestados en el camino. Los de Daute respetaron el derecho de paso.
     
      Ahora se hallaban, de nuevo, en tierras de Adexe. Pero Araday esperaba que no coincidieran con ningún mariscador o pescador de los suyos. Sería cosa de tener cuidado.
      Normalmente, aquella no era época de pesca o recogida de mariscos. Pero estando la gente en sus cuevas, sin subir a las cañadas, era más probable que alguien bajara hasta el mar.
      Cruzaron la costa de Adexe con cuidado, gastando dos días en el trayecto. Araday veía achicarse la Luna noche tras noche y comenzaba a preocuparse. Su plan, y el de Ataytana, dependían mucho de las fases de la Luna. Zairón les ayudaba a detectar cualquier grupo de gente.
      Llegaron así a las tierras de Abona, y Ubay suponía que caminarían hasta la montaña roja que él ya conocía. Pero Araday lo sorprendió al indicarle otra ruta. Le señaló la montaña de Guaza.
      —¡Esa es la referencia que necesito! Desde aquí podremos subir hacia Chasna.
      —¿No nos molestarán los de Abona?
      —Espero que no. Esos deben de estar ya en las cañadas. Y si encontramos a alguien que nos ponga pegas, bueno, aún nos queda carne.
      —No mucha.
      —Cierto, no es mucha. Así que antes de subir vamos a recoger algo de marisco.
      Ya estaban en la costa, así que siguieron por la playa de arena hasta llegar a la parte rocosa, junto al acantilado. Allí encontraron gran cantidad de mariscos.



(Continuará...)
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