21 julio 2013

Icayna 2ª parte

-3-

Zenohán decidió acercarse a la playa con dos achiziquitzas a su servicio, Inaoram e Itiguafe. La noche anterior había habido una tormenta y era frecuente que aparecieran maderas útiles arrastradas por las olas. A veces, incluso grandes peces medio moribundos que podían aprovecharse para comer.
      Inaoram era muy joven y ágil, y era siempre el primero en llegar hasta el agua. Esta vez se adelantó, como era habitual, pero de pronto volvió corriendo.
      —¡Mi señor! ¡Un hombre, creo que está muerto! —dijo, entre sofocos.
      Itiguafe y Zenohán saltaron entre las rocas hasta llegar al lugar señalado por el joven. Allí, entre las rocas se hallaba un hombre de piel clara, vestido con una prenda extraña, de color gris y empapada de agua.
      Zenohán acercó su oreja a la boca y pudo oírle respirar. También sintió su aliento.
      —¡No está muerto! —anunció.
      Por su categoría, no podía ensuciarse las manos tocando un cadáver, incluso aunque no lo fuera. Así que ordenó a los dos plebeyos que cargaran con aquel desconocido.
      Lo llevaron hasta donde habían dejado el agua y las tabonas. Lo tendieron en la arena.
   

Juan abrió los ojos. Le había parecido soñar que lo llevaban dos ángeles. Pero ahora pudo comprobar que no había sido un sueño. Estaba sobre la arena, lejos de las rocas, y tres hombres de piel oscura lo miraban, asombrados.
      Vestían con pieles, aunque apenas se cubrían las partes pudendas por el calor. La prenda que llevaba uno de ellos parecía de mejor calidad, teñida con colores lilas y verdes. Las que llevaban los otros dos eran más toscas y sin teñir.
      Juan vio que allí cerca había lo que parecía un odre lleno de agua, y eso le hizo despertar de nuevo la sed abrasadora.
      —Sansofé Icaynax —dijo el de la piel teñida.
      —¡Agua! ¡Por piedad, dadme agua!
      —Aemonxit bar. ¡Itiguafeix! —ordenó el que parecía más noble, y uno de los otros acercó el recipiente con agua.
      Juan bebió con desesperación. Nunca había tenido tanta sed. Casi había vaciado el odre cuando al fin lo soltó en las manos del desconocido.
      El de la piel teñida cogió lo que parecía una piedra. O tal vez fuera una pieza de arcilla cocida al horno. Lo colocó en la frente de Juan y luego en la suya y se quedó un rato pensativo.
      —¡Bien! Ahora puedo hablar tu lengua —dijo, en perfecto castellano.
      —¿Cómo es posible? —preguntó, atónito, Juan.
      —Ahora no puedo explicarte. Primero debemos dar nuestros nombres. Bienvenido a Icayna, nuestra isla. Yo soy Zehonán, achimanzay, que quiere decir «de la familia del rey», y estos dos son Inaoram y Itiguafe, achiziquitzas, o sea plebeyos. ¿Puedes decirme tu nombre y tu categoría?
      —Me llamo Juan Trevijano y ni soy plebeyo ni de sangre real. Soy noble, sea eso lo que sea entre los tuyos.
      —Te supondré un achikatnia, por encima de los achiziquitzas y con derecho a poseer tierras y ganado. ¿Tienes tierras y ganado en el lugar que has dejado para venir hasta aquí?
      —Pues sí. Pero creo que todo eso lo he perdido. O no lo sé, tendría que volver para saberlo.
      —Es posible que no puedas volver, Juan Trevijano. Pero por ahora, mejor es que vengas con nosotros para conocer a nuestro manzay, el rey de la isla.
      —Tan sólo decidme por qué no puedo volver, Zehonán.
      —Juan Trevijano, en Icayna conocemos la magia. Y nuestro secreto no debe conocerse.
      —¿Y si prometiera no revelarlo jamás?
      —Ya lo veremos. En todo caso, será decisión del manzay, no mía. Ni tuya.
   
A Juan no le hizo gracia que ya de entrada le dijeran que no podría marcharse de aquella isla. Pero en todo caso se trataba de un problema a resolver más adelante. Por ahora, debía concentrarse en sobrevivir entre aquellos paganos y salvajes. Que muy salvajes no eran si eran capaces de saber su lengua. O más bien, de aprenderla enseguida.
      Recordaba que al principio no pudo entender nada de lo que le dijeron. Fue después de que él hablara en castellano cuando… ¡No! Fue después de usar aquella extraña piedra de arcilla, mágica según todos los indicios.
      La magia era cosa del demonio, siempre lo había creído. Las brujas y los brujos eran gente al servicio de Satanás que pretendía superar las obras de Dios, así decían los sacerdotes. Por eso era obligado denunciar a todo el que realizara prácticas mágicas o demoníacas.
      Si estaba en manos de Satanás, poco podría hacer. Pues todos sus compañeros estaban muertos y tal vez él también estuviera, con lo que aquello sería su infierno particular. Aunque se supone que debía haber un juicio y, si estaba realmente muerto, no recordaba haber pasado por ello.
      Como fuera, no estaba en sus manos impedirlo. Vivo o muerto, en manos del demonio o de Dios, no tenía más alternativa que dejar que las cosas siguieran su curso.
      Eso sí, aquella isla de Icayna no le sonaba. Por aquellos lares estaban las islas de Esero, Gomera, Tinerfe y Benahoare. Ninguna que pudiera llamarse Icayna, aunque tal vez se tratara de una de las cuatro con otro nombre otorgado por sus habitantes. Debía preguntar.
      —Zehonán, ¿puedo haceros una pregunta?
      —Las que desees. Ya veré si puedo responderte.
      —¿Qué isla es esta de Icayna? No figura en mis cartas de marear.
      —Ni figurará. Gracias a nuestra magia, estamos fuera de los mapas. También estamos fuera del tiempo y así puedo decirte otros nombres con los que es, o será, conocida. Non Trubata, San Borondón, esos son los nombres con los que referirán a esta tierra, sin que nadie llegue a conocerla.
      —La magia es cosa del demonio, o así me lo han enseñado.
      —El demonio es Guafiota y sí, gracias a su magia podemos escondernos. Pero Guafiota no es malvado como el demonio de ustedes los cristianos.
      —¿Conoces la doctrina de Cristo?
      —Estamos fuera del tiempo y así podemos saberlo todo. Sí, hemos podido ver los libros que hablan del Dios de los judíos y de los cristianos, como ese que llamas Biblia. Pero no verás por aquí cruces, iglesias o demás símbolos cristianos. Nuestras creencias son otras.
      —¿Y a dónde me llevas, por cierto? Ese demonio vuestro, Guafiota, ¿os pide sacrificios humanos?
      —¡Tranquilo! Ya dije que no era malvado como el Satanás de ustedes. No quiere el mal para la gente. Sí, a veces se enfada con Aciamán, el dios padre, pero es muy fácil complacerlo y así mantenerlo tranquilo. Ya verás como lo hacemos, y no te preocupes, no hacemos sacrificios humanos. Eso sí, si acaso se enfadara Guafiota sería terrible. Ya sucedió una vez hace muchos años y salió una montaña de fuego. Como sucede en las otras islas, dicho sea de paso.
      Era cierto, pensó Juan. Aquellas islas eran llamadas del Fuego porque a veces salía fuego de sus entrañas. Eran lo que llamaban volcanes, como el Etna o el Vesubio en Italia. También en el Egeo había referencias de islas volcánicas.
      Si la furia del demonio era lo que hacía que se encendieran los volcanes, no era mala idea complacerlo. Y allí, por lo visto, sabían cómo.
   
Zenohán envió a uno de los plebeyos a buscar a alguien. Juan entendió casi todo, pese a que no hablaban con él. Un buen rato después, el joven plebeyo vino acompañado de un desconocido, cuya vestimenta era algo más lucida que la de los achiziquitza, pero sin llegar a la ornamentación del achimanzay. También notó que los plebeyos estaban afeitados y con el pelo muy corto, mientras que Zenohán lucía barba y luenga melena. El recién llegado tenía el pelo luengo, pero no demasiado y una barba recortada.
      —Juan Trevijano, éste es Tacor, un achikatnia. Como es de tu misma categoría, resulta la persona adecuada para acompañarte y enseñarte como vivir entre los icaynenses.
      Zenohán cogió la piedra mágica que permitía entender las lenguas y frotó con ella la frente del recién llegado, y a continuación hizo lo propio en la de Juan.
      Éste recordó un pasaje de los Evangelios donde los apóstoles reciben el don de lenguas; sintió algo parecido y no le habría extrañado ver una lengua de fuego sobre su cabeza. Sintió que podía hablar la lengua icayna a la perfección.
      —Tacor, me alegro de conocerte. Me llamo Juan, no hace falta que me llames de otra manera.
      —Saludos, Juan. Espero que seamos amigos.
      —Bien, que Aciamán esté con ustedes —dijo Zenohán y haciendo una seña a Inaoram y Itiguafe para que lo acompañaran, se fue de la playa.
      Tacor y Juan se pusieron en marcha un rato después. Tacor hacía muchas preguntas sobre el mundo exterior, en especial sobre la ropa que llevaba Juan. Éste empezaba a sentir cierto pudor, pues no en vano apenas llevaba una camisa sin nada debajo. Y los pies descalzos tropezaban entre los callaos.
      Tacor llevaba una prenda de piel teñida de azul, con el pecho descubierto. Y llevaba una especie de zapatos de piel, amarrados con tiras de cuero. Portaba un bastón que le servía para caminar, pero con todo el aspecto de servir también de arma arrojadiza.
      Salieron de la playa y caminaron por un sendero muy transitado, que conducía a un río, o más bien un arroyo, por cuyo cauce corría un delgado hilo de agua verdosa. Estando a finales del verano, era lo normal, pero allí no se veían señales de sequía. De hecho, una vez que Juan miró hacia lo alto, vio frondosas selvas en las montañas. Las nubes se agrupaban en lo alto.
      Sin que Juan se diera cuenta, de pronto se vieron entre un montón de gente. Al estar entretenido en ver el paisaje, no había notado que llegaron al poblado.
      Aquella gente vivía en cuevas. Las paredes del barranco estaban perforadas por multitud de cuevas y muchas de ellas estaban habitadas. Había hombres, mujeres y niños. Y animales, cabras, cerdos, perros y lo que parecían cabras sin cuernos.
      Algunas mujeres iban con los pechos al aire, y otras sólo llevaban uno a la vista (el del lado diestro), mientras que las de un tercer grupo iban cubiertas púdicamente. Observando las ornamentaciones, Juan sospechó que sabía el por qué.
      Tacor se lo confirmó.
      —Las mujeres se han de vestir según su casta. Las achiziquitza van descubiertas para señalar que están disponibles para saciar los instintos de los hombres de clanes superiores. Las achikatnia sólo pueden saciar los instintos de los achimanzay, y las achimanzay jamás sirven para eso.
      —Pero, ¿no se forman parejas?
      —Sí, eso por supuesto. Cada hombre mora con una mujer y cada mujer tiene un hombre de su misma categoría. Pero a veces hay hombres que no tienen pareja y necesitan liberar sus ansias; para eso pueden disponer de una mujer de casta inferior, aunque siempre es de mala educación hacerlo con una que no esté a tu servicio.
      —¿Acaso tú…?
      —Cuando era más joven y no tenía pareja, sí, alguna vez recurrí a las achiziquitza a mi servicio. No muchas, y ahora, desde que estoy con Armindatay no lo he hecho. Aparte que supondría una ofensa para mi hombría el que no sea capaz de contenerme.
      —¿No me podrías conseguir una prenda más adecuada?
      Tacor observó a Juan. Bajo la tenue tela era evidente su erección, lo que sin duda le avergonzaba. Pero no podía evitarlo, viendo tanta carne que se mostraba impúdicamente.
      —Te buscaré un tamarco. Pero observo que también necesitas una mujer.
      Juan quiso protestar pero su necesidad era evidente. Ante el gesto imperioso de Tacor, una mujer vino hacia ellos. Tenía los dos pechos a la vista, y era joven y, sin duda, atractiva. Juan sintió que no podría resistirlo más.
      La joven lo acompañó a una cueva y allí se consumó la unión. Fue todo tan rápido que Juan se sintió avergonzado, pues se había comportado como un joven imberbe y sin experiencia.
      Al salir de la cueva, les esperaba Tacor con una prenda de piel y unos xercos, unos zapatos.
      —Espero que te sirvan. Dáciltaria te ayudará a ponértelo. No creo que ahora te importe mucho —le dijo, picando el ojo.
      Desde luego, después de haber copulado con ella, no le importó desnudarse de nuevo ante la mujer, quien le ayudó con habilidad a vestirse como un noble icaynense.
      —Estás muy guapo, mi señor —dijo, zalamera, Dáciltaria.
      Poco más tarde, Tacor le llevaba ante el manzay Tagufirche. Juan repitió los gestos de sumisión de Tacor, lo que dejó complacido al manzay.
      —Así que este es el recién llegado de más allá del mar —dijo el manzay.
      Juan le comprendió como si dominara la lengua desde niño.
      —Así es, mi señor.
      —Sospecho que no llegaste a esta isla de Icayna a propósito.
      —En efecto. Pensaba llegar a la isla de Benahoare. Pero mi navío se perdió y sólo sobreviví yo.
      —Imagino que tus intenciones en Benahoare eran las de conquista, ¿me equivoco?
      Juan se quedó sorprendido. Aquellos icaynenses sabían más de lo que aparentaba.
      —En efecto, mi señor.
      —Cuéntame todos los detalles.
      Juan se explayó con ganas. Empezó por sus descubrimientos en diversos libros clásicos, siguió con sus conversaciones con varios aventureros, luego con el encuentro con el valido Álvaro de Luna, cuyo sorprendente resultado fue el permiso para explorar. Comentó los problemas con la familia Peraza, incluyendo el asesinato a sangre fría de su hermano, y la negativa a auxiliar a su barco con el posterior hundimiento.
      Cuando terminó su relato, ya estaba atardeciendo. Encendieron una hoguera a la entrada de la cueva y trajeron comida, que fue servida por varios achiziquitza; Juan reconoció a Dáciltaria, quien se sonrojó al servirle.
      La comida era, sin duda, muy peculiar. Había carne de cabra, de eso no cabía duda, asada con hierbas aromáticas. Pero también tenían unas masas de cereal tostado, sin fermentar, que se comían como si fuera pan; tenían frutos secos mezclados, que Juan no supo reconocer. Había moluscos, erizos de mar, peces pequeños, todos ellos asados. Y una sopa que sirvieron en unas tazas de barro cocido muy tosco. No había vino ni ninguna otra bebida salvo leche cruda y agua.
      Terminada la comida, Tacor acompañó a Juan a su cueva, donde su mujer Armindatay le había preparado un lecho improvisado.
      —Sólo por esta noche, Juan. Mañana te buscaremos una cueva, pues no es conveniente que convivas con nosotros.
      Juan no preguntó los motivos, pero supuso que la mujer era uno de ellos. Lo cierto es que, al verla con el pecho diestro desnudo, volvió a sentir que el deseo le embargaba. Estaba claro que no debería ofender a su huésped, así que trató de calmarse respirando hondo.
      Aunque improvisado, el lecho era cómodo: una base de helechos frescos, recién cortados, cubiertos con una piel de cabra, y con otra piel para abrigarse. Si Juan no durmió gran cosa fue más por las preocupaciones que porque estuviera incómodo.
      Estaba claro que tal vez debería quedarse el resto de su vida con aquella gente. Salvo que llegara otro navío con conquistadores. ¿Y si eran de los Peraza? ¿Se daría a conocer? ¿O se escondería?
      Preocupaciones inútiles. Por el momento, lo más simple era hacer la vida de los icaynenses, vivir como ellos. Es decir, aprender a vivir como ellos, porque apenas tenía idea de cómo vivían.
      Había notado, eso sí, que eran ganaderos. No cultivaban más que pequeñas parcelas de cebada, y buscaban su alimento en las selvas cercanas o en las costas.
      Él no tenía mucha experiencia como pastor, salvo una semana que estuvo con un grupo que recorría las cañadas, allá en Burgos. Unos días que recordaba con cierto placer, a pesar de las incomodidades de tener que dormir al raso casi siempre.
      Bien, pues volvería a ser pastor. Al menos la isla no parecía tan grande como para que los desplazamientos fueran prolongados…
      Por cierto, ¿cómo se movían por aquellos barrancos? Juan no había visto caminos, más allá de unos estrechos senderos, adecuados para las cabras y poco más. Ningún «camino real» o que se le pareciera.
      Por la mañana lo supo. Tacor le pidió que le acompañara a conducir el ganado. Con ellos iban dos jóvenes achiziquitza. Se trata de unas cuantas cabezas, Juan calculó que sobre las dos docenas, aunque unas diez no tenían cuernos. Juan las observó bien, ¡eran ovejas sin lana!
      —¿Habéis trasquilado a las ovejas? —preguntó Juan.
      A pesar de la piedra mágica que permitía entender las lenguas, Tacor no le entendió. Juan tuvo que explicarse mejor.
      —Pregunto que si habéis cortado el pelo a las ovejas.
      —¿Para qué íbamos a hacerlo?
      —¿Es que siempre tienen el pelo así de corto?
      —Claro que sí.
      —En mi tierra, las ovejas tienen el pelo luengo y al llegar el verano se lo cortamos y usamos para hacer ropa. Se llama lana y es muy abrigada.
      —Pues me temo que Aciamán no nos quiso complacer con esa lana de oveja que tú dices. Nuestras ovejas no dan lana, sólo carne.
      —¡Una lástima!
      De pronto, Juan se fijó en los enormes bastones que portaban los tres hombres. Más que bastones, eran lanzas, acabadas en una punta de cuerno de cabra, enderezado al fuego.
      —Tacor, ¿para qué son esas lanzas? ¿Hay algún animal peligroso?
      —¿Animal? ¿Te refieres a algo que nos pueda atacar? ¡Ten por seguro que no!
      —¿Entonces?
      —Ya verás como obramos.
      Llegaron a un sitio donde el barranco se estrechaba. El camino ascendía por la ladera en fuerte pendiente.
      Juan se quedó sorprendido cuando vio a los dos jóvenes subir por la ladera haciendo caso omiso del camino. Apoyándose en sus lanzas, parecían subir como por magia, saltando las dos o tres varas que medían las lanzas sin esfuerzo. En muy poco tiempo estaban en la cima del barranco.
      —¿Cómo es posible?
      —Tendrás que aprenderlo.
      Tacor hizo una seña a los chicos, y éstos bajaron tal y como habían subido. Apoyándose en las lanzas, se dejaban caer como si volaran.
      Juan los vio llegar sin mostrar la menor señal de esfuerzo. Aquella ladera debía tener sus buenos diez o quince estados de alto, y los chicos habían subido y bajado como si tal cosa.
      Las cabras y ovejas ya estaban comenzando a subir, despacio, como era lo natural. Uno de los chicos volvió a subir para controlar el avance del ganado. Tacor demostró que él también se manejaba con la lanza, pero muy pronto volvió junto a Juan.
      —Ya que tú no sabes subir con la lanza, yo tampoco lo haré. Pero has de aprender, si quieres moverte por la isla.
      Hasta ese momento, Juan no había tomado conciencia plena del lugar donde se hallaba. Pero ahora miró a lo lejos.
      Estaban en un enorme valle, con forma de media luna, cuyas paredes escarpadas parecían llegar al mismo cielo. De hecho, las nubes cubrían más de la mitad de las cimas. El valle desembocaba en el mar, e incluso la costa era escarpada; desde donde se encontraba podía divisar varios acantilados, y tan sólo un par de playas.
      De las laderas empinadas, llenas de selvas (allí donde la pendiente lo permitía), brotaban riachuelos, más bien arroyos. Algunos convergían en un pequeño lago que desahogaba al mar.
      No tenía forma de medir aquellas alturas, pero debían de ser de más de cien estados, quizás más de los doscientos. Pero por el aspecto, no dudaba que pudieran ser mil estados, por muy exagerado que pudiera parecer.
      No vio ninguna población, aunque sí señales de estar habitada, como columnas de humo. Tampoco vio tierras de cultivo, salvo uno o dos terrenos pequeños en las cercanías.
      Sí que vio a otros pastores subiendo con su ganado. Usaban aquellas lanzas para subir y bajar sin esfuerzo. ¡Era pura magia!

   
-4-

Juan no dominaba aún la magia de las lanzas; aunque llevaba varios días esforzándose, sólo había logrado descender sin caerse, pero no era capaz de subir por ellas.
      Pero nada importaba ahora mismo. Llegaba el Beniesmén, la fiesta grande de Icayna, y todo el mundo estaba inmerso en los preparativos.
      Por lo que Tacor pudo explicarle, se celebraba en el Equinoccio de Otoño, aunque por supuesto él no empleó esos términos. Era «cuando el día y la noche duran lo mismo, e Imagec (el sol) hacía un alto en la mitad de su recorrido por el cielo».
      Sin embargo, Juan había dedicado parte de su tiempo, siendo adolescente, en Tardajos a detectar los Solsticios y Equinoccios, mirando donde se ponía el sol al atardecer, y marcando con unas piedras en un observatorio que había construido en el patio. Allí tenía un reloj de sol y había preparado un muro orientado a poniente en el que, tras semanas de esfuerzo, pudo marcar el punto más septentrional al que llegaba el sol, es decir el lugar donde se ponía en el Solsticio de Verano. El de Invierno no llegó a marcarlo, pues la mayor parte de los días estaban nublados, pero aún pudo estimarlo con cierta aproximación, pendiente de revisarlo uno u otro año (algo que ya no podría hacer). Y una vez determinados los dos extremos del recorrido aparente del sol en el horizonte poniente, calculó el punto medio, es decir el Equinoccio. Para su satisfacción, más tarde pudo comprobar que las fechas de los Solsticios y Equinoccios coincidían plenamente con los almanaques elaborados en Salamanca.
      No se sorprendió, por tanto, cuando Zenohán le llevó a ver al sacerdote, el Guadameney, a un mirador orientado a poniente, donde unas piedras estratégicamente colocadas (¡prohibido tocarlas!, informó el achimanzay) señalaban a determinados lugares de la cumbre. Estaba atardeciendo y pudo ver como el sol se acercaba a uno de los puntos marcados en la cumbre.
      —Mañana será el Beniesmén —anunció el Guadameney con toda solemnidad.
   
Todas las cuevas amanecieron llenas de expectación. El aire de fiesta lo cubría todo, la excitación llegaba incluso a los animales.
      No se dio de comer al ganado, y éstos se quejaban ruidosamente; sobre todo las crías que no podían mamar, al verse apartadas de sus madres.
      El Guadameney apareció entre la algarabía animal, contemplando la salida del sol por levante. Tenía otro mirador, orientado al este, y salió muy ufano del mismo portando un recipiente de barro lleno de leche y gofio (la harina de cereales tostados). Lo derramó en la arena, hacia el sol naciente, mientras pronunciaba una oración a Imagec.
      A Juan nunca le había molestado la idolatría de aquella gente. No le parecía tan diferente de la de los suyos ante los pasos de Semana Santa.
      Tras la ofrenda al sol, los pastores (Juan entre ellos) se dedicaron a atender al ganado, que hoy no sería llevado a pastar. Dentro de los corrales y las cuevas dedicadas a ese menester, pusieron hierbas frescas y agua en abundancia para que pudieran quedarse tranquilos. Dos crías de cabras y una de oveja no tuvieron esa suerte, pues serían sacrificadas: las llevaron a los matarifes, dos hombres de muy baja categoría, pues eran los que se manchaban de sangre.
      Mientras se preparaba la carne y luego la cocinaban las mujeres, los hombres se dedicaron a juegos diversos. Juan no conocía ninguno de ellos, y aunque intentó participar en uno (una especie de lucha sin armas), su fracaso provocó las burlas de los demás. Algunos de los juegos parecían simples, pero no lo eran, como la esquiva de piedras o el levantamiento de pesados peñascos. Por fin, vio que iban a hacer una carrera y decidió incluirse entre los corredores; no ganó, pero llegó entre el grupo de los finalistas, lo que le llenó de satisfacción pues corrían descalzos sobre el suelo caliente de arena negra.
      El almuerzo fue ligero, la comida principal sería la cena.
      Siguieron los juegos, ahora más arriesgados: dos hombres se desafiaban a una lucha que parecía a muerte, aunque ninguno de ellos recibió el menor rasguño; y eso que se habían atacado con filosos cuchillos de piedra.
      Ahora estaban las mujeres entre ellos y los más jóvenes aprovechaban para lucir sus habilidades ante sus posibles compañeras.
      Más tarde hubo baile con instrumentos muy toscos: flautas, tambores y una especie de castañuelas gigantes. Hombres y mujeres se mantenían separados, sin siquiera poder tocarse a pesar de la cercanía de algunos movimientos.
      Bailaron hasta que sol se acercó a la cumbre occidental.
      De pronto, se hizo el silencio. El Guadameney acompañaba a una joven cubierta con una piel, casi embozada. Aunque no se apreciaba su cara, Juan sabía que era Guayafanta, la hija del manzay. Ella era la himagua, la encargada de conocer los designios de Guafiota.
      Todo el mundo emprendió la marcha siguiendo a la joven y el sacerdote. Se dirigieron al Foso de Guafiota, la extraña laguna de aguas sulfurosas.
      Allí, esperaron a que el sol se ocultara por completo tras la montaña. En la oscuridad creciente, la himagua se despojó de la prenda que la cubría, quedando completamente desnuda.
      Su piel parecía brillar con luz propia. Virándose a levante, se sumergió en el agua de un ágil salto.
      Nadie hablaba. El sonido lejano del mar les llegaba, pese a estar a varias leguas de distancia. Hasta el viento parecía callar.
      Pasó el tiempo, y la himagua no salía del agua. Juan temía que pudiera haberse ahogado, cuando, de pronto, surgió la figura entre un montón de burbujas y olor a azufre. El Guadameney la ayudó a salir y la cubrió con la piel, abrigándola como si fuera su propia hija.
      Guayafanta habló con voz solemne.
      —He visto que muchos barcos de blancas velas vienen con el viento, y de ellos salen filas interminables de hombres armados con palos brillantes que matan con la voz del trueno. Otros visten de negro y sólo llevan una cruz pero son igual de mortales. Los pobladores de las islas luchan y mueren y se rinden ante la cruz. La cruz se alza sobre todas las islas, pero no sobre Icayna.
      »He visto también a lo lejos, una tierra lejana donde viven en unas montañas nevadas y luchan dos bandos, los de la cruz y los de la luna. La cruz vence a la luna y los vencedores son dos, un hombre y una mujer. La mujer es reina de la tierra de los castillos, y el hombre viene de la tierra del mar; los dos reinan por igual, son pareja. Y ellos envían a los definitivos conquistadores a estas islas. La del Echeyde, donde mora Guafiota, es la última en caer bajo el peso de la cruz.
      »Y he visto a mucha gente de todo el mundo que viene a las islas, gente de piel clara, de piel oscura, que llega por su pie o traídos a la fuerza; todos se mezclan con la gente que ya vive en las islas, como ha venido sucediendo desde tiempo pretéritos.
      »Y cuando llegue el día, cuando las casas vuelen y los árboles sean de piedra, cuando nieve en el mar y reine el sol en la cumbre, ese día Icayna se dará a conocer a todos. Ese día aceptarán la magia.
   
Juan meditó durante varios días en lo que había dicho aquella pitonisa. Las primeras frases eran claramente reconocibles, como que se completaría la conquista de las islas. Los «palos brillantes» debían ser las espadas, aunque no entendía eso de que «matan con la voz del trueno»; tal vez se refería a las lombardas de artillería. Luego parecía pronosticar el fin de la guerra de Granada, donde «las montañas nevadas», al parecer por una liga matrimonial entre una reina de Castilla y un rey de Aragón, lo que desde luego a Juan le parecía una idea excelente. Esa pareja real enviaría a los conquistadores definitivos de las islas, la última de las cuales sería la del volcán, el Echeyde. Tinerfe, o más bien Achinech.
      Esas predicciones estaban claras. Pero las otras dos, ya no tanto. Por lo visto, las islas verían gente de todo el mundo, algunos «traídos a la fuerza» ¿esclavos africanos tal vez? Y lo último era un galimatías, el momento en que la isla de Icayna sería revelada al mundo entero.
      Según le explicó Tacor, el Foso de Guafiota era el centro de la magia de la isla. De allí brotaba la magia que mantenía oculta la isla. Una vez al año, en el Beniesmén, la himagua se sumergía en el agua y recibía un mensaje del dios. A veces se repetía el acto en otras fechas, por razones particulares, pero siempre se hacía en el Beniesmén.
      La himagua tenía que ser virgen, pero no una niña, eso estaba bien claro.
      —Hace muchos años, sucedió que se sumergió una niña que aún no había tenido su primera sangre y no salió viva. Al año siguiente, se sumergió una joven que no era virgen y tampoco salió viva; no sólo eso, su cuerpo salió con fuerza y al día siguiente brotó una montaña de fuego en el norte, donde dicen «La Furia de Guafiota». En el año que siguió, el manzay envió a su propia hija, que cumplía todos los requisitos, y recibió el mensaje de Guafiota. Desde entonces, sabemos que no podemos engañarle con la himagua.
      —¿Siempre ha de ser la hija del manzay? —preguntó Juan.
      —No, vale cualquier mujer, pero la virginidad es necesaria. Y como sabes bien, a las mujeres de casta superior les es más fácil mantenerse vírgenes. Es difícil encontrar una achiziquitza virgen.
      Juan lo entendía a la perfección. Él mismo se había servido un par de veces de las achiziquitza para satisfacer sus necesidades. Sobre todo Dáciltaria, su favorita.
      —¿Y qué pasa si la himagua no sobrevive?
      —Si es núbil y fértil, nunca ha sucedido. Aunque esté mucho tiempo bajo el agua, puede salir.
      —¿Qué sucede bajo el agua?
      —Nadie lo dice. Y no se debe preguntar.
      —Mi última pregunta. ¿Qué pasa con Guayafanta? ¿Ha de ser virgen toda su vida? ¿Siempre será la himagua?
      —Ten cuidado, que ella está por encima de tu categoría. Ya me he fijado con qué ojos la has mirado.
      —Responde a mi pregunta, por favor.
      —Cuando ella lo desee, podrá dejar de atender al Foso; para eso le bastará con dejar de ser virgen y desde ese momento ya no será la himagua. Desde luego, me gustaría ser yo el que…
      —¡Tacor!
      —Sabes que no hablo en serio. Una dueña de su categoría sólo tiene dos parejas posible: Zenohán y Tamarite. Que ella elija, y los demás nos conformaremos con verla.
      —¿Y quién será la himagua?
      —Cualquier otra mujer, siempre que sea fértil y virgen. Lo más probable es que la misma Guayafanta la elija. Y esperemos que sea núbil de verdad, o saldrá otro volcán en la isla…
   
Juan seguía son conseguir dominar la magia de la lanza, lo que desconcertaba a los demás. Su problema llegó a oídos del manzay Tagufirche, quien deliberando con el Guadameney creyó hallar una respuesta al problema. Zenohán se lo comunicó al extranjero.
      —¿Qué me sumerja en el Foso de Guafiota? ¿Y eso? —preguntó Juan.
      —Según el Guadameney, todos los icaynenses han sido aprobados por Guafiota. A los pocos días de nacer, a todos se les sumerge en el agua; es algo parecido al bautismo de ustedes los cristianos.
      —Sí, yo fui bautizado. ¿Debería entonces recibir una especie de bautismo en el demonio?
      —Guafiota no es el demonio. Creo que deberías hablar con el Guadameney antes de hacer todo esto. Pero podría ser necesaria la ceremonia.
      Juan fue a la cueva del sacerdote. Allí vio a una joven, cuyo pecho diestro al desnudo la señalaba como achikatnia.
      Zenohán no quedó al margen de la reacción de Juan.
      —Esta es Tindaiga, Juan. Debo informarte que ella será la próxima himagua.
      —¿Y Guayafanta?
      —Tindaiga será la sustituta. Guayafanta se unirá a un hombre de su clase en pocos meses.
      Juan estaba tan ensimismado que tardó en captar el mensaje. Tindaiga debería permanecer virgen, así que quedaba fuera de su alcance por el momento; aunque fuera de su misma clase social, y por lo tanto pareja válida.
      El Guadameney se le acercó, se dispuso a explicarle algunas cosas.
      —He oído, Juan, que has llamado a Guafiota como demonio, una especie de dios malvado.
      —Entre los cristianos no hay más que un dios, y el demonio no lo es; es malvado, sí, pero no es más que un ángel que cayó.
      —Otro día me explicarás lo que quieres decir con eso de «ángel», pero ahora no importa. Escucha bien. Guafiota no es más que una manifestación de la divinidad, lo mismo que Aciamán. Ambos son manifestaciones distintas; Guafiota es el poder, pero no el mal, mientras que Aciamán es la bondad. Son una misma divinidad, no dos dioses enemigos que a veces luchan; creo que eso es lo que cree la gente que habita en las otras islas, pero nosotros en Icayna sabemos que están equivocados.
      —¿Y eso?
      —Tenemos trato directo con Guafiota y así sabemos que no hace el mal por gusto. No es malvado, pero sí exigente. Por eso tienes que demostrar que estás a su servicio.
      —¿Cómo?
      —Sumergiéndote en las aguas. Tindaiga te ayudará a prepararte. En los próximos días lo obraremos.
      —¿Qué me puede acontecer?
      —Lo que Guafiota decida obrar. Si no te quiere, supongo que no sobrevivirás. ¿Tienes miedo?
      —He de ser sincero, y decir que sí. Pero se me ha educado en el valor y debo afrontar el miedo como un hombre. Acepto.
   
Lo más duro de la preparación para la ceremonia fue la cercanía de Tindaiga. La joven virgen era tentadora y Juan debía obligarse a tener las manos quietas siempre que la sentía cerca de sí. Hubiera querido abrazarla y hacerla suya, y algo le decía que el sentimiento era mutuo.
      Pero creía fielmente en lo que le habían contado. Si la joven dejaba de ser virgen podría ser un desastre, incluso para él mismo.
      Recurrió a las achiziquitza en más de una ocasión.
      Por fin llegó el día. Todos los moradores de las cuevas se acercaron al Foso de Guafiota. En primer lugar, el Guadameney seguido por Guayafanta, Tindaiga y Juan.
      Las dos mujeres permanecieron cerca, pues no les correspondía a ellas meterse en el agua. Juan se quedó desnudo y, tan pronto como el sacerdote le hizo un gesto, se lanzó al agua.
      Estaba caliente, pese a estar ya muy avanzado el otoño. Notaba el ardor del azufre en los ojos, pero no sentía sensación de asfixia. Según le habían explicado, le bastaba con sumergir la cabeza y hacer lo posible por salir. Si sentía que algo lo retenía, debería luchar hasta conseguir respirar… o morir.
      No hubo nada que le impidiera sacar la cabeza, apenas la hubo sumergido. Respiró, sopló el agua en la nariz y salió por su propio pie.
      Simplemente se había dado un baño, lo que por cierto agradeció. Lástima que no podría repetirlo.
      Tindaiga le tendió su tamarco, y se vistió tratando de no tocarla, pues su excitación se haría evidente ante la vista de todo el mundo.
      De hecho fue tan evidente, que esa noche Dáciltaria se acercó a su lecho sin que él la solicitara. Él lo agradeció con ardor.
   
(Continuará…)
Enlace a la primera parte.

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