22 julio 2013

Icayna 3ª parte

-5-

Juan fue el primer sorprendido cuando volvió a intentar subir con la lanza por la ladera. Lo consiguió sin apenas esfuerzo.
      Tacor compartió con él su sorpresa.
      —Tenía razón el Guadameney. Guafiota te ha aceptado y te regala su magia.
      Aunque aquello desafiara sus ideas, debía de tener razón, pensó Juan.
      Y desde entonces, los dos achikatnia compartieron la vigilancia del ganado en las cimas brumosas de la isla, acompañados por varios achiziquitza y con la inestimable ayuda de los perros. Subían temprano, desafiando a la gravedad mientras ascendían entre las peñas, y dirigían el ganado hacia las tierras elegidas para pastorear (las iban rotando para no esquilmarlas). A veces podían ver a otros residentes de la isla, sobre todo a los de la ladera norte, con quienes mantenían relaciones de buena vecindad… salvo alguna que otra disputa por un animal extraviado (y hallado por los otros) o por compartir las tierras. En los casos más graves, se recurría al manzay, tanto el propio Tagufirche, como el de las tierras norteñas.
      Según le explicó Tacor, la isla se dividía entre cuatro manzayatos: el valle central entre dos, la parte septentrional y de poniente pertenecían al tercero y la ladera austral y de poniente era la tierra del cuarto manzay.
      Tenían mucho tiempo para hablar. Y así fue como Juan supo de la duda de Guayafanta, la hija del manzay Tagufirche.
      Según orden de su padre, había llegado la hora en que su hija tenía que darle un hijo, un heredero al trono. De hecho, la propia Guayafanta sería la manzay cuando su padre falleciera, pues no en vano ella era la única hija. Juan se sorprendió de que pudieran elegir a una dueña con tanta facilidad, pero él mismo conocía varios casos de reinas en los reinos peninsulares.
      —Ella tendrá que unirse a hombres de la máxima categoría. En la práctica, sólo han dos disponibles, Zenohán y Tamarite.
      —¿Y yo?
      —¡Déjate de bromas, Juan! Sabes que unos achikatnia lo tenemos casi imposible. A mí también me gustaría que me eligiera, si no tuviera a Armindatay a mi lado. Pero no puedo pedir a Achiamán lo que es imposible.
      —Bueno, dejemos eso. Dime una cosa, ¿se sabe a quién elegirá ella?
      —Aún no. Pero para el próximo Beniesmén tendrá que obrarlo. Es posible que sea entonces la última vez que se meta en el Foso.
      —Si los dos pretendientes aún la han respetado.
      —Sobre eso no hay dudas. Ya sabes que con Guafiota no se juega.
      —Me refiero a la próxima fiesta. Me pregunto si podrán aguantar.
      —Tendrán que hacerlo, si quieren que uno de ellos llegue a ser el consorte de la manzay, y padre del siguiente manzay. Por cierto, que tú tendrás que hacer lo mismo respecto a Tindaiga. Será la himagua, ya lo sabes.
      —¡Es que es demasiado guapa! Pero me contendré. Creo que podré esperar a que ella tenga una sucesora. ¡Ya podría buscarla ahora mismo!
      —¡Ja, ja, ja! ¡Eres un impaciente, Juan.
   
Llegó el Beniesmén, y Guayafanta se sumergió por última vez en el Foso de Guafiota. Tardó un poco más de la cuenta en salir, pero lo hizo y en cuanto se hubo recuperado anunció que la furia de Guafiota se haría sentir en las otras islas. Mencionó varias erupciones volcánicas pero dos de ellas llamaron la atención de Juan: una que cubriría más de la mitad de Titeroy, y otra que acabaría con un puerto de Achinech. Titeroy no era nombre conocido por Juan, pero sospechaba que podría ser la isla de Lancelot; en cuanto a Achinech, esa sí que la reconocía como Tinerfe, la isla del enorme volcán Echeyde.
      De hecho, la descripción de las erupciones mezclaba el pasado con el futuro, pues al menos una, del propio Echeyde, era conocida por todos, estaba en las historias narradas por los viejos, la de ver salir el fuego por la enorme montaña; hacía de eso muchos años, tantos que nadie sabía con exactitud. Eran leyendas o historias que pasaban de boca en boca.
      Al día siguiente, Guayafanta desposó con Zenohán y Juan desfiló entre el grupo de hombres que fueron a felicitar al novio. Tamarite no estaba entre ellos, por cierto. A Juan le constaba que no había superado la furia porque Guayafanta no lo había elegido a él.
      Poco más tarde, Tindaiga ocupó el puesto de Guayafanta como himagua. Era más importante que nunca que Juan no hiciera movimientos que pusieran en peligro su virtud, aunque tanto él como ella eran conscientes de la atracción que mutuamente sentían.
      Para combatir la pasión, Juan se centró en el pastoreo. Ya no visitaba a las achiziquitza salvo cuando no podía aguantar más, pero cada día era mayor su autocontrol. Dáciltaria lo echaba de menos, y así llegó a decírselo. El evitaba mirar a Tindaiga e ignoraba los latidos de su corazón cuando, por casualidad, ella pasaba cerca de él.
      Un día oyó bastante barullo cerca de la cueva del Guadameney. Por una vez no se fijó en Tindaiga, sino en el viejo sacerdote, visiblemente trastornado.
      Vio a Tacor acercársele, y éste escuchó unas palabras, aún lejos del oído de Juan.
      También llegaron Zenohán y Guayafanta, quien ya mostraba las señales de un embarazo.
      Tacor vio a Juan y se le acercó.
      —Parece que Tamarite ha huido de la isla —dijo.
      —¿Cómo es posible? ¿Y qué es lo que acaso pretende?
      —Tenemos barcas, que sólo usamos para capturar peces cuando falta comida. Y en cuanto a lo que pretende Tamarite, seguramente será ir a otra isla y revelar nuestra existencia.
      Juan se quedó atónito.
      Primero, ¡había barcos! ¿Cómo es que no se lo habían dicho?
      Tal vez para que no se marchara, así que era comprensible. Al principio, no se fiaban de él. Ahora ya era un hombre al servicio de Guafiota y sabía bien que no valdría la pena echar mano de uno de esos botes si Guafiota no ayudaba. Tamarite estaba perdido, sin duda. ¿O tal vez no?
      Otra cuestión era que los icaynenses sabían navegar. Al menos lo bastante para salir de pesca «cuando faltaba comida». Por cierto que eso no había acontecido en todos los años que Juan llevaba en la isla, siempre había habido abundancia de alimento; así que tal vez no habían mencionado los barcos porque no había llegado el momento.
      Finalmente, una idea estaba cobrando cuerpo en su cabeza. De todos los nativos, él era el único que realmente sabía lo que era marear entre aquellas aguas. Aún recordaba las cartas que tanta desdicha le habían traído (¡su hermano Martín, que en la Gloria estuviera!). Los dibujos de las cartas de marear se habían quedaba grabados en su cabeza, tal vez para siempre.
      ¿Confiarían en él? ¿Le permitirían ir en busca del traidor? Tenía que intentarlo.
      Se acercó hasta el entristecido sacerdote y buscó el momento para hablarle.
      —Guadameney, mi señor, ¿se me permitirá ir en búsqueda del traidor?
      El anciano lo miró a la cara. Parecía ver en sus ojos, más allá de lo que decía su faz.
      —Veo que aún te embarga el deseo de volver con los tuyos. Pero también veo más allá, y aprecio que eres hombre de palabra. Has prometido no revelar nuestro secreto y si llegas a las otras islas volverás con nosotros. Guafiota confía en ti, y yo lo haré. Hablaré con el manzay.
      El Guadameney re reunió con Tagufirche, Zenohán y Guayafanta. Deliberaron largo rato, pero al fin el propio manzay se acercó a Juan.
      —Te has comprometido con nosotros, Juan, ¿por qué quieres ir tú a buscar a Tamarite? ¿No deseas, acaso, volver con los tuyos?
      —Mi señor, es cierto que desearía volver con los míos, pero éstos no están en las islas cercanas sino muy lejos, tanto que dudo mucho me fuera posible volver a ellos. Por otro lado, he mareado entre las islas y creo que soy el más indicado de todos los habitantes de Icayna para ello.
      —Atindame también ha mareado lo suyo —observó el manzay.
      —Atindame es mayor, no sería capaz de detener a Tamarite —hizo ver Zenohán.
      Juan conocía a Atindame, un viejo achikatnia que tal vez conociera las artes de marear, pero sin duda no sería capaz de luchar contra el otro, de ser necesario.
      —Atindame puede venir conmigo, mi señor —dijo Juan, generoso.
      —No será necesario. Los barcos navegan mejor si sólo llevan una persona.
      Juan tomó nota para sí: los barcos tenían que ser pequeños botes, manejados por una persona.
      —Y has de saber algo muy importante, Juan —observó el Guadameney—. Icayna está fuera del tiempo. En las otras islas no será la misma época que conociste. Incluso puede que la lengua sea diferente.
      —Por cierto, mi señor. ¿Cómo cree usted que Tamarite espera hablar con los demás y así revelar la existencia de Icayna?
      —Con las piedras de la lengua. Me falta una.
      El anciano acompañó a Juan hasta un rincón de su cueva. Allí vio dos de las piedras talladas que servían para conocer la lengua de los demás. Las dos tenían el tamaño aproximado de un maravedí, pero con la forma de un triángulo y decoradas en forma diferente: una tenía tres triángulos invertidos, la otra una espiral. Recordó haber visto una tercera, con una especie de círculo dentado a la manera de un sol; aquella no estaba, debía de tratarse la robada por Tamarite.
      Las piedras se guardaban siempre en la cueva del Guadameney, y aunque los achimanzay (como Zenohán o el propio Tamarite) podían hacer uso de ellas, lo correcto era pedirlas, no tomarlas sin permiso.
      El Guadameney tomó en su mano la piedra con la espiral y se la ofreció a Juan.
      —Toma. Lleva tú esta otra por si la necesitas. ¿Cuándo saldrás?
      —¿Cuándo debería hacerlo?
      El anciano se viró hacia el otro lado.
      —Tindaiga, necesito hablar con Guafiota. ¿Estás dispuesta?
      —Sí, padre.
      La joven se había acercado a ellos sin que Juan lo notara. Éste notó que su corazón se echaba a latir con fuerza pero a la vez pensó «¡NO!» logrando controlarse.
      Bajaron al Foso y Tindaiga se sumergió en el agua, sin grandes ceremonias. Salió enseguida.
      —Guafiota está enfadado y lo hará saber allí donde llegue Tamarite. Juan ha de salir lo antes posible, con la luz del nuevo día.
      —Eso obraré —anunció Juan, sin saber si debía o no hablar. Como nadie se molestó, supuso que había obrado lo correcto.
      Antes del atardecer, fueron a una cueva cercana al mar que Juan no conocía. Allí vio tres embarcaciones, construidas con troncos del extraño árbol que llamaban dragón. Dos de ellas tenían una pequeña vela de piel de cabra, y las tres contaban con remos. Parecían estar en buen estado, aunque era evidente que llevaban tiempo sin conocer el agua. Y algunas marcas en la arena mostraban las huellas de una cuarta embarcación.
      Juan se preguntó si cualquiera de aquellos toscos botes podría navegar. Pero a fin de cuentas todo dependía de la voluntad de Guafiota. Si la divinidad le permitía ir por el mar, lo haría aunque fuera caminando sobre las olas…


-6-

El pequeño bote se mecía en las aguas. Ola tras ola, Juan se las apañaba para mantenerlo en el rumbo correcto, norte nordeste. Sabía que debía ir a la isla de Achinech, pues no en vano era la isla mayor cercana (y por lo tanto el objetivo más sencillo), y porque Tamarite ya estaba allí.
      Pero la fuerte corriente lo llevaba hacia levante, y el viento tampoco ayudaba, pues era contrario. Si no tenía cuidado acabaría en las playas de Gomera. Tenía que rodearla por septentrión.
      Juan no era un gran navegante, de hecho su experiencia en el mar era más la de dejarse llevar que no pilotar un barco. Pero de alguna manera sabía la forma correcta de obrarlo.
      Enfilaba hacia el septentrión, girando la vela y remando cuando hacía falta. Después de un rato, giraba hacia el meridión, un poco a levante y ahora el viento lo conducía hacia la isla. Era lo que llamaban bordadas, o algo parecido.
      Parecía que una voz le hablara en la cabeza, como si alguien le estuviera guiando. ¡Bien! Si era eso ser conducido por Guafiota, no le iba mal.
      Alguna vez le pareció ver otros barcos lejanos, sin velas. Iban demasiado rápidos, ¡algunos tanto que dejaban una enorme estela detrás! Y hacían un ruido extraño. También vio veleros de todo tipo, incluyendo uno que no tenía nada de trapo desplegado ¡y sin embargo navegaba a buen ritmo!
      Consiguió alejarse de Gomera y enfiló hacia Achinech, siempre hacia septentrión, para que la corriente le llevara a levante.
      Después de varias horas, le sorprendió ver la costa más cercana. Y notó algo raro.
      La habían dicho que estaba fuera del tiempo, algo que nunca había entendido. Y que tal vez la época no fuera la que él conocía.
      Ya había notado algo raro en los barcos. Pero ahora tenía más motivos para creerlo, pues aquella costa estaba llena de edificios. Aún estaba lejos, pero por todas partes podía apreciar la acumulación de construcciones. Grandes como palacios, castillos o catedrales. Y en el cielo, vio algo que volaba dejando una estela blanca, recta entre las nubes.
      Aquella isla estaba llena de gente, eso sin duda.
      Tomó un buen trago de agua, de la que llevaba en un odre de piel, y cogió un puñado de gofio amasado. Se sintió con más fuerzas.
      Un esfuerzo más y pudo enfilar una playa de arena negra y callaos. Había gente en ella…
      ¡Estaban todos desnudos! O casi desnudos, apenas unas tiras de ropa cubrían las partes pudendas, tanto hombres como mujeres. Cerca de allí había un puerto pequeño, con barcos de extrañas formas, sin velas ni nada que sirviera para moverlos. Como los que ya había visto navegando.
      Su pequeño bote de drago fue objeto de todas las miradas. Un grupo de hombres, y alguna que otra dueña, lo rodeó de inmediato.
      Todos hablaban a la vez. Aquella lengua parecía castellano, pero diferente…
      —Permitidme nobles señores —dijo Juan y tocó en la frente a uno de los hombres con la piedra mágica, luego tocó su propia frente.
      Ahora sí que les entendía.
      —Perdonen, señores, la pregunta. ¿Qué isla es esta?
      —Tenerife, se llama. ¿Y usted, de dónde viene? ¿Por qué viste como un guanche?
      —Las explicaciones más tarde. He de buscar a otro como yo que llegó ayer.
      —¡Déjalo, Juan, debe de tratarse de algún anuncio! Ayer vi llegar a otro zumbado vestido de la misma manera —dijo otro de los hombres.
      —¡Disculpe, caballero, yo también me llamo Juan! ¿Hacia dónde fue ese que ha llamado zumbado?
      —Hacia arriba, en dirección a la autopista. Parecía ir subiendo hacia el Teide.
      —Gracias. Les ruego cuiden de mi barca.
      —¡Hay que llamar a la Guardia Civil! —dijo otro.
      Juan observó que casi todos tenían un objeto con forma rectangular. Algunos despedían luces mientras apuntaban a su barca o a su persona. Otros lo usaban para hablar o hacer otras cosas en una de las caras. Los ignoró.
      Salió de la playa y vio numerosos carruajes, todos sin caballos. Eran de colores muy llamativos, y las ruedas gruesas y negras. Si pudiera montar en alguno de aquellos vehículos.
      Pero no tenía otra cosa más que la lanza. Apoyándose en ella, subió con rapidez.
      —¡Joder, han visto como ha subido con la lanza! —oyó que comentaba alguien—. ¡Parece magia, este tío es un hacha!
      Gracias a Guafiota que su magia seguía funcionando. Sabía que Tamarite no había llevado la suya, y eso le daba una oportunidad de alcanzarlo.
      En pocos saltos llegó a un enorme camino cubierto de lo que parecía brea. Muchos carruajes sin caballos circulaban por él a enormes velocidades. Sin duda, cruzarlo sería peligroso. Pero debía hacerlo.
      Se impulsó con la lanza a modo de pértiga y en dos brincos llegó al otro lado. Uno de los carruajes hizo un extraño sonido, como si se quejara de su paso, pero eso fue todo.
      Al otro lado de aquel camino, lo que habían llamado «autopista», el terreno estaba libre, sólo malpaís volcánico y algunos matorrales. La montaña seguía hacia arriba y, entre los picos, se apreciaba la imponente mole del volcán Echeyde. O Teide, como lo llamaban los moradores en aquella época.
      De pronto, sintió un fuerte temblor. ¿Guafiota?
      Se detuvo hasta que pasara el terremoto. Luego se puso en camino hacia arriba. De alguna forma, conocía el camino que debía seguir hacia Tamarite.
      Dos veces se detuvo por los temblores. Y después de la tercera ocasión, le pareció ver humo en la cumbre.
      No le sorprendió cuando vio una figura corriendo ladera abajo, hacia él. Vestía como Juan. Era Tamarite.
      —¡Juan! ¿Qué haces aquí?
      —Me enviaron a buscarle, señor.
      —¡Tú no eres nadie para buscarme! Eres un achikatnia ¿Por qué no vino Zenohán?
      —Yo me ofrecí a buscaros, mi señor. Y si hace falta luchar, lo haré.
      —No voy a luchar contra ti. Ya he visto que salió el fuego de la tierra, como si eso fuera a impedir que yo hable. No tengo más que detener a uno de esos objetos que van deprisa y decirle a la gente que va dentro quien soy yo.
      Juan aferró la lanza para golpear a Tamarite. Pero aquel resultó más ágil y la esquivó de un salto. Corrió ladera abajo, burlándose de Juan.
      —¡A ver si me atrapas!
      Juan aceptó el desafío y saltando en su lanza, logró adelantarlo.
      Tamarite se detuvo. Agarró una piedra del suelo y la lanzó contra Juan. Éste logró esquivarla.
      De pronto, un ruido que llegaba del aire les distrajo. Un extraño objeto, una especie de carruaje volador, pasó sobre ellos haciendo mucho ruido.
      Tamarite aprovechó para echarse a correr. Llegó hasta la autopista y saltó hacia ella.
      No pudo esquivar un carruaje de gran tamaño, que lo embistió con fuerza. Su sangre regó el pavimento negro.
      Juan se acercó lo suficiente para ver que estaba muerto. De la mano cerrada del cadáver recogió la piedra mágica que faltaba.
      El carruaje volador había descendido en un llano cercano. De él salieron dos hombres de uniforme verde.
      Juan no se quedó a dar explicaciones. Con su lanza, saltó sobre la autopista y en poco tiempo volvió a la playa.
      La gente aún estaba observando su peculiar bote. Allí cerca había otro parecido, sin duda el que había llevado Tamarite, que antes no había llegado a ver.
      Haciendo caso omiso de la gente, empujó su bote al agua y lo hizo navegar. El viento era favorable para alejarse de la costa.
      Lo último que vio fue a varios hombres, vestidos de verde, que se acercaban y lo llamaban a gritos.
     
El regreso a Icayna fue simple, pues el viento era favorable. Apenas tuvo que remar.
      Lo único extraño fue cuando vio un barco que se acercaba a enorme velocidad hacia su bote. Era verde, del mismo color que el uniforme de aquellos hombres, sin duda autoridades.
      Justo cuando ya tenía a su isla a la vista, el veloz navío desapareció.
     
La Guardia Civil estaba desconcertada por aquel extraño suceso en Playa San Juan. Primero había llegado un hombre, navegando en un bote de tronco de drago, y vestido como un antiguo guanche. Ignorando a la gente que se arremolinó en torno a él, se echó a caminar hacia la montaña, cruzando la autopista con gran riesgo (aunque lo hizo a una hora en la que había poco tráfico).
      Sin más, apareció un volcán en la ladera, cerca de Tejina de Isora. Lo realmente extraño era que nada hacía prever la aparición de un volcán por la zona. Era como si el volcán se hubiera atravesado ante el paso de aquel extraño.
      Mientras tanto, llegaba un segundo bote, con otro hombre vestido de la misma manera. Preguntó por el primero y se puso a dar saltos a una velocidad increíble, usando una lanza de pastor.
      Por fin, los dos hombres aparecieron, juntos, cerca de la autopista. Una guagua en dirección a Guía atropelló a uno de ellos, y el otro huyó del lugar, dando saltos casi mágicos.
      En la playa, recuperó su bote y volvió a la mar, haciendo caso omiso de las llamadas de los agentes.
      Avisada una lancha de la patrulla del mar, ésta localizó el bote. ¡Y justo cuando lo iba a interceptar, desapareció! Algunos agentes del navío aseguraron ver una isla desconocida, ¿San Borondón?
      Además, los tiempos no concordaban. Aquel pequeño bote no podía llegar tan lejos como aseguraban los miembros de la patrullera, unas 10 millas al oeste de la Gomera.
      El teniente que debía elaborar el informe no sabía si ponerlo todo tal y como se lo habían contado (él también había visto algo, desde el helicóptero) o si simplemente debía enviarlo a aquel programa de televisión. ¿Cómo se llamaba? ¿Cuarto Quinquenio?
      Y aún quedaba un detalle inexplicable. Los dos hombres habían usado unas especies de pintaderas con las que tocaban la frente de la gente, ¡y podían hablar la lengua moderna!
      El teniente Luis Fernández abrió el programa editor de informes. Fecha: 24 de agosto de 2025. Lugar: Municipio de Guía de Isora, Tenerife. Hora: entre las 21 horas del día 23 y las 18 del día 24.
      «En la playa de San Juan, el día 23 hacia las 21 horas se reportó la llegada de un bote…».
     
Juan llegó sin novedad a la playa. Lo esperaban el Guadameney, el manzay y mucha gente. Tindaiga lo abrazó y lo felicitó con un beso.
      Juan hubiera ido más lejos en los contactos, pero logró controlarse. ¡Era la himagua!
      El Guadameney se le acercó. Juan le entregó las dos piedras, señal de que había tenido éxito.
      —Siento decirle, mi señor, que Tamarite murió en la isla que llaman Tenerife. O Achinech.
      —Lo sé. Y también conozco un asunto muy curioso; ¿sabes, Juan que el lugar al que llegaron Tamarite y tú, se llama San Juan? Sin duda estaba predestinado. Tamarite eligió mal al desembarcar en ese sitio.
      —Gracias, mi señor.
      —Y ni siquiera pensaste en quedarte allí. Aquellos hombres de verde estaban muy interesados en preguntarte, y tú les habrías podido contar muchas cosas. Pero no lo hiciste.
      —No era mi tierra, ni era mi gente. Aunque la lengua que hablaban se parecía a la mía, pues era castellano. Sin duda la isla ya ha sido conquistada.
      —No «ha sido». Lo será. Estamos fuera del tiempo, no lo olvides.
      —No lo entiendo. Aquí pasan los días y los años. Pero parece que afuera, en las otras islas, el tiempo ha ido más deprisa…
      —Olvida los misterios. Tindaiga tiene algo que decirte.
      La joven se le acercó de nuevo. Juan sintió el habitual dolor en sus ijares.
      —Hay una achikatnia a la que llegó su primera sangre. Tinarmia se llama, y es virgen. La voy a cuidar para que, de aquí a dos Beniesmén, esté lista para el Foso. Ella será la próxima himagua. Entonces, podré unirme a ti. ¿Serás capaz de esperar?
      —¡Claro que sí, amor mío!

   
EPÍLOGO

Juan Jonay Fernández era hijo del teniente de la Guardia Civil Luis Fernández, destinado en Guía de Isora. Con catorce años, Juanjo salió con un grupo de amigos a bañarse en la playa de Alcalá. No tenía permiso paterno, por eso el disgusto fue enorme cuando se supo que la corriente lo había alejado, dormido en su colchón flotante, y que los compañeros no pudieron hacer nada para rescatarlo. Desapareció y su cuerpo no se recuperó jamás.
      Cuatro años más tarde, un desconocido llegó a la playa de Alcalá en una balsa que recordaba a un colchón de playa, remendado de forma peculiar, con trozos de plantas y resina vegetal. Dijo llamarse Juanjo Fernández, aunque hablaba mal el castellano, y que había estado doce años en la isla de Icayna, conocida como San Borondón.
      Las pruebas de ADN confirmaron su identidad, pero su cuerpo de adulto, de unos veinticinco o veintiséis años, no concordaba con el tiempo transcurrido desde que se perdió con catorce años. Juanjo lo explicó diciendo que Icayna estaba fuera del tiempo. Que lo que para él fueron doce años bien podían haber sido cuatro para los demás.
      De sus narraciones, efectuadas sobre todo a unos atónitos padre y madre, se pudo concluir que coincidió con un viejo castellano, Juan Trevijano, contemporáneo del rey Juan II de Castilla. Recordó el episodio de los dos guanches aparecidos, años atrás, en la costa de San Juan, uno de los cuales desapareció y el otro, muerto, no pudo ser identificado, aunque su anatomía recordaba mucho a las momias guanches. La sugerencia de hacer un estudio comparativo de ADN entre ese cuerpo y varias momias había caído en saco roto.
      El resumen de los años que pasó en Icayna fue el que sigue:
      «Cuando llegué a la isla, me encontré con el llamado Juan, quien vivía con Tindaiga y tenían dos hijos pequeños. Ellos me acogieron como un hijo más. La chica llamada Tinarmia entró en el Foso de Guafiota varias veces hasta que se desposó con otro achikatnia y dejó de ser himagua.
      El Guadameney no me dejó entrar en el Foso, pues decía que mi destino era otro. Estuve con ellos varios años y por fin, ya viejo, me dijo que escuchara lo que tenía que decir la himagua: una nueva, que se acababa de iniciar.
      Ella se llamaba Ayumina y si no fuera porque debía ser virgen yo la habría convertido en mi pareja. Pero al salir del Foso ella dijo que no pasaría nada si yo volvía a Achinech y contaba lo sucedido, pues nadie me creería. Así pues, yo debía volver con los míos, según palabra de Guafiota.
      Conseguí reparar el colchón de aire, con más magia que tecnología, y aquí estoy.
      ¿Me creen ustedes?».

Enlace a la primera parte

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