20 julio 2013

Icayna

ICAYNA (SAN BORONDÓN)

Icayna, más conocida como San Borondón o como Non Trubata, es una isla del Archipiélago Canario que no figura en los mapas, aunque lo cierto es que existe. Su localización siempre ha estado sujeta a errores, lo mismo que las descripciones de quienes dicen haberla visitado. No obstante disponemos de datos (no verificables) sobre ella.
      Se la localiza al sur de La Palma y oeste del Hierro. Tiene un tamaño intermedio entre La Gomera y Gran Canaria, con unas dimensiones de 40 km en sentido norte sur y 18 km del este al oeste. Tiene forma de media luna, orientada norte-sur y su relieve es simétrico, con dos cimas en el norte y en el sur y un valle central. Este valle se produjo por deslizamiento y hará unos 4 millones de años (antes de existir El Hierro), había un enorme volcán, comparable con el Teide: la isla tenía entonces forma redonda, con el volcán en su centro, pero al desaparecer dejó una enorme caldera abierta por el este. Se han hallado restos del maremoto producido en La Gomera (Valle Gran Rey), La Palma (Fuencaliente) y Tenerife (Teno y Los Gigantes), pero no en El Hierro, lo que permite datar el suceso. Salvo un cono en el norte, cuya erupción se sitúa hace unos mil o mil quinientos años, no hay señales de erupciones recientes.
      La isla presenta abundante vegetación, en particular en su mitad norte, pues su forma y orientación permite el máximo aprovechamiento de los vientos alisios; sólo en el extremo sur presenta la aridez típica de las zonas de sotavento en las Canarias. Por encima de los mil metros predomina la laurisilva y sólo en las cumbres de más de dos mil metros (en el norte), aparecen retamas y otras vegetaciones de altura.
      La caldera interior desagua a una pequeña laguna, cuyas aguas son termales, lo que sugiere que podría estar conectada de alguna manera con la cámara magmática; llamada el Foso de Guafiota, tiene elevadas concentraciones de azufre y su temperatura oscila entre los 30º y los 40º C en cualquier época del año.
      Icayna no ha sido conquistada por los españoles, pues no han conocido su existencia, salvo como leyendas. Los nativos que viven en ella mantienen así las costumbres ancestrales, aunque sus costumbres presentan algunas peculiaridades. Así, practican un culto al demonio, Guafiota, que tiene lugar en el Foso hacia el equinoccio de otoño, en el Beniesmén.
      Aunque no hay pruebas, se supone que los nativos dominan la magia y es gracias a la energía que obtienen del Foso que pueden cubrir la isla con un manto de invisibilidad, que sólo a veces se destapa, haciendo visible la isla. Ellos aseguran que Guafiota no es más que una manifestación de la divinidad, lo mismo que Aciamán. Guafiota es el poder, pero no el mal, mientras que Aciamán es la bondad; ambos son la misma divinidad, no dos dioses enemigos que a veces luchan.
      Sea cierto o no que usan la magia, Icayna se mantiene al margen del tiempo, y del espacio. Dicen sus habitantes que en el futuro llegará el día en que Icayna se revele a todo el mundo; hasta entonces, se mantendrán escondidos gracias a la magia.


-1-

Álvaro de Luna había tenido sus más y sus menos con Juan Trevijano, pero no dejaba que eso le quitara el sueño. Tras conseguir controlar las ambiciones de los Infantes de Aragón, cuyas peleas intestinas le impidieron hacerse con Granada (también la ayuda divina a los moros, pues aconteció que la tierra temblara, y eso hizo huir atemorizados a los cristianos que habían sitiado la ciudad), no le sería difícil controlar a un miserable Trevijano con poca sangre noble. Aunque sus estudios en Salamanca le hicieran aparecer más hidalgo de lo que realmente era.
      Don Álvaro conocía que el abuelo de Juan Trevijano era un judío converso, y podía dar tal circunstancia a conocer ante el rey Juan II de Castilla para apartarlo, si llegara a ser necesario.
      Habían tenido un encuentro en circunstancias poco favorables para el valido. Aunque se habían disculpado mutuamente, el de Luna no estaba tranquilo. Aquel hombre conocía un detalle de su vida íntima que podría usar en su contra en cualquier momento. Don Álvaro no había llegado a su puesto sin haber suprimido a quienes por ventura podían molestar su avance.
      Pero no hacía falta matarlo. Había otras formas, más sutiles, de quitarlo de en medio. Por ejemplo, enviarlo al lejano sur, hacia las llamadas Islas del Infierno, como explorador a las órdenes de Castilla.
     
Juan Trevijano había oído de las Islas Canarias, o Islas del Fuego, por boca de un bachiller en Salamanca, Pedro de Hormigo. Éste le había contado que había unas islas, al sur de Gibraltar y por el lado del Atlántico, que algunos marinos temían, quienes decían que allí estaba el infierno, que salía fuego de sus bocas, y que allí vivía una gente pagana, algunos muy bravos guerreros y otros más pacíficos y acogedores. Que también eran llamadas Canarias por una de sus islas, donde vivían algunos de los guerreros más bravos. Y que la familia Peraza tenía el favor real para conquistarlas, como Señores de las islas.
      Juan decidió que él debía ir a esas islas. Pero no veía como lograr su objetivo hasta que el azar (o el Destino) se lo sirvió en bandeja.
      Había tenido una seria discusión con un desconocido, una pelea callejera por cuestión de faldas, y su contrincante resultó ser nada menos que el valido real, don Álvaro de Luna, que había salido embozado a buscar unas mozas de moral distraída. Por fortuna, la cosa no llegó a mayores, y ambos hombres se pidieron mutuamente disculpas. El valido no tenía porqué rebajarse a dar disculpas, pero se sentía culpable por haber sido pillado en una situación vulnerable. Juan no le dio mayor importancia, y reconoció que antes de luchar debía haber reconocido a su contrincante, a quien respetaba enormemente.
      Más tarde volvieron a encontrarse en una fonda; olvidados los antiguos resquemores (eso afirmó el noble), Juan aprovechó para trabar conversación con él, y le explicó su deseo de conquistar nuevas tierras.
      —¿No preferiríais luchar contra el moro? —preguntó el valido, entre vapores de alcohol.
      —Mi señor, tengo para mí que podría ser más útil con mis conocimientos de geografía. He estudiado a los clásicos y conozco referencias de un rey africano quien al servicio del emperador romano Augusto exploró esas islas, hacia el segundo siglo de la cristiandad.
      —¡Hum! ¿Y dice voacé que esas tierras están pobladas por paganos? ¿No serán por ventura seguidores de Mahoma?
      —¡Me han asegurado que no! No son cristianos, pero tampoco mahometanos. Y podrían ser convertidos al cristianismo. Para ser exacto, ya está encomendada esa labor a unos Peraza que habitan por allí.
      —Peraza… me suena ese nombre. Bien, tal vez llegue a hablar con Su Majestad de vuestro proyecto. No os prometo nada, pero tendréis mi respuesta. Y es posible que el Rey prefiera veros en Granada, eso ha de quedar claro.
      —Obedeceré las órdenes de Su Majestad.
      —Ahora, si no os importa, preferiría estar solo.
      —Como ordene voacé.
      Juan se apartó, justo a tiempo de ver como dos mozas se acercaban a la mesa de Don Álvaro. Prudentemente, hizo como que no había visto nada, pues ya sabía como se las gastaba el valido si se entrometían en sus asuntos de mujeres.
     
Unas cuantas semanas más tarde, Juan se encontraba en la biblioteca consultando el Almagesto, cuando observó que un extraño, vestido como un paje real, decía algo al monje custodio de los libros. Éste señaló hacia donde se encontraba él sentado.
      El paje se le acercó. Llevaba un pergamino sellado en la mano.
      —¿Por ventura sois vos don Juan Trevijano?
      —El mismo, gracias a Cristo. ¿Podéis decirme qué se os ofrece? Como podréis ver, estoy ocupado. Para la hora nona quedaré libre y podremos hablar con tranquilidad. Aquí hay voto de silencio, como imagino que ya sabréis.
      —Las palabras del Rey no pueden esperar. Puedo retirarme y decirle a Su Majestad que vos preferisteis leer un sucio libro a sus palabras.
      —¡El Almagesto no es un sucio libro! —Juan alzó la voz. Todos los presentes en la sala lo miraron con disgusto.
      —¡Perdonadme! Salgamos de aquí y así podremos hablar con libertad.
      Recogió el libro, el pergamino donde tomaba apuntes, la pluma y la tinta, y lo entregó todo al custodio, salvo el pergamino. El monje señaló una celda a la diestra, donde se podía hablar sin molestar a los lectores.
      Ya dentro, el paje le entregó el rollo que hasta entonces no había soltado. Juan rompió el sello y leyó atentamente.
      —¡El Rey me hace la merced de concederme permiso para explorar las islas Canarias! —exclamó.
      —¿Dónde es eso?
      —Al sur, más allá de las columnas de Hércules, son unas cuantas millas y…
      Se calló. A aquel mensajero le importaban un ardite tales asuntos.
      —¿Debo firmar algún recibo?
      —Sí, aquí en la parte de abajo.
      Al final del pergamino había un texto: «traditus» («fue entregado»). Juan firmó al lado. El paje rompió el trozo de pergamino con el texto en latín y la firma y devolvió el resto a Juan.
      Se fue sin decir ni adiós.
      Juan se quedó leyendo una vez más la orden real. Estaba en un latín cargado de faltas, o tal vez fuera «latín moderno», lo que muchos llamaban castellano. Pero se entendía perfectamente.
      Disponía de una buena cantidad de escudos, que debería gastar en preparar una nave (Juan pensaba que una nao sería lo adecuado) con soldados que pagaría él de su pecunio (si no le alcanzaba el dinero real, lo que era muy posible, pero Juan tenía algunas fincas en Tardajos de Burgos que pensaba vender). La orden no daba plazos, pero Juan sabía, por sus estudios, que debía aprovechar la época de bonanza, con vientos favorables y pocas tormentas, y eso implicaba darse prisa.
      Con un pergamino que le prestó el monje custodio, escribió una breve carta a su hermano menor, dándole instrucciones para la venta de todos sus terrenos en Tardajos. Sospechaba que el mismo hermano, Martín, sería el primer interesado, y estaba dispuesto a aceptar el bajo precio que el muy judío le ofrecería. Explicó que debía ponerse en contacto en Sevilla, a donde pensaba dirigirse para mercar un barco y contratar su tripulación.
      Quedaba un detalle. La orden del Rey decía expresamente que se trataba de una misión evangelizadora. Debía, por lo tanto, llevar al menos un sacerdote.
      Esperó a la hora nona para hablar con el custodio, quien le indicó un monasterio donde tal vez podría hallar algún interesado. Pero debería ser mañana, después del ángelus.
     
Unos días más tarde, Juan Trevijano se encontró con un problema inesperado. Al parecer, había llegado a algún miembro de la familia Peraza la nueva de su expedición. Debía de tratarse de alguien presente en la ciudad, pero que de algún modo representaba a su familia en las Canarias.
      Y estaba claro que los Peraza consideraban una intromisión en sus asuntos que un tal Juan Trevijano tuviera permiso real para explorar las tierras que les correspondían a ellos. Por lo tanto, harían todo lo posible para que su expedición nunca llegara a buen puerto.
      Por de pronto, no había forma de mercar unas buenas cartas de marear. En todos los lugares donde fue Juan, nada más decir su nombre le decían que no tenían nada para él; uno de los comerciantes le confesó que, si le vendía aunque fuera un dibujo del mar Mediterráneo, su cabeza correría peligro, lo mismo que la de toda su familia.
      Juan optó por cambiar de estrategia. Ya tenía contratado a un mozo muy inteligente, aunque con pocas letras, llamado Pedro el Sevillano; parecía provenir de moros conversos, pero eso no tenía importancia para él.
      Le encargó a Pedro buscar las cartas para hacer la derrota, a nombre de Martín Peraza. No sabía si en aquella familia habría un Martín, pero siempre podría decir que era un primo poco conocido.
      Entretanto, Juan recibió noticias de su hermano (Martín Trevijano), quien le prometió llegar a Sevilla en cuanto le fuera posible, con «lo prometido». Martín no mencionó el oro y plata que llevaría en las alforjas, para así no dar pistas a los salteadores de camino.
      Juan consiguió sus cartas y recibió el oro de su hermano en una fonda de Sevilla. Pero justo tras recoger las tres bolsas llenas de escudos, vio como Martín se topaba con un desconocido en la puerta.
      —¿Sois vos el que dice llamarse Martín Peraza?
      —Me llamo Martín, pero mi apellido es Trevijano, caballero. Creo que voacé se equivoca…
      El otro le clavó un cuchillo en el estómago, mientras decía: —Hideputa. La familia Peraza no tolera que alguien se haga pasar por uno de ellos.
      El asesino se perdió en la oscura noche sevillana. Juan se quedó junto con su hermano, gritando ambos de dolor.
     
Tras enterrar a su hermano, en un discreto cementerio de los monjes dominicos, Juan habló con el Padre Herminio, el sacerdote que le debía acompañar a las Canarias.
      —Debemos marchar cuando antes, Padre.
      —Pero, ¡aún no cuento con los hermanos que me han de auxiliar en la labor evangelizadora! No obra en nuestro poder la venia papal.
      —¿Son imprescindibles? ¿No es suficiente con voacé para esa labor?
      —Al principio, tengo para mí que sí. Depende del número de infieles que debamos convertir. Si son muchos…
      —En tal caso, tal vez podrían venir los hermanos dominicos en su ayuda, ya con la venia del Papa, ¿no es así?
      —Claro que sí. Pero dígame, don Juan, ¿a qué obedece esta premura tan repentina?
      —¡Voto a bríos! ¿Acaso no sabéis cómo fue asesinado mi hermano?
      —Un criminal desconocido le atacó en la calle, o eso he oído.
      —Después de preguntarle si era quien se hacía llamar Martín Peraza. El nombre que he usado para conseguir las cartas de marear, pues con el mío nadie me las quería dar. La familia Peraza tiene gran influencia en esta ciudad, por lo que puedo apreciar.
      —Peraza, Peraza… No me suena.
      —Son los señores de las Canarias. No quieren que yo vaya a disputarles sus tierras, ni siquiera con un permiso real.
      —Creo que ya entiendo a voacé. Teméis por vuestra vida si permanecéis en Sevilla más tiempo del necesario. ¿No confiáis, acaso, en la Providencia Divina?
      —Con todo mi respeto, Padre, la Providencia Divina se ha llevado a mi hermano al cielo, pues él no era pecador, al menos por lo que yo sé. Aunque al morir sin recibir la Santa Extremaunción…
      —En todo caso, don Juan, me pongo en vuestro lugar y acepto marchar de inmediato. ¿Podríais adelantarme una fecha?
      —La nao Torrentera ya está lista en el puerto de Santa María. También está casi a punto la tripulación, y los soldados contratados, a falta de un suboficial, que también está aquí, en Sevilla, a la espera de decidirse de una vez. Supongo que dándole más dinero podré convencerlo, aunque odio recurrir a esos medios.
      »Espero que mañana podremos ponernos en marcha todos los que estamos aquí, en Sevilla. Marchando juntos podremos protegernos mejor de los salteadores de camino.
      —Si es mañana, podré estar listo. Con la ayuda de Dios, ¡por supuesto!
      —¡Eso, por descontado!
     
El sargento Menderrieta aceptó acompañarles de inmediato, gracias a los doscientos maravedíes (en realidad, seis reales de plata) que le ofreció Juan Trevijano para «liquidar asuntos pendientes». Juan también avisó a Pedro, su ayudante, para que preparara el equipaje.
      Al día siguiente, una pequeña comitiva salía de madrugada por la puerta de poniente de la ciudad.
      Unos diez días más tarde, se hospedaban en una casa del puerto de Santa María. Juan pudo por fin echarle un buen vistazo a su navío. No era nuevo, pero tampoco llevaba muchos años: apenas mostraba el habitual lastre de mejillones, percebes y demás moluscos adheridos al casco. Las velas estaban en buen estado, casi sin zurcidos, y todas las jarcias eran fuertes.
      Él había dedicado un par de años a servir, como soldado de fortuna, en un navío de Aragón y allí había aprendido algunas cosas sobre el arte de marear. No era un marino, pero sabía más del tema que la mayoría de los hombres de tierra adentro. Incluso había llegado a conducir un pequeño bote de vela, ayudando a un pescador durante un permiso en Valencia.
      Pedro el Sevillano miraba todo con ojos como platos. Nunca había navegado más allá del Guadalquivir.
      Juan se entrevistó con el capitán del barco, Alejandro Huelva, nombre que hacía pensar en un converso, al igual que sus rasgos moriscos. Pero a Juan le importaban un ardite tales detalles, pues no era un maniático de la pureza de sangre.
      —Don Juan, esta misma noche convocaré a la tripulación. Si no están demasiado borrachos, mañana embarcarán. Y si lo están, ¡al demonio!, los haremos embarcar igual.
      —Bien, don Alejandro. Tengo para mí que Padre Herminio desea realizar un servicio religioso en cubierta, antes de soltar amarras.
      —Nunca está de más contar con la ayuda divina. Yo mismo le rezaré a la Virgen del Carmelo esta noche.
     
Por la mañana, todos se reunieron en la cubierta del barco. Juan pudo observar a todos los hombres, marineros y soldados, mientras el sacerdote decía la misa. Vio algunas caras macilentas, con resaca, y a tres dormidos; tal vez se habían gastado los cuartos recibidos como adelanto del sueldo en vino, prostitutas y juego. Los que estaban despiertos mostraban algo de miedo, pero sobre todo determinación, ganas de aventura. Justo lo que él necesitaba.
      No lo sabría bien hasta no verlos en acción, pero parecía un buen grupo. ¡Que Dios les ayudara!
      Nada más terminar la misa, soltaron amarras y desplegaron las velas. El viento de levante les ayudó a alejarse del puerto y pronto estuvieron bajo la influencia de las corrientes que venían del septentrión.
      Perdida de vista la costa, hicieron derrota con rumbo austral hasta ver África. Pero primero debieron luchar con las fuertes corrientes y vientos poco favorables de la zona del estrecho.
      Alejandro Huelva conocía bien aquellas aguas, pues de hecho había comerciado con los infieles de Ceuta y Tánger, algo prohibido pero tolerado por las autoridades, gracias a los beneficios que obtenían. No necesitaba las cartas para marear por allí.
      A la vista de África, mantuvieron una distancia prudente de la costa, con rumbo sudoeste primero, luego austral directo.
      Hasta que en el lejano horizonte, hacia poniente, apareció un monte imponente.
      —¡Las islas del Fuego, don Juan! —anunció el capitán.
      —Las Canarias, entonces. Eso de «islas del Fuego» es peligrosa superstición.
      —Como prefiráis vos.
      —Bien, según las cartas de marear, pronto veremos la isla de Lancelot. Viremos por el septentrión.
      —Lo desaconsejo, mi señor. El mar septentrional es más bravo, es el lado de barlovento. Tal vez sea mejor ir por el austral, virando por la otra isla, Fuerte Ventura, creo que es llamada.
      —Por esta vez voy a confiar en vos, capitán. Sigamos por el lado austral.
      —¿No teméis algún encuentro con los Peraza? Son los señores de las islas, al menos de las ya conquistadas.
      —Claro que sí, capitán. Por eso opté por el rumbo septentrional. Así sólo tendremos a la vista una de ellas, la de Lancelot. Con el rumbo que sugerís pasaremos cerca de todas las que están en manos de los Peraza. ¿Entendéis ahora el porqué del rumbo que he sugerido?
      —Debo pediros perdón, mi señor. Tiene voacé la razón. Iremos por barlovento hasta la isla más hacia poniente, la que llaman Benahoare.
      —Estad pendiente, capitán. Hay algunos bajíos por esta agua.
      —No lo ignoro. De vez en cuando mando soltar un cabo, pero por ahora tenemos aguas profundas.
   

-2-

Hicieron derrota manteniendo las islas a babor, en dirección poniente. El viento no era del todo desfavorable, pues soplaba del nordeste, pero tendía a llevarles hacia las costas insulares. Alejandro Huelva se veía así forzado a realizar frecuentes bordadas, para mantener el rumbo poniente.
      Quería mantener la distancia por varios motivos. Primero, para evitar encuentros con los isleños, bien fuera gente de los Peraza o bien los nativos aún sin conquistar. Pero también para esquivar las rocas de aquellas costas con aspecto de ser muy peligrosas; aún a la distancia de varias millas se veían romper las olas con fuerza sobre rocas escondidas bajo el agua.
      Sin duda estaban sirviendo de algo las costosas cartas de marear conseguidas en Sevilla con la sangre de Martín.
      Pasaron al septentrión de la isla Canaria, donde se decía que los nativos se enfrentaban a los castellanos con bravía. Luego vieron la isla de Tinerfe, o Achinech, donde la montaña que llamaban Echeyde parecía ser la más alta del mundo: se erguía imponente desde el centro de la isla, y ya la habían visto desde las cercanías de la costa africana.
      El tiempo cambió en forma repentina cuando se hallaban cerca del extremo poniente de la isla Tinerfe. Una tormenta les zarandeó cual cáscara de nuez, y perdieron tres hombres: un marino y dos soldados, arrastrados por una ola que barrió la cubierta.
      Peor fue que se rompieron los dos palos, dejando desarbolado el navío.
      —Tendremos que dirigirnos a Gomera, donde tal vez podamos recibir ayuda —dijo Juan Trevijano.
      —El barco es ingobernable, señor —objetó el capitán—. ¿Cómo diablos vamos a conducirlo hacia allí?
      —Siguiendo las corrientes. Según las cartas de marear, la corriente nos llevará entre las dos islas de Tinerfe y Benahoare. Es una derrota simple, pues Gomera está al meridión de Tinerfe y a sotavento, así que no debería ser difícil llegar hasta ella, aunque fuera remando. Y si no, aún queda la isla de Esero, más hacia poniente. Pero siempre tendremos aguas más tranquilas hacia el meridión.
      —Que la Virgen del Carmelo nos ampare.
      El viento y la corriente les empujaron el dirección austral, rodeando la isla, donde el enorme pico Echeyde parecía vigilarles.
      Divisaron un barco, al que hicieron señas para que se les acercara.
      Tan pronto como estuvo lo bastante cerca para oírse de uno al otro, pidieron ayuda.
      —Dadnos vuestros nombres —pidieron los del otro barco.
      —Capitán Alejandro Huelva, a las órdenes de don Juan Trevijano.
      —¿Trevijano, habéis dicho, por ventura? ¡Tenemos órdenes de no ayudaros!
      Juan vio, asombrado, como encendían flechas y las lanzaban sobre cubierta.
      —¡Por Dios! ¿Estáis locos, por ventura? ¡Hideputas!
      Cayó una lluvia de flechas, lanzadas por los ballesteros a bordo del otro barco. Algunas estaban encendidas, prendiendo en la madera o las telas de las velas rotas. Otras alcanzaban la carne de los tripulantes.
      Muchos se lanzaron al agua, para morir ahogados o asaeteados cruelmente.
      Por fin, el barco extraño se alejó, dejando que la Torrentera ardiera hasta consumirse.
      Juan consiguió botar el único bote que quedaba intacto. Con él estaban Pedro el Sevillano y el Padre Herminio. El capitán se negó a subir a bordo.
      —Mi obligación es quedarme en el barco hasta que se hunda, o consiga salvarlo —dijo.
      —Muy noble el propósito de voacé, pero es un suicidio. Ya no queda nadie más a bordo, salvo dos o tres hombres malheridos. El mismo Pedro está herido y no creo que sobreviva.
      —No digáis que es suicidio, ¿qué opináis vos, Padre Herminio?
      —Quiera Dios escucharos, pero no creo que sea deseo de morir, sino de cumplir con vuestra obligación. Os concedo el perdón por vuestros pecados, así podréis morir en paz.
      —Es todo lo que deseo. Hacedme la merced de iros ya, antes de que esta cáscara de nuez acabe por hundirse.
      Apenas se habían alejado unas cuantas varas del navío, éste se dio la vuelta. Poco después se hundía en aquel mar lleno de sangre y restos flotantes.
      Estaban los tres solos en medio de un mar desconocido. El sacerdote se puso a rezar.
      Juan era el único que remaba, pues el pobre Pedrillo apenas tenía fuerzas y el Padre Herminio sólo sabía rezar.
      Juan se calló la rabia que sentía por la inutilidad del sacerdote. ¡Bien que podría obrar una mano con los remos!
      Llegó la noche y no tenían agua para beber. Pedrillo se quedó quieto y dejó de quejarse. El sacerdote lo miró bien, y le hizo un gesto de bendición.
      —Ha fallecido —dijo.
      Juan insistió en que debían tirarlo al agua. No servía de nada tener su cuerpo allí en el bote.
      Ya bien avanzada la oscuridad, dejó de remar. No tenía ni idea de hacia donde debía dirigirse, y entre las olas y la negra noche carecía de referencias. Además, estaba agotado. Se echó a dormir en el húmedo suelo.
      El sacerdote ya estaba roncando.
      Amaneció, y Juan pudo ver una costa lejana hacia el lado de siniestra. La corriente parecía alejarles, así que se puso a remar con todas sus fuerzas en dirección a aquella costa.
      A fuer de blasfemar e insultar al cura, éste aceptó tomar un remo y moverlo, pero lo hizo tan mal que más que ayudar lo que hacía era molestar.
      —¡Por los clavos de Cristo! ¡Es que no sabéis mantener el compás! ¡Moved el remo igual que yo lo hago!
      Al final, el sacerdote dejó de remar y fue un alivio.
      La costa parecía acercarse cuando una ola les dio de frente. Volcaron.
      Juan se vio de pronto en el agua, haciendo lo posible por mantenerse a flote.
      —¡Ayudadme! —gritaba el sacerdote—. ¡No se nadar!
      —Pedid ayuda a Jesucristo —respondió Juan—. Yo no puedo dárosla.
      Y era cierto. Muy poco podía hacer por aquel inútil. Si se le acercaba, podría provocar que se ahogaran los dos, como el mismo Juan había visto más de una vez cuando estaba a las órdenes del Rey de Aragón. Si el otro náufrago encontraba algo que le ayudara a flotar, podría salvarse; pero no había nada a la vista: el bote se había hundido, como el navío el día anterior.
      Juan dejó de oír al sacerdote y se centró en nadar hacia donde estaba la costa, según le parecía recordar.
      Las botas le molestaban, así que se las quitó. Lo mismo hizo con las calzas, que se hinchaban con el agua. Se quedó con la camisa, que estaba pegada a la piel y no le impedía nadar.
      Dio gracias a Dios y a todos los santos por haber aprendido a nadar.
      Tenía la boca ardiendo por la sed, y la sal del agua no ayudaba precisamente a calmarla.
      Mantuvo las brazadas con firmeza. Cada vez que le parecía perder fuerzas pensaba «ya falta menos» y volvía a nadar con más ganas.
      Cuando ya no pudo más, se dejó mecer por las aguas, flotando en paz un buen rato.
      La visión de un ave marina le hizo recuperar el ánimo. Para su sorpresa, pudo ver muy cerca unas montañas. Nadó hacia ellas.
      Por fin, sintió que las rocas del fondo le golpeaban los nudillos. Estaba en una playa de callaos.
      Un esfuerzo más, y pudo dejarse caer entre los callaos. Estaba medio muerto de sed y agotamiento, pero no podía más.
   
(Continuará…)

4 comentarios:

Heber Rizzo dijo...

Esperando la segunda.

Baldo Mero dijo...

Ya la tienes. Mañana la conclusión

Heber Rizzo dijo...

¿Modificaste las dos entradas?

Por otro lado, y sin que tenga nada que ver (o casi nada,): ¿oíste hablar alguna vez de la Biblioteca Sadrac de Ciencia Ficción?

Heber Rizzo dijo...

¿Modificaste las dos entradas?

Por otro lado, y sin que tenga nada que ver (o casi nada,): ¿oíste hablar alguna vez de la Biblioteca Sadrac de Ciencia Ficción?