02 agosto 2011

LA CIUDAD VACÍA-4

VILLA SUPERVIVENCIA

En la Urbanización de Los Palos Grandes, cerca de Los Chorros, encontraron una quinta en el borde mismo del Parque del Ávila. Tenía unos extensos jardines e incluso una pequeña huerta, por lo que no tuvieron problemas para empezar a cultivar la tierra.
      Luis encontró incluso unas gallinas que se habían escapado de algún sitio y las metieron en un gallinero que confeccionaron con malla de alambre y maderas.
      Los tres hombres llevaban una vida más o menos tranquila. Juan y Luis eran pareja, tal y como Alex había supuesto, y los tres habían llegado al acuerdo de respetarse mutuamente, sin meterse en los asuntos sexuales de cada cual. Los dos homosexuales se hicieron con un dormitorio de matrimonio y Alex se quedó con otra habitación, algo alejada, de las siete que tenía la quinta.
      No todo era armonía entre ellos. Lo que más molestaba a Alex era que Juan fumaba, y mucho además. Después de algunos choques, que por suerte no llegaron a mayores, acordaron fumar sólo en el exterior de la quinta y en la habitación, y eso sólo si se ventilaba después.
      No tenían electricidad, pero entre todos construyeron un molino de viento que no sirvió de mucho, pues no había vientos adecuados.
      Sí que contaban con agua corriente: un pequeño arroyo pasaba cerca antes de sumergirse en la red de alcantarillado de la ciudad. Gracias a una idea de Alex, aprovecharon la experiencia en el generador eólico para construir otro hidráulico, aprovechando la corriente de la quebrada. Fue suficiente para producir algo de luz por la noche, aunque no daba para una nevera.
      El agua de la quebrada era, además, agua limpia. Les fue muy útil pues el suministro de agua potable también estaba fallando.
      No se duchaban, pero aprovechaban la piscina todo lo posible para refrescarse, y también para lavarse. Aunque al ver que el agua empozada ya empezaba a estar sucia, decidieron bañarse en la quebrada. Un pequeño remanso les permitía bañarse con agua siempre limpia. Y por encima del mismo había una pequeña poza perfecta para llenar las garrafas y botellas con agua para beber y cocinar.
      Aún no habían podido sacar nada útil de los cultivos, pero consiguieron algo de carne de un tapir y también un par de morrocoyes. Estas tortugas no le hicieron mucha gracia a Alex, pero siempre era mejor que comer carne de perro.
      Disponían de varios carros, y los usaban para recorrer la ciudad. Contaban, sobre todo, con hallar alguna mujer.
      Dadas las condiciones de las calles, cada vez peores con cascotes y toda clase de restos, preferían el Pathfinder de Alex. Subían los tres, armados con sus rifles y machetes, a ver lo que podían encontrar.
      Nunca encontraron a la chica loca que había disparado a Alex. Ni a nadie más.
      Alex empezaba a convencerse de que estaban los tres solos.
   
      Un día recorrían las estrechas calles de Petare cuando se toparon con un vehículo atravesado en la vía. Al pretender dar marcha atrás, Alex (que era quien conducía) vio por el espejo retrovisor que otro vehículo acababa de cortarles el paso detrás.
      Dos hombres salieron de una puerta, armados con pistolas.
      Juan y Luis sacaron los dos fusiles y empezaron a disparar. Pero de los dos extremos de la calle llegaron más disparos: en cada uno de los dos vehículos usados para encerrarlos había al menos un hombre con un fusil.
      Los dos quedaron heridos y Alex optó por salir con las manos en alto, sin armas a la vista.
      Aquellos cuatro tenían los rostros demacrados y hundidos. Estaban en los huesos y lo que vestían no eran más que harapos. Pero estaban armados y Alex no podía hacerles frente. Uno de ellos, el que parecía el jefe, sacó un machete que usó para degollar a Juan y a Luis y ordenó por señas a otros dos que los llevaran adentro.
      Alex entró también, obligado por los otros dos hombres. Se había ensuciado los pantalones de puro miedo, pero al parecer a nadie le importaba.
      Dentro estaba oscuro, pero las ventanas estaban abiertas. Alex tardó un poco en acostumbrarse a la semioscuridad.
      Ya había notado el fuerte olor. Nauseabundo, a carne podrida sin duda, y también a suciedad, restos de orines, mierda. Y también a sudor.
      Luego, cuando ya pudo ver algo, vio que no estaba solo.
      Había una chica, más delgada incluso que los hombres, amarrada a una silla. No hablaba, aunque nada se lo impedía, pero daba la impresión de estar tan asustada que ni ganas de hablar tenía. Vio a Alex y no dijo nada, aunque abrió mucho los ojos.
      Los cuerpos de Luis y Juan fueron desvestidos y tratados a continuación como si se tratara de piezas cazadas.
      Ataron a Alex en otra silla, cerca de la chica. Y mientras tanto, se dedicaron a despellejar los dos cuerpos y luego a trocearlos.
      Era evidente que pensaban comerlos.
      Alex sintió un asco tremendo. Pero al mismo tiempo el rincón racional que quedaba en su mente le decía que era inevitable: aquellos no sabían conseguir otra comida que los pocos supervivientes que aún podían quedar en la ciudad. Seguramente comerían todo lo que pudieran encontrar, desde ratas hasta perros, pero lo cierto era que no quedaban muchos por allí.
      Alex tenía en un bolsillo del pantalón una navaja; los otros no le habían registrado la ropa. Pensó que tal vez pudiera alcanzarla con la mano. Pero para eso debía buscar el momento adecuado.
      Trató de hablar con aquellos caníbales. Les preguntaba de donde venían, qué creían que había pasado, todo lo que se le ocurría para ganarse su confianza.
      Sólo pudo averiguar que uno había llegado del interior, de San Juan de Los Morros, otro de Catia, el tercero era de allí mismo y el jefe había venido caminando desde el mismo cerro del Ávila, pues trabajaba en el teleférico. Sólo dijo algo vago de una ola que había visto barrer la costa, y que luego caminó por todo el cerro buscando gente.
      Por los comentarios de los otros, supo que el jefe se llamaba Marcelo.
      La chica sí que habló un poco más. Se llamaba Teresa y los cuatro la habían atrapado pero no habían querido comérsela, sino sólo cogerla.
      Dicho de otra forma, la violaban cada vez que les apetecía. Por eso la habían mantenido con vida, porque a los otros supervivientes que hasta ese momento habían capturado (dos personas), los habían devorado.
      Por la descripción de una de las víctimas, Alex supuso que finalmente la loca que le había disparado había caído frente a los caníbales. El otro parecía ser un policía.
      Finalmente terminaron de preparar la “carne” y comieron los cuatro. Ofrecieron un pequeño trozo a Teresa y otro a Alex. Éste no quiso pero la chica comió como si hiciera días que no probara bocado (y tal vez fuera así).
      Por la noche, los cuatro se acostaron pero dejaron a Alex y a Teresa amarrados a la silla.
      Alex aprovechó la noche para, mediante varias contorsiones, sacar la navaja del bolsillo y desplegar la hoja. Comenzó a cortar la cuerda con cuidado de no hacer ruido.
      Primero, cortó todas sus cuerdas. Luego tomó las llaves de su vehículo, que estaban sobre la mesa aún llena de sangre, al lado de una pierna cortada. Sabía que las calles estaban de nuevo despejadas porque así se lo había oído decir a Marcelo.
      En la mesa había un machete, el mismo que habían usado para trocear los dos cuerpos. Lo agarró y se dirigió a la silla de Teresa para liberarla.
      Ella despertó bruscamente y estuvo a punto de gritar, pero Alex le tapó la boca y le dijo:
      —Vamos a huir de aquí, pero debes estarte callada. De lo contrario, me iré solo.
      Ella asintió con la cabeza. Alex terminó de cortar sus cuerdas y la ayudó a levantarse. Llevaba días amarrada a la silla, y como demostraba el fuerte olor que despedía, ni siquiera la habían dejado ir a hacer sus necesidades en otro sitio.
      Alex le entregó el machete mientras se hacía con el AK-47 y el M-4 que había sido de Luis.
      Los cuatro dormían, después de haberse hartado como leones con la carne humana.
      Los dos trataron de salir haciendo el mínimo ruido posible, pero Teresa tropezó y uno de los otros abrió los ojos.
      Alex no tuvo más remedio que disparar una ráfaga con el Kalasnikov. Todos se despertaron, pero se quedaron allí quietos.
      A tropezones y siempre apuntando detrás de sí, condujo a Teresa hasta su Pathfinder, que estaba allí mismo, en el medio de la calle.
      Disparó otra ráfaga como advertencia mientras arrancaba el motor.
      Teresa preguntó:
      —¿A dónde iremos?
      —Tengo una casa en Los Palos Grandes, cerca del Ávila.
      Y mientras decía esto último, Alex pisaba el acelerador, montando el carro sobre la acera a la vez que salía por la calle a toda velocidad.
      Marcelo había llegado a tiempo para oír esto último.

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