VILLA ESPERANZA
Vivir junto a Teresa supuso una experiencia radicalmente distinta para Alex que la de convivir con Juan y Luis.
No era tan sólo porque fuera una mujer, pero eso sin duda fue lo más importante desde el primero momento. Al principio le costó superar el trauma de aquellos días de violaciones continuas mientras aguardaba el momento en que aquellos “malandros” decidieran comérsela. Alex le ayudó con cariño y paciencia. No la tocó salvo en el cabello y de la forma más cariñosa que pudo.
Ayudó mucho tener comida. Justo antes de irse de exploración y caer en la trampa, habían cazado un venado. No se había estropeado y entre Alex y Teresa dieron buena cuenta del mismo.
Finalmente, Teresa se pudo dar un baño en la quebrada. Ya limpia y sin hambre pudo comprender que había pasado el peligro. Se sintió distinta y alegre.
Salió del agua sin vestirse, para sorpresa de Alex que la esperaba en la quinta. Ella lo abrazó, lo besó y juntos fueron al dormitorio. Hicieron el amor como si la vida les fuera en ello… y realmente así era.
Desde ese momento, las relaciones sexuales fueron apasionadas. No había obligación, los dos daban y recibían.
Alex no se sorprendió cuando, semanas más tarde, Teresa le reveló que creía estar embarazada.
Alex agarró una tabla pintada de blanco que había en un trastero del jardín. Con pintura verde escribió «VILLA ESPERANZA». En cuanto se hubo secado la pintura, puso el cartel en la entrada de la quinta. Ya no más «Villa supervivencia».
Teresa era una persona positiva. Y, lo mejor, sabía bastante más trucos para sobrevivir que Alex, un hombre de ciudad. Ella había nacido en Ciudad Guayana pero sus padres eran indios de la Gran Sabana y le habían enseñado unas cuantas cosas, junto con su abuelo.
Por ejemplo, con su ayuda fabricaron un arco y unas cuantas flechas. No eran esas cosas pequeñas que Alex había visto en Europa: el arco medía más de un metro y las flechas otro tanto.
Aunque ella nunca había hecho una cerbatana, había visto como se hacían y se pusieron a la tarea después del arco.
Sabían muy bien que no podían depender para siempre de las armas de fuego; tarde o temprano se acabarían las municiones, o se estropearían los mecanismos y serían inútiles. Y, en todo caso, la pólvora tampoco era eterna: con la humedad podría volverse inservible, y estarían igual. Por eso ambos eran fervientes partidarios de construir armas eficaces que no dependieran de la tecnología.
Teresa le enseñó a Alex a preparar toda clase de animales: culebras, lagartos, insectos. Y sabía mucho sobre las plantas comestibles. Aunque la vegetación del Ávila no era la misma que la de la Gran Sabana, ella supo reconocer unas cuantas plantas comestibles.
Y seguían teniendo el huerto. Ya podían cosechar algunas lechugas y tomates, y las papas estaban creciendo. El maíz aún tardaría un poco.
Encontraron algunos árboles frutales en casas cercanas. Incluso una “mata de cambur”.
A las gallinas se sumaron también unos conejos que capturaron, procedentes casi seguro de alguna vivienda cercana.
Se mantenían ocupados con las labores de agricultura y ganadería, más la cacería y el mantenimiento de la casa.
La historia de Teresa no era tan diferente de la de Alex. Igual que él, estaba de paso por Caracas cuando llegó La Nieve. Había salido de Ciudad Guayana en avión con la intención de visitar a una amiga que vivía en San Bernardino. Su avión fue uno de los últimos que llegó a Maiquetía, pues ya había empezado a nevar y cerraron el aeropuerto minutos más tarde. Entre el desconcierto por el tiempo tan extraño, tardó bastante en conseguir un carrito libre (taxi) hacia Caracas.
El viaje por la autopista resultó terrorífico. La gente no estaba acostumbrada a circular con nieve y vieron hasta quince choques por el camino. Cada uno acompañado del atasco correspondiente, por supuesto. El conductor empezaba a sentirse mal y también Teresa.
Ya estaban cerca de Caracas, después de haber pasado dos túneles, cuando oyeron un ruido tremendo que venía de la costa. No vieron nada, pero en la siguiente cola (otro accidente), alguien desde otro carro dijo que una ola enorme había arrasado la costa. Teresa miró al conductor, que estaba pálido.
Aún estaban detenidos cuando el conductor empezó a tener convulsiones y poco después quedaba inmóvil. Teresa gritó y se bajó del vehículo. Siguió andando entre todos aquellos carros parados. Mucha gente había hecho lo mismo que ella y otros se quedaban en sus sitios, al parecer muertos.
Teresa se sentía cada vez peor, mas aún podía caminar. Lo que más miedo le dio fue atravesar el tercer túnel con todos aquellos carros parados y el motor encendido. Muchos lo apagaban pero otros no. Curiosamente, nadie tocaba la pita, pero la causa fue evidente para Teresa: prácticamente todo el mundo en los carros estaba muerto.
Cuando llegó a la ciudad en sí, caminando por La Araña, Teresa era la única que aún estaba en pie. Vio un restaurante y entró. No había nadie vivo pero la cocina funcionaba y pudo así hacerse con una comida.
Durante unos cuantos días (no supo cuantos), Teresa vagó por las calles, buscando gente que hubiera sobrevivido. Cuando tocó el primer cuerpo que se deshizo en polvo se asustó. Pero ya había pasado por tantas cosas que no le impresionó demasiado y con el tiempo se acostumbró.
Finalmente, un día vio movimiento en una calle. Fue hacia allá… y cayó en la emboscada que Marcelo y sus secuaces habían preparado. Al darse cuenta de que era una mujer decidieron cogerla entre todos, y no matarla para comérsela como hicieron con otros.
De aquel periodo, prefería no hablar más. Y no dijo nada.
Habían reforzado las vallas que cercaban la finca, aunque la ampliaron hacia el lado de la quebrada para incluirla en el interior; de esa forma podían bañarse y recoger agua sin tener que salir de los límites protegidos. Incluso la puerta de entrada la mantenían cerrada.
La vivienda contaba con un circuito de vigilancia electrónica, que por supuesto no funcionaba. Pero Alex se hizo con unos paneles solares y montó una instalación que, junto a los generadores de viento e hidráulicos, le permitió potencia eléctrica suficiente. Puso en marcha el sistema de vigilancia.
Por un lado estaban los peligros de los animales del monte. Teresa le había dicho que incluso podía haber tigres, si bien Alex no lo creyó. Pero sí que había perros y se sentían atraídos por los animales que ellos criaban.
Había culebras de todo tipo, y ella le enseñó a distinguir las venenosas de las que eran inofensivas.
Otro peligro era la gente de Marcelo, o cualquier otro superviviente loco. Habían tenido suficientes experiencias como para no desear el encuentro con otras personas. Si aún quedaba alguien y realmente era de fiar tendría que demostrarlo. Y los de Marcelo podían dar con ellos tarde o temprano.
Discutieron, en el buen sentido del término, las posibilidades. Teresa creía que tardarían en hallarlos y tal vez antes de habrían muerto de hambre… quizás después de comerse unos a otros. Pero Alex no era tan confiado. En el cielo limpio y sin contaminación, el humo de la chimenea de su casa podía verse a kilómetros de distancia.
Finalmente, un día fue Teresa la que le dio la razón a su compañero.
—¡Alex, he visto a Marcelo! —dijo, con la cara demacrada.
—¿Dónde?
—En la pantalla.
Fueron al sistema de vigilancia. La pequeña pantalla mostraba lo que captaban las tres cámaras en funcionamiento. Una de ellas, la que vigilaba la entrada, dejaba ver un vehículo todoterreno, un Jeep, con un hombre que miraba hacia todos lados. Era Marcelo, indiscutiblemente, aunque se le veía más flaco y demacrado que anteriormente.
Marcelo vio la entrada, se acercó al cartel con el nombre y, sin más, se subió al carro para regresar calle abajo.
—¿Crees que sabe que estamos aquí? —preguntó Teresa.
—¡Seguro! Se dio cuenta de que el cartel es nuevo.
—¿Y adonde iría?
—A buscar a sus compañeros. Y también la forma de entrar. Sospecho que no entrará por la puerta diciendo «¡buenos días!, ¿puedo pasar?».
—Tienes toda la razón.
No perdieron ni un solo instante. Alex preparó uno de los fusiles, el AK-47, y lo montó sobre un soporte que improvisó junto a la cámara de la entrada. Colocó una pieza en el disparador de tal manera que al soltarse quedaba presionado el gatillo. Puso una cuerda de forma que al dar un tirón se disparaba todo el cargador.
No era seguro que funcionara, pero un par de pruebas le convención de que sí.
Al otro lado de la entrada montó el M-4, pero no lo sujetó. Lo usaría manualmente.
También montó un par de focos, alimentados con baterías. Serían encendidos sólo si él los necesitaba.
Teresa preparó por su parte su arco con flechas y una cerbatana que había construido. También tenía una pistola pero confiaba más en las armas de sus abuelos.
Habían acordado que Alex se encargaría de la entrada y Teresa quedaría en la quinta, vigilando las cámaras.
No tuvieron que esperar mucho. Esa misma noche vieron subir un vehículo por la calle. Era el mismo todoterreno Jeep sin capota.
Alex corrió hacia la entrada. Recogió el machete y se lo colocó al cinto con rapidez mientras se dirigía al puesto que había preparado en la entrada.
Por una rendija pudo ver como los cuatro hombres del jeep bajaban y se dirigían a la puerta. Todos iban armados.
Parecían estar observando si podían entrar a la fuerza.
Por lo visto, decidieron que deberían usar el carro para forzar la puerta.
En ese momento, Alex encendió los focos y lanzó una ráfaga con su fusil. Los otros se tiraron al suelo al otro lado del jeep y empezaron a disparar hacia el lugar del que provenían los disparos.
Estaban justo a tiro del Kalasnikov. Alex soltó el disparador.
¡No se esperaban una ráfaga del otro lado! Uno de ellos quedó tendido en el suelo, tal vez muerto, y los otros corrieron hasta subirse al vehículo y salir a toda velocidad. De los tres que huyeron, uno parecía herido.
Alex volvió con Teresa. Ella lo besó apasionadamente, agradeciendo su labor.
Por la mañana, salieron con cuidado para ver el cadáver. En efecto, era uno de los secuaces de Marcelo. Arrimaron el cuerpo detrás de unos árboles, donde no estorbara demasiado. No se molestaron ni en enterrarlo.
Pero Marcelo no podía dejar así las cosas. Aquella gente se había burlado de él y no lo iba a permitir.
No sabía si eran los dos solos o si había más; de hecho el que dispararan de dos sitios distintos apuntaba a que el tal Alex y la puta de Teresa habían conseguido ayuda. Pero no importaba.
Él conocía bien la zona. No en vano había trabajado en el Parque del Ávila. Había más de una forma de entrar en aquella quinta…
Durante un par de días buscó el punto más débil y finalmente lo encontró. Habían ampliado la cerca por encima de la quebrada, y eso dejaba un sitio perfecto para meterse dentro.
Alex esperaba que volvieran a intentarlo pronto o de lo contrario abandonaran. Cuando pasó una semana sin un nuevo ataque comenzó a sentirse más confiado. En realidad, lo cierto es que no podían estar continuamente de vigilancia ellos dos solos.
Así pues, fue sorprendido cuando oyó un golpe en la puerta. Una camioneta bastante grande había intentado abrirla a la fuerza. ¡Menos mal que la había reforzado!
Corrió con sus armas al puesto desde el que podía disparar. Aún tenía preparado el AK-47 con un cargador lleno y el sistema de disparo a distancia.
Desde la camioneta comenzaron a disparar hacia los focos y la cámara. Él respondió, sin usar el sistema automático.
No podía ver la gente que había en la camioneta.
De pronto oyó unos gritos de la quinta.
¡Era Teresa!
Mientras Alex respondía a la camioneta, Marcelo y el otro compinche que no había sido herido habían entrado por la quebrada y se habían metido en la quinta, sorprendiendo a la mujer, quien sólo pudo gritar.
Alex no fue directo a la vivienda. Sospechaba una trampa con su compañera como cebo. No creía que ellos la fueran a matar de inmediato, primero esperarían a que él apareciera.
Fue a las jaulas de los animales y los soltó en la cocina, cerrando la puerta. Las gallinas y conejos empezaron a alborotar y a correr por todas partes.
Marcelo envió a su compinche a ver lo que sucedía. Éste, que llevaba días sin probar bocado, salvo alguna rata, no pudo resistir la tentación y se echó a correr detrás de los conejos.
En ese momento entró Alex y lo sorprendió fácilmente.
Esta vez no podía andarse con detalles de humanidad. Aquel hombre quería matarles a ellos. Lo degolló con el machete.
Luego fue a buscar un pequeño acuario vacío, donde guardaba una serpiente.
Marcelo se extrañó que el otro tardara tanto. Amarró a Teresa y fue a ver lo que sucedía.
Había una serpiente en el suelo. Era pequeña y muy colorida. Marcelo se asustó al verla.
—¡Una coral!
Alex le esperaba detrás de una cortina. Salió apuntándole con el M-4.
—¡Pendejo! No distingues una falsa coral de una verdadera. Esa no te va a hacer daño, pero esto sí.
Le obligó a soltar las sogas de Teresa y le dio a ella una pistola.
—Teresa, creo que tú tienes aún más ganas de pegarle un tiro a este coño de madre.
—Tú, puta, no tienes cojones para darme un tiro —fue la respuesta, desafiante, de Marcelo.
Teresa disparó varias veces, con rabia, mientras decía:
—¡Claro que no tengo cojones, mamón! ¡Pero sí tengo ovarios!
En la camioneta esperaba el otro, herido de la pierna y sin poder caminar mucho. Había podido conducir la camioneta porque era automática.
Alex sintió una cierta pena por él, pero tampoco podían dejarle vivir. De hecho, la herida estaba infectada y no viviría mucho. Lo remató de un tiro en la sien.
Tardaron un poco en recuperar a los animales que habían soltado. Los tres cadáveres fueron dejados en la camioneta y Alex la llevó varias calles más abajo.
La falsa coral volvió a su acuario, donde la mantenían. Teresa la había hallado hacía poco y la había recogido, explicándole a Alex que no era venenosa, y que se parecía mucho a una muy peligrosa.
Ahora ya podían estar tranquilos. Era muy poco probable que apareciera alguien más.
AÑOS DESPUÉS
Alex y Teresa ya tenían dos niños. De su educación se encargaba más que nada su madre, pues daba la misma formación que ella había recibido de sus padres y abuelo, es decir la de cualquier indio de la Gran Sabana. Alex completaba la instrucción con un poco de historia del mundo anterior a La Nieve. La niña, que era la mayor de los dos, ya tenía un pequeño arco y jugaba con unas flechas sin punta. Se llamaba Adela.
Un día que parecía igual que cualquier otro, Simón, el niño pequeño, vino corriendo.
—¡Papá, hay un ruido en la puerta! Como si alguien estuviera golpeando.
El circuito de vigilancia llevaba años sin funcionar. Alex se asomó por la rendija. Llevaba el M-4 para el que aún conservaba munición.
Eran dos personas, un hombre y una mujer y portaban una bandera blanca. El viejo signo de que iban en son da paz.
—¡Vete con mamá! —ordenó Alex a su hijo.
Cuando estaba solo, y sin soltar el arma, abrió la puerta.
Miró hacia todos los lados. Aquellos dos venían andando y no se veía nada ni nadie.
—¡Pasen!
—Venimos en paz. Puede apartar ese rifle, caballero —dijo el hombre.
—¡Tienen que perdonarme, pero hemos tenido problemas! ¿Qué es lo que quieren?
—¡Por favor, no sea tan brusco! —dijo la chica—. Sólo queremos vivir en paz. Si no nos quieren, nos vamos, pero nos gustaría tenerlos de vecinos.
Alex se tranquilizó. Comprendió que debía cambiar de actitud.
Respiró hondo, para relajarse.
Bajó el arma y abrió la puerta.
—¡Perdonen! Es verdad que estoy siendo un poco maleducado. Si vienen en paz como dicen, serán bienvenidos.
Se llamaban Kevin y Juliette. Fueron invitados a la quinta y se les ofreció comida. Tenían una camioneta que habían estacionado unas calles más abajo por precaución.
—Vimos el humo desde El Pulpo. No hemos visto a nadie más desde hace semanas.
Contaron su historia, que no era tan diferente de la de Alex y Teresa. Habían sobrevivido en ciudades del interior. Él venía de Táchira y ella de Cumaná. Y así, de la forma más curiosa viviendo de los dos extremos del país se habían encontrado en el centro, en Los Teques para ser precisos. Juliette no había querido entrar en Caracas estando sola y por eso había decidido quedarse un tiempo en la población cercana. Kevin, en cambio, había recorrido por la Panamericana encontrando sólo algún loco que disparaba a todo el mundo. En Los Teques se topó con Juliette.
Al principio cada uno desconfió del otro, pues ambos tenían amargas experiencias. Pero los dos mantenían una actitud abierta y así finalmente se rompieron las barreras.
Durante más de un año permanecieron en Los Teques. Pero Juliette estaba convencida de que en Caracas tenía que haber más gente.
Ya sabían que algunas personas habían sobrevivido a Aquello (así lo llamaban, pero tras oír el nombre que le deban Alex y Teresa se quedaron con La Nieve), pero prácticamente todos se habían vuelto locos. Pensaba ella que si había alguien que hubiera logrado superar el trauma, era más probable en una gran ciudad como Caracas.
Así que decidieron probar suerte. Si no encontraban a nadie, se convencerían de que estaban solos y volverían a su pequeña vivienda de Los Teques. Porque la verdad era que ninguno de ellos sabía cultivar la tierra, así que no tendrían mucho futuro en el campo.
Ya en la ciudad, vieron la pequeña columna de humo cerca del Ávila y hacia allá se dirigieron.
Fueron admitidos en Villa Esperanza, pues cuatro manos adultas eran bienvenidas. En la quinta había espacio de sobra para ellos dos.
ABUELO
Bastantes años más tarde, Alex ha decidido hacer un último reconocimiento de la ciudad. Ya es bastante mayor y sospecha que será su último viaje.
Llevan una carreta tirada por dos bueyes.
La carreta está fabricada con el eje de un viejo automóvil montado en una plataforma de madera.
Los dos bueyes los han traído del llano. Cuando aún tenían gasolina, Alex y Kevin agarraron un camión y viajaron hasta el interior. Tras arduos esfuerzos consiguieron atrapar dos vacas y un becerro macho. Con ellos pudieron iniciar la cría de ganado de gran tamaño.
También consiguieron cabras y ovejas y habían ampliado el terreno cercado hasta tener toda una hacienda.
En la carreta van dos chicos con Alex. Uno de ellos es Simón, su hijo mayor que ya es adulto y tiene un niño de la hija mayor de Kevin y Juliette. El otro también es hijo de estos dos.
No llevan armas de fuego, pues no suelen ser de fiar, sino un arco con flechas. Simón lleva también unas lanzas ligeras, tipo jabalinas, que son impulsadas mediante un lanzador fabricado por él.
Alex viste con un traje hecho con piel de venado, que cazó su hijo en el monte. Y los otros dos también visten con pieles, aunque Simón lleva una gorra de tejido sintético con la leyenda NY casi borrada.
Las calles están llenas de vegetación, y entre ellas vagan pequeños animales. Sobre todo ratas y algún que otro gato. Perros ya se ven pocos, pues la mayoría desapareció a los pocos años de La Nieve. Pero a veces se ven tigres (pumas).
Muchos edificios están agrietados y a veces se caen, por lo que deben caminar por el centro de las avenidas más anchas. Tienen que evitar las montañas de óxido, a veces muy grandes. Y los agujeros que hay en algunos sitios.
Las montañas de óxido son la principal fuente de metal para las lanzas, pero para las puntas de flecha prefieren unos discos redondos que hay por todas partes, tanto en el suelo como guardados en las casas. A veces hay grandes montones de discos, y el hijo de Alex asegura que son el regalo de los antiguos a los supervivientes. Alex no dice nada al escucharle.
De regreso en la casa, Alex pone en marcha una vez más el generador hidráulico que ha mantenido a duras penas. Con los paneles solares y unas baterías que apenas funcionan (le cuesta conseguir el ácido), pone en marcha el viejo ordenador.
Todos los niños (sus nietos y los de la otra pareja) vienen corriendo. Alex les ha prometido mostrar a los chicos como eran las cosas antes de La Nieve.
Durante algo más de una hora, pone algunas viejas películas y muestra fotografías en un CD.
Alex aprecia un total desinterés en los niños. Aquello es muy aburrido.
Finalmente, apaga el aparato.
Es la última vez que funciona el ordenador.
Los chicos salen a cazar pájaros.
Es más divertido.
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