02 agosto 2011

LA CIUDAD VACÍA-3

MÁS SUPERVIVIENTES

La electricidad empezaba a fallar y Alexis decidió al fin salir de su ensoñamiento. Llevaba ya semanas sin preocuparse del futuro, viviendo en el hotel, saliendo cuando le apetecía; si conseguía un vehículo, su recorrido era mayor pero nunca sin alejarse demasiado.
      Un día se acordó de su primo, y volvió a la quinta en Country Club. Pero la vivienda estaba vacía.
      No quiso comprobar si alguno de los fardos de ropa correspondía a Miguel, y se fue sin más.
      Pero ahora la luz era más tenue, la electricidad llevaba menos potencia y su paraíso se derrumbaba. Tenía que marcharse.
      Los pocos momentos en que Alexis se había preocupado por el futuro los había empleado en ir tejiendo un plan. Ahora era el momento de estructurarlo del todo.
      Lo primero fue hacerse con libros de agricultura. En una librería pudo hallar unos cuantos manuales de “agricultura verde” (¡como si acaso pudiera ser de otro color!), es decir cultivos sin abonos químicos ni pesticidas. También se hizo con mapas, pues el GPS tenía sus días contados.
      Necesitaba un vehículo. Uno bueno. Entró en un concesionario de vehículos todoterreno y se hizo con un Nissan Pathfinder. Las llaves las recogió de la oficina.
      Ponerle gasolina fue un problema, pero todavía funcionaban las bombas en algunas gasolineras; pudo llenar el tanque y, tras un momento de inspiración, varios depósitos de 5 litros cada uno.
      Luego pasó por un centro comercial y se hizo con todo lo que le pareció necesario. Semillas de verduras. Latas de comida y todo lo que podía conservarse sin problemas. Agua, ropa, medicinas. Útiles para la tierra.
      Necesitaba armas, pero de eso no había en el centro comercial. Pasó frente a una comisaría de policía y entró en ella.
      En la armería tenían cosas interesantes. ¡Hasta granadas!
      Se quedó con un fusil AK-47, que ya había tenido ocasión de usar (un amigo de Houston se lo había prestado para hacer tiro al blanco), y suficiente munición. También tomó una pistola, de un modelo mucho mejor que la que había conseguido en el hotel.
      El cielo estaba totalmente azul, sin una nube. Ya no quedaban columnas de humo, todos los incendios se habían apagado por sí solos. De hecho la calle estaba aún húmeda porque el día anterior había llovido considerablemente.
      Aprovecharía el GPS mientras mantuviera su carga. La ruta a seguir estaba clara: iría por la autopista a Los Teques. Era una antigua zona agrícola, relativamente cercana.
      Allí localizaría alguna finca donde vivir.
      La autopista era intransitable en sus primeros tramos: el atasco diario se había convertido en permanente. Alexis buscó vías alternativas y entró en la ciudad universitaria.
      Logró así superar el nudo de El Pulpo y acceder a la autopista en un sector ya más despejado.
      Seguía habiendo carros abandonados, pero ya se podía circular entre ellos.
      Poco a poco fue pisando más el acelerador. A veces debía frenar para superar algún obstáculo (algún accidente particularmente grave que bloqueaba parte de la vía), pero luego volvía a correr.
      Acababa de pasar por una salida que indicaba el camino a un hipódromo, cuando tuvo que frenar bruscamente.
      Dos camiones de gran tamaño (dos gandolas) estaban frente a frente cerrando el paso. Sólo quedaba un estrecho espacio en cuyo centro había un bidón (o más bien un «tambor»).
      Era una trampa, eso sin ninguna duda.
      Se detuvo y ya se disponía a echar mano del fusil cuando de la cabina de una de las gandolas salió un negro apuntándole con otro fusil (un M4).
      —¡’Tate quieto chamo o te vuelo la tapa’los sesos! —dijo claramente.
      Alexis dejó su arma.
      —¡Sal pa’fuera donde te vea bien! ¡Y los brazos arriba!
      Alexis salió con los brazos en alto.
      —Si hay alguien más en ese carro, mejor que salga.
      —No hay nadie más. Estoy solo. Harías mejor en dejar de apuntarme para poder hablar.
      —¡Déjate de pendejadas!
      El negro se acercó al Pathfinder y lo miró con cuidado, sin dejar de apuntar a Alexis. Éste se sentía nervioso. Tenía que conseguir que aquel hombre dejara de considerarlo una amenaza.
      El negro se convenció de que no había nadie más en el carro.
      —¡Luis! ¡Puedes salir!
      Del interior de un contenedor salió otro hombre, éste de rasgos mestizos.
      —¿A dónde carajo vas? —le espetó a Luis.
      —Al campo. Quería conseguir una finca para cultivar.
      —¿Qué mierda llevas en ese carro?
      —Lo que creo que me puede hacer falta. Pero puedo compartirlo con ustedes. En vez de amenazarme, podríamos colaborar.
      —¿Qué pendejadas son esas?
      —Ustedes han sobrevivido, ¿no? ¿Saben de alguien más?
      —¡Aquí las preguntas las hago yo!
      —Sólo díganme eso. No he visto nadie más, salvo una loca que casi me mata. Creo que los supervivientes debemos unirnos en vez de matarnos uno a otro.
      —¿Ves lo que te decía, Luis? —comentó el negro.
      —¡Cállate, Juan! —replicó el llamado Luis y dirigiéndose a Alexis, prosiguió—. No hemos visto a nadie más que a ti. Sólo muertos y más muertos que se deshacen en polvo.
      —Vamos a hacer una cosa —dijo Alexis—. Yo me quedo aquí para hablar con ustedes dos. Yo sólo soy uno y no estoy armado; tengo un AK-47 pero está allí, en el asiento trasero del carro. ¿Por qué no dejas de apuntarme, Juan, para así poder hablar como hombres civilizados?
      —¿Luis, qué hago? —preguntó Juan.
      —¡Déjalo ya! El chamo éste tiene razón. No sueltes tú el arma, pero vamos todos pa’dentro.
      Alexis siguió a Luis al interior del contenedor, seguido por Juan. Dentro hacía calor, pero habían cortado la pared y así abierto unas ventanas hacia el otro lado de la vía, y las habían cerrado con tela mosquitera.
      El contenedor estaba habilitado como vivienda. Tenía dos camas, una mesa, una nevera y una cocina. Un generador eléctrico, cuyo rumor llegada de afuera, permitía mantener funcionando la nevera y un ventilador.
      Había un par de sillas, pero Luis se sentó en una de las camas, ofreciendo una silla a Alexis.
      —Vamos a empezar por ti —dijo Luis—. Me dices tu nombre.
      —Alexis.
      —¿Te importa si te llamo Alex?
      —No me importa.
      —Okey, Alex. Cuéntame tu historia. ¿Quieres una coca?
      —Lo que tengas, me vale. Incluso agua.
      Luis sacó tres botellas de refresco de la nevera. Las destapó y entregó una a Alex y la otra a Juan. No ofreció vasos.
      Alexis, o Alex, bebió un buen trago. Ignoró los eructos de los otros dos mientras él aguantaba el suyo. Comenzó a explicar que había llegado a Maiquetía dos días antes del Incidente.
      —¿Así que eres español?
      —Más bien isleño. Creo que no es lo mismo, ¿me equivoco?
      —¡Bueno pues, eso sí que es chévere! Tienes razón, mi pana, no es lo mismo. He conocido unos cuantos isleños de puta madre. Okey. Decías que estabas en el hotel cuando La Nieve.
      —Yo lo llamo el Incidente, pero es igual.
      Alex contó como había sobrevivido en el hotel y siguió con sus andanzas desde entonces.
      Finalizada la historia de Alex, Luis le preguntó en lo que parecía un non sequitur:
      —¿Qué tienes de comida en el carro?
      Alex tardó un poco en responder.
      —Un poco de todo. ¿Por qué lo preguntas?
      —¿Tienes sopas de sobre? Se nos han acabado.
      —¡Sí, tengo unas cuantas! ¿De pollo?
      —¡Okey! Vamos a ver lo que tienes para hacer una comida. Nuestra cocinilla va chévere, ya lo verás.
      Los tres fueron al vehículo de Alex. Mientras buscaba un sobre de sopa y otro de arroz para un segundo plato, Luis y Juan echaron un buen vistazo al equipo del otro.
      —¡Tienes unas cuantas vainas chéveres! —dijo Juan.
      —He querido prepararme bien.
      —¿Y a dónde pensabas ir? —preguntó Luis.
      —Los Teques, o más allá. Creo que ahí hay tierras.
      —¿Has estado allí?
      —No, pero tengo mapas. Y el GPS aún funciona.
      —¡Joder, el carajo éste tiene un GPS! —exclamó Juan—. ¡Déjame verlo!
      —¡Deja ahora esa vaina, Juan! —intervino Luis—. Vamos a comer que ya habrá tiempo para las pendejás. Y sobre ese viaje tuyo, Alex, tengo algunas ideas que te comentaré luego.
      Volvieron al contenedor y prepararon la comida con lo que Alex aportó, incluyendo hasta el agua.
      Al terminar, Juan largó un fuerte eructo y Luis puso una cafetera al fuego.
      —Ahora me toca a mí —dijo.
      Luis había sobrevivido en su casa de Catia. Sus padres, con quienes vivía, murieron como todos los demás. Durante unos cuantos días, Luis se dedicó a vagar por las calles. Primero andando, luego en un carro.
      —Hasta que me encontré con el pavito éste —dijo, señalando a Juan.
      Mientras tomaban café (demasiado fuerte para el gusto de Alex, pero no dijo nada), fue el turno de Juan para contar su historia.
      —Yo estaba en la universidad…
      —¿Qué estudiabas? —preguntó Alex.
      —Historia. ¡Caramba, Luis hasta ahora ni me habías preguntado lo que estudiaba!
      —Porque me importa un carajo, pendejo. ¡Menos vainas y sigue con tu historia!
      —¡Okey, jefe!
      Juan siguió narrando como se encontró solo en la residencia de estudiantes. Se las había apañado por su cuenta en la ciudad universitaria, pero pensó en buscar a otros supervivientes.
      —Puse una barrera en la autopista y me encontré con Luis.
      Alex recordó lo que le había sucedido con la chica loca.
      —Tuviste suerte, Juan.
      —¡Pues sí que la tuve!
      Alex sospechaba que había algún tipo de relación entre aquellos dos. Luis parecía ser el que llevaba la batuta, pero tal vez también había algo de sexo. No le importaba mientras no quisieran implicarlo a él.
      —¿No han visto a ninguna mujer? —preguntó.
      —Pues no, pero no me importa —dijo Luis—. Lo mismo me da un culo que un chocho.
      —Pues yo no pienso igual —contestó Alex—. Es una pena que la única mujer que haya visto estaba loca.
      Las palabras de Luis habían confirmado sus ideas sobre la relación entre aquellos dos.
      —Bien, ¿me dejarán seguir viaje? Pueden venirse conmigo, aunque espero encontrar alguna mujer.
      —Mira, carajito, acepto lo de ir contigo —dijo Luis—. Y creo que Juan también está de acuerdo, pero tengo una propuesta que hacerte.
      El negro había asentido con la cabeza, pero permanecía en silencio.
      —Tú dirás, Luis.
      —No te hace falta esa vaina de ir pa’l interior. No conoces esto, y nosotros tampoco. Yo me dedicaba a vender ropa en una tienda y Juan era estudiante, ya lo sabes.
      —Vale. Pero podemos aprender. Tengo unos cuantos libros y…
      —¡Una mierda los libros! Mira, pendejo, tú no sabes nada de esta tierra. Pero eso no es lo que vale.
      —Explícate, por favor.
      —Estamos solos. En una finca del interior estaremos aún más solos. Y no tendremos nada más que lo que podamos sacar de la tierra. Al principio, lo que sacaremos será una mierda, pues no tenemos ni idea, ¡no jodas!
      —¿Y entonces?
      —No nos vamos de Caracas. Aquí hay miles de casas y edificios con toda clase de cosas. Gasolina, comida en conserva, aparatos…
      —Pero no podemos vivir siempre a base de conservas. Cinco, diez años a lo sumo.
      —¡No me refiero a esa pendejá! ¡Quiero decir cultivar la tierra!
      —¿Aquí, en la ciudad? Como no sea en un parque…
      —¡Pues sí! Por lo que nos has contado, tenías un primo cerca de Altamira, ¿no?
      —Sí, en el Country Club ¿y qué? A esa casa no pienso volver.
      —A la casa no, pero sí cerca de allí. ¿Te fijaste en la montaña cercana? Hay un parque que lo cubre todo.
      —Creo que se llama el Ávila…
      —¡Sí! Es un lugar donde podríamos montar el bochinche que quieres.
      —¿Bochinche?
      —Fiesta. Es una especie de chiste, no sé si lo agarras.
      —Creo que sí. Si dices que allí se puede cultivar, seguiremos estando en la ciudad y podremos coger lo que nos parezca…
      —¿Coger? Lo dudo. Aunque si encontramos una mujer.
      —¡Quiero decir agarrar! ¡Deja esa vaina de coger por ahora, chico! —A Alex ya se le estaba contagiando la forma de hablar de los demás.
      —Okey, ¿hacemos el negocio? —preguntó Luis.
      Todos estuvieron de acuerdo.

Continuación.

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