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Alexis caminaba por la calle, metido en su mundo como siempre. Iba por la acera casi sin prestar atención, salvo lo imprescindible para no tropezar.
Algunos conocidos del Instituto lo reconocían, pero no se molestaban en saludarle. ¿Para qué, si él nunca devolvía el saludo?
Si acaso, dejaban caer un comentario casual, dicho de forma que él pudiera oírlo. Lo llamaban «friki» y hacían un gesto como si tuviera las orejas puntiagudas, riéndose.
Alex los oía e ignoraba, pues no le importaba lo más mínimo. A fin de cuentas, ¡era cierto! Él era un friki.
Más exactamente, Alex era un «treki», un fan de Star Trek en sus distintas ediciones y formatos. Podía discutir con cualquiera acerca de los méritos de la serie original, o de la Nueva Generación. Conocía toda clase de detalles acerca de los habitantes de Vulcano o bien de los klingons o los romulanos. Siempre que le resultaba adecuado, se disfrazaba, o más bien se caracterizaba.
En Internet, era «Alex el vulcaniano», y como tal era muy conocido en los círculos especializados. Fuera de ellos, Alex no era nadie, pues no se relacionaba con ningún otro que no perteneciera al mundo treki.
Alex no tenía amigos. A sus 16 años estaba siempre solo. Si no fuera por quienes compartían sus gustos en Internet, estaría completamente solo.
En su clase, todos los compañeros pasaban de él, salvo para hacerle alguna burla. Ni siquiera las chicas se sentían interesadas por él.
Por tres veces, Alex había recibido una llamada de una chica que decía querer conocerlo, y lo citaba en un lugar determinado. Alex iba lleno de ilusión y, tras esperar unas dos horas, acababa por volverse a casa todo triste. Después de la tercera cita falsa, Alex optó por negarse a asistir a cualquier cita que le hicieran. Comprendió que las chicas normales no solían citar a los chicos, sino que era al revés.
Pero Alex era incapaz de acercarse a una chica para invitarla a tomar un refresco. Había una o dos de su clase que le gustaban, pero siempre que se planteó la idea se le hizo un nudo en la garganta, se le trabaron las piernas, y tuvo que dejar que algún otro las invitara.
Además, ¿de qué iba a hablar él con una chica? ¿De la última película de Star Trek? Estaba casi seguro de que con semejantes temas de conversación la chica saldría por patas… Y no tenía otros temas, pues no estaba al tanto de lo último en música, ni había visto otras películas que no fueran de ciencia ficción. En realidad, no tenía ni idea de los temas que se supone han de hablar un chico y una chica.
No hace falta decirlo, pero además Alex no era lo que se dice guapo. Era bajito, casi enano, regordete y con la cara llena de espinos que tenía la mala costumbre de reventar. Su pelo negro lo debía llevar siempre muy corto pues era la única forma de mantenerlo domado. Sus gafas eran de un modelo anticuado, pero eran como a él le gustaba, pues no hacía caso de las modas; sólo se las quitaba para vestirse de vulcaniano.
Siempre andaba desaliñado, con la camisa por fuera de los pantalones anticuados. Nunca vestía ropa deportiva, pues no le gustaba; y siempre llevaba zapatos de cuero como un adulto, jamás deportivos. Había leído que no eran convenientes y ni siquiera los llevaba para las clases de educación física (en las que procuraba quedar al margen, evitando todas las actividades que le era posible).
En clase se ponía siempre en primera fila, pues era la única forma de que no lo molestaran. E incluso así, a veces recibía alguna colleja de alguien de atrás, o lo bombardeaban con bolitas impulsadas por cerbatanas de bolígrafo o tiras de goma. Una vez incluso le clavaron en la nuca un clip lanzado con demasiada potencia.
Los profesores trataban de protegerlo del acoso, pero no siempre lo conseguían. Y a veces, sus esfuerzos servían para que lo trataran como un mimado de los profes, con lo que redoblaban el acoso.
Alex se acostumbró a llevar el cuello de la camisa desplegado para proteger su nuca, aparte de que al ser más bien bajito no le costaba mucho curvar la espalda para que así la nuca no quedara expuesta. Claro que los profesores sólo veían que esa postura no era recomendable y le exigían que se sentara recto.
En casa, Alex dedicaba el tiempo necesario para hacer la tarea (otro motivo por el que los demás le tenían rabia, pues siempre hacía los deberes) y estudiar un poco (no necesitaba dedicar mucho tiempo al estudio pues tenía una gran retentiva); luego entraba en su mundo de Internet y allí permanecía hasta que lo llamaban para cenar. A veces volvía después de la cena aunque entonces procuraba que no se le pasara la hora de dormirse. Si se quedaba demasiado tiempo y no dormía lo suficiente, al día siguiente no rendía en clase, y eso era lo peor que le podía suceder.
El curso avanzaba ya hacia el final del segundo trimestre, y las calificaciones de Alex serían tan buenas como las del primer trimestre. Aunque no tan buenas como Alexis hubiera deseado, porque algunas asignaturas se le atragantaban; tal vez porque los profesores no sabían hacerlas interesantes, o porque a él no le parecían así, lo cierto es que sacaría unos cuantos aprobados raspados.
Tampoco era tan importante. Con tal de aprobar, ya era suficiente para que sus padres le dejaran estar en el ordenador todo el tiempo que quisiera, y no le dieran la vara con que saliera a tomar el sol o a pasear con los amigos. «¿Qué amigos?» tenía ganas de decir pero sabía que lo mejor era callarse y así evitar la típica llorona de su madre o el discursito de su padre sobre lo que debía hacer un chico decente y «normal».
¿Qué sabría su padre sobre los chicos, si en su tiempo no había ordenadores? De hecho, él apenas era capaz de leer el correo en el trabajo y abrir los archivos que le enviaban. Fuera de usar el programa de gestión de contabilidad, no tenía ni idea de informática. Y su madre, menos que eso.
Venía de clases cuando vio una pintada en la casa abandonada. Era una casa vieja, que desde siempre había estado vacía, salvo cuando se metieron unos ocupas que hacía meses se habían largado. Alexis sabía que a veces se metían grupos de jóvenes a consumir drogas, o simplemente a beber y montar una juerga. Nunca había estado dentro, pero según los que sí se habían atrevido (o al menos eso afirmaban), todo estaba lleno de basuras y en algunas habitaciones había jeringuillas tiradas en el suelo; aparte de botellas rotas, preservativos, papeles, mierda y basura muy diversa.
En las paredes de la casa estaban las típicas pintadas. Había un par de consignas contra el sistema, una convocatoria a una manifestación de unos años atrás, varias firmas de grafiteros, un dibujo más complejo, obra de un artista que prefería el spray de pintura al óleo o la acuarela. También estaban los típicos dibujos obscenos, hechos por adolescentes llenos de hormonas y sin otra cosa en que pensar.
Pero ahora había una nueva, hecha con pintura roja sobre todas las demás. Decía claramente «Alex es un friki de mierda».
Le molestó, pero no por lo que decía, pues era lo mismo que decían en el Instituto, a sus espaldas o a veces en su cara. Le molestaba porque estaba allí, donde tenía que pasar todos los días, y podría leerlo cada vez que entrara o saliera de su casa y cogiera ese camino. Sí, podía seguir otra ruta, pero para ir al Instituto debía pasar por allí, o dar un rodeo estúpido.
Alex pasó al lado del graffiti e hizo lo posible por ignorarlo. Como si no existiera, como hacía otros días.
Pero no podía. Se le iban los ojos a las letras rojas, bien legibles.
Pasó de largo y ya dejó de verlo, porque para eso debía girar la cabeza. Aunque pese a todo, seguía teniendo el deseo de volverse y leer de nuevo la frase insultante.
Sentía hervir la sangre en su interior. Aunque él no era un chico violento, si le pusieran de frente al autor de aquella pintada, Alex le daría de patadas en la cara hasta hacerle sangre. O al menos así se sentía, mientras la testosterona le corría por las venas.
Esa tarde tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para centrarse en los deberes. A punto estuvo de abandonarlo, y si no lo hizo fue por imaginar la cara que pondrían todos, profesores y compañeros, cuando él no entregara la tarea marcada.
Ya no fue capaz de concentrarse para estudiar un poco, y se justificó a si mismo pensando que no tenía exámenes cercanos, así que no importaba tanto.
Y se refugió en el Chat de los trekis que solía abrir día sí y día también. Anunció a todos que estaba enfadado («Odio a muerte a todos los klingons y romulanos») y así pasaron las horas. Fue a cenar sin cerrar el Chat y luego volvió hasta que su padre le gritó que apagara la luz y se acostara de una vez.
Alex descubrió que eran ya las 2 de la noche, mucho más tarde de lo que solía. Se despidió de los demás en el Chat y se fue a dormir.
Soñó que una mano le llenaba el cuerpo de pintura roja y que debía ir así a clases. Sin ropas, aunque las orejas se le habían puesto puntiagudas, y la pintura roja parecía el nuevo uniforme de la Federación. Pero todos se reían de él, incluyendo al Señor Spock, porque estaba disfrazado de vulcaniano sin serlo realmente. Y el Señor Spock cogió una pistola láser para escribir en la pared «Alex es un friki de mierda».
Alexis se despertó entre sudores. El despertador llevaba un buen rato sonando.
Se dio un baño rápido, se vistió y se desayunó a toda prisa. Cuando salió de casa sabía que no debía entretenerse o llegaría tarde.
Pero al pasar por la casa abandonada, la sangre volvió a hervirle.
Tenía que hacer algo.
Fue un día horrible. No atendía a las explicaciones, le llamaron la atención varias veces por estar distraído, casi se olvida de entregar la tarea y encima no fue capaz de recordar como había hecho aquel problema de ciencias. Para completarlo todo, una bola lanzada con una cerbatana le dio tan fuerte en el cuello que tuvo que volverse a ver si localizaba al autor. Como siempre, no pudo ver a nadie, y la profesora de inglés le llamó la atención porque no atendía a la pizarra.
Pasó de nuevo junto a la casa abandonada y tomó una decisión. Debía borrar aquello.
Esa misma tarde, tras hacer los deberes, habló con su padre:
—¡Pá! ¿Tienes pintura blanca?
—Sí, la tengo en el cuarto de los trastos. ¿Para qué la quieres, Alex?
—Es para una actividad en el Instituto. ¿Puedo cogerla y llevarla ahora? ¿Y una brocha?
—Vale, te la dejo. ¿La necesitas toda? Creo que el bote está por la mitad, y eso es mucho.
—No, sólo un poco, y luego te traigo el bote de vuelta. ¿Lo puedo coger ahora?
—Vale. ¡Un momento! ¿Para qué quieres cogerlo ahora? Lo puedes llevar mañana por la mañana.
—Es que si lo hago así todo el mundo se va a burlar de mí. Ya sabes como son los otros. Y había quedado con el conserje en llevarlo ahora y él me lo guarda hasta mañana.
—Bueno, si es así, ¡de acuerdo! Ven conmigo que te lo doy. La brocha, ¿tiene que ser grande o pequeña? ¿No te vale mejor un rodillo?
—No sé. Según lo que haya.
Finalmente, Alex salió de su casa con el bote de pintura y una brocha de tamaño mediano. Llegó a la casa abandonada y por un momento estuvo a punto de volverse atrás. Pero al leer una vez más la pintada insultante, le hirvió la sangre y eso le dio el impulso que necesitaba para cruzar la verja.
Había una cadena, pero no costaba mucho saltar el muro. De hecho, en un lugar estaba roto y Alex no tuvo dificultad alguna para entrar en el abandonado jardín.
Entre hierbas y basura, llegó a la pared. No se veía a nadie a su alrededor. Abrió el bote de pintura y mojó la brocha.
No le costó nada cubrir las letras rojas con la pintura blanca. De hecho, había pensado que le sería más difícil pues la pintura roja era muy intensa y la blanca no parecía bastante para cubrirla con una sola mano.
Pero en pocos minutos el texto había desaparecido. Alex tapó el bote y sacudió la brocha. Algunas gotas cayeron al suelo e incluso le mancharon la ropa, pero él no se dio cuenta.
De pronto, vio una luz que venía de dentro. Era dorada e intermitente, y salía de una ventana sin cristales.
Alex se asomó y no vio nada de particular. Sólo una especie de tronco en medio de una habitación. De repente, se encendió una luz dorada en el tronco, apagándose al momento.
¿Qué diablos era aquello?
Alexis casi se olvida de la pintura, pero recogió el bote y la brocha y con ellos en la mano se acercó a la puerta. Estaba rota y no tuvo dificultad para entrar.
El salón al que accedió estaba oscuro, pero entraba suficiente luz por las ventanas rotas y la puerta. No había más que basura, incluyendo algunos muebles destrozados e irreconocibles. Las paredes estaban ennegrecidas, allí donde no estaban decoradas con toda clase de graffitis. Un rápido rumor de pequeñas patas le hizo caer en la cuenta que podía haber ratas.
No sabía hacia donde dirigirse, pero vio de nuevo la luz dorada que salía de una habitación. Se dirigió hacia ella, con cuidado de mirar donde pisaba.
El suelo estaba repleto de excrementos, papeles, colillas, botellas rotas, latas y otros envases; también trapos. Incluso le pareció ver una jeringuilla.
Entró en la habitación. Era la misma que había visto desde afuera, y estaba en mejor estado que el salón. Apenas había basuras y sólo las paredes mostraban la habitual decoración.
El tronco, o lo que fuera, estaba en el centro. Alex se acercó para verlo mejor.
No era un tronco, aunque lo parecía. Tenía forma cilíndrica, con lados lisos y de color marrón claro, y se mantenía recto. De alto tendría un metro y de ancho unos treinta centímetros.
Alex lo tocó. Estaba caliente al tacto, y no parecía madera, pero tampoco plástico. Más bien era como seda o una piel muy fina.
La parte superior era lo más extraño de todo. Había diversos abultamientos, como hongos que crecieran en un tronco podrido. Pero algunos de estos abultamientos brillaban con luz dorada. No siempre eran los mismos.
Eran como ¡indicadores de un aparato electrónico! Pero aquello no parecía fa-bricado en ningún lugar de la Tierra.
Alex notó ahora que el objeto, aparato o lo que fuera, emitía un zumbido muy bajo, casi infrasónico. Lo sentía en su cráneo, más que oírlo.
Siendo aficionado a la ciencia ficción, Alex pensó de inmediato que aquello era un objeto extraterrestre.
Pero él tenía bien clara la diferencia entre la vida real y la fantasía. Nunca deja-ba que una se mezclara con la otra.
Una cosa era su mundo fantástico, con las batallas entre las naves de la Federa-ción y los klingons y otros enemigos. Allí estaban sus héroes, el capitán Kirk, el señor Spock, la guapa teniente Uhura, Scooty y su grupo de ingenieros, etc.
Y otra muy distinta era el mundo real. El Instituto con sus profesores, los estu-dios y los despreciables compañeros. Su casa con los muermos de sus viejos. La comida de todos los días, el baño, la cama, vestirse, y todo eso.
Nunca se mezclaban, pues eso sólo le pasaba a los enfermos mentales. O es lo que sucedía en las películas, es decir en el mundo de la fantasía.
Pero ahora estaba él, en el mundo real, con lo que parecía salido de su fantasía. Una de dos, o él se estaba volviendo loco o bien alguien le estaba jugando una repugnante broma.
Optó por lo segundo. ¿Qué hacer? Debía descubrirles el juego, pero primero te-nía que seguirles la corriente.
Francamente, aquello estaba muy bien hecho. Se puso a observarlo con detalle a ver si descubría donde estaba el truco. Debía de haber algún reborde para quitarle el envoltorio…
Estaba abstraído en su estudio del objeto cuando sintió que había alguien a su espalda. ¡Ya tenía a uno de los graciosos!
Se volvió mientras decía:
—¿Así que se creen que me van a engañ…?
Se detuvo en mitad de la frase. Detrás de él, ahora de frente, estaba ¡el mismísimo Capitán James Kirk, con el uniforme de la Enterprise!
Desde luego, quien quiera que fuese estaba muy bien caracterizado.
—¡Vale ya la broma, chico! Quítate ese disfraz.
—De acuerdo, Alex —dijo el otro; su voz era desconocida para Alexis—. Te has dado cuenta de que es un disfraz, así que voy a cambiármelo.
La cara de transformó ante los ojos de Alex, pasando a adoptar la imagen de Spock.
—¿Cómo es posible? —preguntó Alex.
—Tal vez ahora te des cuenta de que no soy ningún colega tuyo. Soy un extraterrestre.
—¡Menos vacilones!
—¿No me crees? ¿Te parece posible cambiar de cara como acabo de hacer?
—No, la verdad es que no.
—¿Crees que ese aparato es de manufactura terrestre?
—No lo parece. He estado buscando el truco, pero no se lo veo.
—No lo tiene. Voy a desconectarlo.
El que parecía Spock pasó la mano sobre el aparato y éste dejó de emitir luces doradas. El zumbido infrasónico en el cráneo de Alexis también desapareció.
—Pero es mejor tenerlo encendido. Es un detector mental, y nos sirve para ver si alguien más entra. ¿Te parece bien que lo active de nuevo?
—¡Eh, si… claro!
Una nueva pasada de mano, y volvieron las luces y el zumbido. No era molesto, y Alex lo ignoró de nuevo.
—Pero sigues sin creerlo del todo, Alex, ¿no es verdad?
—¿Puede leer mi mente?
—No. Pero te conozco bien. Esto podría estar bien en una película, pero no en el mundo real.
—¡Eso es! Sigo pensando que es una broma de mal gusto.
—Para ser una broma, está demasiado bien montada, ¿no te parece?
—Sí. ¡Vale! Supongamos que me creo que es usted un extraterrestre con la ca-pacidad de cambiar de forma. ¿Puede adoptar su forma real?
—Para eso tendría que quitarme el traje mimético y quedar expuesto a este ambiente. No sería adecuado. Pero puedo adoptar una forma que te perturbe menos.
—¡Eso es! Una forma más enrollada, que no desentone.
Spock cambió ante los ojos de Alex. Su cara pasó a ser la de un chico joven, con el pelo rapado por un lado y el otro con el pelo corto, una argolla en la nariz y una diminuta perilla. Vestía gorra, camiseta y pantalones pirata, con zapatillas deportivas sin calcetines. En la pantorrilla izquierda lucía un tatuaje y, por supuesto, tanto las piernas como los brazos estaban depilados.
—¿Qué tal? —preguntó.
—¡Guay! Pero esos calzones deben ir más bajos, que se vean los boxers.
—¿Así?
—Sí, ahora pareces un colega enrollado.
—¿Ahora podemos hablar?
—Supongo que sí. Quedamos en que eras un extraterrestre.
—¡Exacto! Y te buscaba a ti, Alex. Por eso hice la pintada, y espero que me disculpes si te ofendí con ello.
—¿¡Tú!?
—Sí. Era la mejor forma de atraerte aquí. ¿Estás ofendido?
En realidad, Alex había olvidado lo ofendido que se había sentido con la pintura. La había relegado a un rincón perdido de su mente.
—No, no me siento ofendido, porque ya no es algo que me interese —dijo, y añadió—: y supongo que ahora vendrá un platillo y me hará una abducción.
—Te estás confundiendo de película. No vamos a hacer nada que tú no quieras. Te llevaremos con nosotros, pero sólo si quieres y tus padres te dan el permiso.
—¡No me veo pidiéndole a mis viejos permiso para ir con unos extraterrestres?
—Por eso no te preocupes. Lo arreglaremos de forma que acepten. No les dire-mos la verdad, ¿o sí?
—Mejor que no, claro está.
—Y tú, ¿quieres venir?
—¿De verdad? ¿Esto no es un cachondeo a mi costa?
—No, te lo juro por lo que más quieras.
—Pues si todo es verdad, si eres un extraterrestre que has venido en una nave a buscarme, ¡claro que iré! ¡Ahora mismo!
—No, ahora no. Tenemos que arreglarlo de forma que puedas irte legalmente. Y tengo que explicarte los motivos…
Se interrumpió de repente. Fuera se oían unas voces extrañas. El aparato emitía luces rojas y azules.
—Vaya, tenemos visita —dijo en voz baja.
—¿Qué hacemos?
—No te preocupes. Se irán enseguida.
Las voces eran de unos chicos jóvenes, todos varones, con un equipo de música a todo volumen. Hablaban a gritos y apenas se entendía lo que decían, aunque parecían estar medio borrachos. O tal vez drogados.
De pronto se oyó una sirena lejana.
—¡Mierda, la pasma! ¡Corramos!
Se oyeron unas carreras y unos gritos y en pocos minutos los extraños habían desaparecido.
—¡Menos mal que no nos vieron! —dijo Alex.
—No nos habrían visto ni aunque hubieran entrado en esta habitación.
—¿Cómo es eso?
—Hay una barrera óptica. Quiero decir que somos invisibles.
—¡Pero yo te veo!
—Porque mi campo está abierto para ti. Pero dime una cosa, Alex, ¿crees que estamos solos?
—Sí, así parece.
—Pues te equivocas. ¡Ni loco hubiera venido sin escolta a este lugar tan peligroso!
La habitación era grande, pero ahora parecía pequeña. Diez hombres y mujeres, todos ellos con el uniforme de la Enterprise, habían aparecido a su alrededor.
—Les he pedido que adopten una forma aceptable para ti, Alex. Pero ahora que sabes que estamos protegidos, mejor es que vuelvan a ser invisibles.
Nuevamente se quedaron solos.
Pero ahora Alex ya no se sentía tan tranquilo. ¡Aquello estaba lleno de extraterrestres!
Comprendió que la sirena de policía había sido generada por ellos.
—Bien, volviendo a lo que hablábamos —dijo el ET.
—¿Cómo puedo llamarte?
—Mi nombre es impronunciable para ti. Pero podemos dejarlo en Willy.
—Pues Willy, ya que pareces un chico joven, ¿qué opinas de decirle a mis viejos que eres mi colega y que me invitas a pasar un finde?
—¿Un finde? Los demás términos de argot los he captado, pero ese en particular, no.
—Un fin de semana. En tu casa, con tus viejos, pongamos que en el monte haciendo senderismo y todo eso. A ellos les mola aunque a mí me aburre.
—Pensaba proponerte algo por el estilo, Alex.
—Y ahora tengo que irme a mi casa. ¡Mierda, la pintura!
—¿Qué pasa con ella?
—Dije que la iba a llevar al Instituto. No puedo llevarla a casa ahora.
—La dejas aquí. Y mañana la recoges cuando vayas a tu casa. Entonces podré ir contigo, y me presentas como un compañero nuevo. Yo me encargaré de comerles el tarro a tus viejos con lo del finde.
—¡Oki, tronco! ¡Hasta mañana, colega!
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