(Viene de la 4ª parte)
Y para terminar estas aventuras, quiero relatar el enfrentamiento que tuvo Zemoz el barbariano con la bruja Kesede Smaya.
En cierta ocasión viajábamos los dos, camino de Leograndia, la afamada villa montañesa de Barbaria.
Se iniciaba el otoño y las hojas de los árboles pendían secas sobre las ramas, siendo aún más abundantes en el suelo. Sin embargo, el sol brillaba en un cielo con pocas nubes, algo raro tras varias jornadas tormentosas. Unos vientos racheados levantaban la hojarasca de vez en cuando.
Aún no hacía verdadero frío, pero los rayos del sol se agradecían.
Bajábamos por un valle hacia Leograndia, que como es sabido está situada a la orilla de un caudaloso río navegable en un amplio tramo. El camino estaba empedrado y de vez en cuando nos cruzábamos con gente de toda clase.
Iba Zemoz caminando y quien esto relata en su carro como siempre. Más de una vez habíamos comprobado (como ya queda dicho) que mi pobre burrito no podía cargar con la mole de Zemoz; así que, arduamente por mi parte, logré convencerle de que debía caminar a mi lado.
Justo el día anterior acabábamos de pasar por una aldea, cuya bodega Zemoz había arrasado en busca de comida, y donde una aldeana había «disfrutado» de las delicias de Zemoz; bueno, en realidad no se enteró de casi nada porque se desmayó nada más abrazarla el fornido aventurero.
En éstas vemos venir por el camino hacia nosotros a una mujer solitaria. De haber tenido yo la oportunidad, le habría advertido que se escondiera donde Zemoz no pudiera verla, pero éste la vio tan pronto como yo.
Al acercarse, pude verla mejor. Era una vieja esmirriada y encorvada, con más huesos que otra cosa bajo los harapos que llevaba puestos como vestido. El color de su ropa era indefinido, pero aún mostraba señales de una anterior riqueza cromática.
Su cabello era canoso, con alguna hebra negra, y ya muy ralo. Lo llevaba sujeto en un tosco moño, que el viento había desarreglado.
En la cara llevaba un vistoso maquillaje: los labios de rojo carmín y las mejillas del mismo color, lo que no le favorecía con su cara repleta de arrugas. Además, era evidente que le faltaban muchos dientes.
De sus orejas colgaban vistosos pendientes de conchas y piedras pequeñas.
Para completar la imagen, varias verrugas oscuras distribuidas por la nariz y una de las orejas.
Calzaba unos zuecos de madera de Barbaria y llevaba anillos en todos los dedos de las manos, aunque ninguno era de oro. Las uñas se veían limpias aunque algo descuidadas.
Todo eso lo vi de inmediato pero no porque me apeteciera verla sino porque nos detuvimos junto a ella.
Zemoz se le plantó delante y le dijo:
—¡Quítate de en medio, vieja, y deja pasar a Zemoz!
—Yo soy la bruja Kesede Smaya y no me aparto tan sólo porque un hombre me lo diga. Menos si lo hace sin ninguna educación y aún menos si quien lo dice es un bruto maloliente.
—Todas las mujeres se desmayan ante Zemoz el barbariano. Así que no hace falta que me digas que tú también te desmayarás, ¡ja ja!
—¡Bruto estúpido! Kesede Smaya es mi nombre, y soy bruja formada en la capital de Barbaria. Mi conocimiento en las artes de brujería es de lo más elevado y si insistes en tu estupidez tendré mucho gusto en demostrártelo.
—¡Conozco bien las artes que enseñan a las brujas en la capital, ramera! —gritó Zemoz a la vez que se abalanzaba con furia sobre la mujer.
Pero Kesede Smaya alzó el brazo con indiferencia y la espada de Zemoz se transformó en una serpiente, que se fue reptando por la tierra y se escondió rápidamente en un agujero.
—¡Mi espada! Cacho zorra, ¿qué has hecho con mi espada forjada en acero de Azulita? Pero no me importa, ¡bastará con un solo brazo para forzar a un esqueleto reseco como tú!
Alzó el brazo contra la bruja pero ésta levantó nuevamente el suyo y surgió una neblina que cubrió a Zemoz.
El barbariano cayó tendido en el suelo.
La bruja se le quedó mirando y dijo:
—Ya las mujeres no te temerán más, imbécil.
Sin decir más, Kesede Smaya se alejó por el camino, dejándonos solos.
Poco después se despertó Zemoz y dijo, con voz aflautada:
—¡Huy, qué caída más tonta! ¡Vámonos, cielo que se nos hace tarde!
Comprendí que Zemoz había cambiado. Y no me gustaba el cambio.
No dije nada y nos pusimos en marcha.
Muy pronto pude captar por completo cuan profundo era el cambio de Zemoz. Nos cruzamos con un soldado barbariano que escoltaba dos esclavas hacia el mercado. Las chicas estaban muy someramente vestidas, pero Zemoz en quien se fijó fue en el soldado. Llevaba el uniforme habitual en el ejército de Barbaria: cota de acero, casco, faldellín y sandalias con suela de madera y clavos.
—¿Has visto, Fligencio, qué ejemplar tan varonil? ¡Oigh, me dan ganas de hacerle cosquillas a ver lo que lleva bajo ese faldellín!
De inmediato tomé una decisión.
—Perdona, Zemoz —dije—, pero acabo de recordar que se me quedó atrás una cosa. Si no te importa esperar, voy a buscarla y vengo enseguida.
—¡Vale, cielito, pero no te demores!
Di la vuelta con el carro y sacudí el látigo sobre mi pobre animal. Aunque no estaba habituado a correr, conseguí que lo hiciera como nunca antes lo había hecho.
Muy pronto pude alcanzar a la bruja Kesede Smaya.
—¡Kesede Smaya, he de pedirte un favor!
—Yo no hago favores.
—¡Te lo ruego! Si haces lo que te pido te lo devolveré como prefieras. Telas de lujo, las que quieras.
—Bueno, veamos primero qué es lo que deseas. Luego ya veremos si quiero algo a cambio.
—Quiero que Zemoz vuelva a ser como era.
—¿Para que se meta con las mujeres sin más motivos? ¿Sólo porque él tiene un rabo entre las piernas? ¡No seas imbécil tú también!
—Es que si no, no me será posible el soportar tenerlo a mi lado. Está de un maricón insufrible y mucho me temo que yo pueda ser su siguiente víctima. Es algo que no gustaría que aconteciera. Y no pretenderás hacerme a mí víctima de tu castigo.
—Algo de culpa habrás de tener, si llevas tiempo a su lado y no has evitado sus desmanes.
—¡Te juro por los dioses que he hecho lo que he podido! No mucho, es cierto, pero no tengo fuerzas para enfrentarme a él. Pero siempre que me ha sido posible, he apartado a las posibles víctimas de su camino. O he pagado con mi pecunio los desmanes que ha causado por ahí. Te pido con toda humildad que anules tu castigo.
—¡Hum! Por lo menos que él me respete.
—Te respetará. Sobre todo si consigues que lo olvide todo.
—Pero ¡es que yo quiero que se sepa que Kesede Smaya fue capaz de vencer a Zemoz el barbariano!
—No será difícil de conseguir. Yo me encargaré de que así sea. Haz de saber que soy quien relata sus aventuras. Y no dudes que contaré ésta con pelos y señales, aunque Zemoz la olvide.
—De acuerdo. Ya que me ofreces la fama que yo deseo, con tu promesa de escribirlo todo me doy por satisfecha. Eso sí, te aseguro que si me engañas lo sabré. No desprecies mis poderes.
—No te engañaré. Lo juro por todos los dioses del cielo y del averno.
—Conforme. Vamos a ver de nuevo a ese mariquita.
Y subiéndose conmigo al carro, regresamos a donde estaba Zemoz hablando con el soldado e ignorando a las dos chicas esclavas.
Nada más verla llegar, Zemoz exclamó:
—¡Vaya, miren quien viene aquí! ¡La famosa bruja Kesede Smaya, formada en las artes de brujería de Barbaria! Recibe mis respetos, ¡oh estimada señora! ¿Puedo saber qué se te ofrece?
—Que duermas un poco —dijo sin más la bruja y una espesa neblina envolvió de nuevo al barbariano.
De inmediato, Zemoz quedó tendido en el suelo. Kesede Smaya se alejó no sin antes recordarme mi obligación de escribir un relato pormenorizado de todo lo acontecido.
El soldado y las esclavas se quedaron atónitos al ver lo que había sucedido.
Zemoz se despertó al poco y dijo, con su voz normal:
—¿Qué ha pasado? ¡Vaya sueño más peculiar que he tenido! He soñado que una bruja me volvía maricón. ¡Qué cosa más rara!
Se fijó entonces en el soldado y las dos esclavas.
—¡Vaya, mirad lo que tenemos aquí! ¡Dos hermosos ejemplares femeninos dignas de un harén! Pero van encadenadas. Soldado, ¿por qué demonios están encadenadas estas hermosas mujeres? ¿Qué delito han cometido?
—El delito de haber nacido en la esclavitud, mi señor. Son esclavas e hijas de esclavas.
—¡No tolero la esclavitud! Es contraria al espíritu del Maestro Hugok. ¡Te ordeno que las liberes!
—¡Tú no eres nadie para darme órdenes!
—¡Soy Zemoz el barbariano!
El soldado reconoció el nombre y su rostro se volvió pálido. Observando la espada que Zemoz empuñaba (yo ni siquiera me había dado cuenta de que había reaparecido, tras levantarse la niebla), le arrojó las llaves de las cadenas a la vez que se echaba a correr despavorido.
Zemoz ni siquiera usó las llaves, sino que rompió los herrajes que tenían las dos chicas en sus piernas.
Ellas se miraron una a la otra al verse libres.
—Sois libres, pero me lo debéis —dijo Zemoz.
Ambas mujeres lo entendieron. La primera de ellas se le acercó, con melosidad, y Zemoz le dio tan fuerte abrazo que la dejó sin aire, desfallecida.
—Es que todas las mujeres se desmayan ante mí —dijo mientras desnudaba a la chica y la tumbaba en el suelo cubierto de hojarasca.
La otra chica y yo vimos como Zemoz copulaba, terminando enseguida. Ahora fue el turno de la segunda.
Al menos yo prefería este Zemoz al de antes. Era Zemoz el barbariano, sin ninguna duda.
(Enlace a la 1ª parte)
No hay comentarios:
Publicar un comentario