03 diciembre 2011

ZEMOZ, EL BARBARIANO (4ª parte)

(Viene de la tercera parte)
Me viene a la memoria la aventura del dragón de Lotinglöme.
      Un frío día de invierno llegamos a la ciudad de K’Oswarte en Sendibitia. A pesar de la hora temprana, parecía casi de noche, pues los días eran cortos y además gruesas nubes negras ocultaban los rayos de sol. Amenazaba con nevar, así que el frío era extremo.
      Yo llevaba un grueso abrigo de piel de grisonete blanco, con mitones de lana y un gorro de caliñena, pero aún así Zemoz vestía su taparrabos habitual. Me sorprendía verlo así; aunque su piel desnuda se veía ligeramente azulada, él me aseguraba (mientras caminaba a la par de mi carro) que no sentía frío, pues así se había entrenado.
      No era el momento para exponer mi género, así que simplemente opté por preguntar por el hostal más asequible para mi bolsillo y donde mis bienes estuvieran seguros. Zemoz se separó para buscar aventuras, es decir localizar algún agujero sobre dos piernas donde desfogarse.
      He de decir que tengo un sistema secreto para que nadie robe en mi carromato cuando no me encuentro en él, sistema basado en la magia pero que no voy a revelar. Baste saber, para el lector curioso, que mi carro, mi burro y mi mercancía estaban seguros mientras cenaba en una pensión y más tarde dormía (solo, que conste) en una cama llena de chinches.
      Por la mañana, aún no había nevado así que el frío continuaba. Monté mi escaparate en la plaza. A pesar de ser un lugar cerrado, bordeado de edificios que la protegían del viento, resultaba muy desapacible. Bajo los portales se estaba mejor, pero allí no estaba permitida la venta, sino al raso.
      No obstante, en mi carro yo dispongo de un pequeño toldo que uso para estos casos. Lo instalé, anuncie la mercancía a grandes voces y me dispuse a esperar.
      Tuve que esperar mucho, y sólo vendí un par de telas de lona gruesa, para hacer tiendas. Ni un vestido, ni siquiera un pañuelo.
      De hecho apenas pasó alguna que otra persona bajo la parte cubierta de la plaza.
      Por la noche volví a la pensión malhumorado. Estaba dispuesto a recoger y partir por la mañana temprano.
      Al día siguiente me disponía a salir cuando se me acercó Zemoz. No era habitual pues no entraba en el trato que habíamos hecho. Pero él ya sabía que no había logrado vender casi nada y que me disponía a iniciar la marcha.
      —¡Maestro Fulgencio! —me dijo—. Os pido que esperéis a que culmine mi labor, pues de tener éxito como espero podréis vender todo vuestro género.
      —¿Cómo podría ser posible tal cosa? ¿Acaso habéis contactado con Hyginius, el dios de los mercaderes para saber eso?
      —No, pero me han hablado del dragón de Lotinglöme. La gente le teme y por eso no se atreven a salir de sus casas. Ni siquiera aquí en la ciudad.
      Ya había notado yo que había muy poca gente por las calles. Eso desde luego que no era normal, y había influido notoriamente en mi decisión de largarme con viento fresco.
      —¿Cuánto tiempo os llevaría esta aventura? No está en mi mano esperar mucho, si no hay ventas.
      —Tan sólo os pido un par de días. Lotinglöme está a pocas millas, en las montañas cercanas. Iré y acabaré con el dragón. Incluso podríais venir y verlo; sin el carro, eso sí.
      Medité un momento. El carro podía estar seguro y sentía curiosidad por ver a Zemoz en acción. Sobre todo si eso redundaba en mi beneficio.
      —¡De acuerdo!
      Nada más salir de la ciudad, tuve tiempo de sobra para arrepentirme. Comenzó a nevar, pero eso no era ningún obstáculo para Zemoz, quien continuaba la marcha al rimo de siempre. Montado en mi humilde burrito, me las veía y me las deseaba para mantenerme a su altura, algo de todo punto imprescindible pues los copos de nieve ocultaban la figura del barbariano en cuanto se adelantaba unos pies. Cuando eso ocurría, me veía en el trance de tener que llamarlo para evitar perderme.
      Finalmente, Zemoz comprendió que yo no podía seguir su paso y redujo su ritmo.
      Aunque ya estaba oscuro cuando partimos, comprendí que la noche estaba a punto de llegar tras largas horas de caminata bajo la nevada. Recordé que Lotinglöme estaba a pocas millas, según dijo Zemoz, de ahí que ya tendríamos que haber llegado hace rato.
      En otras palabras, nos habíamos perdido. Pero nadie le dice a Zemoz que se ha extraviado, él nunca se pierde pues tiene un perfecto sentido de la orientación; o eso es lo que él dice.
      Ya era noche cerrada y seguía nevando, cuando dimos con una sombra oscura de gran tamaño; parecía una casa, sin ninguna duda. Junto a ella pude apreciar un poste indicador con varios carteles. Encendí una valiosa cerilla para poder leerlos; ninguno de ellos ponía Lotinglöme, por cierto.
      Me costó lograrlo, pero al fin Zemoz aceptó tocar en la puerta de la casa. Nos acogieron con cierta desgana, pues era gente muy pobre.
      Al menos allí dentro había un hogar encendido y a su lado me puse en cuclillas, mientras averiguaba lo que podía. Zemoz se quedó de pie, como si no necesitara calentarse, aunque se acercó a la hoguera de forma muy disimulada.
      La choza, pues eso era, no tenía más muebles que una tosca mesa, formada por una tabla irregular sobre unas piedras. En un rincón se veían montones de paja con todo el aspecto de servir de camas a tres personas.
      Esas tres eran una pareja de gente bastante mayor y una joven de edad claramente casadera, hija de ellos.
      La pareja nos ofreció un poco de carne reseca, dura como el cuero, y unas patatas hervidas, que se disponían a cenar. Zemoz ni se planteó el hecho de que estaba arrebatando a aquella pobre gente toda la comida que tenían; lo devoró todo en un santiamén. Y a continuación le echó una mirada cargada de deseo a la joven. Ésta, intimidada, se acercó toda temerosa.
      Zemoz le dio uno de sus abrazos de oso y la pobre chica se quedó desmayada. El barbariano la cargó en sus brazos y se la llevó al rincón de paja, para completar su labor.
      Los padres de la joven contemplaban la situación sin atreverse a comentar nada. Para distraerlos de tan amargo trago, les pregunté por el nombre del lugar y si conocían donde estaba Lotinglöme. Resultó que este último lugar estaba a un día de camino, en sentido contrario del que habíamos llevado nosotros.
      Como compensación de lo que estaba sucediendo y además para pagar nuestra estancia (pues estábamos obligados a pasar allí la noche), me desprendí dolorosamente de dos de mis monedas de oro y se las entregué a los viejos. Viendo la cara que pusieron cayó sobre mí la sospecha de que les estaba pagando más que generosamente. Por una vez no me importó, pues realmente daban pena de tan pobres que se veían.
      Zemoz pasó la noche acompañado de la joven, cuyo nombre nunca supimos (tampoco el de sus padres, por cierto) y por los ruidos que oí más de una vez, tengo la impresión de que la pobre apenas durmió, salvo cuando se desmayaba.
      Por la mañana, Zemoz tuvo que renunciar al desayuno, pues no había nada que comer en la choza. Ya había dejado de nevar, así que pudimos salir y ponernos rumbo a Lotinglöme, es decir volver sobre nuestros pasos. La joven se despidió de Zemoz, aunque tuve la impresión de que realmente se alegraba de su marcha.
      La nieve recién caída no puede decirse que nos facilitara la marcha. Llegamos así a Lotinglöme cuando ya estaba anocheciendo.
      Pregunté por una pensión y me indicaron la única del pueblo, una casucha miserable que alquilaba habitaciones a los caminantes. Disponía de un comedor, donde Zemoz se ventiló él solo un caldero lleno de puchero, que por supuesto tuve que pagar con mi bolsa.
      Por el momento, la aventura de Zemoz me estaba saliendo bastante cara.
      A Zemoz se le hace difícil dormir en una cama solo. En el campo, al raso, no le importa, pero en cuanto está bajo techo y en una cama parece que se enciende por dentro. Así que buscó a una de las mujeres que limpiaban las habitaciones para que lo acompañara. Apenas pude verla un momento, pero juraría que tenía un espeso bigote y que le faltaban varios dientes; algo que a Zemoz no le importaba en absoluto…
      Ni qué decir tiene que la cama no soportó a Zemoz por mucho rato. Entre su peso y el movimiento sobre el catre, las cuatro patas cedieron. Aunque Zemoz prosiguió con lo suyo como si tal cosa.
      Ya por la mañana, tuve que aflojar nuevamente mi bolsa para pagar la cama rota, aparte de los demás gastos de hospedaje.
      Zemoz preguntó por el dragón, anunciando a voces que se disponía a matarlo.
      Aunque le aconsejaron una y otra vez que mejor regresaba, que aprovechara mientras vivía para disfrutar de la vida y que se dejara de hacer el héroe, etc., etc., Zemoz insistió tanto que le indicaron con toda clase de detalles como dar con el dragón.
      Oyendo los comentarios de la gente, propuse a Zemoz que fuera él solo y que a su regreso me contara lo que pasó. Pero él se negó de plano.
      —Maestro Fligencio, vuestro deber es acompañarme y ser testigo de mis hazañas, para así reflejarlas lo más fielmente posible. Si no lo hacéis, no me quedará otro remedio que dejaros solo para que os enfrentéis a los forajidos.
      Comprendí la indirecta y salí tras él.
      No nos resultó difícil dar con el dragón. Tras una hora escasa de marcha por los senderos cubiertos de nieve, dimos de improviso con un barrizal. Toda la nieve estaba fundida y el aire era cálido, pues soplaba un caluroso viento del norte.
      Recordé que el viento del norte nunca era caluroso, así que llegué a la conclusión de que era el dragón el que soplaba.
      Zemoz llegó a la misma conclusión y sin decirme nada enfiló hacia el norte.
      Tras un cerro, lo vimos.
      Era un monstruo. Medía algo así como quinientos pies, desde las fauces hasta la punta de la cola. Estaba cubierto de escamas adamantinas, color azul metálico, verde por los costados. Tenía dos grandes alas como las de un murciélago, que sin embargo no parecían ser lo bastante grandes para soportar su peso. Su cabeza era pequeña, en proporción al cuerpo, pero aún así medía varios pies de largo; sobre ella se apreciaban dos cuernos retorcidos como los de un carnero, y más o menos del mismo tamaño. En el cruel hocico presentaba un cuerno afilado, sobre la nariz que exhalaba fuego.
      No tenía orejas, pero sus ojos eran brillantes aunque diminutos.
      Tenía las fauces abiertas y mostraba cientos de afilados dientes, con una lengua bífida y fina.
      Tenía cuatro patas, las delanteras parecían de caballo, las traseras de elefante. Con semejante combinación no parecía capaz de correr a gran velocidad, pero eso no significaba que fuera seguro acercársele.
      A su alrededor, todo estaba seco y quemado. Unos pocos tocones ennegrecidos era lo que quedaba de los árboles del lugar. La nieve, no sólo se había fundido, ya estaba completamente seca.
      Zemoz corrió a su encuentro con total temeridad. Eso sí, no fue tan estúpido como para hacerlo frente a frente. Esquivando sus fauces, clavó su espada en la cola.
      Mejor dicho, intentó clavar la espada, porque lo que consiguió fue que ésta rebotara tan fuerte que casi se queda sin cabeza. Me refiero a Zemoz.
      Sorprendido, atacó los flancos del monstruo con el mismo resultado.
      Para entonces, el dragón ya empezaba a estar algo molesto. Se viró hacia Zemoz y escupió una enorme llamarada.
      Zemoz saltó con toda su agilidad, esquivando el fuego, que tan sólo le chamuscó el taparrabos.
      El dragón siguió echando fuego, y Zemoz evitándolo gracias a su asombrosa agilidad. A pesar de su enorme cuerpo, el barbariano saltaba y corría con la agilidad de alguien mucho más ligero.
      Igual que el dragón. Si ya me había sorprendido la agilidad de Zemoz, el monstruo mostraba una agilidad similar. Parecía una lagartija, pues se movía con la misma facilidad.
      En una de sus carreras, Zemoz corrió a mi encuentro. Y tuve que espolear a mi burrito para huir.
      Lamentablemente, mi rucio no era tan ágil como Zemoz. Los dos pudimos habernos quedado en el lugar, a la parrilla, si no es porque Zemoz nos cogió (al burro y a mí) en volandas.
      Llegamos a la cima del cerro cercano y nos refugiamos tras unas rocas. El dragón pasó cerca pero no pudo vernos. Ni olernos, pues abandonó con presteza la búsqueda, volviendo a su quemado nidal.
      Minutos más tarde, Zemoz volvió a la carga. Gritando con furia y con su espada en alta, hizo frente al dragón más temerario aún que antes. El monstruo le miró con lo que me pareció gesto de asombro y abriendo las fauces expidió una lengua de fuego. Zemoz la esquivó de un salto y aún llegó a intentar clavar su espada en el cuello del animal, de nuevo sin éxito.
      Durante un buen rato, el dragón persiguió a Zemoz quien tuvo que poner toda su habilidad en evitarlo; de hecho, no salió del todo indemne: algunas de las guedejas que cubrían su cráneo se chamuscaron cuando el fuego le rozó en una ocasión.
      Finalmente, Zemoz consiguió ponerse a salvo donde el dragón ya no pudo verlo. Tomó resuello durante largo rato y aún volvió a intentar el ataque, y si no es porque Zemoz se ocultó a tiempo tras una roca, esta vez sí que le habría alcanzado el aliento de fuego.
      Tras tres intentos fallidos, ya estaba anocheciendo. Zemoz se atuvo a buscarme y decirme:
      —Maestro Fligencio, hemos de retirarnos, me temo. Aunque sólo será por hoy. Esta noche meditaré en una estrategia adecuada.
      Comprendí que no era una retirada, como pensaba, sino tan sólo un alto el fuego.
      Regresamos a Lotinglöme y nuevamente cruzamos el portal de la mísera pensión.
      Hablé con la vieja que regentaba el lugar y la convencí para que demorara el pago hasta que Zemoz terminara su misión. Si lograba vencer al dragón, no le deberíamos nada, en caso contrario yo debería aflojar mi bolsa por última vez.
      Como no habían reparado la cama que Zemoz rompiera la noche anterior, le dieron la misma habitación. Para acompañarlo, también se ofreció la limpiadora de la vez anterior; parecía contenta, aunque para mi fuero interno ella llevaba tiempo sin conocer a ningún hombre, así que más le valía la brutalidad del barbariano que el vacío en las sábanas.
      Había otras jóvenes más apetecibles y de hecho estuve tentado en probar suerte con alguna; pero recordé que mi bolsa menguaba demasiado deprisa así que ese sería un gasto que no podía asumir…
      ¿O tal vez sí? Recordando el trato con la posadera, añadí a la cuenta del posible éxito de Zemoz los favores de una rubia joven y de muy buen cuerpo, que resultó ser tan fogosa como aparentaba.
Al día siguiente, el sol brillaba en un cielo sin nubes. La nieve se estaba derritiendo tan deprisa que hacia el mediodía todo estaría seco, de seguir así.
      Zemoz apenas me dejó comer, tanta prisa tenía por volver al ataque.
      En esta ocasión tramó una especie de encerrona, rodeando al dragón hasta atacarlo por la retaguardia. O al menos esa era la idea, pues su retaguardia era una terrible cola plagada de espinas largas como cuernos, que la bestia agitó frente al guerrero. Zemoz tuvo que hacer uso de toda su habilidad para esquivar los peligrosos latigazos. Y, por fin, el dragón le obsequió una muestra de su ardiente aliento, que también logró esquivar.
      Más tarde, intentamos engañarlo con sonidos de dragón hembra, que Zemoz imitaba a la perfección, pero sin resultado.
      Durante cuatro días más, Zemoz intentó variadas estrategias de ataque al animal. Cosa increíble, sobrevivió a todos los intentos, y eso puedo atestiguarlo pues fui testigo de todos ellos; de hecho, alguna vez estuve a punto de pasar de testigo a víctima, pues no en vano estaba muy cerca de donde acontecía todo.
      Lo peor era la vuelta a la pensión. La dueña nos miraba con una cara que iba desde la admiración hasta la furia. Admiración porque seguíamos vivos, furia porque cada vez teníamos más gastos y menos dinero. Mi bolsa se había vaciado y no hacía otra cosa que acumular promesas de pago. Tal vez cuando todo acabara me viera tan cargado de deudas que estaría años para pagarlas.
      Y la noticia corrió entre los demás huéspedes. Éramos «los del dragón», y más de una vez se chancearon a nuestra costa.
      —¿Qué, maestro Fligencio, decidnos lo que vais a intentar mañana? ¿Acaso contar historias hasta que la bestia se muera de aburrimiento? —decía uno. No se atrevían a burlarse de Zemoz, como es evidente.
      —Yo creo que mejor es contarle chistes, para que se muera de risa —replicaba otro.
      Yo callaba, pues no sabía qué hacer. Intentaba convencer a Zemoz para emprender la retirada, pero éste replicaba furioso:
      —¡Jamás Zemoz ha sido derrotado!
      Y era cierto, dicho sea de paso.
      Por la mañana, Zemoz intentó de nuevo el ataque directo.
      —¡Yo te desafío, monstruo del Averno! Soy Zemoz de Barbaria y juro que te mataré.
      El monstruo le miró de frente, ¡y se empezó a reír a carcajadas! Sin duda, el desafío del barbariano le parecía tan ridículo que se tronchó de risa.
      Cuando dejó de reírse, el dragón atacó con fuego y casi no nos dio tiempo a refugiarnos.
      Más tarde, dije a Zemoz:
      —Creo que ya sé cómo vencerlo. Pero has de confiar en mi idea, Zemoz.
      El guerrero estaba ya tan cansado, que por muy mala que fuera mi idea lo intentaría, y así me lo hizo saber.
      Por la mañana del siguiente día, y mientras tomábamos un desayuno formado por un queso durísimo y enmohecido y una jarra de vino ácido y aguado, se nos acercó un chico. Era un desconocido para nosotros, aunque ya sospechaba yo quien pudiera ser.
      Por un momento temí por la seguridad del niño, pues ya sabía que Zemoz no despreciaba el pescado fresco, pero imaginé que la noche habría servido para apagar sus fuegos. Y, en efecto, Zemoz miró al jovencito con curiosidad totalmente saludable.
      —¿Qué se te ofrece, jovencito, que vienes a la mesa de Zemoz el barbariano?
      —Noble guerrero, me ha dicho mi madre que tenéis planes para atacar al dragón.
      —¿Puedo saber quién es tu madre?
      —Se llama Olwinda y es la dueña de esta pensión.
      (Justo quien yo esperaba).
      —Veo que su hijo es tan osado como su madre. Y como tengo una deuda pendiente con ella, acepto discutir contigo mis planes de batalla. En efecto, tengo la intención de volver a atacar al dragón. Lo haré una y otra vez hasta vencerlo.
      —Mas en esta ocasión seguiremos otra estrategia —intervine yo—. ¿Tu madre acepta darnos lo que le pedí?
      —Dice que sí. Dijo otras cosas, en su mayoría palabrotas que no debo repetir, pero en esencia dijo que aceptaba.
      —A ver si esta vez nos sonríe la fortuna —señaló Zemoz
      —Perdonadme que intervenga, mi muy apreciado Zemoz —dije, sin poderlo evitar— pero sí que habéis tenido fortuna. Habéis sobrevivido a innumerables ataques, y ya eso supone ser un agraciado de los dioses.
      —¿Atacasteis muchas veces y lograsteis volver? —preguntó el chico, lleno de asombro.
      —En efecto. Pero no hubo suerte pues no logré vencer.
      —¡Jamás podréis vencer en un ataque directo!
      —¿Hay otra forma de atacar?
      —¡Por supuesto!
      —En tal caso, jovencito, es tu deber decírmelo.
      —Vos ya lo sabéis. El comerciante Fligencio me lo explicó.
      Sin más, el chico se fue.
      Zemoz se me quedó mirando.
      —¿De verdad tenéis una idea? ¡Quién lo hubiera imaginado!
      —Maestro Zemoz, si yo no fuera tan corto de imaginación, diría que os estáis burlando de mí.
      —¡Los dioses no lo quieran! ¡Zemoz, burlándose del Maestro Fligencio! ¡Jamás!
      —En tal caso, recordad bien lo que hemos de hacer.
      Poco más tarde, salíamos de nuevo al encuentro del monstruo. Por una vez, la temeridad de Zemoz me había contagiado y me veía involucrado en la aventura. De vez en cuando me asaltaban pensamientos cargados de negros presagios. ¡Quién me habría mandado meterme en este lío! Pero imaginaba mi vacía bolsa llena otra vez de oro y se me aparecía la imagen de la chica rubia con pecho generoso y ardiente en la cama, e imaginaba cómo me recibiría si tenía éxito. En esos momentos me entraba tal ardor que desesperaba por llegar al nidal del dragón.
      La dueña de la posada me había entregado uno de sus vestidos. Ella era más alta que yo (soy de natural más bien bajo, aunque eso no me preocupa, pues en posición horizontal llego a donde tengo que llegar); me lo puse sobre mis ropas normales, y pude observar que debía sujetarlo para poder caminar sin tropezar. Aunque eso no importaba mientras me mantuviera sobre mi rucio.
      El vestido era de color rojo con lunares enormes azules, y era horrible.
      Para completar mi indumentaria, me coloqué un caldero de bronce a guisa de casco y cogí un palo de escoba cual si de una adarga se tratara.
      Estaba ridículo, pero de eso se trataba precisamente.
      Habíamos decidido que sería yo quien hiciera frente al dragón. Llegamos así al cerro tras el cual se ocultaba y Zemoz se quedó atrás.
      Por mi parte, me encomendé a la rubia ardiente y obligué a mi mulo a correr con todas sus fuerzas. Remontamos la colina y proclamé a voz en grito desde la cima:
      –¡Monstruo del Averno! ¡Hazme frente y muere!
      El dragón me vio venir y se quedó mirándonos con los ojos desorbitados. No podía creer lo que veían sus ojos. Hasta ese momento, le habían retado toda clase de héroes, siempre con aspecto aguerrido, imponente, peligroso. ¡Mas he aquí que le retaba un ser pequeñajo, vestido ridículamente y a lomos de un vulgar mulo!
      Viendo que el dragón no reaccionaba, bajé de mi cabalgadura y le apunté con mi escoba-adarga. Pero había olvidado que el vestido me quedaba largo, por lo que tropecé cayendo de bruces. El caldero-casco resonó con fuerza, rodando por la ladera.
      Fue demasiado para el animal. Dando extraños rugidos, se tumbó sobre su lomo, con las patas moviéndose en el aire.
      Comprendí que aquellos rugidos eran su forma de reírse. Tropezando con el traje, volví a enfrentarme, diciendo:
      –¡Muere, villano!
      Nuevamente quedé tendido en el suelo.
      En ese momento, Zemoz apareció blandiendo su espada. Se le acercó, sin que el dragón se diera cuenta porque se partía de risa. Zemoz frotó con la espada entre las patas delanteras, allí donde tenía las cosquillas.
      El monstruo se desternilló aún más intensamente. Sus rugidos de risa parecían truenos, cuyos ecos llegaban a las montañas lejanas.
      Finalmente, comenzaron a caerse las escamas adamantinas. Zemoz vio la oportunidad, y logró clavar su espada en el vientre desnudo de escamas.
      La sangre verdosa le salpicó el pecho. El dragón exhaló un rugido de sorpresa, y quedó inmóvil.
      ¡Lo habíamos logrado!
      Antes de marcharnos, recogí un buen montón de escamas de diamante y llené una bolsa con ellas. Servirían para pagar los gastos en la pensión.
      Regresamos al pueblo.
      Esa noche pude dormir satisfecho y bien acompañado. Igual que Zemoz, cuya amante pareció más contenta que nunca con el puñado de escamas que le ofrecí por la mañana.
      De la bolsa de escamas apenas quietaba una docena cuando volvimos a K’Oswarte. La buena nueva de la muerte del dragón nos había precedido, y el mercado estaba repleto de gente esperando mis mercancías.
      Lo vendí todo.

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