31 enero 2011

LADRONES

Lípledi echó un vistazo a su grupo una vez más. Todo tenía que estar perfecto para la operación. Introducirse en el Cercado no era ninguna bobería, cualquier error podría ser fatal.
Los cuatro vestían de negro, con trajes atérmicos que no dejaban señal en los visores infrarrojos. Eran una variante de los trajes de camuflaje óptico (más conocidos como de invisibilidad), que producían la apariencia de que la luz atravesaba el cuerpo como si fuera transparente. Los trajes atérmicos funcionaban de una manera similar, pero con radiación infrarroja; quienes los llevaban eran claramente visibles pero no quedaban registrados en los sensores de calor. Incluso las gafas eran atérmicas.
Con Lípledi estaban Jonathan, Omet y Sirigambe. Aparte de Lípledi, sólo Sirigambe había estado en el interior del Cercado; de hecho era él el único que conocía el lugar previsto para la operación, pues había servido en aquella vivienda.
—¿Todos tienen sus tarjetas a mano? —preguntó el jefe del grupo, Lípledi.
Cada uno de ellos revisó su tarjeta y Lípledi hizo lo mismo. Conseguirlas había sido uno de los aspectos más críticos de los preparativos. Más inclusive que lograr el equipo: los trajes y el comunicador. Armas no podían llevar y si las necesitaban sería porque todo se había ido al traste, así que de poco les servirían.
Pero falsificar cuatro tarjetas de identificación no había sido sencillo. Lípledi las pudo conseguir gracias a sus contactos, de hecho los mismos que le habían propuesto toda la operación.
Como quiera que fuese, cada uno de los cuatro disponía de una tarjeta de identificación que se correspondía con sus parámetros corporales y les permitiría entrar en el Cercado sin dificultad alguna. Era la única manera de conseguirlo.
Cada tarjeta estaba codificada de acuerdo con su portador, por eso no les hubieran servidos unas robadas. Si así fuera, conseguirlas habría sido mucho más simple: siempre había imbéciles que se arriesgaban a salir del Cercado para vivir la aventura; casi nunca volvían y de hecho lo habitual era que desaparecieran sin dejar rastro.
Lípledi había visto en cierta ocasión como un grupo de forajidos atacaba a uno de esos imprudentes. Cuando terminaron, tan sólo quedaba un cuerpo irreconocible y desnudo, que muy pronto fue a parar a un montón de basura. Incluso era posible que en pocas horas desapareciera por completo: la gente pasaba mucha hambre. Lípledi nunca lo supo.
Pero el propio Lípledi habría sido incapaz de cometer semejante barbarie. Él contaba con el apoyo de la gente del Cercado, quienes le pagaban, le daban suministros (armas y a veces comida) y a cambio él cumplía con las misiones encomendadas. Casi siempre estas misiones eran dar alguna paliza a desconocidos, probablemente líderes que promovían el descontento en la población. También se dedicaban a escuchar y contar lo que oían que resultara interesante. Y, por supuesto, él actuaba por su cuenta: su grupo de sicarios se ocupaba en mantener el orden en un sector de la ciudad y esa era, de hecho, su principal ocupación. La gente de su sector les respetaba y confiaba en ellos para solucionar los problemas.
Los sicarios de Lípledi de vez en cuando atacaban también los sectores vecinos; era una forma de mantener unido al grupo y de demostrar su fuerza. Además de que servía para divertirse. En el curso de las incursiones tenían vía libre para hacer lo que quisieran… y lo hacían. El propio Lípledi aún recordaba a una furcia que había violado en la última incursión. ¡Cómo se debatía y cuánto disfrutó él obligándola! Después del jefe, cinco más de sus hombres le habían dado su merecido.
Pero ahora debía centrarse en su misión, no dejarse llevar por los recuerdos.
Caminaban hacia el edificio de contratación, que todos ellos conocían bien.
En otras circunstancias, tal vez la cola de gente esperando llegara hasta donde ellos se hallaban, pero hoy no había contratación así que no había nadie esperando.
Lípledi aún tenía tiempo para repasarlo todo. Y recordar como había dado comienzo todo el proyecto.
Él no estaba al margen de los enfrentamientos entre grupos del propio Cercado. Allí estaban prohibidas las armas, pero eso no impedía que existiera alguna forma de violencia, soterrada y disimulada, eso sí.
El jefe de Lípledi era un hombre de aspecto corpulento y bien alimentado al que él llamaba simplemente Jefe. Seguro que pertenecía a alguna Corporación, porque todos los que mandaban en el Cercado estaban en Corporaciones. Y era muy probable que la Corporación del jefe tuviera sus enemigos, rivales comerciales probablemente.
Haría cosa de tres meses, el Jefe llamó a Lípledi, para lo cual éste usó su tarjeta personal y, limpio y bien vestido, cruzó el escudo para entrar en el Cercado. ¡Ni pensar en que el Jefe saliera a verle! Nada de eso, Lípledi podía entrar porque el Jefe le había dado una tarjeta para ello.
Dentro del Cercado, Lípledi sólo podía subir en un vehículo que le llevaba directamente a donde el Jefe le aguardaba. Un despacho en algún lugar, no siempre el mismo.
Esta vez el despacho estaba en lo alto de un edificio, tanto que daba la impresión de que si sacaba la mano por la ventana podría tocar el escudo sobre él.
El Jefe ni tan siquiera le saludó. Tenía ante sí una copa, pero no invitó a Lípledi a tomar nada.
—Lípledi, tengo un encarguito que hacerte. Un fulano de otra Corporación quiere joderme, pero más bien soy yo quien va a joderlo a él. No te interesa ni el nombre ni los demás detalles.
—Usted dirá, Jefe.
—Bien, se trata de que entres con unos pocos de los tuyos y vayas a su casa. A su propia casa.
—¿En el Cercado?
—Sí, en este mismo Cercado.
—Pero, Jefe, ¡ninguno de mis hombres puede entrar en el Cercado!
—Eso tiene arreglo. Elige a dos de los mejores, sólo dos. Contigo y uno más que ya te indicaré, serán cuatro y podrán entrar, eso te lo aseguro. ¡Ah! Y no uses tu tarjeta, todos tendrán tarjetas propias sólo para esta operación.
—Conforme, Jefe. Supongamos que logramos entrar, dos de mis hombres, yo mismo y ese otro más. ¿Qué se supone que hemos de hacer?
—¡Caramba, Lípledi! ¡Qué poca imaginación! ¿Acaso no te gustaría hacer una incursión en una casa del Cercado? ¿Y de un enemigo mío, nada menos?
—Creo que le entiendo, Jefe. Un poco de diversión para los míos, ¿no?
—Más o menos. Ten en cuenta que es poco probable que puedan llevarse algo. Si acaso alguna joya, porque lo demás no les va a servir allá afuera. Pero podrán divertirse con los que estén en la casa.
—Bien. ¿Puede darme más detalles?
—Por ahora no. Sólo has de saber que el cuarto hombre es quien conoce el lugar, pues ha estado trabajando allí. Está de nuestra parte y se reunirá contigo afuera. Ya te avisaré. Se llama Sirigambe, y eso es todo lo que necesitas saber por ahora. Puedes retirarte.
Lípledi salió, montó en un vehículo y a los pocos minutos ya se hallaba fuera del Cercado.
Dos días después tuvo lugar la reunión con Sirigambe, un fornido mulato que se sentía incómodo fuera del Cercado, justo lo mismo que le sucedía a Lípledi. Cuando uno puede entrar y salir desearía quedarse dentro siempre: el contraste entre el Cercado y Afuera era intolerable. Pero ninguno de los dos podía permanecer más tiempo del estipulado, porque así quedaba registrado en sus tarjetas. Aunque pudieran entrar, no formaban parte de la Sociedad Libre.
Por eso Lípledi comprendió que debían usar otras tarjetas, unas que no estuvieran asociadas con sus personalidades oficiales de sicarios, que les identificaran como miembros de pleno derecho de la Sociedad Libre.

Entretanto, los cuatro ya habían llegado a la puerta del edificio. No había vigilancia humana, como era lo habitual, pero los sensores estaban activos.
Los sensores estaba controlados por el sistema, pero éste no detectó nada extraño. Los subsistemas de reconocimiento de formas no apreciaron la llegada de los cuatro hombres, pues sus trajes atérmicos los enmascaraban perfectamente.
Cuando cada uno de los cuatro introdujo sus tarjetas personales en el lector, la puerta se abrió para que pasara, cerrándose de inmediato. Curiosamente, los programas del sistema no habían previsto la posibilidad de que quien introdujera una tarjeta correcta no fuera visible. Lípledi lo sabía y por eso todos usaron los trajes atérmicos; de esa forma el reconocimiento de la incursión ilegal se retrasaría al menos unos minutos que bien podían ser críticos. Si ellos se hubieran acercado vestidos normalmente, el sistema habría activado las alarmas al ver llegar a horas intempestivas unos ciudadanos del exterior; aunque dispusieran de tarjetas válidas, tal vez el sistema no las aceptara.
En todo caso, pudieron entrar en el edificio de contratación. La luz se encendió de inmediato, pero ellos siguieron siendo invisibles para los sensores térmicos. Las cámaras los grabaron, pero la entrada había sido válida de ahí que no hubiera motivos de alarma.
Eso sí, los cuatro sabían que ahora les estaban grabando, así que debían comportarse con mucho cuidado. No tocaron nada mientras cruzaron los pasillos hasta la salida al interior del Cercado.
Ya que no se habían activado las alarmas, los sistemas no vieron nada extraño en aquellos hombres con trajes negros que caminaban por los pasillos.
El grupo de Lípledi salió sin novedad.
Allí estaban los vehículos automáticos, siempre disponibles.
Eligieron un modelo grande, con capacidad para los cuatro y mandos manuales. Fue ahora el turno de Sirigambe para teclear las coordenadas de la casa que debían atacar.
Para Jonathan y Omet era la primera vez que estaban dentro del Cercado. Miraban a todos lados con ojos como platos.
Incluso a esas horas intempestivas, bastante antes del amanecer, todo estaba iluminado. Los edificios se veían claros, llenos de luces, alzándose hacia el cielo (en realidad, hasta pocos metros por debajo del escudo). Las vías automáticas a varios niveles estaban casi vacías, pero sin embargo había movimiento: las máquinas y algunos sirvientes humanos trabajaban mientras los habitantes del Cercado descansaban. Algún juerguista acababa de salir de los antros que aún estaban abiertos, pero éstos eran muy pocos.
Pasaron junto a un pirado, tumbado en el suelo; probablemente algún fumeta que prefería su paraíso particular en vez de los oficiales de los antros. Junto a él, había otro que tenía un casco conectado a un emisor, viviendo su fantasía electrónica.
Apenas pudieron verlos a ambos, mientras el vehículo seguía su ruta en silencio y rápidamente.
Finalmente llegaron a su destino. Salieron del vehículo y Sirigambe activó los controles para una espera de dos horas; mucho antes tendrían que haber terminado para volver antes del amanecer.
Cerca se hallaba una mansión. No era un alto edificio, era una vivienda enorme para una sola familia. Un verdadero despilfarro de espacio, pensó Lípledi.
Sirigambe ya lo conocía, pero los otros tres miraron el lugar con asombro.
Parecía un palacio salido de la historia. Paredes y columnas blancas, una escalinata en la entrada, muros altísimos con protección disimulada (¡sí, protección dentro del Cercado!).
Sirigambe les condujo a una entrada lateral, la entrada de servicio.
Nada que ver con la ostentación de la principal, aquella era una simple puerta con su omnipresente lector. Deslizaron sus tarjetas y se les permitió la entrada, pues a fin de cuentas eran ciudadanos libre con acceso a cualquier lugar del Cercado (al menos eso indicaban las tarjetas).
—Ahora mismo todo el mundo duerme —les dijo el antiguo sirviente—. Vamos hacia el dormitorio del señor.
Cruzaron la cocina. Sirigambe les guió por una escalera y llegaron hasta una puerta.
Los trajes atérmicos los habían dejado en la entrada. Los cuatro tenía ahora todo el aspecto de sicarios de Afuera.
Empujaron con fuerza la puerta y entraron en tromba.
Dentro había una cama de hidrogel y en ella se encontraba un hombre obeso y maduro con dos chicas jóvenes, todos ellos desnudos, durmiendo.
—¡Vaya, vaya! —exclamó Lípledi—. ¡Miren qué hermosuras tenemos aquí!
Corrió hasta la cama y empujó al hombre, que cayó con fuerza despertándose. Lípledi le aferró los brazos, sujetándoselos con cinta adhesiva. También le tapó la boca para que no gritara. Finalmente, terminó de sujetarlo amarrándole las piernas.
Cerraron la puerta, y los cuatro subieron a la cama. Las dos mujeres habían despertado pero no llegaron a gritar pues les taparon la boca.
No podían despreciar semejante botín, así que los cuatro sicarios se aprovecharon de ellas. Lo cierto es que no hicieron mucha oposición, pensó Lípledi, probablemente ya estaban acostumbradas.
Cuando el jefe se hubo satisfecho, comprobó la hora. Ya llevaban una hora dentro, debían ir pensando en salir si no querían que les atraparan.
—¡Dejen eso ya, que parece que lleven dos años sin follar! —gritó a sus hombres—. ¡Hay que mirar aquí dentro a ver lo que nos podemos llevar!
—¿Y si nos llevamos a las chicas? —preguntó Omet.
—¿Eres gilipollas? Sabes bien que sólo podemos coger joyas y cosas así.
—¡Vale, jefe!
Empezaron a revolver en los armarios, las gavetas y todos los rincones. Apenas hallaron unos anillos de oro y las tarjetas personales de aquellos tres, que no les servirían de nada.
Lípledi se acercó al gordo desnudo.
—Si hay alguna caja fuerte, me la vas a abrir si es que quieres conservar los cojones —le dijo, amenazándole con un cuchillo que había encontrado en la cocina.
El hombre hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Lípledi le cortó las ligaduras de las piernas y le obligó a caminar con el cuchillo en la espalda.
Mientras tanto, las dos mujeres habían sido convenientemente atadas y amordazadas; las habían dejado en la cama.
El gordo fue hacia un cuadro y Lípledi le cortó las ligaduras de las manos.
—Como hagas algún gesto extraño, mis hombres se cargan a tus chicas. Y yo te corto los cataplines, tal y como te he prometido.
Jonathan y Omet, obedientes, ya estaban sobre la cama con las manos dispuestas sobre el cuello de las chicas, prontos a cumplir la amenaza. De momento aprovechaban para acariciarlas, aún lujuriosos.
Sirigambe se hallaba al lado de Lípledi y su antiguo jefe. Disfrutaba como un niño viendo a su señor en aquella situación tan comprometida.
El señor pulsó un botón y el cuadro se abrió, dejando ver una caja fuerte. Pulsando en determinadas teclas, se abrió la puerta y el interior fue visible. Sólo él, con sus huellas digitales, podía activar la clave de seguridad.
Lípledi le dio un empujón, y Sirigambe le volvió a poner la cinta en las piernas y en las manos.
Los cuatro hombres contemplaron atónitos el contenido de la caja fuerte. Había joyas y monedas de oro, más que suficiente para volverlos ricos a todos en el mundo de Afuera.
Llenaron sus bolsillos en pocos minutos. Aún quedaban riquezas allí dentro, pero no podían llevarlas.
Lípledi se esforzó porque nadie se dejara llevar por la avaricia y cargara con demasiado peso. Apartó a Omet cuando insistía en coger otro puñado de monedas de oro.
—¡Ya basta! ¡Tenemos que irnos ya!
A regañadientes, los cuatro abandonaron la caja fuerte, y también a las dos chicas. El gordo maduro estaba tumbado en el suelo, sin dejar de mirarles. Había reconocido a Sirigambe como un antiguo sirviente, aunque sin recordar su nombre.
Y tenía sus sospechas sobre quien podía estar detrás de aquel acto innomioso. Pero no tenía pruebas, sólo sospechas. Si salía con vida de aquello lo comentaría en su Corporación y que ellos decidieran.
Los cuatro sicarios salían por la puerta de la habitación, cuando vieron llegar a dos grupos de policías fuertemente armados que venían por ambos lados del pasillo.
No podían hacer nada. Estaban atrapados y resistir era una estupidez.

No los trataron mal. De hecho incluso en prisión estaban mucho mejor que Afuera. No podían salir de la habitación, pero no parecía una cárcel. Contaban hasta con un robot asistente y tenían un comunicador que podían usar para entretenerse. Lípledi y Sirigambe se turnaron en su uso, pues eran los únicos que sabían sacarle provecho. Pero Lípledi instruyó a los otros dos y en pocas horas tanto Jonathan como Omet estaban jugando con la máquina, pues aunque fuera una sola tenía mandos múltiples.
La comida era buena, eso sin lugar a dudas y les dieron ropas limpias y material de higiene personal.
Lípledi conocía sus derechos como jefe de sicarios que era y pidió información legal. Un oficial de policía se entrevistó con él en privado. Le explicó que todo había sido una trampa, tramada por su propio Jefe.
—Él lo había previsto todo desde el principio. Primero dejaría que ustedes hicieran lo que quisieran en la casa de su rival pero luego nos avisaría para les detuviéramos. Conocía los tiempos que ustedes debían seguir y lo calculó todo muy bien.
—Y la policía estaba al tanto desde el principio.
—¡Pues no! Nos enteramos cuando don… ¡perdón! No debo mencionarlo. Cuando su Jefe nos llamó. En aquella casa nadie sabía nada, de ahí que se sorprendieran cuando llegamos e informamos que estaba teniendo lugar el asalto. Fue un trabajo muy discreto, debo felicitarles por eso. Si no es por el aviso, habrían podido salir como si nada. Pero ahora tenemos que investigar los detalles: como consiguieron entrar, quien les facilitó las tarjetas falsas, y esos trajes atérmicos que vimos en la entrada. Todas esas cosas.
—¿Y si no decimos nada?
—¡Vamos, Lípledi! Ustedes van a colaborar, de eso estoy seguro. Porque no querrán volver Afuera, sin tener ni los derechos de unos sicarios, ¿verdad que no?
Lípledi palideció.
—Sí, supongo que no tenemos otro remedio que colaborar —respondió.
—Pues bien, porque vuestro destino ya está casi decidido. Si colaboran, quiero decir. Si no, ¡Afuera!
Fue curioso, pero el suceso no llegó a ser conocido por los medios. Las Corporaciones implicadas estuvieron de acuerdo (sin siquiera reunirse para decidirlo) en mantener aquella batalla en la oscuridad. Los resultados del enfrentamiento tenían interés tan solo para ellas.
Así, la Sociedad Libre siguió ignorante de que un grupo de sicarios de Afuera habían violado la seguridad del Cercado y penetrado en una vivienda para cometer varias fechorías. De haberlo sabido, habrían tenido lugar manifestaciones e incluso algaradas callejeras pidiendo más seguridad. Nadie lo supo y no pasó nada.

Los cuatro colaboraron. Dijeron todo lo que sabían, que no era mucho pues parte del material había sido facilitado por el Jefe en persona. Y a él no se le podía tocar, como reconocieron todos los agentes de policía que les interrogaron.
Pero por debajo del Jefe sí podían actuar, y así cayó una red de falsificación de la que no tenían conocimiento. Sin embargo, ni uno solo de aquellos profesionales tuvo que abandonar el Cercado. Pasaron a ser asesores de seguridad, pues es bien sabido que los que son capaces de violar los sistemas de seguridad son los más capacitados para mejorarlos. Les pusieron a trabajar en mejorar los sistemas de identificación, haciéndolos más inteligentes: si alguien usaba una tarjeta, alguna cámara debía captarlo y comprobar que la imagen casaba con la información de la tarjeta. Nada de validar tarjetas sin imagen válida. Y también se hizo más difícil falsificar una personalidad… aunque los especialistas se guardaron un par de ases en la manga por si volvían a tener la necesidad de construir una personalidad falsa. Todos los especialistas en seguridad dejaban alguna puerta secreta para su propio uso; mientras no se descubriera, allí estaba.
En cuanto al grupo de Lípledi, pasó a los Comandos de Acción Especial, es decir se convirtieron en soldados.
Pero no unos soldados cualesquiera. Los C.A.E. eran enviados a lugares lejanos en misiones casi siempre suicidas. Su equipamiento era mínimo, pero su eficacia total gracias a los nanos implantados en sus cerebros, que les convertían en máquinas de matar. Esos nanos servían tanto para impedir que huyeran como para motivarles a actuar cuando llegaba el momento, anulando cualquier sentimiento que pudieran sentir hacia la población.
El comando de Lípledi fue enviado a un lugar del sur de África, donde una Corporación había conseguido que la población se alzara en armas contra la Corporación rival que explotaba las minas cercanas. Lípledi y los suyos llegaron en miniaviones unipersonales que aterrizaron en un claro cercano al pueblo.
Ellos no sabían donde se hallaban, tan sólo que cerca había un poblado que debían masacrar. Una vez completada la acción, serían recogidos por un helicóptero… si es que sobrevivían.
Marcharon al amanecer y sorprendieron a la población disparando a mansalva. Mataron a hombres, mujeres y niños y sólo reservaron algunas jóvenes para violarlas.
Pero mientras se dedicaban al saqueo, llegó un grupo armado procedente de otro poblado. Eran varias decenas y aunque su armamento era inferior al del grupo de Lípledi, les superaban en ardor pues estaban rabiosos al ver lo que Lípledi y los suyos habían hecho.
La mitad de aquellos soldados del lugar cayó en el enfrentamiento, pero finalmente hasta Lípledi fue herido mortalmente. Para entonces, sus compañeros yacían en el suelo en diferentes posturas.
Su último pensamiento fue hacia una joven de la que había disfrutado un par de horas antes. ¡Cómo se debatía! Había sido un placer…

Los supervivientes locales del enfrentamiento informaron a sus mandos; éstos prepararon una acción de guerra contra la mina en represalia por la incursión.
Pero todo aquello había sido previsto; tan sólo hacía falta una buena provocación para poder actuar, y de ello se encargó el C.A.E. Los soldados que fueron a proteger la mina estaban muy bien equipados y no se arriesgaron sin necesidad. Primero enviaron varios bombarderos robots que arrasaron los campamentos del enemigo. Luego ellos se limitaron a tomar las poblaciones, en lo que fue casi un paseo. Sin víctimas entre los soldados invasores, se entiende.
Y la mina siguió en las manos de la Corporación original.

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