23 noviembre 2011

ATAYTANA.5

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Araday preparó un cómodo lecho con hierbas y hojas pequeñas de retama, y lo cubrió con todas las pieles que tenía. Quería que su amada se sintiera a gusto.
      Ubay venía por las mañanas y al atardecer y le traía comida y agua. Araday le preguntaba por ella y gracias al niño recibía cualquier novedad.
      El resto del tiempo lo dedicaba a pensar.
      Sabía bien que si lo sorprendían con Ataytana lo podían condenar a muerte. Los guanches no eran partidarios de las penas de muerte, pero la condena en este caso vendría a ser la misma: lo dejarían, atado, en una cueva solitaria para que lo devoraran las tibicenas, los demonios con forma de perro. Puede que fueran las tibicenas, o tal vez perros salvajes, pero en todo caso lo más probable era morir de hambre y sed.
      No le importaba. Aunque recordando la historia de Gara y Jonay, que Ataytana también conocía, creía que ella estaría dispuesta a huir con él hasta lo alto del risco, desde donde se dejarían caer juntos.
      Finalmente, llegó la noche esperada. Mientras la Luna se situaba en la parte más alta de su recorrido, alumbrando el Echeyde y las cañadas, llegó Ataytana acompañada de los dos niños.
      Puede que fuera efecto de la Luna, pero le pareció que la cara de Ataytana brillaba como el sol.
      Los dos niños se quedaron junto al camino, prestos a avisarles si venía alguien, mientras los dos amantes se refugiaban en la cueva. Si alguna vez oyeron sonidos procedentes de la cueva, no les dieron la menor importancia; desde pequeños habían visto y oído lo que hacían las parejas cuando estaban juntas y nadie se escandalizaba por ello. Ubay tenía una idea más clara que su hermana menor. De hecho se sintió tan excitado por lo que oía que decidió buscar un rincón para aliviarse; mientras lo hacía pensaba que le faltaba muy poco para su iniciación como hombre. Una mujer mayor, probablemente la del guadameñe, se encargaría de iniciarlo. Cataysa, en cambio, aunque conocía la teoría sabía que aún debería esperar un tiempo para que le viniera la primera regla y fuera declarada mujer; más tarde un achiciquitza se encargaría de desvirgarla.
      En la cueva, Ataytana había abrazado y besado a su compañero. Éste había respondido con ardor, mientras su mano tocaba todo su cuerpo como si no pudiera creer que ella estaba allí.
      Se dieron un respiro, pero sólo para quitarse los molestos tamarcos. Araday señaló el mullido lecho y en él se tendieron los dos juntos. Nuevamente se abrazaron y besaron con fruición. Las manos no podían estarse quietas y recorrían el cuerpo del amado o de la amada. Luego fueron las bocas las que buscaron los rincones más recónditos del otro. Y finalmente, se unieron íntimamente.
      Cuando la pasión le dejaba un momento de respiro, Ataytana pensaba en el saber ancestral que le había transmitido su madre, y que venía de generación en generación. Algo que sólo lo sabían las mujeres achimenceyes y, si acaso, alguna de las achiciquitza; pero que jamás podía llegar a oídos de un hombre ni de alguien de casta baja. Ella había usado ese conocimiento para decidir el mejor momento para encontrarse con su amado. Y si Chaxiraxi le ayudaba, todo saldría bien.
      Finalmente, Araday se detuvo, agotado por el esfuerzo y tras haber logrado el clímax junto con Ataytana. Seguro que los niños habían escuchado los gritos de ambos, pero eso no tenía la menor importancia.
      Ataytana se levantó un momento, Araday creyó que sería para orinar pero lo que ella hizo fue buscar entre la comida que había traído. Sacó una pequeña efigie de Chaxiraxi; no la imagen de madera que el extranjero Antón había traído de no se sabe donde. Ésta era la verdadera Chaxiraxi, la imagen de barro cocido que estaba en la cueva de los achimenceyes desde tiempos inmemoriales.
      La joven tocó la imagen y cerró los ojos, implorándole en silencio que todo saliera como ella deseaba. Luego la colocó con todo cuidado entre sus cosas y regresó al lecho. Araday la abrazó, pero no le preguntó el motivo de sus actos. Siempre había pensado que las mujeres tenían sus asuntos particulares, y que un hombre jamás debía entrometerse en ellos. Lo que importaba era que ella estaba a su lado, que podía sentir el calor de su cuerpo desnudo.
      Finalmente, los dos jóvenes se quedaron dormidos.
      Durante la noche, dos veces fueron las que uno de ellos se despertó y al ver al otro también despierto sentía como la pasión les volvía a invadir. A ambos.
      Poco antes de amanecer, el frío mañanero les despertó, pues no habían encendido fuego en la entrada. Nuevamente, las manos y las bocas buscaron el cuerpo del otro y la pasión les atrapó por última vez.
      Araday se vistió y salió a orinar. Vio a los dos niños acurrucados bajo una piel, junto al sendero y sintió pena por ellos, que habían tenido que dormir a la intemperie mientras los mayores disfrutaban de un lecho caliente por el cuerpo del otro. Pero eran unos chicos fuertes y tendrían otras noches en las que podrían dormir bajo techo y ante una hoguera.
      Él no sabía lo que le deparaba el destino. Dependía de si se descubría que había estado con la sobrina del mencey de Güimar. Y de Achamán. O de Guayota.
      Tal vez las tibicenas ya se relamían pensando en el sabor de sus entrañas.
      Ataytana se vistió y terminó de arreglar. Nada debía de hacer sospechar que había pasado la noche con un hombre: entre los suyos, sólo una de sus sirvientas (la madre de Ubay y Cataysa) sabía que no había dormido en su sitio. Esperaba llegar de tal manera que pareciera que se había levantado temprano a pasear, como solía hacer últimamente.
      Los dos niños salieron al camino, y no vieron a nadie. La mujer salió entonces y se fue, acompañada de ellos, hacia el campamento de Güimar.
      Pero un achiciquitza de Abona, de nombre Achosman, que había salido a hacer sus necesidades, había oído ruido en la cueva. Intrigado, se acercó al camino y, mientras estaba detrás de una retama, vio a los dos niños. Decidió permanecer escondido.
      Achosman vio a Ataytana bajar de la cueva y reunirse con los niños. Miraron hacia todos lados y no vieron a nadie. Finalmente, los tres marcharon hacia su campamento.
      El de Abona sabía quien era ella: la sobrina del mencey de Güimar, que debía unirse a un hijo del de Tahoro en el Beñesmén, unos días más tarde.
      Se preguntaba qué estaría haciendo allí la joven cuando vio bajar a un joven con un perro. Vestía como un achicaxna, y Achosman no lo reconocía. Algo en aquel hombre le hacía pensar que pertenecía al menceyato de Adexe, así que no era raro que no pudiera reconocerlo. Pero era un plebeyo y debía obedecerle en cualquier caso.
      —¡Tú! ¡Quédate ahí!
      Araday se quedó frío al oír la voz de mando. Pensó en huir pero años de servidumbre le mantuvieron inmóvil, y el otro tuvo tiempo para alcanzarlo.
      Zairón gruñó, pero Araday le dio orden de que se callara.
      —¿Qué hacías en la cueva con una achimencey?
      —No te conozco, así que no tengo porqué obedecerte.
      —No importa, porque vendrás conmigo, a la fuerza si no lo haces por las buenas.
      Achosman tocó la caracola, llamando a los suyos.
      Araday sabía que no tenía ni una sola posibilidad de huir. Aunque lo hiciera, terminarían por capturarlo. Optó por la rendición.
      Ataytana ya estaba lejos cuando le llegó el sonido de la caracola. Comprendió que algo había salido mal.
      Ahora todo dependía de Chaxiraxi.


(Continuará...)
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