01 noviembre 2014

Extranjeros

María Sampádiz bajó de la lanzadera. Pisó con cuidado la arena quemada por los gases de combustión al aterrizar. No sólo porque se ensuciaba las botas, también porque no estaba acostumbrada a pisar tierra libre.
      Hacía pocas horas que había salido de hibernación en la nave Niña Espacial, y había partido del Cinturón Ecuatorial Terrestre, donde había vivido toda su vida hasta ese momento. En otras palabras, nunca había estado al aire libre.
      Le dijeron que había llegado veinte años tarde. Pero si llevaba 230 años congelada, diez años más o menos no tenían ninguna importancia. Tampoco veinte.
      Respiró con cuidado el aire; según le habían dicho, el aire de aquel planeta, Bistularde, era perfectamente respirable.
      Sintió que el flujo de aire era irregular, que el sol calentaba, pero que las nubes daban sensación de frío.
      Aquel suelo era como el de un jardín, pero se extendía en todas direcciones. Más allá, lejos de las áreas quemadas por la nave, se extendía algo parecido a la hierba verde.
      Caminó hacia la parte fresca. Sí, al pisarla sentía como hierba.
      Pero en los jardines y parques no se debe pisar la hierba. María sintió que estaba haciendo algo mal.
      ¡No! Aquí no estaba en un jardín, sino al aire libre. No pasaba nada por pisar la hierba, sobre todo si no le quedaba otro remedio.
      De todos modos, aquellas hojas eran seres vivos, así que tuvo cuidado donde pisaba.
      De pronto, olvidó fijarse donde pisar. Allí estaban los soldados, rodeando el campamento. No podía ir más allá.
     
Paulo Gratinho era soldado. Había llegado apenas unos meses atrás en la nave General Páez, de la Unión Latina.
      Recordaba el aviso, cuando apenas llevaban un año de la partida, de que pasaban a velocidad máxima. Explicaron lo que había sucedido en Bistularde con la primera expedición exploradora, y que desde ese momento, la exploración, conquista y colonización pasaban a tener carácter militar. Lo que significaba que las naves disponibles deberían llegar antes que las lentas naves de colonos.
      Eso no era tan grave, en principio, pues las naves de los colonos apenas viajaban a un décimo de la velocidad de la luz, C, y las militares superaban ampliamente ese décimo: algunas llegaban al 90% de C, y la Páez era una de ellas.
      El problema era que al menos tres naves con colonos estaban a menos de diez años del planeta, y las militares tendían que llegar primero.
      Menos mal que existían las comunicaciones instantáneas, gracias al ansible: se avisó a los colonos que debían retrasar su llegada y a los militares que se dieran prisa.
      En la Páez, todos entraron en emergencia. A 0,9C el tiempo en la nave viene a ser de unos dos años, mientras afuera transcurren unos 25 años.
      A tales velocidades, incluso un átomo de hidrógeno del casi vacío espacial se transforma en radiación gamma al chocar contra la nave. Ésta podía llevar un escudo, pero si era demasiado grande requería más potencia motor y no podría ser tan rápida.
      Por eso las naves militares aceptaban la radiación, que dañaría a todo el pasaje (y también a los circuitos electrónicos), y se preparaban para compensar sus efectos: todas las máquinas estaban cuadriplicadas y todos los hombres que enfermaban eran tratados, casi siempre en quirófano. A veces moría alguien, pero todos ellos eran voluntarios.
      Paulo pasó dos veces por quirófano, para eliminar unos quistes en la lengua y curar un cáncer de piel, pero había salido bien.
      Y pudo respirar el aire libre del planeta (confirmada la ausencia de gérmenes peligrosos) mientras construía el campamento base, y luego el campamento de los colonos.
      Ahora estaba contemplando aquella joven que parecía pisar con cuidado. No estaba mal. Nada mal, por cierto.
     
María tenía ganas de caminar, así que se acercó a uno de los soldados. Uno, en particular, que parecía muy interesado en ella.
      —Hola. Acabo de llegar de arriba. ¿es verdad que no se puede salir del perímetro vigilado?
      —No se puede, salvo que estés autorizada por el oficial de servicio o un superior.
      —No era eso lo que yo esperaba cuando embarqué.
      —Lo siento. Ya te habrán informado sobre lo que le pasó a la gente de Montesoca.
      —Algo me han dicho.
      —Perdona, pero ahora no debo hablar. Estoy de guardia. Termino en veinte minutos. Entonces podremos hablar.
      —¿Y salir?
      —Eso ya es más difícil. Pero si quieres estar en una expedición, tal vez pueda arreglarlo.
      Era una promesa, pensó María. Y el soldado era guapo, además de que parecía inteligente.
      Estaba sola en aquel lugar. Sentía que debía hacer amistades.
     
Media hora más tarde, María y Paulo conversaban animadamente en la salita del cuerpo de guardia. El soldado aún estaba de guardia, pero allí podían recibir visitas, siempre que no molestaran en caso de emergencia.
      Se hicieron amigos. María fue presentada a otros soldados de guardia, y al rato llegaron tres colonos más, que habían visto que a María no le pasaba nada por estar allí, y estaban igual de aburridos.
      Hasta que llegó el suboficial para llamar al siguiente turno de guardia, y torció la boca al ver a los civiles. Pero eran tan sólo cuatro, y sin duda no molestaban así que no dijo nada.
     
Las expediciones de exploración estaban organizadas por los militares, y sólo admitían dos o tres civiles en cada una. Justo al revés de las organizadas por Montesoca en 1416, pero ya se sabía cómo había terminado lo de aquel intento de colonización.
      María consiguió formar parte del grupo que subió al transporte gracias a la intervención de Paulo. Uno de los geólogos del grupo llegó a protestar, pero María era geóloga, o al menos así constaba en sus datos.
      No importaba. Esta expedición era más de reconocimiento del terreno que de exploración en detalle. La idea era ver lo que les esperaba a unos cuantos kilómetros de distancia.
      Desde el aire se había localizado un valle cercano al mar, un lugar que podría ser adecuado para fundar una ciudad.
      El transporte acorazado TA-102 se puso en marcha, con cinco soldados y tres civiles.
      Paulo y María se sentaron cerca, María en el centro, junto al zoólogo y la botánica; Paulo iba detrás, en los dos asientos de cola. Completaban el grupo, el piloto (solo, en el asiento frontal) y los dos mandos, un cabo y un sargento.
      Avanzaron por una pradera, no muy diferente de las terrestres. Katy, la botánica, no cesaba de comentar las características de aquellas plantas, que ya había estudiado, y que ahora no podía ver en detalle.
      —Nuestro objetivo no es ese —insistía el sargento Lorentis.
      El zóologo se moría, también, de ganas por observar los animales que a veces podían ver. Una rata-lobo pasó corriendo ante el transporte, salvándose de ser atropellada gracias a su agilidad. Pero no dijo nada, pues ya conocía la respuesta del sargento, y él era el que mandaba.
      Como geóloga, María observaba las rocas. No había mucho que ver, por suerte, pues Paulo la distraía con su mano, que debía apartar cuando se volvía demasiado inquisitiva.
      —¡Aquí, no mi amor! —decía en susurros.
      La relación entre ambos había florecido muy rápido, según la opinión de los demás, pero eso no importaba a ninguno de los dos.
      La pradera mostraba ondulaciones, con pequeños arroyos entre ellas, en su mayoría secos. Sabían que estaban en lo más fuerte del verano, en una latitud equivalente a la zona templada terrestre (aunque Bistularde tiene mucha menor inclinación de su eje, lo que hace que las diferencias estacionales sean mucho menores, y también que los cambios en latitud sean más marcados).
      El verano era tibio, y eso presagiaba un invierno frío. Pero la presencia de un río de gran caudal, al que habían llamado Río Grande (y que no era el más grande del planeta, pese a su nombre) y del mar cercano, sin duda servían para suavizar el clima.
      En todo caso, aún faltaban semanas para que llegaran las lluvias. Por eso se daban prisa, pues al llover buena parte de la pradera podría volverse más difícil de transitar.
      María lo había confirmado: aquellas tierras eran de arcillas porosas, y con algo de agua se volverían barrizales. Eso sí, parecían muy adecuadas para cultivar, aunque para eso habría que estudiarlas con detalle.
      Superaron una pequeña colina, y pudieron ver, a lo lejos, el mar. También, la desembocadura del río.
      —No interesa tan cerca del mar —dijo el sargento Lorentis—. Vayamos hacia el sudeste.
      Se alejaron del río. Cruzaron una pequeña serranía, de cumbres suavizadas por la erosión. Montañas muy viejas, supuso María.
      Llegaron a una costa escabrosa, llena de acantilados, y viraron ahora hacia el oeste.
      A unos kilómetros de la costa, un valle fértil, llano, con un pequeño río manso que desaguaba en el mar (formando una hermosa cascada).
      Un buen lugar para una ciudad.
      Pero estaba habitado.
     
Sihwaniya había visto llegar a los extranjeros, cuando vigilaba a lo lejos. En un principio, pensó que aquello era un animal desconocido; parecía una caja con patas redondas que se movía sola. Pero lo que pensaba que eran ojos enormes resultaron ser otra cosa: ventanas. Y había gente dentro.
      Aquella gente no era como la del pueblo, tenían la piel de otro color. Unos, rosada, otros marrón. Nadie la tenía azul como los utregis, o cualquiera de los pueblos vecinos.
      Había rumores de extranjeros. Magos, que venían del cielo y tenían artefactos prodigiosos. En especial, armas que mataban de manera más efectiva.
      Los utregis se reunieron en consejo, avisados por ella.
      Decidieron que no podían permitir el paso de los extranjeros, así sin más. Debían proteger sus tierras. Por tanto, les atacarían.
      Entre los guerreros, había una mujer por cada cuatro hombres, como era lo habitual: una «mano» (cinco) de guerreros. Una de las guerreras era Sihwaniya.
      Formaron una mano de manos, es decir cinco grupos de guerreros, pendientes de que la caja llena de extranjeros se atreviera a entrar en el valle de los utregis.
      Atacaron con flechas duras y cerbatanas. Pero aquella caja, sin duda era fuerte: ni uno solo de los proyectiles lanzados hizo mella.
      Eso sí, lograron que se detuviera.
     
En el transporte, ante el ataque de los nativos optaron por detenerse. Aquellas flechas y dardos no podían atravesar la cubierta acorazada, aunque no podían estar seguros: ya se habían dado caso de que los nativos usaran armas capaces de atravesar las corazas de los vehículos.
      El sargento Lorentis pidió apoyo por radio.
      Mientras soportaban la lluvia de flechas, esperaron la llegada de los voladores.
      Los vehículos aéreos se dieron prisa, pues no en vano se hallaban a la espera de aquella llamada.
      Los nativos vieron como del aire descendían dos enormes vehículos. De ellos salían soldados fuertemente armados que dispararon contra los atacantes.
      El sargento Lorentis dio la orden, y del transporte salió un grupo de dos soldados, uno de ellos Paulo Gratinho. Vestían la coraza reglamentaria, y portaban el rifle de neutralización.
      Las órdenes del coronel Huertiz, el comandante de la Páez, eran muy claras: nada de matar a los nativos. Sólo permitía el uso de fusiles neutralizantes. Las armas de proyectiles o rayos sólo se podían usar contra los animales; y en caso de peligro para los soldados, siempre a falta de otra cosa.
      Todos los soldados latinos usaron sus armas paralizantes. En el suelo quedaron seis nativos, inmóviles. Los demás huyeron.
      Los nativos paralizados fueron recogidos y llevados a los voladores.
      El transporte dio marcha atrás, volviendo al campamento por un camino que no atravesara el valle habitado.
      Los nativos vieron como se llevaban a sus compañeros caídos. No sabían qué pretendían hacer con ellos los extranjeros, pero se temían lo peor.
     
Sihwaniya despertó en un lugar extraño, todo lleno de luces y blanco. Ella estaba en una especie de lecho, blanco, cubierta con extraños tejidos. No podía reconocer casi nada de lo que tenía a la vista.
      Había extranjeros, caminando por todas partes. Al levantarse un poco, observó que sus compañeros utregis estaban en otros lechos como el suyo.
      Uno de los extranjeros, una hembra, se acercó a donde ella estaba.
      —¿Klime grewkis? —preguntó. (¿Dónde estoy?)
      La extranjera, que vestía de blanco con extraños ropajes, no dijo nada. Colocó una caja verde junto al lecho de Sihwaniya.
      —¿Lmeir fresta wuir —preguntó. (¿Qué es todo esto?)
      Siguió haciendo preguntas, sin recibir ninguna respuesta. De pronto, se oyó un sonido extraño, proveniente de la caja.
      —Calei frontes dat —dijo. (Tú decir más palabras)
      Sihwaniya se quedó atónita, pero siguió hablando. Preguntó, de nuevo, por qué estaba ella en aquel lugar, qué sitio era aquello, quiénes eran los extranjeros, qué pensaban hacerle y cómo estaban sus compañeros.
      De pronto, la caja comenzó a hablar otra vez, pero ahora en una lengua desconocida. La extranjera oyó atentamente y habló, también en su lengua. La caja repitió lo mismo, pero en lengua utregi.
      —Hola, estás en el campamento de la Unión Latina y has sido capturada, pero no te vamos a hacer nada. En cuanto te hayas recuperado, podrás levantarte y caminar.
      —¿Y mis compañeros?
      —Están todos bien, pero aún no se han recuperado.
      —¿Podremos volver al pueblo utregi?
      —Sólo uno de ustedes. Puedes ser tú, o uno de los hombres. ¿A quién podemos enviar?
      —¿Por qué sólo uno?
      —Queremos que ustedes aprendan de nosotros. No les haremos daño y en cambio les enseñaremos muchas cosas. Pero uno tiene que volver a decir a los demás que están todos bien.
      —Que vaya Bijkrte.
      Sihwaniya señaló a uno de los hombres, aún dormidos. Había decidido quedarse y aprender de los extranjeros.
      No parecían tan temibles como se había dicho. Poderosos, sin duda, si venían del cielo, pero ya no les temía. Habrían podido matarlos a todos y no lo habían hecho.
           
María y Paulo estaban a poca distancia, entre los enfermeros. María se fijó bien en aquella nativa que había despertado la primera. Parecía lista.
      —¿Por qué devolver sólo a uno de los nativos, Paulo?
      —Según me explicó el sargento, la idea es demostrar la fuerza, pero al mismo tiempo que nuestras intenciones no son belicosas. Nuestras armas no matan, sólo incapacitan de forma temporal, pero los del poblado no lo saben. Ellos habrán visto que nos llevamos a los caídos, y, por lo que saben, lo mismo es para comerlos.
      —Nosotros no somos caníbales.
      —¡Pero ellos no lo saben! Así que devolvemos a uno de ellos para que lo cuente. Que los capturamos, que todos están bien, y que no les queremos hacer daño.
      —¿Y por qué no devolverlos a todos?
      —Necesitamos intérpretes. De estos cinco que quedan, prepararemos unos cuantos. Depende de lo bien que se adapten a nuestras costumbres y aprendan el latino.
      —La chica esa parece lista.
      —Bien, porque he propuesto que nosotros seamos instructores de alguno. No te lo había dicho, pero espero que aceptes.
      —¿Por qué?
      —Porque interesa que los instructores sean parejas, a fin de evitar cualquier desencuentro de tipo sexual. Así lo ha dicho el coronel, «desencuentro».
      —¿A qué se refiere?
      —¡No me digas que no lo entiendes! Sabes que estos nativos de Bistularde son tan parecidos a nosotros que las relaciones sexuales son posibles.
      —¿A ti te gusta esa chica?
      —No está mal. ¡Un momento! ¿Estás celosa?
      —No, al menos por ahora. Pero si la sigues mirando con esos ojos de querer comértela…
      —¡Ja, ja, ja! ¡Estás celosa!

En la aldea utregi vieron volver los grandes pájaros de los extranjeros. Descendieron al mismo lugar de la otra vez, y salió la gente que iba dentro.
      Con ellos iba uno del pueblo. Lo dejaron solo y se fueron los extranjeros.
      Los pájaros volvieron a volar y se perdieron en el cielo.
      La gente se atrevió, pro fin, a ver quien era el que habían dejado.
      Era Bijkrte.
      —Estoy bien —dijo—. No me han hecho nada.
      —¿Y los otros?
      —Están todos bien. Los han dejado en el sitio que llaman «campamento». A mí me trajeron para decirles que están todos bien. Creo que les enseñarán su lengua y otras cosas. Los extranjeros se llaman «latinos» y quieren vivir con nosotros.
      El recién llegado aún estaba aturdido por el efecto de las armas de los extranjeros. Pero, salvo eso, estaba bien y se fue caminando con los demás utregis.

En el campamento base, los cinco nativos prisioneros se recuperaron sin problemas. Se les permitía andar con cierta libertad por todas partes, pero vigilados para evitar que se metieran en problemas.
      Como era de esperar, todos eran personas primitivas, que no entendían casi nada de lo que veían. Pero eran inteligentes y curiosos.
      A veces esa curiosidad les hacía meterse en líos, pero para eso estaban sus vigilantes, para impedirlo.
      Todos llevaban su traductor, pues comprendieron su utilidad de inmediato. Los aparatos estaban conectados entre sí, con lo que el aprendizaje de la lengua utregi fue meteórico.
      Sihwaniya fue asignada a María y Paulo, con lo que uno de los dos debía estar siempre pendiente de la chica.
      La nativa preguntaba por todo, demostrando un afán por saber que agotaba a sus instructores. Le absorbía tanto tiempo, que quiso buscar una solución. Resultó evidente: una pantalla educadora, conectada al traductor.
      La bistulardiana no sabía cómo utilizar el aparato, pero pudo ver que era simple.
      —Tocas aquí, en este recuadro, y se oyen las palabras —le indicó María—. Y en esta figura haces que cambie la imagen; esto es para ir más despacio, o más deprisa, según tu facilidad.
      —¿Qué es facilidad? —preguntó la nativa en su lengua.
      María se encontró con el problema de definir el concepto. No era lo suyo, por cierto.
      —Si haces algo enseguida la primera vez, es que es fácil —intervino Paulo—. Si te cuesta aprenderlo, es que no es fácil, es difícil. Facilidad es cuando algo es fácil. Dificultad es lo contrario, que no es fácil. ¿Lo has entendido?
      —Es fácil. Te explicas con facilidad —añadió para demostrar que había entendido. Y lo había dicho en latino.
      Paulo sintió de nuevo aquellos ojos en su cara. No podía disimular lo que sentía, pero al mismo tiempo temía la reacción de María. Aquello bien podría ser uno de esos «desencuentros» que había dicho el coronel.
      Pero María no era celosa. Sentía que aquella chica azul era una rival, pero en realidad no le importaba. Su relación con Paulo aún era reciente y no era tan sólida como para que le preocupara.
     
Sihwaniya vivía con ellos dos, y su habitación estaba junto a la de la pareja.
      Llevaban ya varias manos de días, aunque los latinos preferían dividir el tiempo en semanas de siete días, y ella comenzaba a acostumbrarse.
      La utregi había notado las similitudes y diferencias entre su cuerpo y el de los extranjeros. Como era normal, se comparaba más con la mujer, María que con el hombre. Paulo.
      En altura, ella era mayor que Paulo, pero en lo relativo a las formas, las dos eran muy parecidas: pechos de tamaño medio, caderas grandes, cabello largo, labios gruesos, ojos grandes. La nariz era distinta, pues la de Sihwaniya era mucho más pequeña que la de María.
      Por supuesto, estaba la diferencia en los colores: Paulo era de color marrón oscuro, y María de un tono más claro. Ninguno tenía la piel azulada de los utregis.
      Paulo tenía el cabello curioso: todo rizado, le crecía como las hojas de un árbol.
      Sólo había tenido ocasión de verlos vestidos, pero la nativa se preguntaba por las formas que ocultaban las ropas. Tenía que buscar el momento adecuado.
      Lo encontró cuando Paulo se estaba duchando. María siempre buscaba la forma de entretenerla, pero ahora estaba ocupada preparando la comida (con esos aparatos mágicos que tocas un botón y sale la comida por una puerta).
      Sihwaniya estaba ocupada con su pantalla, pero la soltó en silencio. Vio a Paulo entrar en el aseo, con la ropa en el brazo.
      Esperó unos minutos, y entró.
      —¿María, eres tú? —dijo el joven, bajo la ducha sónica, sin volverse.
      Sihwaniya no dijo nada. Se quedó mirando al hombre, esta vez por completo desnudo.
      ¡Era igual que los hombres de su pueblo!
      Paulo se dio la vuelta y vio a la nativa. Notó donde tenía ella puesta la mirada, y su cuerpo reaccionó como era de esperar.
      —Por favor, Sihwaniya, sal del baño. No me gusta ducharme teniendo público.
      —Disculpa, Pablo.
      La joven salió, con la cara inexpresiva. Pero por dentro sonreía. ¡No cabía duda de que los hombres extranjeros eran iguales a los de su mundo, el que llamaban Bistularde!
      Poco más tarde, María llamó a la nativa.
      —Sihwaniya, imagino que tienes curiosidad por ver nuestros cuerpos.
      —Así es, María.
      —Ya lo conseguiste con Paulo. Has de saber que no nos gusta que nos vean desnudos.
      —¿Por qué?
      —Somos así. Hay gentes de nuestro planeta a quienes no les importa, incluso andan desnudos, pero entre los latinos es muy raro. Pero si quieres verme desnuda, acompáñame al baño.
      Las dos chicas fueron al reservado. María se desnudó y de inmediato Sihwaniya hizo lo mismo.
      La nativa quiso tocar a María, pero ésta no se lo permitió.
      —Puedes mirar, pero por favor, no toques.
      En realidad, María también tenía curiosidad. Aquella nativa tenía el cuerpo formado igual que el suyo, no cabía duda: los bistulardianos eran humanos, como los terrestres.
      No pudo evitar fijarse en aquellos pezones azulados, o en el pubis rizado y negro.
      Sihwaniya se moría por tocar aquel cuerpo. Pero no se lo permitían.
      Esa misma noche, la pareja estaba en la cama, cuando se abrió la puerta de la habitación.
      Entró la nativa, totalmente desnuda.
      Ya no necesitaba usar el traductor.
      —Ya he visto que podemos hacer el amor —dijo.
      Subió a la cama y se puso entre los dos.
      Paulo, ya excitado, dijo:
      —Por mí, de acuerdo.
      —Sí, Paulo, pero también debe participar María. No la dejes sola.
      María se quedó sorprendida; ya no le parecía tan mala idea.
      De hecho, disfrutó mucho más de lo que había imaginado con el trío.

El año de Bistularde dura 358,32 días terrestres, o 388,42 días locales de 22,14 horas. Pasaron tres años locales antes de que Sihwaniya volviera con los suyos.
      Iba acompañada de dos utregis más, los mismos que se quedaron con ella en el campamento de los latinos, plenamente integrados. Los otros dos no se habían adaptado, y fueron devueltos mucho antes.
      Con ella iban, asimismo, María y Paulo. Y un total veintiún latinos, distribuidos en tres transportes. No fueron atacados.
      Sihwaniya se entrevistó con el jefe del poblado utregi.
      Los utregis eran poco más de doscientos, y en el valle había, sin duda, mucho espacio libre. Lo cedieron a condición de que las relaciones siguieran siendo pacíficas.
      Los extranjeros eligieron un sitio algo cercano al mar y alejado del principal núcleo utregi. Allí fundaron Nueva Lima, la primera gran ciudad del planeta.
      María, Sihwaniya y Paulo se fueron a vivir en unas de las primeras casas de la ciudad.
      Con el tiempo, todos los utregis abandonaron la vida en el campo para irse a la ciudad, integrándose por completo. Y muchos de ellos formaron tríos con los latinos.
      Allí se inició la leyenda sexual de Bistularde.
     

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