29 octubre 2014

Nuevas Aventuras de Zemoz - 4 y fin

De nuevo nos pusimos en marcha rumbo a un lugar muy distante. Esta vez se trataba nada menos que del desierto de hielo del norte. Para llegar hasta allí debíamos viajar en barco, algo que ni Zemoz ni yo habíamos hecho antes.
      Nuestra tierra, desde Barbaria y Neflumio hasta todas aquellas que se precian de servir para las aventuras de Zemoz, es un enorme continente, rodeado por grandes océanos al norte, este y oeste. Hacia el sur, la tierra llega hasta el hielo infinito, plagado de montañas donde no vive nadie, salvo fantasmas de hielo.
      Pero hay otras tierras, como Ertiwelda, al este, una enorme isla llena de selvas y hombres salvajes, y Jortiendftres, el archipiélago del oeste cuyas islas están repletas de arena. Y la isla del norte, otro mundo helado, sólo accesible a través del mar. En sus costas viven pescadores y cazadores de morsas, pero en su interior sólo hay un enorme glaciar, el hielo infinito que cubre casi todo el norte.
      Y digo «casi todo» porque cerca del mismísimo polo norte hay un lugar libre de hielo, una montaña altísima, lisa como una aguja, tan lisa que en ella no hay hielo.
      Pues bien, debíamos buscar la tercera joya en la cima.
      Y para esta coasión ni siquiera nos podría valer la técnica de subir como una mosca de Zemoz. Era tanto el frío que era simplemente imposible conseguir agarre, aún para una mosca. La única vía era por el aire. Volando como un pájaro.
   
Nos dirigimos al puerto de Liboriyin. Por el camino hicimos lo habitual: nos aposentábamos en una ciudad, yo mostraba las mercancías de mi carro y Zemoz se iba a correr aventuras. Luego nos reuníamos por la noche para descansar.
      Yo trataba de llenar la bolsa y vaciar el carro y a veces lo conseguía. Dos veces aproveché el paso de otros comerciantes para intercambiar productos, que luego vendía.
      Zemoz recuperó su pelo largo, sus trenzas y su barba. Y abandonó la higiene, con lo que olía como era habitual. En otras palabras, ya era el de siempre.
      Y así llegamos a la costa. Desde lejos, el mar se veía tranquilo, pero al estar más cerca ya vimos las enormes olas. Zemoz no demostró miedo, si es que acaso lo sentía, pero yo sentí que las tripas se me salían por la boca… y aún no estaba navegando.
      Gasté media bolsa en comprar dos docenas de largas varas de granelio, más fuertes que el bambú, y ligeras como plumas. Cada una medía más de seis varas de largo, y las compré por sugerencia de Zemoz, quien no me explicó para qué las quería, aunque alguna idea sospechaba yo.
      Buscamos un barco donde poder llevar las varas de granelio. No resultó fácil, pues la mayoría eran pequeñas barcas de pescadores, pero encontramos una adecuada. Más difícil resultó convencer al capitán de que nos llevara a la isla del norte, pero con el oro que me restaba pude lograrlo.
      Se llamaba Jekim_Nam y era, sin duda, un recio hombre de la mar. Zemoz lo miró de arriba abajo como si previera la posibilidad de un enfrentamiento, algo que yo no deseaba. Nuestras vidas dependerían de ese hombre, al menos durante un tiempo, y no quería problemas.
      Le di la mano, que me apretó con tanta fuerza que me dejó los dedos medio rotos. Zemoz hizo lo mismo y por un momento vi la competición entre ambos hombres. No estoy seguro de que ganara alguno de los dos.
      Partimos, y de inmediato lamenté haberlo hecho. El barco era grande, comparado con las demás barquichuelas de pesca, pero las olas eran mayores. Tanto Jekim_Nam como la tripulación (cinco recios marinos de Liboriyin) parecían inmunes al mareo. Zemoz también, aunque apenas se movía, sentado en cuclillas sobre la cubierta.
      Pero yo estaba mareado apenas media hora después de zarpar.
      Me habían aconsejado permanecer en cubierta, pues se suponía que el aire me vendría bien.
      Bien o mal, el aire me importaba un ardite. Ya había vaciado lo que tenía en las tripas desde hacía lo menos tres días atrás, y no me quedaba nada que vomitar. Pero el cuerpo me seguía pidiendo echar algo afuera.
      Sentí que me moría y al fin opté por echarme al suelo, derrotado.
      El barco se movía hacia la derecha, hacia la izquierda, hacia delante, hacia atrás, arriba y abajo.
      Por fin, me quedé dormido en el suelo mojado.
      Me despertó el frío. Una ola había barrido la cubierta y lo había dejado todo lleno de hielo, pues estaba casi en el punto de congelación.
      Temblando, me levanté y me abrigué como pude. Tenía un grueso abrigo de piel de grisonete blanco, que me puse por encima para entrar en calor. Cubrí mis manos con mitones y en la cabeza me puse un gorro de lana de caliñena.
      Zemoz seguía con su taparrabos, inmóvil, tal vez meditando.
      Llegada la hora de comer, me obligué a tragar algo de sopa, más que nada para tener algo en el estómago. A los pocos minutos, la sopa estaba fuera, sobre cubierta (no me dio tiempo ni para apoyarme en la borda para echarlo todo al mar). Uno de los marinos me miró con mala cara, pues a él correspondía limpiar aquello.
      Así pasamos cuatro jornadas, las peores de mi vida. Prefería colgar del precipicio de Bluwartyö a seguir un día más navegando.
      Llegamos al fin a un puerto entre acantilados de hielo.
      Hablé con Jekim_Nam.
      —Nos ha de esperar aquí tres semanas, ni un día menos. Si para entonces no hemos llegado, es usted libre de marcharse si lo desea. Pero si se marcha antes y nos deja abandonados, buscaré la forma de hacérselo pagar.
      —No hace falta que me amenace, vendedor de telas. Soy un hombre de mar y siempre cumplo mi palabra.
      —Así sea. Y le ruego disculpe mis palabras si le han molestado.
      Los marineros nos ayudaron a bajar nuestro equipaje, formado casi todo por dos haces de varas de granelio y un buen trozo de tela fina y resistente, además de un poco de abrigo (para mí) y comida para tres semanas. La comida era toda ella muy compacta, pensada especialmente para caminar largos recorridos y ocupaba muy poco espacio; para comer deberíamos derretir hielo y mezclarla con aquellas galletas y cubos concentrados.
      Zemoz cargó su mochila con la comida, yo me hice cargo de los abrigos, pues a fin de cuentas eran míos. El barbariano también cargó los haces y la tela.
      Nos pusimos en marcha. Había un camino señalado para subir al hielo y por él nos dirigimos.
      Hacía frío, pero por el camino me fui quitando abrigo tras abrigo para no asfixiarme de calor. Zemoz que dijo que hacía bien, pero al descansar debería ponerme todos los abrigos con rapidez. Y eso tuve que hacer las veces que paramos para que yo pudiera tomar resuello.
      Al fin llegamos arriba. Ante mí, el hielo interminable: una extensión de hielo blanco, azul o verdoso a tramos, otras marrón; llegaba hasta el horizonte. Sólo tras nosotros se apreciaba un borde, el que conducía al mar.
      Zemoz se puso de inmediato a la tarea de confeccionar algo.
      Si yo tenía un motivo para agradecer estas aventuras que comenzaron en Cörenwirtuf era porque me habían mostrado un Zemoz hasta ahora desconocido. No sólo el hombre que, pese a ser pobre, podía comportarse como un perfecto noble, aunque aborreciera el oro. También tenía a Zemoz el artesano, capaz de construir curiosos artefactos de madera y cañas, como una jaula que podía soportar el peso de un hombre en el mayor de los vacíos o un bote impermeable.
      O lo que estaba fabricando ahora: ¡un aparato volador!
      De donde pudo aprender tales habilidades, no me lo había dicho, pero bien podría ser del Maestro Hugok, el cual no sólo enseñaba técnicas de lucha o de resistencia al frío, también tenía conocimientos de artes muy arcanas.
      Casi dos días le llevó completar aquel extraño artefacto. Durante esos días poco pude hacer, salvo alcanzarle alguna pieza si me quedaba a mano, mirar el trabajo y aburrirme. Aprendí a fundir hielo con la mínima cantidad de combustible y a mezclar el agua caliente con los cubitos y galletas para hacer una nutritiva sopa o un puré. Zemoz comía apenas un poco más que yo, lo que me resultaba sorprendente.
      Cuando no tenía nada que hacer, me metía en la tienda que había montado y me introducía en el saco de dormir. Pero el último día, el saco de dormir se incorporó al aparato y la tienda se deshizo en telas con las que Zemoz recubrió aquella extraña máquina.
      Según me pidió, me introduje dentro del saco, que ahora estaba situado en la parte superior de una especie de alas. El barbariano se colocó debajo, introduciendo brazos y piernas en sendos soportes.
      —¿Listo, maestro Fligencio?
      —Supongo que sí, aunque no sé para qué.
      —Sujétate bien.
      Y sin decir más, Zemoz comenzó a tomar carrera por el hielo, con el aparato encima, y este narrador a modo de pasajero. Después, comenzó a mover los brazos, con lo que las alas se movieron también. Y, ¡de pronto estábamos volando!
      No podía creerlo, pero nos hallábamos a pocas varas por encima del hielo.
      Apenas duró un momento, Zemoz dejó de moverse y descendimos, resbalando de manera tosca sobre la superficie helada con sus pies desnudos.
      —Bien —comentó Zemoz, sin mostrar cansancio por el esfuerzo—. Creo que ya sé qué cambios he de hacer.
      Desarmó algunas piezas, que montó de otra forma y así estuvo un buen rato.
      Yo me estaba helando, sobre todo porque ya no tenía tienda ni saco de dormir donde reposar.
      Por fin. Zemoz se mostró satisfecho y yo volví a mi sitio, él tomó carrerilla y ¡otra vez a volar!
      Como en esta ocasión ya estaba preparado, me fijé mejor en el espectáculo. El mundo es distinto cuando se aprecia a vista de pájaro, y eso que en realidad la vista venía a ser casi lo mismo: el hielo infinito. Pero no era lo mismo verlo a varias varas de distancia que de pie sobre él.
      El mar quedó atrás y el hielo llegó hasta el horizonte, que ahora era redondo por completo. Zemoz sabía que debíamos llegar hasta La Aguja (así se la llamaba), una montaña que surgía de entre el mismo hielo, a millas y millas de distancia del mar.
      Para eso, tenía que volar en dirección al norte.
      Cómo sabía donde quedaba el norte es algo que no sabré, pues a mí aquel cielo neblinoso me parecía igual en cualquier dirección. Yo, desde luego, me habría perdido en aquel sitio.
      Volamos tres días hasta que en el horizonte se empezó a vislumbrar una línea negra, vertical.
      Un día más, y la línea se convirtió en una aguja que subía alta, hasta el cielo.
      Esa noche descansamos, para lo cual desmontamos el saco de dormir, y Zemoz me explicó el problema que ahora tenía.
      —He de aprender a subir alto, muy alto.
      Hasta entonces habíamos volado a pocas varas del suelo, como una gaviota; pero ahora, deberíamos volar alto cual águila para poder alcanzar aquella cima.
      La jornada siguiente la dedicó Zemoz a elevarse con las corrientes de aire, tal y como hacían águilas y halcones. Yo siempre volaba con él, y ya había llegado a perder el miedo a las alturas, por pura costumbre. A millas y millas sobre el hielo, el mundo se veía redondo como una pelota.
      Y llegó el momento. Zemoz y yo nos pusimos en vuelo. El barbariano movía las alas apenas un poco para coger las corrientes que nos llevaban hacia arriba, más y más. Pasamos por encima de algunas nubes…
      ¡Y vimos la Aguja desde arriba!
      Tenía un pequeño edificio, un templete.
      Zemoz puso rumbo hacia allí.
      Descender fue difícil, pues si nos dejábamos llevar por el impulso acabaríamos al otro lado, cayendo.
      Pero conseguimos pararnos en el pequeño espacio disponible.
      Esta vez fui yo solo, corriendo al templete.
      Y tal y como esperaba, en un altar se hallaba la joya que nos faltaba, un zafiro de color azul puro.
      La guardé en mi faltriquera, no sin antes mostrársela a Zemoz, y volví a mi lugar en el saco de dormir.
      Volver a volar no fue fácil, pues no quedaba espacio suficiente para la carrera inicial. Zemoz optó por arriesgarse y se dejó caer por el borde.
      Durante unos espantosos minutos pensé que no lo lograría, pero al fin remontó vuelo.
      Tardamos muy poco en ver el mar a lo lejos, pero es que estábamos muy alto.
      Más nos costó localizar la rada donde nos aguardaba Jekim_Nam. Y aún tuvimos que descender un buen rato antes de tocar tierra, a varias millas de distancia, y con resultados desastrosos: el artefacto volador se hizo trizas.
      No importaba. Caminar unas pocas millas por el hielo no sería nada para nosotros, después de lo que habíamos conseguido. Desmontamos la tela para hacer una tienda y sacamos el saco de dormir.
      Al día siguiente, nos recibía un asombrado Jekim_Nam. Ni siquiera había transcurrido la mitad del tiempo acordado.
      Fue curioso, pero en el viaje de regreso no sentí el mareo del mar. Pensé que volar inmunizaba contra cualquier forma de mareo.
      En Liboriyin nos esperaba el carromato, con mi fiel mulo. Y la bandeja.
      El zafiro encajó en su sitio, como era de suponer.
      Siguiendo las indicaciones escritas, ahora debíamos ir a Naufrigetrez. Otro recorrido largo y difícil.
      De nuevo nos pusimos en marcha. En esta ocasión fueron innumerables jornadas, y al terminarlas echábamos de menos el frío del norte. Nos hallábamos en una selva frondosa, calurosa, húmeda y asfixiante.
      Para llegar allí corrimos decenas de aventuras, o más bien las corrió Zemoz, mientras yo llenaba mi carro de mercancías nuevas y las vendía, llenando a cambio mi bolsa. Algún día las narraré.
      Entramos en la selva con el carro vacío, pues había vendido casi todo el género en nuestra última parada. Allí Zemoz hizo… ¡no! Eso será tema de otra narración, algún día las podrá leer el lector.
      En algún lugar dentro de aquella feroz jungla estaba Naufrigetrez.
      No había caminos para carros, pero Zemoz abría paso con su espada.
      Durante largas jornadas no vimos otra cosa que árboles, pantanos, jaguares, serpientes, monos, loros. E insectos, muchísimos insectos, desde minúsculos mosquitos en nubes que se metían por todas partes hasta enormes arañas capaces de comerse un pájaro. Y telas tan resistentes que a veces yo mismo me quedaba atrapado, teniendo Zemoz que recurrir a su espada.
      Hasta que vimos una columna rota, caída en el suelo.
      —¡Naufrigetrez! —exclamé.
      La observé bien. No entendía mucho de arquitectura, pero pude ver unas líneas escritas ¡en la caligrafía de Naufrigetrez! Así, pues, tenía razón.
      Por cierto, no pude entender nada de lo escrito, estaba muy borroso y faltaban trozos de palabras, pero parecía una referencia a una ruta. Tal vez decía que íbamos bien hacia la ciudad.
      Pronto empezamos a ver más restos, cada vez más frecuentes. Y el camino se hizo visible, una senda de piedra tan ancha que por ella podrían circular tres carros como el mío. Una antigua calzada, sin duda.
      En el medio de la calzada crecían enormes árboles, lo que daba idea de su antigüedad.
      Encontramos templos y edificios, peor ninguna de ellos era nuestro destino, así que los ignoramos.
      Llegamos así ante una pared, una puerta de piedra cerrada. Ante su entrada había un pedestal con un pequeño cono en su parte superior.
      Yo sabía bien lo que debía hacer, y coloqué allí la bandeja.
      Quedó equilibrada, podía girar con facilidad.
      Le di un fuerte impulso y se puso a dar vueltas a toda velocidad. Las tres piedras se confundieron en un círculo blanco.
      ¡De pronto toda la bandeja brillaba en luz blanca!
      Oímos un fuerte ruido, y la puerta de piedra se abrió.
      No esperamos un instante en cruzar la entrada.
      ¡Dentro, riquezas sin limite!
      Allí estaba, multiplicado por mil, el contenido de mi cueva de oro. Monedas, barras, joyas, piedras preciosas, objetos de todo tipo en oro… Dondequiera que posara mis ojos veía el brillo dorado en miles de piezas, junto con el resplandor de las piedras facetadas.
      Llené el carro con varios sacos, que cargué a duras penas yo solo.
      Zemoz no me ayudó, porque había hallado algo realmente adecuado para él.
      Era una estatua de mujer, de oro, pero con alguna magia que permitía moverle los brazos y las piernas y estaba caliente como un ser humano. Muy detallada, tenía los orificios que tienen las mujeres, y con la forma y tamaño exactos.
      Zemoz no pudo esperar para introducir su miembro con su ansia habitual.
      Observé que no era la única estatua, pues también había una masculina, con su miembro erecto y todo. Pero nuestros gustos no iban por ahí.
      Mientras el barbariano se dedicaba a hacerle el amor a la estatua, yo llené el carro y me fui. Llegué a mi cueva, vacié el carro y volví a Naufrigetrez.
      Habían pasado varias jornadas, pero Zemoz seguía dale que dale a la estatua. Aquella era, sin ninguna duda, una mujer que podía resistir todos sus embates amorosos.
      Varios viajes di entre la ciudad y mi cueva, hasta que Zemoz, al fin, se quedó agotado.
      No quiso llevarse la estatua.
      —Con una vez que encuentro una mujer que me haya agotado ya basta —dijo.
      En el último viaje, recogimos las tres piedras y las repartimos por tres lugares, protegidas por la magia de ambos.
      En otras palabras, sólo si Zemoz y un servidor se ponen de acuerdo podremos recuperar las piedras y asó volver a abrir el tesoro de Naufrigetrez.
      Mientras tanto, allí está, a buen recaudo.
      Quedan más aventuras que narrar, mi apreciado lector. Otro día lo haré, con la ayuda de los dioses.

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