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14 agosto 2019

Premio laboral


Dai Huan era la empleada más trabajadora de la fábrica. Dedicaba más de doce horas diarias a laborar en los talleres, quitando tiempo incluso a las horas de comer o dormir. Ni siquiera se enfermaba o pedía vacaciones.
Claro que Dai Huan tenía un niño de cinco años que mantener, después de que su padre la dejara sola para emigrar a Europa. Y con los escasos yuanes que lograba ahorrar, apenas tenía para darle algo de ropa nueva cada vez que la vieja se quedaba pequeña; o medicinas, algo por desgracias demasiado frecuente por culpa del aire envenenado.
Pero Tao, el jefe del taller habló con los dueños.
Creo que Dai Huan se merece el premio. Nunca ha faltado al trabajo, ni siquiera por enfermedad.
Y fue así como Dai Huan fue convocada a una reunión con Wang Jiang, uno de los socios de Kirlam Asoc, la empresa dueña de aquel taller, y de otros veinte en Shanghái. Una de las miles de empresas subcontratadas por la multinacional del mueble Keiea en todo el mundo.
Dai Huan tuvo que buscar su vestido menos estropeado y más vistoso. Lo planchó y arregló hasta que pareciera casi nuevo. Dejó al pequeño Guo con su abuela Suyin, es decir la madre de Huan y se dirigió a un sector del taller donde nunca había estado: la planta alta.
Allí, el aire acondicionado permitía olvidar los más de treinta grados de la calle, que era casi siempre la misma temperatura del lugar donde ella trabajaba.
Ella sentía que aquel no era su lugar, pero Tao (también arreglado, pues hasta se había afeitado y puesto corbata), la acompañaba.
Entraron en una oficina mayor que el apartamento de Huan. Solo había en ella una mesa de madera brillante y algunos sillones. Todas las paredes estaban recubiertas de maderas, salvo una, cubierta por una enorme pantalla digital.
El señor Wang Hiano estaba sentado tras la mesa. Tao y Huan hicieron una reverencia, a la que el ejecutivo respondió:
―Dai Huan, ¿esa eres tú?
―Sí, señor. A su servicio.
―Me ha dicho Tao, tu jefe de taller, que eres una gran trabajadora.
―Solo cumplo con mi obligación.
―Haces más que cumplir. Trabajas mucho y bien y te mereces un premio.
―Como diga el señor.
―Como sabes, fabricamos piezas para Keiea, y ésta tiene tiendas por todo el mundo. Dime, ¿te gustaría visitar una tienda de Keiea?
Huan pensaba en la enorme tienda de Keiea de Shanghái, un edificio donde ella nunca se había atrevido a entrar por miedo. Miedo a no poder comprar ni una sola de las maravillas que sin duda había en su interior.
―Claro que me gustaría, señor. A veces paso por delante, pero nunca he entrado.
―No me refiero a la tienda de esta ciudad. ¿Te gustaría visitar una tienda de Keiea en Europa? El país que tú prefieras. ¿Cuál eliges?
Recordó el país al que se fue el padre de su hijo. Ella sabía que ya no estaba en ese lugar, pues había pasado a uno fronterizootro cruzando una frontera.
―España.
―¡Perfecto! Viajarás a una ciudad de España, digamos, Madrid, y allí visitarás la tienda de Keiea. Todos los gastos pagados, una semana contando el tiempo del viaje.
Huan estaba tan asombrada que casi no se dio cuenta de un detalle. Pero lo hizo, y así se atrevió a comentar:
―¡Gracias, señor! Pero tengo un niño de cinco años y no creo que pueda llevarlo.
El ejecutivo comprendió de pronto por qué aquella mujer trabajaba tanto. No dijo nada pero pensó con rapidez.
―¿Hay algún familiar que se pueda hacer cargo del niño durante una semana? Pagaremos su manutención.
―Está su abuela, mi madre Suyin. Ella puede cuidarlo.
―¡Perfecto! Dai Huan, Tao te acompañará para que hagas los trámites, pasaporte, fotos para la web y la prensa, permisos de viaje y comprar algunas cosas, como una maleta, vestidos para el viaje y demás. Por hoy quedas libre de trabajo.
Y, sin más, salieron los dos del despacho.
Huan entró en un torbellino que duró dos semanas, antes de poder partir. Apenas tuvo tiempo para el taller, todo se le fue en los trámites, las sesiones con los periodistas y arreglar las cosas para que su madre no tuviera problemas con el niño.
Incluso pudo comprarse un teléfono celular. En realidad fueron dos, pues uno era para Suyin. Así podrían estar en contacto aunque cada una estuviera al otro lado del mundo.
Por fin, Dai Huan subió a un avión, un aparato enorme donde se apretujaban centenares de viajeros, algo que parecía imposible que se elevara por el aire. Pero lo hizo y así Huan vio su ciudad desde el aire; vio lo que pudo, pues la niebla oscuraontaminación de la humo la ocultó muy pronto.
El viaje fue largo y agotador. Tuvo que bajar del avión en un sitio extraño, donde el sol brillaba mucho y la arena del desierto estaba cerca, pero eso no impedía que la gente llevara toda clase de joyas encima. Una gente altiva, que vestía con ropajes largos y lujosos.
Menos mal que le explicaron con todo detalle los lugares por donde debía ir, pues los carteles informativos no le decían nada (no estaban en cantonés ni en cualquier otra lengua china). También, el propio teléfono le fue dando las indicaciones.
Llegó a tiempo de subir a otro avión, algo más pequeño que el que había abordado en China, pero también enorme.
Ya era de noche, pero Huan no tenía sueño. En el avión apagaron las luces para que la gente pudiera dormir, y ella miraba por la ventanilla (¡le había tocado esta vez un asiento junto a una de aquellas ventanas casi redondas!). Podía ver toda clase de luces, ciudades desconocidas donde la gente, suponía ella, estaría durmiendo.
Al final sí que se durmió.
Se despertó notando que era de día y que volaban una tierra árida. No tanto como el desierto del día anterior, pero menos verde que su China natal.
Llegaron a otro aeropuerto, y de nuevo Huan tuvo que valerse de todo su ánimo para moverse entre los pasillos, siguiendo gente extraña.
Le habían explicado que debía pasar un control de policía y que luego le estarían esperando. Y así fue.
A la salida del control, una joven le aguardaba con un cartel que ponía su nombre en ideogramas de cantonés. Era una chica del lugar, Maricarmen dijo llamarse, pero hablaba el cantonés con poco acento.
Maricarmen la acompañó a un taxi (un coche enorme que le pareció lujoso) y juntas recorrieron las calles de aquella ciudad, Madrid.
―Me han dicho, Huan, que es la primera vez que viajas.
―Sí, señora.
―Nada de señora, soy tu amiga. Llámame Mari.
―De acuerdo, Mari. Nunca he salido de Shanghái, y solo viajé una vez de mi aldea natal Yunkam a Shanghái, cuando era una niña.
―No has salido antes de China, ¿verdad?
―Así es.
―Bien, puede que te cueste acostumbrarte a este sitio. Es una cultura distinta, pero me consta que los tuyos se adaptan, así que tú te adaptarás. Además, será solo una semana, y luego podrás ver a tu familia. ¿Tienes un hijo?
―Sí.
―Yo también.
Ambas mujeres aprovecharon su común maternidad para compartir datos de sus retoños. La hija de Maricarmen también tenía cinco años, y ambas convinieron en que sería estupendo que se conocieran los dos niños.
El resto del día lo pasó Huan adaptándose al horario, tan distinto del suyo. Pudo hablar con su madre (despertándola de la cama, pues para era de madrugada en Shanghái).
Al día siguiente, Mari la llevó a visitar la ciudad. Entraron en algunas tiendas (la de Keiea la dejaron para otro día), donde Huan miraba todo con ojos de asombro, viendo como la gente compraba cosas que a ella le parecían el colmo del lujo.
Pero Mari le explicó que aquello no era lujo. Para que viera lo que era lujo de verdad, entraron en una joyería donde todo era de oro y diamantes. Huan vio un simple reloj de pulsera y cuando le dijeron el precio y su equivalencia en yuanes, comprendió que tendría que trabajar muchos años para poder acumular el valor de aquel pequeño reloj… que ni siquiera era el más caro del lugar. ¡Eso era el verdadero lujo!
Fueron a comer platos exóticos. Exóticos para Huan, se entiende, pues Mari estaba familiarizada con todos ellos: paella, tortilla, cocido, pizza…
Huan durmió ya en un horario casi normal. Se levantó y aseó, ya por la mañana, y fue a comer aceptando que en aquel lugar no le impedirían comer lo que quisiera, pues eso era un buffet. Así que eso fue lo que hizo, aunque no probó la leche, pues ya le habían advertido que no le sentaría bien, salvo una que ella no supo reconocer.
Más tarde vino Maricarmen a recogerla. Esta vez fue la visita a Keiea.
La tienda de Keiea en Madrid era tan grande como la de Shanghái. Pero aquí la trataron como alguien especial, la laboriosa trabajadora Dai Huan que en la lejana China fabricaba algunos de los componentes de los muebles y accesorios que allí se podían adquirir.
Una guapa joven rubia le acompañó por todo el recorrido. No hablaba chino, así que Mari debía hacer de traductora, pero a todo el mundo que encontraba presentaba a Dai Huan, tanto empleados de Keiea como clientes.
Huan pudo ver como se vendían los objetos que ella fabricaba, al menos algunas de sus piezas. Y le llamó poderosamente la atención los precios que tenían. Ya sabía pasar de euros a yuanes con la ayuda de la calculadora incluida en su teléfono y lo que pudo ver le dio mucho que pensar.
Terminó el día en una cena donde varios miembros de la empresa dieron sus discursos… que Mari pudo traducir aunque alguno fuera en inglés, no en español.

Cuatro días más tarde, Dai Huan se reincorporaba al trabajo como si nada hubiera pasado. Ya había besado a su niño tantas veces que pudo compensar los días de ausencia. Y ya se había adaptado al horario de Shanghái.
Huan trabajaba como siempre, pero empezó a dedicar tiempo para hablar con sus compañeros.
Un mes más tarde, el taller se declaraba en huelga.
Y el empresario Wang Hiano se entrevistó por Skype con los directivos de Keiea.
―El caso de Dai Huan, señores, me lleva a sugerir que suspendan la política de premios laborales.
―Creemos coincidir con usted, Mr Wang, pero si no le importa, ¿podría exponer sus argumentos?
―Claro, señores. La empleada Dai Huan tuvo ocasión de comprobar la enorme diferencia entre lo que aquí se le paga y el precio que tiene el fruto de su trabajo en el punto final de la cadena productiva. Así que decidió exigir que se le pague más, lo que ella considera una cantidad justa y adecuada.
―Justo lo que hemos observado en otros casos. Muchas gracias, Mr Wang.
La dirección decidió, tras una breve reunión, cancelar la política de premios al estímulo laboral de los productores de la materia prima de Keiea. Los resultados no estaban siendo los previstos por el departamento de marketing.

30 noviembre 2017

Star Guars-Episodio 4-1

STAR GUARS
(LA GARRA DE LAS GALAXIAS)

Episodio 4 (De nuevo a la Esperanza).- Sí, querido lector, esta historia empieza en el capítulo 4. Claro que es un rollo, pero te lo explicaré: primero pensaba hacer solo un breve relato, que sería este que tienes en tu mano (sin la soporífera nota del autor). Pero el editor dijo que era muy breve, que mejor hacía una historia en tres partes. Luego, que por qué no hacer que la historia empezara antes, en una precuela (palabro que se inventó, es una fiera para eso de inventar palabras), con lo que tendríamos ya seis capítulos. Para terminar, una multinacional compró la editorial y ahora me piden tres capítulos más (aunque apenas está a punto de salir el 8º y del 9º no tengo ni idea de lo que poner), aparte de historias paralelas (spinof, los llaman) y no sé qué más. Bueno, fuera, rollo, empiezo.

Imagina una secuencia espacial, una batalla. Una nave pequeña, atacada por cientos de rayos, que huye como puede. Y su perseguidor, una nave enorme, enorme, enorme, que parece una ballena a punto de tragarse el boquerón que es la nave pequeña.
Dentro de la nave pequeña, la chica de la película que está metiendo un disquete con datos en un robot pequeñajo (sí, mucha tecnología espacial, pero usan disquetes. De los de 5¼). El robotito emite unos sonidos como maullidos de gato, y solo los entiende otro robot, éste con forma humanoide.
—SI-3-PO, debes acompañar a Pedrito (PDRD-2) al planeta de abajo. Lleva dentro un disquete con datos de máxima seguridad.
—Princesa, yo prefiero quedarme aquí en la nave.
—Aquí estamos jodidos, la nave imperial nos atrapará. Tú obedece, es una orden.
—Sí señora.
PDRD-2 emitió otros maullidos.
—Claro que sí, Pedrito. Pero no me gusta la situación.
Poco después, una cápsula salvavidas es lanzada hacia el planeta que hay debajo. (Creo que olvidé mencionarlo).
Entretanto, los malos malosos de la nave grande imperial han capturado a la nave de los buenos y a la chica. El jefe de los malos, un tío que lleva una máscara negra y se llama Dark Mask (Máscara Negra, lo que demuestra poca originalidad), monta el pollo cuando se entera de que el disquete no está a bordo.
—¿Dónde están los planos? —ruge.
—En el fondo del mar, matarilerilerile. Digo, en el planeta allá abajo —responde un oficial—. Hemos detectado el lanzamiento de cápsulas salvavidas sin seres vivos a bordo.
—¡La princesa ha metido en una de ellas el disquete con los planos!— ruge Dark Mask.
(Había olvidado mencionar que la chica es toda una princesa, con sangre azul y todo eso).

En el planeta, los dos robots aterrizan en medio del desierto. SI-3-PO le pregunta a su compañero, PDRD-2:
—¿Cómo se llama este planeta?
El aludido responde con sus maullidos, que SI-3-PO traduce:
—¿Tatoo-1? ¡Vaya nombrecito! Aunque para un planeta lleno de arena como éste, mejor llamarse así que no Paradise-5, por ejemplo. Y dime, ¿a dónde se supone que debemos ir? Espero que sea cerca porque esta arena se está metiendo en mis articulaciones, y puede provocarme un cortocircuito. Diría que esta arena tiene mineral de hierro y eso hace que el polvo sea conductor.
Nuevos maullidos.
—¿Bobby Juan El_Que_No_Ví? ¿Y quién es ese?
Más maullidos.
—¿Un caballero Yeti? Creía que la orden de los Yetis está extinguida por orden imperial.
Maullidos de respuesta.
—Bueno, retirado, entonces. ¿Y dónde está el tal Bobby Juan?
Ladridos de respuesta. (Es broma, lector, fueron maullidos).
—¿Cómo que no lo sabes? ¡Tendremos que preguntar! ¡Y por aquí no hay nadie a quien preguntar!

Pasa un tiempo indeterminado, pero eso no importa porque sigue en la siguiente viñeta. Digo, secuencia.
Llegan a una especie de granja en medio del desierto. Sí, claro, no tiene sentido poner una granja en el desierto, pero es que así son las cosas. En realidad, lo que ocurre es que la granja es del Tío Wen, un escocés al que tocaron unos terrenitos «algo soleados» en el planeta Tatoo-1, en el reparto de la herencia de su tío Wen-Senlao. Fue una pena, porque Wen-Senlao tenía unos sesenta sobrinos. El pequeño Wen esperaba que le tocara algo mejor, como un spa en Albarramona, pero tuvo que contentarse con su suerte. Y gracias a los condensadores de fluxo para destilar agua, no le iba tan mal.
El sobrino del Tío Wen, Lucas Eskay Walter, andaba escaqueado de su trabajo en los huertos hidropónicos cuando vio a los dos robots vagabundos. Escondido tras unas rocas, aprovechaba el tiempo para subir de nivel en Simulator-98. Había logrado pasar de alférez a teniente de nave cazadora, cuando vio a la pareja de robots. El que tenía forma humanoide se dirigió a él:
—Disculpe, señor, pero mi compañero anda buscando el paradero de un señor llamado Bobby Juan. Está en alguna parte de este planeta, pero necesitamos más datos para computar su dirección a través de Gugle-Star.
—¡Ya coño, dos robots sin dueño! ¡Pues hala, ahora son míos y me los llevaré a casa!
Lucas ignoró por completo lo que le dijo el humanoide. Solo comprendió que ambos podrían cubrir su puesto en los huertos, y así él tendría más tiempo para ocupaciones más entretenidas. Incluso podría darse un salto hasta la ciudad del Vicio, donde había miles de casinos y de locales con máquinas de juego y simulación.
—Tío Wen, mira lo que me he encontrado, ¿verdad que molan?
—¿Dónde has encontrado a esos dos? Nos vienen de maravilla para ampliar los huertos. Estaba pensando que el sector 78 tiene una buena sombra y podríamos montar unos invernaderos, ahora que el banco me ha ofrecido una nueva hipoteca.
Lucas dejó a su tío haciendo cuentas. Pero lo de ampliar los huertos no le hizo ni pizca de gracia, pues lo más probable sería que siguieran contando con su ayuda.
Ya por la noche, SI-3-PO despertó a Lucas.
—Disculpe, amo Lucas, pero me veo en la obligación de perturbar su sueño. El otro robot, Pedrito, se ha dado el piro. Vamos, que se ha fugado.
—¡No fastidies! ¿Y por qué lo llamas Pedrito? ¿No es PDRD-2?
—En la lengua de los sajónidos, esas iniciales se pronuncian «Pedrito».
—Bueno, ahora me lo explicas, mientras arranco el buga volador. Por cierto, tú eres «Si-tres-peos», no?
—Sí, amo Lucas.
A bordo del buga volador, SI-3-PO repite lo de buscar a Bobby Juan. Y Lucas cae en la cuenta.
—¡Claro!, ese es Juan  El_Que_No_Ví, que vive en un chozo entre las rocas. Tenemos que ir hacia allá.

Llegaron de madrugada al chozo de Bobby Juan El_Que_No_Ví. Era un sitio difícil de ver, incluso en Gugle-Stars, pero allí lo tenían.
Bobby Juan les esperaba.
—¡Ugh , menos mal! Tú, robot, debes de ser el traductor, ¿no? ¿O lo es este humanoide orgánico?
—Yo no sé más que la lengua de Tatoo-1 y el Galáctico estándar que me enseñaron en la escuela —explicó Lucas.
—Yo domino tropocientos trillones de lenguas, dialectos o modismos, señor —añadió SI-3-PO.
—¡Pues mira a ver qué dice! Lleva repitiendo los mismos maullidos desde que llegó.
PDRD-2 maulló.
—¡Lo ven! ¡Lo mismo otra vez!
—Dice que tiene un mensaje importante de la Princesa Lola para Bobby Juan El_Que_No_Ví.
Bobby Juan localizó un botón sobre el robot. Tenía el dibujo de una boca humana. Lo pulsó.
Apareció un holograma, donde una mujer (la Princesa Lola, claro está), explicaba:
—Bobby Juan, tú fuiste un caballero Yeti en los viejos tiempos anteriores al Imperio. Debes de saber que los que como yo somos contrarios al Imperio, hemos formado la Insurgencia anti Imperial, IaI, y como somos así de chulos enviamos este robot con un disquete de datos bloqueado que debes llevar a nuestra base, en el planeta Albarramona. Y si no puedes llevarlo allí, puedes hacerlo en la Otra Base Secreta de la Insurgencia anti Imperial, OBSIaI.
Luego venían las coordenadas y el detalle de la ruta a seguir en astronave.
Bobby Juan se quedó pensativo.
—Lucas, ¿te apetece convertirte en mi alumno? No te preocupes por la paga, es gratis, pues así me obliga  a hacerlo el sindicato.
—Alumno ¿de qué? ¿Mates? ¿Historia? ¿Lengua?
—Yo no doy clases de esas. Soy un caballero Yeti, el último, creo, y no te cobraré un céntimo, aparte de darte el coñazo con diversos recaditos.
—¡Vale! Así mando por el saco al Tío Wen y su granja. ¿Cuándo empezamos?
—¡Despacio, colega! Aunque no eres menor, él debe autorizarte. Ahora mismo les llamo.
Pero en vez de aparecer la cara de Tío Wen, maltratada por el desierto, se vio la imagen de una joven tan perfecta que solo podía ser una simulación.
—El número marcado corresponde a un local desahuciado por impago de hipoteca.
—¿Y eso? —preguntó Bobby Juan.
—El tío Wen tenía una hipoteca con el Banco Usurero Galáctico (BUG). Está claro que las cosas le iban peor de lo que yo creía. Pero ahora, ¡no tengo ni idea de adonde se fue el tío Wen! ¡Ya no tengo que volver a los huertos! A ver, explícame eso de ser un Yeti.
—Veo que así ha de ser. Que la Fuefa nos acompañe.
—¿Qué es la Fuefa?
—Primera lección. La Fuefa es una cosa medio rara que impregna la matriz del Universo. Si sabes aprovecharla, te permite hacer casi cualquier cosa, pero la clave está ahí, en saber aprovecharla. La Fuefa tiene dos aspectos, muy necesarios los dos pues juntos forman un equilibrio. Está el Lado Simpático, el de los buenos de la peli, y está el Lado Parasimpático, o Antipático, que es el de los malos malosos. Entre los buenos que saben aprovechar el Lado Simpático de la Fuefa están los caballeros y caballeras Yeti, que aparte de vestir como unos monjes y no gastar un céntimo en trajes, usan un sable luminoso de alta tecnología, aunque lleva pilas de esas normalitas, AA. Aquí mismo tengo uno que perteneció a tu padre, Lucas. Se llamaba Aníbal Eskay Walter, y era mi colega de los Yetis, juntos formábamos una pareja invencible. Pero se esfumó.
—¿Cómo es eso?
—Hizo ¡flash! Y ya no estuvo más en este universo. Lo mismo aparece por otra dimensión, ¡quién lo sabe! Pero fue por culpa de Dark Mask. Que tuvo que ver, eso seguro. Bien, aquí está el sable luminoso.
Bobby buscó el receptáculo para las pilas.
—Lo que imaginaba, las pilas han soltado ácido al descargarse y están sucios los contactos. ¡Con la de veces que le dije a tu padre que usara pilas blindadas, y mejor si eran catalinas! Pero él, dale que dale con que las catalinas eran más caras.
Bobby se puso a limpiar los contactos y puso dos pilas algo viejas que encontró tiradas. Le valió para hacer una demostración, antes de que la luz se apagara con un ¡flash!
—En ciudad del Vicio compraremos pilas nuevas.
—¿Y hay que ir allí?
—Claro, colega. ¿o es que te crees que tengo un montón de créditos? La paga de jubilación apenas me da para vestir de esparto aquí en este chozo. Tendremos que jugar en los casinos. Y allí mismo podremos encontrar una nave que nos lleve si queremos pirarnos. Y eso me recuerda que debemos disfrazar a estos robots, porque en los casinos no se permite la entrada de robots.
Poco después partía el buga de Lucas lleno a tope con el propio Lucas, Bobby Juan, SI-3-PO vestido de lagarterana y PDRD-2 dentro de una caja que ponía «10 minibarriles de cerveza de 5 litros», que Bobby no supo (o no quiso) explicar cómo había aparecido.
Como fuera, se dirigían a la ciudad del Vicio.

Y bien, querido lector, te habrás creído que me había olvidado de la Princesa Lola y del malvado Dark Mask. Pues no es así, como podrás comprobar.
Pues eso, que el malo maloso ha capturado a la princesa y le pidió los planos (¿Qué planos? Pues ya lo verás). Y ella le dijo que se fuera a tomar… el aire. Vamos, que no los tenía. Y como no quiso decir nada más, el jefe de los malos dijo:
—Pues nada, nos vamos a la ASI y así hablará.
(Nota: ASI es el Arma Secreta del Imperio).
Y en la ASI la torturó. No, nada de cosas de la Inquisición: potros y esas antiguallas. En la ASI usaban las más avanzadas técnicas de tortura, como ponerle toda la serie completa de varios culebrones mexicanos, todos seguidos y sin descansar. O una sesión del Congreso Galáctico con su discurso del líder Feiled Castrol, uno de esos que duraban horas y horas. Pero lo peor era ponerle seguidos los anuncios de la Lotería de Navidad, uno tras otro sin parar.
¡Y sin embargo, la Princesa Lola no dijo ni pío! (Bueno, tiene que ganarse el título de protagonista, porque si no, se fastidiaba la historia).
Dark Mask seguía sin saber qué había sido de los planos. Sí, los famosos planos.

Y ahora volvemos a ciudad del Vicio, donde llegan Lucas, Bobby Juan y los dos robots disfrazados.
Llegaron a la puerta de un casino, el «Gran Casino 574», y Bobby Juan sugirió que los dos robots se quedaran cuidando el buga.
—Aquí hay mucho chorizo suelto —explicó.
Ya dentro, Bobby pidió una moneda a Lucas.
—¿Cómo es eso? ¿Venimos a jugar al casino y no traes ni una moneda? Menos mal que tengo aquí una de 50. La tenía guardada para comprarme una chocolatina, porque para una hamburguesa no me da.
Bobby no dijo nada y depositó la moneda en una máquina tragaperras. Le dió a la palanca e hizo unos pases magnéticos con la mano. De inmediato salieron tres 7.
—¡Por el agujero negro central! ¡Vaya suerte!
Empezaron a salir monedas de 50 ruidosamente. Todos los presentes se les quedaron mirando.
—Disimula, Lucas —dijo Bobby mientras recogía el dinero. Puso una de las monedas logradas en otra máquina. Otro pase magnético y, ¡otra vez premio!
Después de unas cuantas sesiones con pases magnéticos, un gorila se plantó junto a nuestros chicos.
—¿No estarán haciendo trampas, ustedes dos, verdad? —preguntó el gorila.
—Claro que no, señor —dijo Lucas mientras depositaba otra moneda en una máquina que aún no había probado. Salieron dos sietes y cuatro avances. Lucas realizó tres avances y apareció el siete que faltaba. No hubo pases magnéticos esta vez (con el gorila a la vista, Bobby no podía arriesgarse), pero es que alguna vez hay suerte de verdad. Y encima, la máquina tenía un bote voluminoso.
Decidieron que no debían arriesgarse. Cambiaron las monedas por billetes y una hamburguesa (Lucas tenía hambre, pues no había comido desde la noche anterior) y se fueron a otro casino, donde se repitió la misma «suerte» de Bobby.
¡Claro que hacía trampa, lector! Con esos pases magnéticos, Bobby aplicaba la Fuefa para que los mecanismos de las máquinas tragaperras giraran justo como él deseaba, dando la combinación de premio máximo. Cuando Lucas lo supo, le dieron más ganas de aprender los secretos de la Fuefa.
—¡Quiero ser un caballero Yeti!
—Despacito, colega, que apenas acabas de empezar el primer curso.
Hicieron cuentas.
—Va justo para un pasaje —dijo Lucas—. Solo uno, no dos.
—Eso sería en una nave de pasaje. Pero aquí, en ciudad del Vicio, hay muchos traficantes que aceptarían llevarnos en plan pirata a mitad de precio que un pasaje oficial. Mira, ahí mismo hay una cantina donde podremos encontrar a uno de esos traficantes.
—¡Pues me gusta la idea! No me vendría mal un trago.
—Los niños no deben beber.
—¡Oye, que no soy un niño! Tengo 12 años. Años de Tatoo-1, claro.
Bobby hizo unos cálculos mentales.
—Eso son 18 años y medio de Corujoscán, el planeta capital. Vas justo, chaval. Pero vale, te dejo tomar un trago, si es de cerveza.
Poco después, Bobby presentaba a un humano y una especie de perro lanudo bípedo.
—Estos son Boy Solo y Echabaca. Tienen la nave Balcón Millonario a nuestro servicio.
—Salimos de inmediato, así que si tienes que ir a mear, hazlo ya —dijo Boy Solo.
Y Echabaca añadió unos gruñidos, pues ese era su lenguaje.
—La llevo clara —comentó Lucas—. Deberían ponerse a conversar éste y Pedrito. Uno ladrando, el otro maullando, será como una pelea…
Llegaron al hangar del puerto espacial y tuvieron que subir pitanto. Un escuadrón de soldados imperiales les pisaba los talones.
¿De dónde habían salido?
Tienes que disculparme, lector, porque olvidé comentar que, aparte de montar el numerito y secuestrar a la princesa, Dark Mask mandó buscar a los robots en el planeta Tatoo-1. Ya tenían una descripción detallada y a punto estuvieron de pillarlos. ¡Menos mal que Bobby cortó una narración detallada y pormenorizada de las aventuras del Balcón Millonario en sus contrabandos más recientes!
Así pues, llegaron a tiempo, despegaron, y aún tuvieron que enfrentarse a dos cazas imperiales.
Lucas lo pasó de miedo disparando a uno de los cazas.
—¡Es mejor que en el simulador! —dijo.
Por fin, ya libres de perseguidores, Bobby volvió a preguntar.
—Entonces, ¿vamos a Albarramona?
—¡Claro que sí! —respondió Bobby.

Es curioso, pero poco antes Dark Mask había decidido ir también a Albarramona. Pero no de visita precisamente.
Resulta que él sabía que ese era el planeta de la Princesa Lola, y al muy malvado se le ocurrió presionarla para que le dijera dónde estaban los planos.
—Si no me dices dónde los has escondido, me cargo al planeta —amenazó.
—Dudo mucho que puedas hacerlo. Podrás bombardearlo, si quieres, pero la Base Secreta de la Insurgencia anti Imperial (BSIaI) sobrevivirá.
—¡Mira tú por donde ahora tengo dos motivos para disparar! —y dirigiéndose al oficial a cargo del cañón gordo, ordenó—: Dele caña.
Y tres potentes rayos que se unieron en uno para mayor potencia, tres rayos en uno decía, partieron rumbo al planeta Albarramona. Y lo dejaron frito, flambeado más bien, chamuzcado. Vamos, que se lo cargaron. Donde estaba el planeta no quedó nada, ni unas rocas en plan nube de asteroides. Nada de nada.
Y fue esa nada lo que encontró Boy Solo cuando el Balcón Millonario había salido del hiperdespacio.
(Un momento, creo que no lo había dicho: el hiperdespacio es la forma que tienen las naves para ir de un lugar a otro a mayor velocidad que la luz. Activas los motores, desapareces del espacio normal y apareces en otro lugar, donde querías llegar –salvo si era mal piloto, que entonces apareces en otro lugar–. Y ya está, no pienso dar más explicaciones).
Pues eso, que salieron del hiperdespacio y no había nada.
—¿Dónde está Albarramona? —preguntó Bobby Juan.
—Eso digo yo —replicó Boy.
—¡Eres un mal piloto! Seguro que te has equivocado con las instrucciones al motor para ir al hiperdespacio. No si ya lo decía yo, que me parecía que este cacharro no estaba en condiciones…
Echabaca gruñó. PDRD-2 maulló. SI-3-PO exclamó: —¡Cielos!
—¡Todo el mundo a callar! —gritó Boy Solo—. Echabaca tiene razón. Las coordenadas estaban bien. Algo pasó con el planeta.
—¡Hay algo en el radar! —exclamó Lucas, que estaba junto a una pantalla, pensando que si se terciaba podría ser capaz de pilotar aquella nave, pues le recordaba al simulador.
En efecto, el radar mostraba una pequeña esfera.
—¿Será el núcleo del planeta? —preguntó Bobby Juan.
Dirigieron la nave hacia aquella esfera. Cuando ya estaban más cerca, Bobby exclamó:
—¡Mierda! Eso no es el núcleo de un planeta. Es una estación espacial, y bien gorda. Creo que estamos a la vista del Arma Secreta del Imperio, ASI.
—Va a ser que sí —replicó Boy Solo—. Echabaca, ¡dale a la reversa!
La nave gruñó (la nave, no solo Echabaca), pero siguió en dirección a la ASI.
—¡Nos han atrapado! —observó Lucas Eskay Walter.
—Aún no del todo —dijo Boy Solo, enigmáticamente.

(Continuará)

08 abril 2017

"Seña" Luisa y el madroño

En un lugar de Anaga que llaman El Roquete, allí vive "Seña" Luisa. Vive sola, cerca del barranco, a gran distancia de la casa más cercana. La casa de "Seña" Luisa es de piedra y techo de paja; al lado tiene una conejera y un pequeño gallinero donde duerme media docena de gallinas. Y si digo que allí duermen es porque siempre están sueltas.
Se preguntarán ustedes que por qué "Seña" Luisa vive sola. ¿No tiene hijos? ¿Ni marido? ¿Ni siquiera hermanos, sobrinos o primos? Pues eso tengo que explicarlo: es viuda, su marido murió hace no sé cuántos años, tantos que casi nadie lo recuerda; hijos, tiene varios, unos dicen que cuatro, otros que siete, en fin, ¡vaya usted a saber cuántos son! Pero una cosa sí es segura: todos ellos se han ido, la mayoría a la ciudad, uno o dos a Venezuela, y parece que hay uno en Alemania, o por ahí cerca. ¿Y otros familiares? Nadie los conoce; según "Cho" Julián, el de Almáciga, "Seña" Luisa vino con su marido de otra isla, puede que fuera Lanzarote, hace un montón de años, cuando las langostas se comieron casi todo lo verde y los dejaron arruinados. Pero dice el cura de Taganana que eso no puede ser, que seguramente "Seña" Luisa vino de Teno porque así lo pone en uno de sus libros.
¡En fin!, ¿quién lo sabe? Sea de donde sea, "Seña" Luisa es una mujer muy buena, que siempre tiene su cafetera lista para cualquiera que pase por el barranco, incluso para esos turistas mochileros que creen sabérselas todas, y no tienen ni idea. Si usted pasa por allí, y "Seña" Luisa está en casa, tiene su tacita de café bien negrito, y unas galletas que ella misma cocina. Y, con un poquito de suerte, algo de mistela que consigue en la venta del pueblo.
Loreto, la que tiene la venta, la conoce bien. Todos los jueves, "Seña" Luisa va por allí con su cesto de huevos y hierbas que recoge, y se lleva algo de la venta: café, mistela, azúcar, gofio, puede que alguna fruta como manzanas o naranjas, y a veces algo de carne o pescado. Loreto nunca le cobra, pero tampoco le paga por lo que trae "Seña" Luisa; es un trueque al viejo estilo, y muchos dicen que Loreto pierde con el negocio, pero es que ella también es muy buena.
Pero "Seña" Luisa es más conocida por sus hierbas y sus rezados. Ella es curandera, o mejor dicho santiguadora, y de muchas partes (incluso de las ciudades) viene la gente para que quite el "mal de ojo" o los "empachos". Y también otras cosas: dolores de cabeza, de espalda, de ciática. Porque "Seña" Luisa sabe de rezados y de hierbas, ¿o ya lo dije? ¡creo que sí!
Bueno, como decía, ella sabe lo que es más adecuado para cada cosa, si unas hierbas, si unos rezos, o si lo mejor es que vaya al Hospital "pa" que te vea el médico. Porque eso sí, si ella ve que no te puede curar, te lo dice y no cobra nada.
¿Dije ya lo que cobra "Seña" Luisa? Creo que no, ¿verdad? Pues bien, ella no quiere dinero, dice que no se aclara, que en sus tiempos un real era mucho dinero, y ahora no es nada, y que no sabe leer lo que ponen esos billetes que se usan ahora. Que no se entera con el follón este del “eugro”. Ella quiere que le lleven dos o tres kilos de papas, si son de buena semilla basta con medio kilo, o si no, otra cosa parecida. Y si alguien se olvida, ¡no importa!, ya se lo llevará otro día. Ella confía en la gente, dice que todo el mundo es honrado, incluso los ladrones. Y todo el dinero que le den lo deja en la iglesia, cuando va a misa, allá por Pascua o por Navidad.
Hay que ser muy tonto para no saber de dónde saca "Seña" Luisa sus hierbas. Todo el mundo sabe que en el monte hay hierbas para cualquier enfermedad, lo que hace falta es saber cuál sirve para cada cosa, y ¡eso sí!, es algo que muy pocos saben.
Y ahora me doy cuenta de que soy un mentiroso, y por eso tengo que pedirles perdón. Porque todo el rato he estado diciendo que "Seña" Luisa cura con las hierbas, y eso no es del todo cierto. También usa flores, frutas o incluso tierra. Pero es lo mismo: la mayoría son hierbas, y así las llama la gente, las hierbas de "Seña" Luisa.
Digo todo eso porque tengo que hablarles del madroño. ¿O ya lo dije? Me parece que no.
Bien, al lado de la casa de "Seña" Luisa hay un madroño, viejo, muy viejo, que según parece ya era viejo cuando ella y su marido hicieron la casa. Por aquellos tiempos había muchos madroños, según dicen; yo sólo recuerdo ver dos o tres, aparte del de "Seña" Luisa, por supuesto. Los demás se han perdido, los han cortado para coger la madera, que como saben es roja y muy bonita. Y a nadie le ha dado por plantarlos. Aunque me parece que el año pasado vino un joven barbudo, dijo que era de la "Conserjería", o algo por el estilo, y preguntó por los madroños. ¡Pero eso no importa ahora, caramba! Sigamos hablando de "Seña" Luisa.
Decía que al lado de su casa hay un madroño, y ella le tiene muchísimo cariño. Parece ser, pues la verdad es que nadie lo sabe, que muchas de esas llamadas hierbas de "Seña" Luisa tienen hojas, raíces o frutos del madroño. Bueno, sea verdad o no, lo cierto es que a ella le hace mucha falta. Porque tomillo, brezo o musgo, pongamos por caso, puede ella buscarlos por todos lados, pero su madroño es el único de toda la zona. Muy lejos de allí, a dos o tres horas de camino, creo que hay otros madroños, pero no estoy seguro. Y, si los hay, están muy lejos para "Seña" Luisa, que ya cojea un poco. ¿Conté lo de cuando se cayó en el barranco? Creo que lo mejor será dejarlo para otro día...
Sigamos con el madroño. Resulta que hace unos años vinieron por aquí unos señores cargados de planos y aparatos para medir. Creo que eran del "Picona", o puede que de la "Conserjería", ¡yo que sé! Bueno, de donde fueran, lo cierto es que decían que iban a hacer una carretera. Hicieron sus medidas, apuntaron en sus planos, y se fueron. Y al año aparecieron los tractores.
Yo ya sabía lo que iba a pasar, porque hacía poco que habían terminado la carretera hasta Taburche, y allí las cosas habían cambiado por completo: todos los domingos aparecían los de la ciudad con sus coches y sus chiquillos. Los tres o cuatro bares y la casa de comida que pusieron se llenaron de oro. Lo mismo la venta, que ahora tiene más baratijas que nunca, de esas que se llevan como recuerdos. También hay mucha más basura que antes por el monte, y es raro el domingo en que alguien no pisotea las papas sembradas. ¡Ah! y todos los chicos del pueblo quieren comprarse un coche o una moto para irse a la ciudad a las discotecas, dicen que el pueblo es aburrido.
Pues eso que pasó en Taburche, pasaría aquí, eso yo lo sabía. Y a muchos les parecía bien, porque con la carretera uno podría ir al Hospital más rápido si le tiraba la burra y se "esnucaba". Yo no estoy seguro de que todo sea para bien, pero ¿qué voy a hacer?
Decía yo lo de los tractores. Pues resulta que con los tractores aparecieron unos obreros con una sierra de motor, que hacía un ruido de mil demonios. Y fueron a casa de "Seña" Luisa, a cortar el madroño.
Yo la tenía por mujer tranquila porque nunca la había visto enfadada. Hasta ese día, claro está. ¡Mi madre! ¡Era el mismo demonio! ¡Cómo se les enfrentó! ¡Y las cosas que dijo, que vergüenza me da repetirlas! ¡Y eso que, como ustedes saben, a mí bien que me gusta largar unas palabrotas de vez en cuando! (Pero ahora hay niños, así que mejor es que controle la lengua).
¡Los pobres obreros salieron corriendo como alma que se lleva el diablo!
Al día siguiente vino el capataz a hablar con "Seña" Luisa. Cuando ella supo a qué venía, no le invitó a café, ni siquiera le dejó entrar. Yo estaba allí, de nuevo, porque me olía lo que podía pasar y quería ayudarla.
El capataz nos explicó que la carretera tenía que pasar por allí, y que debían cortar el madroño. La casa se salvaba, así que "Seña" Luisa tendría la suerte de vivir junto a la carretera.
– ¿Suerte, o maldición, hijo de mala madre? –respondió la mujer– ¿Qué será de una pobre vieja como yo, cuando los gamberros de la ciudad se enteren de que vivo sola, y vengan con sus coches por la noche? ¿Y de qué voy a vivir si me despojan del único árbol que me da para mis hierbas? ¡Antes prefiero que me maten!
– ¡Señora, por favor!, creo que podemos hallar una solución –respondió el ingeniero, ¿o era el capataz?
– Mire usted, señor ingeniero –intervine yo– Creo yo que debería explicarle a usted algunas cosas. ¿Por qué no vamos a la venta y se toma un vasito del vino de Loreto?
– ¡Cuidado, José, cuidado con lo que le dice a este sinvergüenza! ¡Y no se deje engañar!
– ¡Estése tranquila, "Seña" Luisa, que yo sé lo que hago! Que yo tampoco me chupo el dedo...
En la venta de Loreto, el hombre de la ciudad se echó al coleto casi una garrafa de vino, que luego Loreto me cobró, por supuesto. Menos mal que era del vino barato, que Loreto sabe bien a quien le da el vino bueno.
Entre vaso y vaso pude explicarle al hombre aquel, quién era "Seña" Luisa, y lo importante que era para ella el madroño. Incluso creo que llegué a enfadarme, y empecé a gritar (yo también bebí más de la cuenta). Como fuera, con los gritos los otros que estaban en la venta se enteraron de lo que pasaba, y casi matan al pobre ingeniero.
Pero por una u otra razón, el pobre hombre estaba mareado, y no pudo irse a su casa. Alguien dijo de llevarlo al Hospital, pero tendría que ser en burro, por lo menos hasta Taburche.
El ingeniero, aunque estaba bastante malito, podía hablar un poco, y dijo que no era nada, que sólo necesitaba descansar, y que si al otro día seguía igual, entonces sí que lo lleváramos al Hospital. Dijo algo de llamar un "licótero", pero yo no lo entendí.
Bien, pues lo llevamos a la casa de Loreto, que vive al lado de la venta y tiene una habitación que a veces alquila. Ya en la cama, el hombre empezó a vomitar, y echaba unas bilis verdosas y malolientes. Yo tuve que salir corriendo, antes de que también me dieran ganas de vomitar.
¿Y a dónde iba a ir, sino a casa de "Seña" Luisa? Mucho me temía que ella, con la rabia que le había cogido, en vez de curarlo lo envenenara, pero yo no podía hacer otra cosa. Esto no es la ciudad, donde hay montones de médicos.
Tengo que decir que "Seña" Luisa vino corriendo, a pesar de su cojera, y con la bolsa que siempre lleva a todas partes. Nada más ver al hombre, empezó a rezar:
– Santa María, Madre de Dios, Señora del Mundo, Tú que quitas los Pecados con el Permiso de Tu Hijo...
Y así durante más de media hora.
Luego salió, toda sudores, y le dio a Loreto una bolsita de tela.
– Ésto, lo hierves un cuarto de hora y lo endulzas con miel de abejas. Tiene que tomárselo caliente, aunque se queme. Mañana estará bueno, si Dios quiere.
– ¿Pero qué tiene ese hombre? ¿Acaso será el vino?
– No lo creo, porque ahí mismo tienes a José, que también se mandó un buen pico, y sólo está algo "enchispado".
– ¡Yo no estoy "enchispado", mujer! –exclamé, aunque no sé si me creyeron...
A la mañana siguiente, el ingeniero o lo que fuera se levantó como nuevo. Por suerte todavía recordaba todo lo que pasó, y se fue a buscar a "Seña" Luisa.
Esta vez ella sí que le invitó a café.
– Y, dígame señora, ¿qué contenía la bolsita? Le daría miles por saber la receta.
– ¡Quédese con sus miles y sus millones! Lo que puse en la bolsa es un secreto. Sólo le voy a decir uno de los ingredientes: semillas de madroño, de ese madroño que ustedes pretenden cortar.
El ingeniero se quedó pensando.
– ¡Hum, creo que puede olvidarse del asunto! –fue todo lo que dijo.
– ¡Pues hijo mío, si es así te juro por la Virgen que siempre te lo agradeceré!
Como fuera, lo cierto es que la carretera no pasó por allí. Al final llegó justo hasta la venta de Loreto, que ahora está pensando en poner un "restorante", o algo parecido, vamos que será una casa de comida en plan fino. Y allá en el barranco, lejos de la carretera, está la casa de "Seña" Luisa, con su madroño al lado.
Y casi todos los meses viene el ingeniero con su coche, lo deja aparcado en la plaza junto a la venta y él se va caminando hasta la casa de "Seña" Luisa; ella siempre lo espera con su cafetera al fuego y sus galletitas.

Cuento incluido en "Draco y otras historias para niños"

02 marzo 2017

Icaro

La nave tripulada Ícaro se había adentrado en la órbita de Mercurio. Nunca un vehículo tripulado había llegado tan cerca del Sol.
      Y nunca una nave tripulada había visto «la otra cara» del Sol.
      Aunque decían los científicos que eso carecía de sentido. Que el Sol gira sobre sí mismo y que tarde o temprano muestra todo su globo hacia cualquier observador, en la Tierra o en cualquier otro lugar. No hay «cara oculta», decían.
      Y sin embargo John LaPorta sentía que era la primera vez que estarían detrás del Sol, ocultos de la Tierra.
      Junto con Magie Ortíz y Sergei Ivanovich se disponían a perder las comunicaciones con la Tierra.
      —Control, aquí Ícaro. Dos minutos para que la corona se interponga.
      —Aquí... Gzzzz... Inutos recibi... Grrrsss.
      —Control, me temo que las interferencias han empezado antes. No recibimos.
      —Krrrgrr...
      —¡Déjalo, John! —comentó Magie—. Los límites de la corona no están bien definidos, ya lo sabemos.
      —Las interferencias empezaron antes de lo previsto —añadió Sergei.
      —Vale, pero dejaré el canal abierto.
      John echó una mirada al telescopio que apuntaba a la Tierra. La imagen era borrosa, como si una masa de gas se interpusiera. Y eso era justo lo que estaba sucediendo.
      Esperaron un minuto para contemplar lo que tenían debajo.
      Hasta entonces, la superficie ardiente del Sol se había visto matizada por los filtros. Toda clase de filtros protegían a la Ícaro de la enorme radiación que recibían de la estrella. En visible, en infrarrojos, en ultravioleta, en radio... en todo el espectro electromagnético.
      Los filtros dejaban pasar un poco del visible, para que les fuera posible ver. Pero ese poco era un resplandor casi intolerable.
      Y ahora el resplandor estaba desapareciendo...
      —¿Qué diablos? —exclamó John.
      Un minuto más y bajo ellos la mayor de las negruras.
      —Magie, quita el filtro visible —ordenó Sergei.
      —¿Estás loco? ¡Nos freiremos!
      —Sólo un segundo. Mantente lista para ponerlo de inmediato.
      —Como ordenes.
      Magie pulsó un botón en el control y el filtro visible desapareció.
      Seguía la oscuridad.
      Ahora, Magie fue eliminando filtro tras filtro. Y observando con atención los indicadores.
      No recibían nada de radiación del Sol.
      —Es como si no hubiera cara oculta del Sol —observó John.
      —¡No es posible! —exclamó Sergei—. ¡Está comprobado el giro del Sol! ¡Y hemos lanzado miles de sondas que han dado la vuelta al Sol!
      —Pero todo eso son aparatos —dijo Magie.
      —¿Qué insinúas?
      —No insinúo nada, Sergei. Lo digo con toda claridad. Somos los primeros seres humanos que vemos directamente el otro lado del Sol. Y no hay nada.
      —Entonces, el universo no es lo que parece —sugirió John.
      —Así es —confirmó Sergei—. El Sol es plano. Fijaos bien, sólo tiene una cara.
      Había enfocado el borde de la cara oscura. Era fina como el papel.
      En ese momento se encendieron los motores de la nave.
      John corrió hacia sus controles.
      —¡No he tocado nada! Pero están a la máxima potencia. ¡Y estamos justo en el perihelio!
      La nave Ícaro salió detrás del Sol con velocidad suficiente para salir del Sistema Solar.
      —Creo que está claro, señores —comentó Magie—. Dios nos está llamando.
      —Espero que sea para darnos alguna explicación —añadió Sergei.
   

09 diciembre 2016

Cuento de Navidad

Rudolph, el reno jefe, fue corriendo a llamar al Jefe
—¡Santa! Aquí hay tres señores que quieren hablar con usted.
—¡Quien cojones me viene a molestar ahora! ¡Esta misma noche tengo que empezar el reparto, ¡carajo!
En la puerta del Claus’ Palace se plantaron tres monarcas, cada uno con su escolta de seguridad. Los tres grupos de soldados se apostaron, prestos a proteger a cada uno de los Reyes Magos.
Ante semejante despliegue de armamento, Santa se alarmó.
—¿Qué cojones pasa aquí? ¿Un golpe de estado?
Uno de los reyes se adelantó, protegido por cuatro hombres vestidos de caqui y con chaleco antibalas, armados con enormes fusiles ametralladores.
—Tranquilo, Santa, soy Melchor. Es que de donde venimos hay que tomar todas las medidas de seguridad posibles, los muyahidines están dándonos por culo. Disculpa a nuestras escoltas, pero por el camino nos han molestado bastante.
—Vale, ahora lo entiendo, pero aquí no hay peligro. Me ponen nervioso todos esos soldados.
Melchor hizo un gesto, sus dos compañeros asintieron y la escolta militar se apartó. Santa Claus respiró aliviado.
—Bien, ¿qué se les ofrece? Esta noche es Nochebuena y tengo trabajo, como imagino que sabrán ustedes, majestades.
—Claro que sí, y de eso queríamos hablar. Nos estás quitando el trabajo, cabrón, pues los niños prefieren pedir los regalos al principio de las vacaciones y no al final como es nuestro caso.
—Yo no tengo la culpa, majestades. No puedo hacer nada.
—Lo harás —concluyó Melchor e hizo un nuevo gesto.
Los soldados tomaron sus armas y entraron en tromba en el palacio de Santa Claus.
—Estás secuestrado —anunció Melchor—. Revisaremos todas las cartas que has recibido y verificaremos que a todo el mundo le queden pendientes la mayor parte de los regalos para el 6 de enero. Tú sólo repartirás las chucherías que mantengan entretenidos a los críos hasta que lleguen nuestros regalos.
Baltasar y Gaspar se acercaron.
—¡Y como protestes no te dejaremos ni siquiera repartir las chucherías! —exclamó el rey negro.
—O mejor protesta, así me podré comer a tus renos —añadió Gaspar, mirando con gula a los animales.
Rudolph defecó en la nieve. Estaba asustado.

21 julio 2016

PURPURARIAE INSULA

En un yacimiento arqueológico situado en la montaña Bayuyo, Fuerteventura, se han localizado unas sorprendentes tablillas de arcilla con textos en latín. Se han datado como procedentes del siglo 2 dC. Siendo un texto en una lengua conocida, ha podido ser traducida con facilidad, y a continuación se expone su contenido. Faltan algunos fragmentos, pero en su mayor parte el texto es legible… y comprensible.

Flavio Quinto Petronio es quien esto escribe. Lamento tener que hacerlo usando un stilus de madera sobre arcilla, y no en un papiro o pergamino como sería mi deseo, pero este es el único material del que dispongo en estas islas perdidas de la mano de Neptuno.
      Hace años que no viene una galera a visitarnos, y sospecho que ya no vendrá ninguna. El Emperador de Roma, sea quien sea, ha prohibido la fabricación de púrpura en este lugar y ni siquiera el garum justifica que los barcos pasen por estas islas. Mi esposa Lidia y yo no tenemos ropas de lino, lana o seda sino toscas pieles para vestirnos; aunque gracias a Vesta no tenemos mucha necesidad de vestimenta.
      Llegamos a la llamada Purpurariae Insula 1 hace ya muchos años. Fue con fecha CMV ab urbe condita 2 cuando Claudio Argento me convenció para dedicarme a fabricar púrpura.
      Era emperador Antonino Pio y éste obtenía pingües beneficios con la púrpura. Todos los patricios querían tener al menos una prenda con púrpura, aunque este privilegio se reservaba a los senadores. Muchos lo llevaban de forma disimulada. Pero lo llevaban y eso era lo importante para nosotros, comerciantes de telas y tintes en Roma, la Eterna.
      Claudio me convenció cuando me hizo saber que hasta un vulgar retiario 3 retirado, Maximo Retis, quería una túnica teñida en púrpura. ¡Un simple liberto, aunque estuviera cargado de denarios! Maximo le preguntó cuánto le costaría, y aunque Claudio le exigió pagar en áureos ni siquiera (…)
      (…) llegamos Lidia y yo al pequeño campamento. Lidia insistió en traer sus dos esclavos personales, Aura y Marcelo, que casi se mueren del mareo en la trirreme. Lo mismo que Lidia. Esperábamos un gran campamento, casi una ciudad, y en su lugar vimos una docena de chozas, como un campamento militar pero sin soldados. Gracias a Mercurio, los esclavos que compré estaban casi todos ellos vivos, sanos y listos para trabajar.
      El embaucador de Claudio me aseguró que él tenía que quedarse en Roma atendiendo sus negocios, y los míos, pero yo creo que él estaba más al ocio que al negocio, pues siempre lo vi en las termas. Pero lo cierto es que no me acompañó, aunque sí me explicó todo lo que había que hacer. Y para el resto pude contar con el liberto que estaba a cargo del lugar antes de mi llegada, Sextiliano.
      La púrpura fenicia se obtiene de una especie de caracol marino, eso creo, porque por supuesto los fenicios no han revelado su secreto, pese a las presiones del Emperador; pero éste se conforma con tener la exclusiva de su venta. La que a mí me interesaba era la otra púrpura, la falsa, como la que se sacaba de una planta, una especie de liquen que crece en estas islas.
      La planta era una negra con pequeñas manchas blancas. Cuando Sextiliano me la mostró no pude menos que pensar en cómo mi futura riqueza podría depender de algo tan pobre.
       Según me dijo el liberto, había que recogerla y dejarla secar, luego molerla hasta hacerla polvo, y mezclar el polvo con orina y cal, por ese orden, mientras se removía en un recipiente tapado durante varios días. El resultado sería una pasta rojiza que sólo un ojo experto podría distinguir de la púrpura imperial. Luego sólo quedaría empaquetarla para llevarla a Roma, escondida de tal forma que pareciera otro producto valioso, como especias de la India o sal.
      Encontramos nativos de la vecina isla Junonia, pero sólo se dedicaban a buscar la planta, orchilla la llamaban. Para las demás operaciones debíamos usar esclavos, pues los nativos se negaron a hacerlo incluso pagando en sestercios. No me extraña, pues los vapores que se desprendían eran insoportables, hasta para los esclavos que no podían evitarlos; de hecho, perdimos unos cuantos hombres antes de aceptar que se cubrieran la boca y nariz con un trapo.
      A Lidia le costó adaptarse al campamento. No teníamos termas, aunque al menos podíamos bañarnos en el mar, tras reservar un espacio para ella y para mí, lejos de miradas espurias. Aura la acompañaba en esas labores y Lidia aceptó que Marcelo me ayudara a mí en el baño, pues yo no tenía esclavo personal para mi higiene.
      Pero salvo esos gratos momentos en el mar, en vez de en las termas, Lidia no tenía mucho que hacer en la pequeña tienda militar que usábamos como vivienda. No teníamos ni una lira, tampoco disponíamos de rollos para leer.
      Al menos yo podía dedicarme al negocio, ya que no al ocio, controlando a los esclavos como si fuera un mayoral; o haciendo cuentas, que es lo que realmente me gustaba. Pero Lidia, ni eso. A veces le pedía que vigilara a las esclavas, pero ella no soportaba aquellos olores amoniacales.
      Al segundo año, conseguí una lira y cinco rollos con obras de Petronio y Virgilio, y con eso ya no tuvo tanto motivo para quejarse. O eso me dijo, tal vez para que yo no me preocupara.
      Recibía cartas de Claudio con cada galera, donde me informaba de (…)
      (…) apenas tenía dos decurias pagadas con mi pecunio. Los decuriones me eran fieles, recordando mi feliz paso por la Legión Quinta y mis logros en las luchas contra los germanos; pero no tenía dinero más que para los escudos y gladios de los soldados y alguna vez no pude pagarles la comida a tiempo; gracias a Mercurio y Neptuno, las galeras llegaban con oro para evitar una revuelta.
      Las pequeñas tinajas de tinte llegaban bien, escondidas en tinajas mayores. Claudio recubría todo con cera y ponía por encima clavo o canela, si quería que pareciera un producto de la India, o simplemente sal si no tenía especias a mano. Si algún questor decidía hacer una inspección, no vería otra cosa que la sal o la especia.
      Pero no me gustó que el Emperador supiera de nuestro negocio. Aunque conseguimos esconderlo de las inspecciones, las ventas no podían disimularse.
      Y, en efecto, días después llegaron dos galeras llenas de legionarios. Lo peor, se trataba de una centuria completa de pretorianos, insobornables y fieles al Emperador.
      Destruyeron las tinas de púrpura, masacraron mi pobre tropa (salvo cinco que abandonaron las armas y se entregaron de inmediato) y arrasaron mis depósitos. El polvo se mezcló con el agua del mar, que adquirió un hermoso color púrpura.
      Lidia y yo logramos huir hacia Junonia, dejando atrás a Marcelo, Aura y los demás esclavos. Subimos a bordo de un pequeño bote con los nativos que volvían a su pueblo. Sextiliano había muerto a manos de un pretoriano.
      Y aquí llevamos años. Viviendo en una cueva, alimentándonos con harinas extrañas, vistiendo pieles y hablando una lengua que no se parece en nada al latín. Al principio esperábamos la llegada de alguna galera, pero no hemos visto ninguna. Y nos han dicho que es mejor así, pues cuando vienen lo hacen para capturar esclavos, por lo que es preferible esconderse en las montañas. No cabe duda de que cualquier legionario que nos vea, a Lidia o a mí, nos tomará por un nativo más, y no tendremos ni oportunidad de hablarles en latín y decir nuestra procedencia ciudadana de Roma.
      Así que es mejor seguir escondidos.

1 Islote de Lobos
2 Año 153 dC
3 Gladiador que luchaba con una red

11 junio 2016

Café

Según las creencias de los güaterines, Gelbrania creó el mundo y luego a los humanos. En aquel tiempo, sólo existían los días, no había noches; el Sol estaba siempre en lo alto aunque no daba tanto calor.
Pero Kildren, su pareja, protestó ante Gelbrania. Necesitaba oscuridad para que no se viera cuando hacía algo malvado.
Gelbrania entendió sus razones y creó la noche. Durante doce horas al día, Kildren tendría la oscuridad que le hacía falta.
Ahora fueron los humanos quienes se quejaron. Antes podían dormir cuando quisieran, pero ahora debían hacerlo durante la noche. Sin embargo, algunos debían vigilar las acciones de Kildren, y ahora no podían hacerlo pues estaban cargados de sueño.
Gelbrania no hizo caso de los humanos y fue Kildren quien les regaló el café. Tomándolo, podían aguantar por las noches sin dormirse y así vigilar.
Así pues, según los güaterines, el café es un regalo de Kildren a la humanidad. Pero para los güaterines, no hay dioses buenos ni malos. Así pues, cabe preguntarse: el café, ¿es una bendición o una maldición?

24 abril 2016

PASAJES DEL LIBRO DEL GÉNESIS CENSURADOS

Yaveh creó al hombre y a la mujer. Y los creó iguales. Al hombre le puso por nombre Adán y a la mujer Lilith…
Y fue Adán a quejarse a Yaveh. «La mujer es mi igual, y no me obedece», dijo. «Puede yacer con quien quiera, con cualquiera de los seres celestiales, porque le gusta hacerlo». «Sólo tiene los hijos que desee tener, y los tiene cuando desea hacerlo, sin dolor».
Yaveh habló con Lilith. «El hombre se queja de que tú no le obedeces». «Soy su igual», dijo ella, «y no le pido a él que me obedezca, luego tampoco he de obedecerle yo. Soy libre de hacer lo que yo quiera».
Lilith se fue del Paraíso, y fue libre para siempre, pues Yaveh la había hecho eterna, como al hombre.
Yaveh se mostró muy disgustado. Durmió al hombre y le quitó la vida eterna. «Sólo vivirás el tiempo que yo decida», dijo Yaveh.
Y con la costilla de Adán, Yaveh hizo otra mujer. La llamó Eva, y le dejó un precinto de garantía para poder saber cuando yaciera con un hombre por primera vez, y que ese hombre también lo supiera.
Adán comprobó que Eva tenía precinto, y supo así que él era el primero en yacer con ella. Y le pareció que era bueno saberlo.
Y Eva le obedecía siempre que él le daba una orden.
De Lilith ya no se supo más.

08 abril 2016

Tres microrrelatos

LA LISTA

—¡No me lo puedo creer! —dijo.
      Miró la lista una y otra vez.
      No estaba en ella.
      Por tanto, debía desaparecer.
      Y desapareció.
     


LA ESPERA

—Debe usted esperar aquí —le dijeron, indicando un asiento muy cómodo.
      Han pasado 385 años y aún sigue esperando.
         


ATERRIZAJE

—Señores pasajeros, estamos a punto de aterrizar, así que aseguren los cinturones de seguridad y agárrense bien los machos.
      El avión desplegó sus enormes patas de aterrizaje y se posó en diez metros de pista.

28 enero 2016

Nueva historia de Draco

No es frecuente que una planta tenga nombre, pero Draco lo tiene. Tal vez porque es un drago, nombre científico Dracaena draco. No es un árbol, pero lo parece. Es viejo, aunque no tanto como aquel otro espécimen que dicen los humanos tiene dos mil años de edad.
      La vida de Draco empezó de forma muy azarosa. Un mirlo comió los frutos anaranjados y riquísimos que daba una planta (su madre y su padre). Volando, el pájaro decidió expulsar lo que le sobraba, como hacen las aves. La deposición cayó en suelo fértil, y una semilla germinó, bien abonada.
      Draco comenzó sus días en peligro. Una diminuta mata, fácil de confundir con la hierba y con el riesgo de que cualquier animal la devorara; o simplemente la aplastara al pasar. Pero tuvo suerte y creció. Llovió y la tierra absorbió el agua. Algún caracol comió parte de sus escasas hojas, pero no le hizo un daño permanente.
      Cuando ya medía dos palmos de altura, apareció otro peligro, que Draco ignoraba. Un grupo de humanos había decidido construir un edificio en la tierra donde estaba Draco. Llegaron los tractores, pero uno de los operarios vio al pobre drago entre la hierba y pidió que lo salvaran.
      Otros humanos cortaron la tierra alrededor de Draco y lo pusieron en una maceta. Lo llevaron lejos, a un lugar donde había muchas plantas en macetas, casi todas jóvenes. Algunas eran dragos como Draco, otras eran pinos, madroños, loros, brezos…
      Fueron días de buen alimento, abono cuando hacía falta, riego abundante, cambiar de maceta cuando se le hacia escasa la tierra.
      Días que terminaron cuando llevaron a Draco a otro lugar. Lo sacaron de su maceta, otra vez estrecha, y lo plantaron en tierra. Lo regaron varias veces pero con el tiempo, Draco tuvo que buscarse los nutrientes como cualquier planta. Sus raíces crecían buscando el agua y los minerales, sus hojas captaban el gas carbónico del aire, dando oxígeno a cambio.
      Draco creció y creció. Hubo épocas de poco agua, en los que crecía menos; hubo épocas de bonanza e incluso hubo algún momento en que el agua fue excesiva y algunas raíces se pudrieron.
      Hasta entonces, Draco había crecido hacia arriba. Pero llegó el momento de florecer. Muchas flores dieron frutos, bayas amarillas que cayeron al suelo donde fueron devoradas por los mirlos y los gusanos.
      Draco echó cinco ramas. Ya no crecía sólo hacia arriba, ahora se abría hacia los lados. Sus cinco ramas se desarrollaron más y más.
      Vino otro momento de florecer. Ahora no era un solo racimo, eran cinco los racimos de flores, luego frutos. Draco era digno de admiración por la gente que vivía en la casa vecina, en medio del jardín con rosas, palmeras e incluso limoneros.
      Tras la floración, nuevas ramas. Y empezaron s surgir brotes que desde arriba buscaban el suelo, para tener más apoyo.
      Los humanos de la vivienda tuvieron que irse. La casa cayó en la ruina y alguien decidió que, en su lugar, se construiría un centro comercial. El jardín sobraba.
      Los limoneros, rosales y palmeras cayeron bajo el hacha, pero Draco se salvó una vez más.
      Llegaron las máquinas y excavaron alrededor de Draco. Lo subieron en un enorme camión y se lo llevaron a un lugar parecido al de años atrás: había plantas jóvenes de muchas especies, incluyendo draguitos, pero también dos plantas viejas, como Draco, con maderas alrededor sirviendo de muletas.
      Meses más tarde, Draco volvió a ser llevado en un camión. Encontraron un lugar para él, un sitio rodeado por coches ruidosos que emitían gases, pero la tierra era buena. Le dejaron sus muletas de pino viejo.
      Draco sintió que sus raíces buscaban nuevos nutrientes, mientras crecían libres otra vez. Con el tiempo, le quitaron los soportes de pino y creyó que de nuevo podría crecer tranquilo.
      Pero no fue así: por allí pasaban humanos de todo tipo. Un grupo de pequeños se colgaron de una de sus ramas, la cual no soportó el peso y se rompió. Los pequeños humanos salieron corriendo, asustados por lo que habían hecho.
      Otros humanos rajaron su corteza para dejar sus iniciales, o para sacarle la savia y usarla en alguna medicina. Incluso uno intentó quemarlo, pero no lo consiguió por la intervención de otros humanos (y porque ese año la corteza estaba húmeda por la abundante lluvia).
      No sólo la gente, a veces el tiempo también hacía daño. Un temporal repitió lo que habían hecho los niños y de nuevo otra rama se partió. Draco quedó desequilibrado, con más peso de un lado que del otro y hubo que ponerle soportes permanentes para que no se partiera.
      Pero el «Drago de la rotonda» ya no está solo. Han traído pequeños dragos, aún sin florecer, que le hacen compañía en el lugar.
      Y tiene otros compañeros, animalitos que han descubierto un agujero en su corteza y han hecho sus moradas en el interior. A veces roen por dentro, pero Draco los deja, pues así es la vida. Algún día caerá por completo, tal y como ya ha perdido dos ramas.
      Llega de nuevo el momento de florecer, y las flores se convierten en frutos. Las bayas amarillas caen y sirven de alimento a mirlos y ratones. Y algún humano recoge las semillas para plantarlas en vasos de yogur; con suerte, algún hijo de Draco nacerá y crecerá en otro lugar de la isla.
      Como viene sucediendo desde tiempos inmemoriales.

01 noviembre 2015

Accidente

Ana y Julián estaban de servicio cuando recibieron la llamada.
      «Posible accidente aéreo en el monte del Pinoviejo. Se informa que han visto caer un vehículo pequeño, tal vez sea un helicóptero. Dirijan una ambulancia a la zona».
      Los dos estaban listos, por supuesto. Ana se puso al volante y Julián de pasajero. Salieron tocando la sirena para avisar a los coches, que como siempre estorbaban.
      —Siempre he dicho que deberíamos tener el puesto en un lugar mejor comunicado, como los bomberos, con salida directa a la autopista —dijo Julián.
      Ana no le hizo caso porque estaba pendiente de pasar entre los coches, y porque siempre repetía lo mismo.
      Salieron de la ciudad y ya pudo desconectar la sirena, aunque mantenía las luces de emergencia.
      Julián se mantenía conectado por la radio.
      —Informa la guardia forestal que, en efecto, es un vehículo pequeño. No hay fuego, pero los bomberos se mantienen en camino por si hay que excarcelar a alguien.
      —Aparte de los forestales, ¿hay alguien más en la zona?
      —Algunos curiosos, pero están siendo apartados por seguridad. la zona está aislada.
      Ana tomaba las curvas de la carretera de montaña con lo que parecía una total imprudencia. No era así, pues no por nada era la mejor conductora de ambulancias del puesto de la Cruz Roja. Ella calculaba hasta donde podía acelerar y cuando podía circular por el carril contrario, manteniendo la velocidad máxima posible, pero sin correr riesgos innecesarios.
      Julián empezaba a marearse, pero no dijo nada. Optó por mira al frente e ignorar la radio, donde no se decía nada importante.
      Llegaron a un cruce de carreteras, y giraron a la izquierda, tal y como habían indicado.
      —Acaba de llegar una unidad de la UME —avisaron por radio.
      —¿Qué diablos pinta la Unidad Militar de Emergencias? —preguntó Julián.
      —El ejército dice que tiene mucho que ver. No han explicado los motivos.
      En efecto, dos pequeños todoterrenos del ejército estaban cortando el paso. Pero al ver la ambulancia blanca, la dejaron pasar. Julián vio que, en efecto, eran de la UME, con su banda amarilla característica.
      En la vía estaban las dos motos de la guardia forestal, uno de los agentes conversaba con un oficial del ejército. Julián se les acercó.
      El oficial, un teniente, les explicó lo que sabían.
      —No es un helicóptero. Es un vehículo aéreo desconocido. Con vosotros irá un sargento para acompañaros. Usad mascarillas.
      Aquello sonaba muy raro, pero Ana y Julián se pusieron las mascarillas. Eran de uso habitual en los desembarcos de inmigrantes, pero aquí no tenían mucho sentido, ¿o tal vez sí?
      El sargento, cuyo apellido era Guzmán, tal y como indicaba la etiqueta de velcro de la camisa, también llevaba mascarilla. Y pistola.
      Julián bajó por la senda que había indicado el guarda forestal. Se notaban los árboles destrozados por algo caído desde el cielo. Y, sí, allí había algo metálico.
      Cierto, no era un helicóptero.
      De hecho, no era ningún vehículo conocido.
      Tenía forma de disco plateado, con dos protuberancias esféricas transparentes. Una de ellas estaba rota y se podía ver que dentro era una especie de cabina. La otra estaba intacta, pero no se apreciaba movimiento.
      Por fuera, el extraño vehículo tenía marcas en algún idioma desconocido. Parecían ideogramas como los chinos.
      —¿Eso es de los chinos? —preguntó Julián.
      —Yo diría que no —replicó el sargento—. Esos ideogramas no son chinos ni japoneses, por lo que yo sé.
      Se habían acercado a la cabina rota. En el interior había algo.
      No era un ser humano.
      Era algo extraño, con enormes ojos, de color azul, con tentáculos por todos lados.
      Un extraterrestre.
      Los ojos no veían, ni se movía. Parecía muerto.
      Ana tuvo la entereza suficiente para acercarse al extraño cuerpo y ver que salía un líquido verdoso de su interior. Además, varios tentáculos estaban cortados por trozos de metal producidos en el choque.
      —A mí me parece que este ser está muerto —dijo ella.
      —Veamos si hay más cosas de esas —observó el sargento—. Pero hemos de tener cuidado, pues puede haber algún gas venenoso.
      —Yo no noto nada al respirar —adujo Julián, respirando con precaución—. No detecto ningún olor extraño, y me temo que  no tenemos máscaras antigás. Así que, si hay algo, estamos jodidos.
      La otra cabina estaba intacta. Julián tocó algo, nunca supo el qué, y se abrió de repente. Se oyó un silbido, pero lo que salía parecía ser aire sin más.
      Julián olió con mucha precaución.
      —Yo diría que es aire normal —dijo.
      En el interior había otro ser tentacular, azul, con los ojos cerrados. No se veía sangre verdosa, salvo por una pequeña brecha de lo que parecía ser la cabeza. Pero estaba inmóvil, como el otro, aunque entero.
      —Este podría estar vivo —señaló Julián—. Tenemos que sacarlo de aquí.
      —Y al otro, aunque esté muerto —añadió Ana.
      Regresaron a buscar las camillas. El sargento ordenó a dos soldados que lo acompañaran al interior del vehículo, por si hubiera más seres dentro. Ya que no parecía haber peligro con la atmósfera del vehículo, olvidaron la cuestión por el momento. Nadie había traído máscaras antigás.
      Mientras Ana y Julián buscaban la forma de sacar a los dos seres, los tres militares se metieron en las entrañas de lo que parecía una nave espacial.
      Por suerte, llegó la unidad de bomberos y dos hombres bajaron a ayudar a sacar a los seres de su encierro. Uno pudo salir sin problemas, pues estaba sujeto con una especie de arnés, después de que el bombero lo cortara. Seguramente había un mecanismo para liberarlo, pero no tenían ni idea de cuál sería.
      Para sacar al otro hubo que cortar el metal de la cabina.
      No fue nada sencillo sujetarlos a las camillas, diseñadas para humanos, pero de alguna manera lo consiguieron.
      Por fin, ambos seres estaban ya dentro de la ambulancia. Ana se puso al volante, y Julián en su puesto, cuando vieron subir a bordo el sargento Guzmán.
      —¡Oiga! —exclamó Julián.
      —Órdenes del teniente —replicó el sargento—. Debo acompañaros para asegurar la debida discreción en este incidente. Creo que es evidente porqué, ¿no os parece?
      —Supongo que será secreto hasta que se decida divulgarlo —señaló Ana.
      —¡Exacto, señorita! Bien, iremos al hospital universitario, donde han habilitado un espacio en una planta para nosotros. Ahora mismo la están evacuando.
      —¿Puedo hablar por la radio, sargento? —preguntó Julián—. Necesito recibir las indicaciones.
      —Canal 25.
      Julián cambió al canal indicado y se identificó. Le dieron los datos que necesitaba.
      —Ana, no entraremos por Urgencias, pues siempre hay demasiada gente. Iremos por el sótano, directo a los ascensores, a la planta 11. Debería estar allí un oficial de la UME para relevar al sargento.
      —¡Mierda! No me gusta este secretismo, Julián. No va con nuestro estilo, lo sabes.
      —Lo sé bien, pero no podemos hacer otra cosa.
      La ambulancia bajaba por la carretera de montaña con las luces y la sirena a todo dar. Julián volvió a sentir el mareo creciente, pero hizo lo imposible para controlarse. Por fin, no pudiendo más, optó por tomar una pastilla de la guantera.
      —¿Mareado? —preguntó Ana.
      —¡Por supuesto! Pero tú sigue, atenta a la carretera.
      —Ya casi no quedan curvas.
      Llegaron al hospital. Se les hizo raro no entrar por Urgencias, sino seguir de largo a la entrada de servicio, ya sin las sirenas. Allí les aguardaba un jeep del ejército. No era de la UME, sino de Capitanía.
      El sargento saludó al oficial que les esperaba.
      —Soy el comandante Luis —dijo—. Tomo el control de la operación.
      Ana ya no podía más.
      —¡En la Cruz Roja no estamos bajo control militar, señor!
      —Disculpe, señorita, pero aquí está en juego la seguridad nacional. Sólo os pido la máxima discreción.
      —Eso lo entendemos, comandante. Pero no pretenda que estemos bajo sus órdenes. Aceptaremos sus sugerencias, eso delo por descontado, pero no estamos obligados porque no somos militares —añadió Julián.
      —Les aviso que si no me hacen caso pueden ser juzgados por un delito grave. Actúo como autoridad en todos los sentidos, y así son las cosas.
      Ana comprendió que llevaban las de perder.
      —Vale, le haremos caso, pero por favor no abuse de su poder. No somos soldados, por favor eso debe recordarlo. Y ahora, ¿podemos seguir adelante?
      El oficial hizo un gesto y un soldado, con uniforme de la policía militar, les abrió la puerta.
      Un enfermero salió para ayudarles con las dos camillas.
      —Deje aquí la ambulancia —ordenó el comandante a Ana cuando ésta se disponía a arrancar. Ella se encogió de hombros y procedió a cerrar el vehículo. Si molestaba, ya le avisarían para que lo quitara.
      En un ascensor subió Julián con una camilla, un enfermero, un policía militar y el oficial. En otro ascensor, Ana con la otra camilla, otro enfermero y otro soldado.
      La camilla de Julián llevaba al ser que creían vivo, la de Ana al que estaba, casi seguro, muerto.
      Julián no dejaba de mirar con disimulo las armas de los militares, odiaba toda forma de violencia, por eso se había apuntado voluntario en la Cruz Roja.
      En la planta 11 les esperaban dos médicos, vestidos de verde por lo que serían cirujanos.
      Uno de ellos se dirigió a Julián.
      —Hola, soy el doctor López. El comandante ya me ha explicado el caso que tenemos y yo me ofrecí voluntario. Mi colega, el doctor Ortega, ha sugerido que usemos el cuerpo del ya fallecido para averiguar mediante una disección cómo es la anatomía de estos seres y veamos así lo que podemos hacer por el otro. No hace falta decir que estamos haciendo historia.
      Todo un sector de la planta 11ª estaba cerrado. Un policía, civil, vigilaba el acceso al pasillo. Tenían un quirófano preparado y en él entraron todos, debidamente equipados con batas, mascarillas y guantes y luego de lavarse a conciencia y desinfectarse.
      Julián y Ana se preguntaban qué hacían allí, si ya había terminado su misión, cuando notaron que varias personas entraban vestidas con trajes de protección biológica. Ana recordó los casos de contaminación por ébola y ató cabos.
      —¿No nos dejarán salir? —preguntó al comandante.
      —Me temo que no, ni uno sólo de nosotros podrá salir mientras no se pueda asegurar que no hay peligro de contaminación biológica. Yo mismo acepté participar en estas condiciones, lo hice voluntariamente; lamento que vosotros no lo seáis, porque en vuestro caso no se os dejó elegir. Pero los militares estamos aquí voluntarios, sabiendo el riesgo que corremos.
      —¡No nos avisaron! —exclamó Julián, ya muy molesto.
      —No lo sabíamos. Sólo cuando vimos lo que había en el monte decidimos tomar estas medidas. Vosotros ya estabais camino del monte. Lo siento mucho, pero ahora estamos todos en el mismo lío.
      Vieron allí a los guardas forestales y a los soldados de la UME que habían colaborado. A todos se les estaba colocando en habitaciones libres.
      Ana fue asignada a una habitación compartida con una soldado. Julián compartió habitación con el sargento Guzmán.
      —Me temo que esto irá para largo —comentó Julián al sargento.
      —Así es, caballero. A los medios de comunicación se les ha informado que se ha detectado un posible brote de ébola. Es lo que mejor cuadra. Y nos dejarán tranquilos.
      —Lo dudo. Seguro que los alrededores se llenarán de periodistas y fotógrafos intentando captar lo que sucede aquí dentro.
      —Mientras estén fuera, no importa. Porque si supieran la verdad, los periodistas se multiplicarían como hongos.
      —Pues es cierto. Dígame una cosa, ¿podremos usar una tablet para conectarnos? Tengo una en la ambulancia y aquí hay una Wifi muy buena.
      —Hay que consultarlo con el comandante. Pero creo que sí, con la debida censura, eso sí.
      —¿Censura?
      —Eso me temo. Hay que asegurar que nadie se vaya de la lengua y pueda decir lo que no debe. Es eso, o dejarnos incomunicados. ¿Qué prefiere?
      —Supongo que la censura. Tendré cuidado en lo que diga por las redes.
      —¡Mucho cuidado, caballero!
      El comandante Luis dio el visto bueno, tras organizar el seguimiento de todo lo que se publicara en la Red, usando para ello un proxy, un canal por el que debía pasar toda la comunicación. En Capitanía, dos expertos seguirían todas las comunicaciones desde la planta a fin de asegurar que nadie diría lo que no convenía.
      Julián aceptó esa censura, porque no le quedaba otro remedio. Pero, mientras una parte de su mente se rebelaba contra esa intromisión de los militares, otra la consideraba inevitable. Y si no hablaba más de la cuenta no tendría problemas, y podría ignorar su situación.
      Se conectó a las redes y explicó que estaba incomunicado por un posible contagio de ébola, pero que no podía dar más detalles por razones de seguridad y secreto judicial. Por lo menos pudo hablar con sus padres y amigos, y explicar a todos que estaba bien.
      También se enteró de lo que sucedía en el mundo: guerras, catástrofes, peleas de políticos, boberías de las estrellas de los espectáculos, noticias deportivas que le importaban un comino. Nada nuevo.
      Ninguna mención al extraño suceso en el que estaban todos ellos implicados.
      Al día siguiente, tuvo lugar una reunión de todos los encerrados.
      El doctor López tomó la palabra.
      —Bien, hemos decidido manteneros informados a todos porque nadie podrá comentarlo con el exterior. El comandante Luis me ha explicado cómo controlan las comunicaciones, así que no habrá riesgo en que yo cuente esto.
      »Creo que entenderéis el tremendo problema con el que nos topamos. Tenemos una criatura, probablemente inteligente, de cuya anatomía y fisiología no sabemos nada, y que hemos de curar. Por suerte, contábamos con la otra, la que estaba muerta, cuyo cuerpo usamos para estudiarlo mediante disección. Así pudimos ver cómo era por dentro y de esa forma nos atrevimos a intervenir en el otro, el que estaba inconsciente pero vivo. Hemos encontrado lo que parecen huesos dentro de esas extremidades tentaculares y hemos soldado un par que estaban rotos. También hemos detectado un órgano equivalente a los pulmones del que hemos extraído un trozo de metal. Y luego hemos hecho las suturas con los materiales normales, que esperamos sean compatibles.
      »Lo importante es que la criatura parece haber despertado y quiere conoceros a todos. No habla, al menos no lo hace con sonidos que podamos reconocer, y sin duda ahora habrá que ver cómo nos comunicamos. Por eso os pido ayuda a todos. Tal vez alguno de ustedes logre averiguar la forma de comunicarse.
      Acordaron visitar al alien por turnos.
      Ana fue de las primeras personas en verlo. No logró nada interesante, pero luego lo comentó con Julián.
      —El muerto está en la misma habitación, cubierto con un plástico y semicongelado. No sé si es una buena idea.
      —No saben qué hacer con él. Lo tienen allí para que su compañero sepa que aún está —explicó Julián, quien ya lo sabía—. Se espera decidir qué hacer con el cuerpo cuando haya una comunicación eficaz.
      Julián fue con la tablet. El ET se quedó mirando el aparato y lo señaló con un tentáculo.
      Eso ya era una comunicación, sin duda. Julián se lo entregó.
      El ser tocó el aparato, sin saber cómo usarlo. Julián le ayudó, tocando la pantalla para que el otro viera el resultado.
      Tras más de media hora infructuosa, el extraño halló lo que buscaba.
      Era la herramienta de dibujo.
      Con la punta de su tentáculo empezó a dibujar. Manejaba la herramienta con una habilidad que ya quisiera Julián para sí.
      Poco a poco fue apareciendo lo que sin duda era un dibujo de la nave.
      Julián asintió con la cabeza, y dijo—: sí esa es la nave.
      El otro pareció aceptar y señaló la entrada. Julián la conocía porque por allí habían penetrado los soldados de la UME, buscando otras criaturas.
      —Sí, es la entrada a la nave —dijo Julián, para demostrar que lo había captado.
      Ana entró en la habitación, atraída por la voz de Julián. Éste le hizo señas de que no dijera nada.
      El extraterrestre borró la imagen y empezó una nueva. Julián no lo podía reconocer.
      —Ana, llama a los soldados que entraron en la nave. ¡Rápido!
      La aludida salió de la habitación y volvió a los dos minutos con los dos soldados y el sargento.
      Entretanto, el alien había seguido dibujando.
      Julián le indicó que observaran el dibujo.
      —¡Vaya! —exclamó el sargento—. ¡Pero si es el interior de la nave! ¡Qué bien está dibujado!
      El ET señaló un punto de la pared del pasillo.
      Uno de los soldados lo reconoció.
      —Sí, es una especie de caja que vi en el pasillo.
      Otra vez el alien borró el dibujo y procedió a dibujar algo nuevo. Era una caja con símbolos extraños. Luego señaló hacia sí mismo.
      —Parece que quiere que le traigamos la caja, sargento —observó Julián.
      —Eso creo yo también, mi sargento.
      —De acuerdo, le traeremos esa caja —dijo Julián con grandes aspavientos dirigidos al ET.
      Éste borró la pantalla y devolvió la tablet a Julián.
      Salieron de la habitación. El sargento esperó a estar afuera para llamar la atención al enfermero de la Cruz Roja.
      —No debió usted prometer eso. No podemos traerlo.
      —No es seguro que nos entendiera. Pero creo que sí debemos traerlo. Y que el comandante Como_Se_Llame nos deje salir. Si hace falta, iré yo solo.
      —Disculpe, pero he de ser yo quien lo solicite.
      —¡Me importa un comino el rango y las normas militares! Se lo pediré yo. O si quiere hacerlo usted, yo estaré presente para dar mi punto de vista.
      —De acuerdo —cedió el sargento.
      Llamaron al comandante Luis.
      —Con la venia de mi comandante, este caballero pretende salir a buscar un objeto que el extraño ha solicitado.
      —¿Cómo es eso? ¿Quiere usted salir, Julián? ¿Es que no sabe que no se puede aún? —de pronto cayó en la cuenta—. ¡Un momento! ¿Dice usted, sargento, que el ET ha «solicitado» un objeto? ¿Acaso habéis logrado comunicaros?
      —Sí, comandante —Julián explicó lo que habían hecho con la tablet. Y completó diciendo—: Y por lo visto desea tener ese objeto, sea lo que sea, por algún motivo. Creo que sería lo adecuado traerlo.
      —Eso he de consultarlo —finalizó el oficial, y se retiró sin más para comunicarse con sus superiores.
      Al día siguiente, el comandante entregó un objeto cuadrangular a Julián.
      —Tenga usted, puede dárselo a la criatura —dijo—. Ordené que fueran a buscarlo a la nave, tal y como me indicó.
      Julián no estaba seguro de que fuera el mismo objeto que esperaba el ET, pero no dijo nada y lo recogió.
      La reacción del alien al ver aquello fue peculiar. Hizo unos gestos que no pudieron identificar pero al fin lo cogió, manipuló por un lado y el aparato, pues eso era, se abrió.
      Julián, Ana y el sargento, quienes estaban presentes, reconocieron algo parecido a un ordenador portátil: dos superficies plegables en ángulo. Aunque la imagen apareció sobre el objeto: un holograma.
      El ser hizo varias operaciones con sus tentáculos, pero por fin se oyó salir una voz del aparato.
      —Hola, terrestres. No me habéis traído el sanador que os solicité, pero al menos el comunicador resulta útil. Necesito el sanador, pues vuestras curas no son todo lo eficaces que deberían ser.
      Julián fue el primero en reaccionar.
      —¿Conoces nuestro idioma? ¿Qué es el sanador?
      —Claro que conozco vuestro idioma, llevamos siglos observándoos y captando vuestras comunicaciones. El sanador es el aparato que le describí a usted mismo, terrestre. ¿No lo vio en la nave?
      —No fui yo quien fue a buscarlo. Los militares son unos estúpidos, y trajeron lo que no es.
      —¡Oiga, no insulte! —interpuso el sargento.
      Ana se echó a reír.
      Ahora que ya era posible la comunicación, Julián insistió de nuevo ante el comandante.
      —¡He de ir yo a buscar el aparato ese! Lo llama sanador y parece imprescindible para que se cure. Vosotros sois tan ineptos que no sabéis de lo que se trata. ¡Yo sí!
      El oficial se sintió muy molesto por el insulto, pero tras meditar un poco cedió y permitió que Julián fuera a buscar aquello.
      Poco más tarde, Julián y el sargento viajaban en la parte trasera de un vehículo de la UME, claramente una ambulancia. Vestían trajes de contención biológica, mientras que los ocupantes de la parte delantera, el chofer y un mecánico, vestían uniforme normal.
      —Tiene que ser así para que no provocar alarma en la población —había exigido el comandante, negándose a la sugerencia de Julián de llevar Ana la ambulancia de la Cruz Roja, con los inevitables trajes de contención.
      En la parte trasera no se les podía ver desde la calle. Julián estaba convencido de que esos equipos eran innecesarios, pero no era el momento de plantear el tema.
      En esta ocasión no había motivos para ir a toda velocidad, y Julián lo agradeció. El conductor tomaba las curvas de la carretera de montaña con todo cuidado.
      Se detuvieron unos minutos ante el control de carretera (el sector del accidente continuaba cortado al tráfico) pero desde la parte de atrás no pudieron apreciar nada de las negociaciones entre el conductor, el mecánico y los vigilantes. Por fin pudieron continuar.
      Poco más tarde se detenían, ahora sí de forma definitiva.
      —Pueden salir, mi sargento —informó el conductor.
      Salieron por la parte trasera.
      Julián miró a su alrededor. Podía reconocer el lugar, sólo variaba un detalle: estaban solos.
      Hizo una seña al sargento y se introdujeron por el sendero ya conocido. Pronto vieron los árboles destrozados y la nave.
      Allí estaba la puerta por la que en su momento había entrado el sargento con los dos soldados.
      Ahora fue éste quien se puso delante. Entraron en el oscuro pasillo.
      La luz del exterior apenas alumbraba, pero lo peor eran los trajes.
      Julián se empezó a quitar la capucha.
      —¡Está usted loco! —exclamó el militar.
      —Mire, sargento. Si aquí hubiera algún agente contaminante, químico o biológico, hace ya tiempo que se habría notado. Seguro que los vigilantes de la carretera estaban sanos y sin protección, ¿no es así?
      —No pude verlos, pero si, lo más probable es que sea como usted dice.
      —Aquí no hay peligro alguno. Y si lo hubiera, nosotros ya estaríamos contaminados, ¿no cree usted? La primera vez que entramos, ni usted ni yo llevábamos este trasto.
      —Tiene razón —dijo el sargento y se quitó la capucha.
      Ahora podían ver mucho mejor. Aunque la luz fuera pobre, sin pantallas transparentes que molestaran ante los ojos podían apreciar mejor los detalles.
      Julián reconoció donde estaban por los dibujos del ET.
      Enseguida localizó el objeto. Era cuadrangular, sí, pero de mayor tamaño que el que llevaron los soldados. Y de color verde, no azul como el otro. Tenía dibujados unos símbolos que él reconoció.
      —Lo recuerdo bien —dijo Julián—. La criatura lo pintó en verde. ¡Este es!
      Lo recogieron. Pesaba un poco, unos diez kilos, por lo que tuvieron que cogerlo entre los dos.
      Salieron de los restos y se colocaron las capuchas. No debían alarmar a los demás sin necesidad.
      Dos horas más tarde, el aparato era entregado al ET.
      De inmediato, éste manipuló en su interior. Brotaron mangueras, cables y otras extensiones que rodearon el cuerpo del alienígena.
      El aparato zumbó y brilló con sonidos y luces extrañas.
      Tras un buen rato, todo se acabó.
      El alien se levantó de la cama y se inclinó ante Julián.
      —Muchas gracias. Ahora sí estoy curado.
      Luego hizo lo mismo ante el doctor López.
      —Y a usted también, doctor. Hizo lo que pudo por salvarme.
      A continuación se acercó a los restos de su compañero.
      —Lamento su muerte, pero veo que lo habéis destrozado.
      El doctor captó el tono de reproche.
      —Teníamos que diseccionarlo para entender su cuerpo —se disculpó.
      —Podéis incinerarlo. No hay peligro alguno de contaminación. Podéis abrir esas puertas y dejar que los periodistas entren. Tengo algo que decir.
      El comandante iba a comentar algo, pero todos los civiles presentes: los miembros de la Cruz Roja, los médicos y enfermeros del hospital, le miraron en forma desafiante.
      El resto, ya es historia. La noticia salió en todos los medios de comunicación a la media hora justa.
      ¡Contacto con extraterrestres!