14 agosto 2019

Premio laboral


Dai Huan era la empleada más trabajadora de la fábrica. Dedicaba más de doce horas diarias a laborar en los talleres, quitando tiempo incluso a las horas de comer o dormir. Ni siquiera se enfermaba o pedía vacaciones.
Claro que Dai Huan tenía un niño de cinco años que mantener, después de que su padre la dejara sola para emigrar a Europa. Y con los escasos yuanes que lograba ahorrar, apenas tenía para darle algo de ropa nueva cada vez que la vieja se quedaba pequeña; o medicinas, algo por desgracias demasiado frecuente por culpa del aire envenenado.
Pero Tao, el jefe del taller habló con los dueños.
Creo que Dai Huan se merece el premio. Nunca ha faltado al trabajo, ni siquiera por enfermedad.
Y fue así como Dai Huan fue convocada a una reunión con Wang Jiang, uno de los socios de Kirlam Asoc, la empresa dueña de aquel taller, y de otros veinte en Shanghái. Una de las miles de empresas subcontratadas por la multinacional del mueble Keiea en todo el mundo.
Dai Huan tuvo que buscar su vestido menos estropeado y más vistoso. Lo planchó y arregló hasta que pareciera casi nuevo. Dejó al pequeño Guo con su abuela Suyin, es decir la madre de Huan y se dirigió a un sector del taller donde nunca había estado: la planta alta.
Allí, el aire acondicionado permitía olvidar los más de treinta grados de la calle, que era casi siempre la misma temperatura del lugar donde ella trabajaba.
Ella sentía que aquel no era su lugar, pero Tao (también arreglado, pues hasta se había afeitado y puesto corbata), la acompañaba.
Entraron en una oficina mayor que el apartamento de Huan. Solo había en ella una mesa de madera brillante y algunos sillones. Todas las paredes estaban recubiertas de maderas, salvo una, cubierta por una enorme pantalla digital.
El señor Wang Hiano estaba sentado tras la mesa. Tao y Huan hicieron una reverencia, a la que el ejecutivo respondió:
―Dai Huan, ¿esa eres tú?
―Sí, señor. A su servicio.
―Me ha dicho Tao, tu jefe de taller, que eres una gran trabajadora.
―Solo cumplo con mi obligación.
―Haces más que cumplir. Trabajas mucho y bien y te mereces un premio.
―Como diga el señor.
―Como sabes, fabricamos piezas para Keiea, y ésta tiene tiendas por todo el mundo. Dime, ¿te gustaría visitar una tienda de Keiea?
Huan pensaba en la enorme tienda de Keiea de Shanghái, un edificio donde ella nunca se había atrevido a entrar por miedo. Miedo a no poder comprar ni una sola de las maravillas que sin duda había en su interior.
―Claro que me gustaría, señor. A veces paso por delante, pero nunca he entrado.
―No me refiero a la tienda de esta ciudad. ¿Te gustaría visitar una tienda de Keiea en Europa? El país que tú prefieras. ¿Cuál eliges?
Recordó el país al que se fue el padre de su hijo. Ella sabía que ya no estaba en ese lugar, pues había pasado a uno fronterizootro cruzando una frontera.
―España.
―¡Perfecto! Viajarás a una ciudad de España, digamos, Madrid, y allí visitarás la tienda de Keiea. Todos los gastos pagados, una semana contando el tiempo del viaje.
Huan estaba tan asombrada que casi no se dio cuenta de un detalle. Pero lo hizo, y así se atrevió a comentar:
―¡Gracias, señor! Pero tengo un niño de cinco años y no creo que pueda llevarlo.
El ejecutivo comprendió de pronto por qué aquella mujer trabajaba tanto. No dijo nada pero pensó con rapidez.
―¿Hay algún familiar que se pueda hacer cargo del niño durante una semana? Pagaremos su manutención.
―Está su abuela, mi madre Suyin. Ella puede cuidarlo.
―¡Perfecto! Dai Huan, Tao te acompañará para que hagas los trámites, pasaporte, fotos para la web y la prensa, permisos de viaje y comprar algunas cosas, como una maleta, vestidos para el viaje y demás. Por hoy quedas libre de trabajo.
Y, sin más, salieron los dos del despacho.
Huan entró en un torbellino que duró dos semanas, antes de poder partir. Apenas tuvo tiempo para el taller, todo se le fue en los trámites, las sesiones con los periodistas y arreglar las cosas para que su madre no tuviera problemas con el niño.
Incluso pudo comprarse un teléfono celular. En realidad fueron dos, pues uno era para Suyin. Así podrían estar en contacto aunque cada una estuviera al otro lado del mundo.
Por fin, Dai Huan subió a un avión, un aparato enorme donde se apretujaban centenares de viajeros, algo que parecía imposible que se elevara por el aire. Pero lo hizo y así Huan vio su ciudad desde el aire; vio lo que pudo, pues la niebla oscuraontaminación de la humo la ocultó muy pronto.
El viaje fue largo y agotador. Tuvo que bajar del avión en un sitio extraño, donde el sol brillaba mucho y la arena del desierto estaba cerca, pero eso no impedía que la gente llevara toda clase de joyas encima. Una gente altiva, que vestía con ropajes largos y lujosos.
Menos mal que le explicaron con todo detalle los lugares por donde debía ir, pues los carteles informativos no le decían nada (no estaban en cantonés ni en cualquier otra lengua china). También, el propio teléfono le fue dando las indicaciones.
Llegó a tiempo de subir a otro avión, algo más pequeño que el que había abordado en China, pero también enorme.
Ya era de noche, pero Huan no tenía sueño. En el avión apagaron las luces para que la gente pudiera dormir, y ella miraba por la ventanilla (¡le había tocado esta vez un asiento junto a una de aquellas ventanas casi redondas!). Podía ver toda clase de luces, ciudades desconocidas donde la gente, suponía ella, estaría durmiendo.
Al final sí que se durmió.
Se despertó notando que era de día y que volaban una tierra árida. No tanto como el desierto del día anterior, pero menos verde que su China natal.
Llegaron a otro aeropuerto, y de nuevo Huan tuvo que valerse de todo su ánimo para moverse entre los pasillos, siguiendo gente extraña.
Le habían explicado que debía pasar un control de policía y que luego le estarían esperando. Y así fue.
A la salida del control, una joven le aguardaba con un cartel que ponía su nombre en ideogramas de cantonés. Era una chica del lugar, Maricarmen dijo llamarse, pero hablaba el cantonés con poco acento.
Maricarmen la acompañó a un taxi (un coche enorme que le pareció lujoso) y juntas recorrieron las calles de aquella ciudad, Madrid.
―Me han dicho, Huan, que es la primera vez que viajas.
―Sí, señora.
―Nada de señora, soy tu amiga. Llámame Mari.
―De acuerdo, Mari. Nunca he salido de Shanghái, y solo viajé una vez de mi aldea natal Yunkam a Shanghái, cuando era una niña.
―No has salido antes de China, ¿verdad?
―Así es.
―Bien, puede que te cueste acostumbrarte a este sitio. Es una cultura distinta, pero me consta que los tuyos se adaptan, así que tú te adaptarás. Además, será solo una semana, y luego podrás ver a tu familia. ¿Tienes un hijo?
―Sí.
―Yo también.
Ambas mujeres aprovecharon su común maternidad para compartir datos de sus retoños. La hija de Maricarmen también tenía cinco años, y ambas convinieron en que sería estupendo que se conocieran los dos niños.
El resto del día lo pasó Huan adaptándose al horario, tan distinto del suyo. Pudo hablar con su madre (despertándola de la cama, pues para era de madrugada en Shanghái).
Al día siguiente, Mari la llevó a visitar la ciudad. Entraron en algunas tiendas (la de Keiea la dejaron para otro día), donde Huan miraba todo con ojos de asombro, viendo como la gente compraba cosas que a ella le parecían el colmo del lujo.
Pero Mari le explicó que aquello no era lujo. Para que viera lo que era lujo de verdad, entraron en una joyería donde todo era de oro y diamantes. Huan vio un simple reloj de pulsera y cuando le dijeron el precio y su equivalencia en yuanes, comprendió que tendría que trabajar muchos años para poder acumular el valor de aquel pequeño reloj… que ni siquiera era el más caro del lugar. ¡Eso era el verdadero lujo!
Fueron a comer platos exóticos. Exóticos para Huan, se entiende, pues Mari estaba familiarizada con todos ellos: paella, tortilla, cocido, pizza…
Huan durmió ya en un horario casi normal. Se levantó y aseó, ya por la mañana, y fue a comer aceptando que en aquel lugar no le impedirían comer lo que quisiera, pues eso era un buffet. Así que eso fue lo que hizo, aunque no probó la leche, pues ya le habían advertido que no le sentaría bien, salvo una que ella no supo reconocer.
Más tarde vino Maricarmen a recogerla. Esta vez fue la visita a Keiea.
La tienda de Keiea en Madrid era tan grande como la de Shanghái. Pero aquí la trataron como alguien especial, la laboriosa trabajadora Dai Huan que en la lejana China fabricaba algunos de los componentes de los muebles y accesorios que allí se podían adquirir.
Una guapa joven rubia le acompañó por todo el recorrido. No hablaba chino, así que Mari debía hacer de traductora, pero a todo el mundo que encontraba presentaba a Dai Huan, tanto empleados de Keiea como clientes.
Huan pudo ver como se vendían los objetos que ella fabricaba, al menos algunas de sus piezas. Y le llamó poderosamente la atención los precios que tenían. Ya sabía pasar de euros a yuanes con la ayuda de la calculadora incluida en su teléfono y lo que pudo ver le dio mucho que pensar.
Terminó el día en una cena donde varios miembros de la empresa dieron sus discursos… que Mari pudo traducir aunque alguno fuera en inglés, no en español.

Cuatro días más tarde, Dai Huan se reincorporaba al trabajo como si nada hubiera pasado. Ya había besado a su niño tantas veces que pudo compensar los días de ausencia. Y ya se había adaptado al horario de Shanghái.
Huan trabajaba como siempre, pero empezó a dedicar tiempo para hablar con sus compañeros.
Un mes más tarde, el taller se declaraba en huelga.
Y el empresario Wang Hiano se entrevistó por Skype con los directivos de Keiea.
―El caso de Dai Huan, señores, me lleva a sugerir que suspendan la política de premios laborales.
―Creemos coincidir con usted, Mr Wang, pero si no le importa, ¿podría exponer sus argumentos?
―Claro, señores. La empleada Dai Huan tuvo ocasión de comprobar la enorme diferencia entre lo que aquí se le paga y el precio que tiene el fruto de su trabajo en el punto final de la cadena productiva. Así que decidió exigir que se le pague más, lo que ella considera una cantidad justa y adecuada.
―Justo lo que hemos observado en otros casos. Muchas gracias, Mr Wang.
La dirección decidió, tras una breve reunión, cancelar la política de premios al estímulo laboral de los productores de la materia prima de Keiea. Los resultados no estaban siendo los previstos por el departamento de marketing.

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