Dai Huan era la empleada más trabajadora de la fábrica. Dedicaba más de
doce horas diarias a laborar en los talleres, quitando tiempo incluso a las
horas de comer o dormir. Ni siquiera se enfermaba o pedía vacaciones.
Claro que Dai Huan tenía un niño de cinco años que
mantener, después de que su padre la dejara sola para emigrar a Europa. Y con
los escasos yuanes que lograba ahorrar, apenas tenía para darle algo de ropa
nueva cada vez que la vieja se quedaba pequeña; o medicinas, algo por
desgracias demasiado frecuente por culpa del aire envenenado.
Pero Tao, el jefe del taller habló con los dueños.
―Creo
que Dai Huan se merece el premio. Nunca ha faltado al trabajo, ni siquiera por
enfermedad.
Y fue así como Dai Huan fue convocada a una reunión
con Wang Jiang, uno de los socios de Kirlam Asoc, la empresa dueña de aquel
taller, y de otros veinte en Shanghái. Una de las miles de empresas
subcontratadas por la multinacional del mueble Keiea en todo el mundo.
Dai Huan tuvo que buscar su vestido menos estropeado
y más vistoso. Lo planchó y arregló hasta que pareciera casi nuevo. Dejó al
pequeño Guo con su abuela Suyin, es decir la madre de Huan y se dirigió a un
sector del taller donde nunca había estado: la planta alta.
Allí, el aire acondicionado permitía olvidar los más
de treinta grados de la calle, que era casi siempre la misma temperatura del
lugar donde ella trabajaba.
Ella sentía que aquel no era su lugar, pero Tao
(también arreglado, pues hasta se había afeitado y puesto corbata), la
acompañaba.
Entraron en una oficina mayor que el apartamento de Huan.
Solo había en ella una mesa de madera brillante y algunos sillones. Todas las
paredes estaban recubiertas de maderas, salvo una, cubierta por una enorme
pantalla digital.
El señor Wang Hiano estaba sentado tras la mesa. Tao
y Huan hicieron una reverencia, a la que el ejecutivo respondió:
―Dai Huan, ¿esa eres tú?
―Sí, señor. A su servicio.
―Me ha dicho Tao, tu jefe de taller, que eres una
gran trabajadora.
―Solo cumplo con mi obligación.
―Haces más que cumplir. Trabajas mucho y bien y te
mereces un premio.
―Como diga el señor.
―Como sabes, fabricamos piezas para Keiea, y ésta
tiene tiendas por todo el mundo. Dime, ¿te gustaría visitar una tienda de
Keiea?
Huan pensaba en la enorme tienda de Keiea de Shanghái,
un edificio donde ella nunca se había atrevido a entrar por miedo. Miedo a no
poder comprar ni una sola de las maravillas que sin duda había en su interior.
―Claro que me gustaría, señor. A veces paso por
delante, pero nunca he entrado.
―No me refiero a la tienda de esta ciudad. ¿Te
gustaría visitar una tienda de Keiea en Europa? El país que tú prefieras. ¿Cuál
eliges?
Recordó el país al que se fue el padre de su hijo.
Ella sabía que ya no estaba en ese lugar, pues había pasado a uno fronterizootro
cruzando una frontera.
―España.
―¡Perfecto! Viajarás a una ciudad de España, digamos,
Madrid, y allí visitarás la tienda de Keiea. Todos los gastos pagados, una
semana contando el tiempo del viaje.
Huan estaba tan asombrada que casi no se dio cuenta
de un detalle. Pero lo hizo, y así se atrevió a comentar:
―¡Gracias, señor! Pero tengo un niño de cinco años y
no creo que pueda llevarlo.
El ejecutivo comprendió de pronto por qué aquella
mujer trabajaba tanto. No dijo nada pero pensó con rapidez.
―¿Hay algún familiar que se pueda hacer cargo del
niño durante una semana? Pagaremos su manutención.
―Está su abuela, mi madre Suyin. Ella puede cuidarlo.
―¡Perfecto! Dai Huan, Tao te acompañará para que
hagas los trámites, pasaporte, fotos para la web y la prensa, permisos de viaje
y comprar algunas cosas, como una maleta, vestidos para el viaje y demás. Por
hoy quedas libre de trabajo.
Y, sin más, salieron los dos del despacho.
Huan entró en un torbellino que duró dos semanas,
antes de poder partir. Apenas tuvo tiempo para el taller, todo se le fue en los
trámites, las sesiones con los periodistas y arreglar las cosas para que su
madre no tuviera problemas con el niño.
Incluso pudo comprarse un teléfono celular. En
realidad fueron dos, pues uno era para Suyin. Así podrían estar en contacto
aunque cada una estuviera al otro lado del mundo.
Por fin, Dai Huan subió a un avión, un aparato enorme
donde se apretujaban centenares de viajeros, algo que parecía imposible que se
elevara por el aire. Pero lo hizo y así Huan vio su ciudad desde el aire; vio
lo que pudo, pues la niebla oscuraontaminación de la humo la ocultó muy pronto.
El viaje fue largo y agotador. Tuvo que bajar del
avión en un sitio extraño, donde el sol brillaba mucho y la arena del desierto
estaba cerca, pero eso no impedía que la gente llevara toda clase de joyas
encima. Una gente altiva, que vestía con ropajes largos y lujosos.
Menos mal que le explicaron con todo detalle los
lugares por donde debía ir, pues los carteles informativos no le decían nada
(no estaban en cantonés ni en cualquier otra lengua china). También, el propio
teléfono le fue dando las indicaciones.
Llegó a tiempo de subir a otro avión, algo más
pequeño que el que había abordado en China, pero también enorme.
Ya era de noche, pero Huan no tenía sueño. En el
avión apagaron las luces para que la gente pudiera dormir, y ella miraba por la
ventanilla (¡le había tocado esta vez un asiento junto a una de aquellas
ventanas casi redondas!). Podía ver toda clase de luces, ciudades desconocidas
donde la gente, suponía ella, estaría durmiendo.
Al final sí que se durmió.
Se despertó notando que era de día y que volaban una
tierra árida. No tanto como el desierto del día anterior, pero menos verde que
su China natal.
Llegaron a otro aeropuerto, y de nuevo Huan tuvo que
valerse de todo su ánimo para moverse entre los pasillos, siguiendo gente
extraña.
Le habían explicado que debía pasar un control de
policía y que luego le estarían esperando. Y así fue.
A la salida del control, una joven le aguardaba con
un cartel que ponía su nombre en ideogramas de cantonés. Era una chica del
lugar, Maricarmen dijo llamarse, pero hablaba el cantonés con poco acento.
Maricarmen la acompañó a un taxi (un coche enorme que
le pareció lujoso) y juntas recorrieron las calles de aquella ciudad, Madrid.
―Me han dicho, Huan, que es la primera vez que
viajas.
―Sí, señora.
―Nada de señora, soy tu amiga. Llámame Mari.
―De acuerdo, Mari. Nunca he salido de Shanghái, y
solo viajé una vez de mi aldea natal Yunkam a Shanghái, cuando era una niña.
―No has salido antes de China, ¿verdad?
―Así es.
―Bien, puede que te cueste acostumbrarte a este
sitio. Es una cultura distinta, pero me consta que los tuyos se adaptan, así
que tú te adaptarás. Además, será solo una semana, y luego podrás ver a tu
familia. ¿Tienes un hijo?
―Sí.
―Yo también.
Ambas mujeres aprovecharon su común maternidad para
compartir datos de sus retoños. La hija de Maricarmen también tenía cinco años,
y ambas convinieron en que sería estupendo que se conocieran los dos niños.
El resto del día lo pasó Huan adaptándose al horario,
tan distinto del suyo. Pudo hablar con su madre (despertándola de la cama, pues
para era de madrugada en Shanghái).
Al día siguiente, Mari la llevó a visitar la ciudad.
Entraron en algunas tiendas (la de Keiea la dejaron para otro día), donde Huan
miraba todo con ojos de asombro, viendo como la gente compraba cosas que a ella
le parecían el colmo del lujo.
Pero Mari le explicó que aquello no era lujo. Para
que viera lo que era lujo de verdad, entraron en una joyería donde todo era de
oro y diamantes. Huan vio un simple reloj de pulsera y cuando le dijeron el
precio y su equivalencia en yuanes, comprendió que tendría que trabajar muchos
años para poder acumular el valor de aquel pequeño reloj… que ni siquiera era
el más caro del lugar. ¡Eso era el verdadero lujo!
Fueron a comer platos exóticos. Exóticos para Huan,
se entiende, pues Mari estaba familiarizada con todos ellos: paella, tortilla,
cocido, pizza…
Huan durmió ya en un horario casi normal. Se levantó
y aseó, ya por la mañana, y fue a comer aceptando que en aquel lugar no le
impedirían comer lo que quisiera, pues eso era un buffet. Así que eso fue lo
que hizo, aunque no probó la leche, pues ya le habían advertido que no le
sentaría bien, salvo una que ella no supo reconocer.
Más tarde vino Maricarmen a recogerla. Esta vez fue
la visita a Keiea.
La tienda de Keiea en Madrid era tan grande como la
de Shanghái. Pero aquí la trataron como alguien especial, la laboriosa
trabajadora Dai Huan que en la lejana China fabricaba algunos de los
componentes de los muebles y accesorios que allí se podían adquirir.
Una guapa joven rubia le acompañó por todo el
recorrido. No hablaba chino, así que Mari debía hacer de traductora, pero a
todo el mundo que encontraba presentaba a Dai Huan, tanto empleados de Keiea
como clientes.
Huan pudo ver como se vendían los objetos que ella
fabricaba, al menos algunas de sus piezas. Y le llamó poderosamente la atención
los precios que tenían. Ya sabía pasar de euros a yuanes con la ayuda de la
calculadora incluida en su teléfono y lo que pudo ver le dio mucho que pensar.
Terminó el día en una cena donde varios miembros de
la empresa dieron sus discursos… que Mari pudo traducir aunque alguno fuera en
inglés, no en español.
Cuatro días más tarde, Dai Huan se reincorporaba al trabajo como si nada
hubiera pasado. Ya había besado a su niño tantas veces que pudo compensar los
días de ausencia. Y ya se había adaptado al horario de Shanghái.
Huan trabajaba como siempre, pero empezó a dedicar
tiempo para hablar con sus compañeros.
Un mes más tarde, el taller se declaraba en huelga.
Y el empresario Wang Hiano se entrevistó por Skype
con los directivos de Keiea.
―El caso de Dai Huan, señores, me lleva a sugerir que
suspendan la política de premios laborales.
―Creemos coincidir con usted, Mr Wang, pero si no le
importa, ¿podría exponer sus argumentos?
―Claro, señores. La empleada Dai Huan tuvo ocasión de
comprobar la enorme diferencia entre lo que aquí se le paga y el precio que
tiene el fruto de su trabajo en el punto final de la cadena productiva. Así que
decidió exigir que se le pague más, lo que ella considera una cantidad justa y
adecuada.
―Justo lo que hemos observado en otros casos. Muchas
gracias, Mr Wang.
La dirección decidió, tras una breve reunión,
cancelar la política de premios al estímulo laboral de los productores de la
materia prima de Keiea. Los resultados no estaban siendo los previstos por el
departamento de marketing.
No hay comentarios:
Publicar un comentario