28 octubre 2014

Nuevas Aventuras de Zemoz - 3

Para el segundo reto Zemoz tendría que prepararse un poco, con mi ayuda, por supuesto. Tenía que reunirse con los comerciantes de Aut_Klimerxis y convencerles para que le vendieran la segunda joya, un ópalo verde.
      Por supuesto, Zemoz no estaba capacitado para tratar con unos comerciantes de artículos de lujo. Con esa gente no vale la fuerza bruta, sino la capacidad de convicción y el dinero en abundancia.
      Zemoz lo sabía bien, y de hecho consideraba este nuevo reto el más difícil que había afrontado en su vida. Yo estaba de acuerdo con su planteamiento.
      Me pidió que le diera la educación que le hacía falta.
      El problema era que, si me ponía a educar a Zemoz, necesitaría largos años para conseguir que aquel bruto se convirtiera en un hombre fino y culto, todo un noble.
      No podíamos esperar años, así que mi objetivo sería conseguir que pudiera aparentar ser un comerciante noble el tiempo suficiente para conseguir el objetivo. Luego, daba lo mismo si los comerciantes captaban el engaño y Zemoz debía luchar contra todos ellos; seguro que les derrotaba, o más bien a los ejércitos que mandarían llamar.
      Decidí dedicar un mes para explicarle lo más básico: la higiene personal, las buenas maneras, la forma de caminar y de vestir, el vocabulario.
      Menos mal que Zemoz tenía buena memoria, y aunque no se acostumbraba a hablar «como un idiota», según decía, al menos recordaba los detalles con repetirlo una sola vez.
      Lo de la higiene costó un poco, pues eso de lavarse para Zemoz era poco menos que una blasfemia. Antes era capaz de luchar contra un dragón que usar el agua y el jabón. Pero con esfuerzo considerable logré, al menos, instruirle en las artes del jabón, las colonias y los perfumes. Incluso logré que se peinara, abandonando las trenzas por un tiempo, aunque perdimos cinco peines de carey en el intento.
      Debía cortarse el cabello y afeitarse, pues ningún noble lleva barba ni pelo largo. Largos argumentos me hicieron falta para convencerlo y sólo la necesidad de tener una imagen adecuada permitió que un barbero le pelara y afeitara. Estuve a punto de cometer el error de buscar una peluquera, pero me detuve a tiempo, pues la pobre chica correría un riesgo difícil de aceptar. Incluso el barbero, un chico joven, estuvo a punto de caer en sus manos, y si no es porque intervine a tiempo le abría abierto el ojete.
      Conseguir ropas de noble no era problema, pues ya las tenía yo en mi carromato, como parte del material de ventas habitual. Busqué una túnica muy holgada, de su talla, que me permitiera esconderme debajo si era necesario. La completé con un cinturón de cuero repujado de oro, un collar de oro muy pesado, anillos en todos los dedos y un sombrero de copa pequeño, de terciopelo negro.
      Por suerte, no había problemas en que llevara la espada, pues era ciertamente adecuada para un noble; algo mayor de lo habitual, pero no desmerecía la imagen.
      Gasté oro en abundancia de mi bolsa propia, pero aún necesitaba mucho más. Así que nos pusimos en marcha una vez más, hasta llegar a mi cueva, cuya localización no pienso señalar en estas memorias. El lector ha de comprender que si este comerciante tiene una cueva llena de oro, no dará pistas que puedan conseguir dar con ella; de todos modos, informo que está protegida mediante ciertas palabras mágicas. Ya dije antes que conozco algunos rudimentos de magia, pero éstas son las aventuras de Zemoz, no las de Fligencio el Mercader.
      En la cueva llené varios sacos con oro, y los cargamos en el carro. Nos haría falta mucho oro para poder comprar la joya de los comerciantes de Aut_Klimerxis.
      Y así nos dirigimos a la ciudad de Aut_Klimerxis.
      Sabido es que ese lugar está plagado de palacios, y hasta los más pobres tienen una casa digna. No admiten mendigos ni gente desharrapada.
      Poco antes de entrar, dediqué una jornada a cambiar el aspecto de mi carromato, dejándolo lustroso y brillante. Hasta mi sufrido rucio vio como adornaba sus crines y lo lavaba con jabón y cepillo.
      Por mi parte, no tuve mayor dificultad en vestirme con las prendas más lujosas que pude encontrar. De todos modos, yo no era más que el ayudante del Señor Zemoz de Barbaria, y era él quien debía llamar la atención.
      No quise correr riesgos, y nos presentamos ante las puertas de la muralla media hora antes del cierre.
      Un soldado con aspecto aburrido nos hizo parar.
      —¿Quién se supone que sois?
      —¡Más respeto has de tener al Señor Zemoz, el comerciante más importante de Barbaria!
      —¡Barbaria queda muy lejos! ¿Acaso sois vos ese tal Zemoz?
      El aludido asomó su cabeza. Lavado, perfumado y peinado, parecía otro.
      —¿Qué ocurre, Fligencio? ¿Por qué nos hemos detenido?
      —Disculpadme, señor, pero un guardia nos pide identificación.
      —¡A mí! ¡A Zemoz nadie se atreve a pedirle la identificación!
      Su enfado era auténtico, y el soldado frunció el ceño. No quería problemas, y aquél parecía un señor muy importante. Nos dejó pasar.
      Nada más cruzar nosotros la puerta, oí cómo cerraban y echaban la gruesa tranca. ¡Justo a tiempo!
      Ahora debíamos buscar alojamiento. En Aut_Klimerxis todos los hostales y posadas son de lujo, así que debía buscar algo adecuado, no para mi bolsa, sino para la imagen de gran señor de Zemoz.
      Detuve a un oficial y le pregunté por un lugar donde hospedarnos. Me dio unas indicaciones, y allá fuimos.
      Llegamos a un palacio con altos minaretes y su propio cuerpo de seguridad. El vigilante me preguntó:
      —¿Buscáis alojamiento o visitar a algún residente?
      —Alojamiento para mi Señor Zemoz de Barbaria. Una habitación digna de su categoría.
      —¿Sólo una habitación? Aquí, el espacio mínimo son tres habitaciones, para el señor, sus sirvientes y sus invitados.
      —Es una forma de hablar. Mi señor quiere un buen alojamiento.
      —Perfecto. Hacedme el favor de pasar, que un sirviente se encontrará con vosotros y se encargará de buscaros el sitio preciso.
      Proseguimos y pasamos a un lujoso jardín, donde pavos reales se paseaban entre hermosos asientos rodeados de flores y fuentes de agua. Parterres llenos de vistosas flores delimitaban espacios reservados con las sombras más variadas, desde sombrillas hasta árboles de gran porte. Vislumbramos una piscina escondida entre palmeras, y un pequeño edificio desde el que llegaba una suave música. De otro edificio llegaban risas femeninas y de un tercero se oían gritos y ruidos de lucha, lo más probable es que fuera un lugar para entrenamiento.
      Por fin, un vistoso ujier uniformado se nos plantó delante.
      —¿Los señores buscan alojamiento?
      —Así es. Quiero lo mejor que tengan para mi señor Zemoz.
      —¿Lo mejor? Es posible que no esté disponible, pero sin duda que tendremos algo digno para su señor. Si es usted tan amable de seguirme.
      —¿Y dejar solo a mi señor? ¡No se merece semejante trato!
      —Comprendo. Si el Señor Zemoz es tan amable de seguirme, le conduciré a la salita donde podrá ocupar el tiempo hasta que le podamos ofrecer un espacio adecuado. Si no tiene inconveniente.
      «Sé discreto», susurré al barbariano mientras le ayudaba a bajar del carromato. Lo tenía que dejar solo y temía que pudiera meter la pata.
      —Dejad aquí el carro, que los sirvientes se harán cargo del mismo.
      —Yo he de encargarme en exclusiva del equipaje del Señor Zemoz —observé.
      —Como prefiráis. En todo caso, ¿podríamos hacernos cargo del animal?
      —Sí. Lleven el carro a un sitio adecuado, que ya iré yo luego a ocuparme de los bultos. Vayamos a ver lo que tienen para mi señor.
      Seguí al ujier, mientras otros dos sirvientes guiaban a Zemoz a una salita lujosamente amueblada. El ujier me llevó ante un mostrador; allí pude estudiar las características de los alojamientos disponibles.
      El más lujoso estaba ocupado por un jeque de Tyrnim’or y lamenté en voz alta que no estuviera libre.
      —Pero tenemos el área 12 para su señor.
      El área 12 era un pequeño palacio: habitación para el señor con baño perfumado, servicio de cocina directo y exclusivo, quince habitaciones para el servicio y tres para invitados, y cuatro habitaciones más, una para reuniones, otra para escuchar música, la tercera para luchas y entrenamiento físico y un salón de baile.
      —¡No está mal! —dije, mientras pensaba en la terrible sangría de mi bolsa; casi uno de los sacos de oro.
      No quise demorarme demasiado, pues temía por Zemoz. Pero cuando fui a buscarle, tras arreglar todos los pesados trámites, le ví disfrutando de lo lindo, rodeado de cinco jovencitas ligeras de ropa y, sin duda, muy bellas. Dos copas estaban a su lado, sin señal de que las hubiera probado (Zemoz no solía tomar bebidas más fuertes que el agua o los zumos de frutas).
      —Mi señor —dije con todo el amaneramiento posible—. Si vuestras acompañantes desean seguiros al lugar que os he buscado, yo me encargaré de llevaros el equipaje.
      —Vale, Fligencio.
      Las chicas lo condujeron al área 12 y yo fui a buscar el carro. Con la ayuda de cinco porteadores, llevé los sacos y los baúles a mi habitación, una de las destinadas a invitados. No quise usar una habitación de servicio, pues me parecieron pobres; ya que estaba disfrutando del lujo, no tenía que hacerlo como un sirviente, al menos en privado.
      Y me encontré con un problema no previsto. Zemoz nunca había probado las delicias de la holganza continuada. Él despreciaba el oro, y seguía igual, pero no era el caso de los beneficios del oro. Ahora se dedicaba a dejar pasar las horas una detrás de otra, sin hacer nada útil, justo como el noble ricachón que pretendía ser.
      Por un lado, estaba bien que se metiera en su papel, pero estábamos perdiendo el tiempo. Debía contactar con el gremio de comerciantes y no lo hacía; prefería dedicarse a las mujeres (tenía todas las que quisiera, por una vez en su vida), a ejercitarse en la lucha e incluso (¡oh sorpresa!) a pasear y disfrutar de la Naturaleza.
      Dos días pasamos en ese plan pero al fin logré convencerle. Salió del lecho, donde lo acompañaban cuatro preciosas hembras, se lavó a conciencia y se vistió con el holgado traje que yo había buscado.
      Despedí a las chicas y dediqué un buen rato a practicar el hultigkru, la técnica que permite conectar las mentes. Zemoz también lo conocía, pues tenía afinidades con el lewkot, lo que fue una sorpresa para mí. Cómo y donde aprendí yo el hultigkru no es asunto de los lectores, lo siento.
      Conectamos nuestras mentes con el hultigkru y dicté algunas instrucciones al barbariano. Luego salimos del estado, pues no era cosa de agotarnos antes de tiempo.
      Subimos al carro y puse camino hacia el centro de Aut_Klimerxis, donde estaba la sede del Noble Gremio de Comerciantes.
      Era un palacete que ocupaba toda una manzana, de hecho una plaza fortificada y cerrada por el palacio. Cuatro puertas estaban orientadas al norte, sur, este y oeste. Llegamos a la puerta este y me planté ante el vigilante.
      —Mi Señor Zemoz, de Barbaria, desea hacer tratos con los comerciantes del Noble Gremio. Dejadnos pasar.
      —¿Tiene acaso cita concertada tu Señor Zemoz?
      —Me temo que no. ¿Acaso un noble como él necesita tener cita?
      —Aquí, sólo los reyes pueden entrar sin tener cita. Lo lamento por tu señor, pero si no tiene una cita no podrá pasar.
      —Es posible que entre en cólera mi señor cuando se lo haga saber.
      —Pues informa a tu señor de que el cuerpo de guardia está preparado para repeler cualquier ataque.
      Hizo una seña y más de veinte soldados formaron ante nosotros fuertemente armados. Aquello no pintaba nada bien.
      A través del hultigkru le sugerí a Zemoz cual debía ser su reacción. Éste mostró enfado, pero viendo a los soldados, se limitó a decir:
      —Lamento el equívoco. Fligencio, vámonos pues tengo cosas mejores que hacer que estar perdiendo el tiempo. Ya no estoy tan seguro de querer tener tratos con esta gentuza que me discrimina de tal manera.
      Dimos media vuelta y volvimos a nuestro palacio.
      Durante cuatro días gasté kilos de oro en hacer las gestiones necesarias para que Zemoz se entrevistara con los comerciantes. El barbariano se limitaba a disfrutar de la vida, sencillamente.
      Por fin conseguí una cita ¡para la semana siguiente!
      Empezaba a preocuparme. El gasto de oro ya era considerable y de seguir así tendríamos que volver a por más.
      Vamos a ver, querido lector. El problema no era que no tuviera oro suficiente, pues si lo tenía. La cuestión es que no quiero dar pista alguna de donde se encuentra la cueva. Ya es demasiado que el lector conozca su existencia. No quiero dar más datos, como por ejemplo decir que está a cinco jornadas de Aut_Klimerxis (no son cinco jornadas, eso que conste).
      Pero si nos veíamos obligados a ir a buscar más oro, de alguna manera eso quedaría reflejado en estas memorias. Sé bien que tú, querido lector, no tienes interés en robarme, pero hay mucha gente que podrá leer este escrito.
      En todo caso, sería lo que los dioses desearan.
      Pasó la semana y al fin volvimos a la sede del Gremio de Comerciantes. Me encaré con el guardia y le aseguré que teníamos cita. Él lo comprobó en un pergamino y nos dejó paso.
      Yo ya había estado dentro, así que no me sorprendió lo que pudimos ver, pero Zemoz contempló, atónito, aquellos lujosos carros cargados de oro y piedras preciosas, las fuentes perfumadas, los parterres con flores exóticas y las jóvenes que adornaban los puestos de comercio.
      Nos detuvimos en un espacio para carros de visita y allí nos atendió un ujier. Ahora teníamos un serio problema, pues aquel individuo sabía bien que éramos dos y yo tenía que esconderme en la ropa de Zemoz, pues a la reunión sólo podía asistir él. Tuve que convencer al ujier que, si bien nos podía acompañar hasta la entrada al salón, mi señor prefería que lo dejaran solo al entrar.
      El ujier nos dejó ante la puerta, pero no tocó. Le indiqué que podía marcharse y apenas se había alejado un par de pasos cuando me introduje bajo la túnica y me puse en contacto mental con Zemoz a través del hultigkru.
      Entramos. O más bien, entró Zemoz y yo caminé entre sus piernas, escondido.
      Una cualidad del hultigkru es que, aparte de conectar las mentes, se pueden conectar los sentidos. Yo usé tal capacidad para ver a través de los ojos de Zemoz.
      Y vi riquezas sin límite. Allí había una docena escasa de hombres, pero entre todos ellos sumaban miles de millones de monedas de oro. Bastaba sólo con verlos para entenderlo así.
      Los comerciantes presentes miraron a Zemoz como un buitre puede ver la carcasa de una vaca muerta. Deseé que mis enseñanzas tuvieran su efecto.
      Tal vez los días de holganza en el palacio tuvieran su efecto positivo, pues Zemoz ya se había acostumbrado a las riquezas. Sus maneras eran las de un noble habituado a tener dinero y a disfrutar con ello. Sus gestos fueron de indiferencia: aquellos señores podrían ser nobles, pero no menos que él.
      No dijo nada, como correspondía a un noble, esperando que los otros tomaran la palabra. Los otros esperaron, pues tampoco era de su categoría comenzar a hablar; pero viendo que no les quedaba otro remedio, el de menor categoría preguntó:
      —¿Qué se le ofrece, Señor Zemoz?
      El aludido aún se tomó su tiempo antes de contestar.
      —Tienen ustedes en su poder una piedra de mi propiedad. Quiero recuperarla.
      —¿Una piedra, decís?
      —Una esmeralda. Procede del pueblo de Naufrigetrez y hasta hace dos generaciones perteneció a mi familia, según me han relatado mis padres y abuelos.
      Otro de los comerciantes tomó la palabra.
      —Pues tanto vuestros padres como vuestros abuelos os han mentido descaradamente, siento deciros.
      —¡Estáis ofendiendo la memoria de mi familia!
      Transmití «¡Calma!» a Zemoz, pues veía como el otro se encendía.
      —Disculpadme, señor —dijo ahora Zemoz—, pero no tolero que se hable mal de los míos. Tal vez pueda usted darme una explicación que resulte aceptable.
      —Eso haré, Señor Zemoz, porque esa esmeralda que decís está en poder de este Gremio de Comerciantes desde hace, al menos, varios siglos. Por lo tanto, es dudoso que vuestra familia la haya podido poseer, salvo si se tratara de vuestro tataratatarabuelo.
      —¡No importa! Considero que ya es hora de que se cumpla la tradición. Es mi intención adquirirla.
      —¿Así, sin más? —objetó otro comerciante—. No es una joya cualquiera, mi señor.
      —Creo que podré pagar el precio.
      —No es el dinero lo que nos importa, aunque es, sin duda, mucho. Hablamos de millones, ¿acaso los tiene?
      —Sí —dijo, rotundo Zemoz.
      Yo esperaba que tuviera razón. No quería tener que ir a la cueva a buscar más oro.
      —Como decía mi compañero —intervino otro comerciante—, la cuestión es que sólo le venderemos la esmeralda a un hombre que sea digno de ella. ¿Acaso usted lo es?
      —¿Dudáis de mi nobleza? Id a Barbaria a comprobarlo. Allí podréis preguntar por mis antecedentes, averiguar la procedencia de mi familia, cómo nos emparentamos con la casa real y podréis ver las extensiones de terreno que poseemos, parte del mismo selvas para cazar y parte terrenos cultivados por nuestros siervos.
      Todo era mentira, por supuesto. Pero Barbaria quedaba muy lejos y dudaba que aquellos señores se molestaran en comprobarlo.
      Tal y como sospechaba, eligieron otro camino.
      —No gracias, Señor Zemoz. No dudamos de vuestra palabra, pero la hidalguía necesaria para tener la joya la podrá demostrar aquí, con un somero interrogatorio, si no os molesta.
      —Seré sincero, me molesta. Pero si ha de servir para conseguir la muy preciada esmeralda, me deshonraré a ser interrogado cual sirviente pillado con una prenda que no es suya.
      El interrogatorio duró cerca de una hora. Gracias al hultigkru, fui dando las respuestas adecuadas a Zemoz, y observando las reacciones de los comerciantes.
      Al fin, el mayor de todos dijo:
      —¡Conforme! ¿Dispone usted de diez millones de monedas? Si es así, la esmeralda será suya.
      —Disculpe, mi señor, pero yo creo que no vale más de un millón. Tal vez podamos llegar a un acuerdo sobre su valor.
      Yo no sabía si sería correcto regatear en este caso, pero sin duda no teníamos diez millones en los sacos.
      El comerciante se echó a reír.
      —¡Eso es un buen comerciante, sin duda! Sabréis que un millón es poco, pero podríamos dejarlo en nueve millones.
      —¡Millón y medio!
      —¡Ocho millones y medio!
      —Ofrezco dos millones.
      —Es poco. Pero por siete millones y medio…
      —¡Dos y medio!
      —¡Sois duro de pelar, Zemoz! ¿Qué os parecen seis millones?
      —¡Tres, y es mi última oferta!
      —¡Cinco, y no se hable más!
      Callaron. Ambos sabían que la siguiente oferta sería ya la definitiva. Por fin, Zemoz tomó la palabra.
      —¿Y si lo dejamos en cuatro millones?
      —¡Conforme!
      Se dieron un solemne apretón de manos. Luego, uno tras otro cada uno de los comerciantes fue dando la mano a Zemoz. El último le dijo al oído:
      —Yo esperaba que el trato se quedara en cinco millones como mínimo. ¡Se ha ahorrado usted un millón!
      Zemoz salió del salón pues debía buscar el dinero.
      Nada más salir, me eché fuera de la túnica. ¡Estaba asfixiado de calor!
      Tenía una sed abrazadora, pero primero debíamos ir al carro. Buscamos porteadores que cargaran con cuatro sacos, cada uno de ellos con un millón de monedas (en realidad, cada saco contenía diez mil monedas de a cien, pero así y todo pesaban lo suyo).
      Zemoz marchó delante, seguido de los porteadores y conmigo atrás vigilando. Llegamos ante los comerciantes y les hicimos entrega del oro. El Mayor abrió una caja y sacó de ella una joya verde, que entregó al barbariano.
      Aún tuvimos que compartir un brindis con los comerciantes. Con las copas de licores variados había sofisticados cocteles sin alcohol, que Zemoz disfrutó; y variados entremeses para acompañar, desde huevos de rantorcias hasta mollejas de jilimonios, perfumados con pétalos de flores y especias variadas.
      Por fin pudimos escabullirnos sin ofender a nuestros huéspedes. Llegamos al carro y salimos de Aut_Klimerxis, sin siquiera darnos de baja en el hospedaje. Yo sabía que era cuestión de pocas horas que ellos supieran que no íbamos a volver, así que no me preocupaba. Quería salir de allí lo antes posible, pues sólo por estar allí perdía dinero.
      Hacia el atardecer, ya nos encontrábamos a varias millas del lugar. Para contrariedad de Zemoz, le sugerí que se quitara el lujoso traje y vistiera su habitual taparrabos.
      En otras palabras, que volviera a ser el mismo de siempre.
      El barbariano sintió algo de pena. Pero comprendió que yo tenía razón.
      —Siempre he odiado el oro, maestro Fligencio, pero no sabía el porqué. Ahora lo sé, el oro puede convertir al mejor humano en un ser despreciable, acostumbrado a la molicie y al poder. Lo he probado y creo que no debería volver a hacerlo, o ya no habrá más Zemoz el barbariano.
      —Pienso lo mismo, Zemoz. A veces creo que me bastaría con disfrutar del oro que guardo en la cueva, pero cuando he visto a esos nobles y esas ostentaciones, prefiero disfrutar de un conejo asado a la lumbre, en medio de la pradera, que esas mierdas sofisticadas y perfumadas. Y más quiero dormir en una tienda que en un palacio, si uno acaba por acostumbrarse a la molicie.
      Tras aquellas declaraciones, pasamos a lo práctico. Cazamos varios conejos (yo cacé uno con el arco, Zemoz atrapó cinco con las manos) y los asamos en una lumbre.
      Luego busqué la bandeja y comprobé como encajaba la esmeralda en el círculo del segundo sector.
      Quedaba el tercer reto.
      —Zemoz, tendremos que volar.
      —¿Cómo un pájaro?
      —Algo parecido.
   
(Continuará)
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Primeras aventuras de Zemoz

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