27 octubre 2014

Nuevas Aventuras de Zemoz - 2

Nos pusimos en marcha, dando así comienzo a la más gloriosa, y difícil, aventura de Zemoz el barbariano.
      Caminamos varios días, en jornadas sin gran cosa que destacar. En una ciudad, cuyo nombre no recuerdo, logré vaciar casi por completo de mercancías el carro, y creo que Zemoz tuvo algunos encuentros con damas a su estilo, digamos que viril, pero no me los narró por intrascendentes.
      Por fin, vimos ante nosotros la enorme mole de Bluwartyö. Aún estaba a tres jornadas de viaje, pero ya destacaba en el horizonte, su cima cubierta de nubes oscuras.
      Y fueron tres días, en efecto, los que nos llevaron a la base de la pared infinita. Para llegar allí hubimos de cruzar una selva plagada de insectos, húmeda hasta el punto de no poder encender una hoguera, y oscura como la noche (aún a pleno día). Cruzando más de un pantano me llené de sanguijuelas, que al arrancarlas dejaban un reguero de sangre.
      Gracias a los dioses, la selva terminó antes de llegar a la pared, convirtiéndose en una pradera calentada por el sol y pródiga en caza menor. Me esforcé en recordar mis habilidades con el arco y las flechas, pero sin la ayuda de Zemoz habría seguido pasando hambre. Gracias al barbariano cobramos buen número de presas, unos animales pequeños parecidos a conejos pero con plumas. Ni él ni yo los conocíamos, pero más tarde supe que la gente del lugar (salvajes que vivían en claros de la selva), los llamaban gretis.
      Los gretis asados estaban ricos, y nos sirvieron para recuperar las fuerzas. Al menos me sirvieron a mí, pues Zemoz como era lo habitual en él, seguía tan fuerte como siempre.
      Al día siguiente, nada más amanecer nos pusimos a contemplar la lejana cima. Yo me quedé pálido, tan sólo de pensar que tendría que subir aquello, aunque fuera a remolque de Zemoz.
      —¿Cómo piensas subir esa pared, Zemoz?
      —Con las manos y los pies. El Maestro Hugok me enseñó como subir imitando a las moscas, que pegan sus patas a las paredes más lisas.
      —¿Y yo? Me temo que no he tenido la suerte de haber tenido al Maestro Hugok para ilustrarme.
      —Haré una cesta para llevarte colgado a mi espalda.
      Dicho y hecho. Hacía ya rato que Zemoz se había fijado en unos arbustos rígidos y rectos que crecían por el lugar. Cortó tres enormes palos, de unas seis varas de largo cada uno, que limpió de ramas.
      Los toqué, eran duros como el acero.
      Y, sin embargo, Zemoz los pudo curvar hasta darles la forma de tres aros. Los sujetó con tiras sacadas de los mismos arbustos, y por fin los dispuso en forma concéntrica.
      Yo miraba con interés el trabajo del barbariano. Nunca habría imaginado que tuviera tal habilidad artesana. Sobre todo porque ya me daba cuenta de que mi vida dependería de esa misma habilidad.
      Zemoz sujetó los aros en dos extremos, de tal manera que podían girar hasta formar una cesta esférica. Colocó trozos rectos de la misma madera para formar el ecuador de la esfera, y un fondo más o menos firme.
      Para terminar, Zemoz retiró parte de la lona del carro y con ella recubrió aquel artefacto.
      —¿Y se supone que yo tendré que ir ahí dentro?
      —En efecto, maestro Fligencio.
      Noté un olor fuerte y desagradable. Luego caí en la cuenta de que eran mis pantalones. El barbariano no pareció notarlo, acostumbrado como estaba a su propio olor.
      Mientras me cambiaba, observé como Zemoz amarraba una gruesa cuerda a la parte superior de la cesta, y el otro extremo lo sujetaba a su cintura. Hizo varias inspiraciones prolongadas y puso los ojos en blanco. Había entrado en el estado lewkot, como le había enseñado el Maestro Hugok. En ese estado podía soportar cosas que serían mortales para un simple humano no entrenado.
      —Cuando queráis, maestro Fligencio —dijo, con voz pastosa.
      Ya me había cagado de miedo, así que no tenía forma humana de evitarlo. Me introduje en la cesta y me preparé para morir.
      No morí. O más bien, fallecí mil veces del miedo que pasé. Pero, tras dos largas jornadas, de alguna manera llegamos a la cima.
      Mas eso será tema para narrar más adelante. Veamos primero mis impresiones del duro y largo ascenso.
   
En mi vida me he sentido más inútil que durante aquellas largas jornadas, colgado como un pájaro en su jaula. Zemoz subía, aferrándose con manos y uñas, y ayudándose con los pies a cualquier grieta, por diminuta que ésta fuera.
      Yo colgaba en mi jaula y no podía hacer otra cosa salvo lamentarme de mi triste fortuna. Trataba de no mirar hacia abajo, al abismo que crecía por momentos, ni mucho menos pensar en lo que podría suceder si la cuerda que me ataba al barbariano se rompiera, o se soltaran los nudos.
      La técnica de Zemoz era asombrosa. La pared me parecía lisa como un espejo, y sin embargo Zemoz se aferraba a ella lo mismo que una mosca.
      Llegué a no tener miedo, pues no me servía de mucho tenerlo. Temblaba todo el tiempo, pero me convencí que no era por el temor a caerme, sino de frío.
      Lo cierto es que la temperatura bajaba a cada paso que daba Zemoz en la vertical. Como siempre, el barbariano parecía inmune al gélido tiempo, pero ese no era mi caso, y no había tenido la precaución de coger un buen abrigo, después de haber cruzado aquella cálida selva.
      A cada rato, soplaba un viento húmedo y frío que me dejaba aterido hasta los huesos. Por contraste, cuando dejaba de soplar sentía calor. No ayudaba mucho el cielo nublado, que amenazaba con llover en cualquier momento.
      Doy gracias a los dioses porque en ningún momento llegó a llover, pero daba la impresión de que un diluvio iba a caer en cualquier momento. Más tarde supe que eso era lo normal en aquella montaña, y que la humedad se condensaba en la cima, descargando como caudaloso río por la otra ladera.
      Zemoz podía aguantar todo ese tiempo sin comer ni beber porque se había curtido en la abstinencia y estaba en lewkot, pero ese no era el caso de quien narra esta historia. El hambre y la sed se unieron al tormento del frío y del miedo. La sed pude superarla durante unas horas gracias a una cantimplora que llené con agua, pero era muy poca para tan largo encierro.
      A ratos me lamentaba, pero lo hacía en voz baja. Zemoz me había advertido de que no debía distraerlo bajo ninguna circunstancia, y yo lo obedecía, pues si por perder concentración no podía agarrarse, estábamos los dos perdidos.
      Aún quedaba otra fuente de tormento, pero la solucioné de la manera más práctica posible. Pese al frío reinante, abrí un poco la cubierta de lona… y oriné sobre el vacío. Sentí una gran satisfacción, pues al menos no tenía problema para aquello. Zemoz ni se enteró, centrado como estaba en sujetarse ala pared como si fuera una gigantesca mosca.
   
Aún estábamos hacia la mitad del ascenso cuando tuvimos el único incidente. Hasta ese momento, ningún ave nos había molestado, pero de pronto un buitre se puso a dar vueltas en torno a nosotros.
      Me asusté. No porque temiera a un buitre, más bien por saber que esos animales avisan de la muerte; si uno, estando vivo, observa las vueltas de un buitre, eso es señal casi segura de peligro mortal. No en vano, el buitre espera que uno muera.
      Por tanto, aquel buitre estaba pregonando nuestra próxima muerte, pensé.
      La cosa se complicó cuando un segundo buitre se puso a hacer lo mismo. Los dos daban vueltas en torno a la cabeza de Zemoz, y éste a veces hacía aspavientos como si fueran moscas molestas.
      Doy gracias a todos los dioses porque el barbariano ni siquiera en tales circunstancias perdió la concentración. Muy pronto llegamos a un diminuto rellano en la pared. El único descanso en todo el camino.
      Zemoz pudo soltar la cuerda y echarse en la roca a relajarse, saliendo del lewkot. Yo pude abandonar la jaula y ver en torno mío.
      Estaba nublado, pero era de día, y pude así apreciar que nos hallábamos en un nido de buitres. Las aves seguían con sus rondas, hasta que Zemoz las atrapó con sus fuertes manos, las dos a la vez, y las degolló. Una se la zampó de pocos bocados y antes de dar cuenta de la segunda, se acordó de mí.
      —¿Quieres un cacho, maestro Fligencio?
      Dije que no. Tenía hambre, pero no tanta como para comer buitre crudo. Y recordando que estábamos en un nido, busqué los huevos, que tan celosamente había protegido aquella pareja, y pude encontrarlos. ¡De pura casualidad no los habíamos aplastado al echarnos sobre el nido!
      Eran cuatro y me comí uno. Sabía asqueroso, pero me calmó el hambre.
      Eso sí, no quise comer más.
      Zemoz, que me había visto, no sintió repudio y se mandó los huevos restantes sin siquiera romperlos, con cáscara y todo. Incluso le echó un ojo a una carcaza podrida que había por allí, pero a tanto no llegaba su apetito.
      Descansamos un poco, muy poco según mis deseos, y pronto Zemoz me avisó para seguir subiendo.
      Volví a la jaula, él se amarró la cuerda, revisó que estuviera bien sujeta, entró en lewkot y prosiguió la subida.
      Ahora hacía más frío que nunca, y el viento soplaba con más fuerza que antes.
      Había olvidado vaciar mi vejiga antes de encerrarme otra vez, pero ya no tuve inconveniente alguno en abrir la lona y dejar caer el chorro hacia el vacío infinito.
   
De pronto, para mi sorpresa la jaula se sacudió más de lo habitual. Sentí que se apoyaba en el suelo, y que Zemoz se tiraba a descansar, abandonando el lewkot ya de manera definitiva.
      Salí de la jaula. Estábamos en una pradera de hierba verde, en medio de la niebla. Pero ya no estábamos junto a la pared infinita.
      Habíamos llegado a la cima de Bluwartyö.
      ¿Y ahora qué?, me pregunté.
      Lo primero era recuperar las fuerzas. En aquella pradera había numerosos gretis, cuyas madrigueras plagaban la superficie de agujeros. Zemoz cazó tres docenas, y se comió doce crudos. Hicimos una hoguera, limpié tres de aquellos animales y me los comí. Zemoz se comió el resto, asados con su piel y tripas.
      Ya era tarde y hacía frío. De hecho, la niebla se estaba condensando en torno nuestro. Con la ayuda de Zemoz desarmé la jaula y fabricamos una tienda. Para mí, pues el barbariano dormiría al raso, como era lo habitual; aparte de que no cabría dentro de la tienda conmigo, y que yo lo prefería así. Nunca he querido dormir cerca de Zemoz, pues no me fío ni un pelo.
      Por la mañana cazamos varios gretis más para desayunar. Y luego se levantó la niebla lo suficiente para ver alrededor.
      Y vimos nuestro objetivo.
      Era una torre de plata, pequeña, en medio de la pradera.
      Fuimos hacia ella. En la base había una pequeña placa con un rubí redondo, del tamaño de un huevo de gallina. O medio huevo, pues era plana por una cara, como pude comprobar tan pronto como Zemoz la hubo arrancado.
      La bandeja la habíamos dejado abajo, con el carro, así que debíamos volver allí.
      Tal vez el lector se pregunte cómo es que dejamos el carro abandonado en la pradera, en la base de la montaña; sin duda algún viajero casual lo encontraría de su interés. Mas he de decir que conozco algunos trucos de magia; no es mucha, insuficiente incluso para protegerme de un dragón o del mismo Zemoz, por ejemplo, pero sí adecuada para impedir que un ladrón me robe el carromato. Cómo aprendí esos pequeños trucos no tienen mayor importancia, pues estas son las aventuras de Zemoz, no las de Fligencio.
      Entretanto, teníamos dos rutas para bajar, pero una era imposible: volver por la pared infinita. La otra era dar un enorme rodeo, bajando por el otro lado de la montaña Bluwartyö. En realidad, esa era la única posibilidad.
      El otro lado era en pendiente inclinada. Cerca del abismo era bastante lisa, pero pronto se empezó a notar la ondulación de un pequeño valle, que conducía a un arroyo. El arroyo llevaba a un río y éste muy pronto tenía un caudal considerable.
      Zemoz había insistido en cargar con los restos de la jaula, con la excusa de usarla yo como tienda. No me había convencido pues esa sería la primera vez que el barbariano se preocupaba por mí.
      Y así era, porque cuando nos topamos con la orilla de un río caudaloso, aprovechó los palos y la lona para construir un bote. Añadió varias ramas de árboles cercanos que cortó, y lo impermeabilizó todo con la grasa de un pequeño venado que cazó.
      Desde ese momento, navegamos en el bote, río abajo. Muy pronto comprendí que aquella era la única ruta practicable, pues llegamos a un punto donde el río atravesaba un desfiladero de altísimas paredes.
      Yo me había preguntado cómo era posible que nadie subiera por el otro lado para hacerse con aquella joya, pero estaba claro a cada paso que la mejor ruta era la que habíamos seguido; aquella ladera era apta para bajar, pero no para subir.
      Aquel desfiladero estaba flanqueado por rocas cortantes que parecían llegar hasta el cielo. El río cruzaba entre ellas a saltos, que parecían romper nuestra tosca canoa.
      Tardamos varios días en bajar aquella corriente. Encontramos varios saltos, que pudimos practicar bajando por la hierba húmeda, junto a las cascadas.
      Y por fin llegamos a un lago tranquilo. Zemoz se orientó, no sé cómo y señaló una dirección entre los árboles.
      Cruzamos una selva, muy parecida a la que recorrimos al principio y salimos a una pradera, también conocida.
      ¡Y allí estaba el carro! Intacto, con todas sus cosas en su sitio. Nadie lo había tocado gracias a mi magia.
      El mulo estaba suelto y no estaba seguro de que aún siguiera por los alrededores. Lo llamé de un silbido y al poco, para mi tranquilidad, apareció.
      Dentro del carro estaba la bandeja, y pude comprobar cómo el rubí encajaba a la perfección en el círculo situado en la espiral, en el sector de la montaña.
      ¡Zemoz había logrado superar el primer reto!
   
(Continuará)
Enlace al comienzo de estas aventuras

Primeras aventuras de Zemoz

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