29 junio 2016

El Dorado

LEYENDA DE D'OROS

D'Oros era el hijo predilecto de Klimé. En el trío que formaron en los cielos Klimé, Hümeg y Orinda, había nacido gran cantidad de chicos y chicas, y todos ellos se convirtieron en aves de todo tipo. D'Oros no quiso convertirse en un ave, como sus hermanos, y prefirió mantener la forma humana. Pero como no le gustaba el color azul, se recubrió de hojas doradas.
Klimé le dijo que bajara a la tierra, ya que no quería volar. Y Klimé llegó a la costa, donde el mar bañaba la arena dorada, como su nueva piel.
D'Oros se escondió en la arena, acostándose con la espalda pegada al suelo y el pecho hacia el cielo. Creía que nadie podía verlo, pero Klimé se asomó y nada más verla, D'Oros se excitó.
Promio y Geria eran dos humanos que vivían pescando en el agua. Se dirigían a la costa cuando Promio vio el erecto miembro dorado de D'Oros en medio de la arena. Se lo señaló a su compañera, quien de inmediato quiso acoplarse.
D'Oros se sorprendió cuando la nativa se acopló. Pero hizo lo adecuado para satisfacerla. Luego fue el turno de Promio.
Geria quedó embarazada de D'Oros y de Promio, tuvo dos niños, una hembra azul y un varón dorado, según sus respectivos padres.
Geria, D'Oros y Promio crearon así el primer trío de la tierra del Golfo Dorado.
Cuando una mujer tiene un hijo dorado en vez de azul, se dice que es hijo de D'Oros y que está llamado a ser el más importante de la tribu.
Y es por eso que el jefe de la tribu se pinta de color dorado, para simular ser hijo de D'Oros.

Luis Lopaguirre llegó a La Paz Arcuatiana en 1591 (E.A.), y fue al año siguiente cuando oyó hablar de D'Oros, el reino dorado del norte. Era parte del continente de Ustralia, Bistularde.
      Los arcuatianos no sabían gran cosa de los dorados, como llamaban a la tierra de D'Oros, pero se decía que en la toma de posesión de sus jefes se bañaban con polvo de oro.
      Lopaguirre conocía muy bien la leyenda americana de El Dorado, y había leído la biografía de Lope de Aguirre, al que consideraba antepasado suyo, con o sin razón para poder afirmarlo.
      En la Unión Latina, el oro no tenía tanta importancia como en el pasado, pues ya no se usaba como medio de intercambio. Nadie empleaba monedas de oro, ni de ningún metal: el dinero era un número guardado dentro de los datos personales, en un chip integrado que llevaba todo el mundo. Y si no, en una tarjeta individual.
      Pero no obstante, el oro era apreciado. Primero, por sus propiedades físicas: era el mejor para los contactos electrónicos; combinado con grafeno presentaba propiedades únicas. Y también se usaba en joyas: aunque se pudiera fabricar diamante artificial, el oro metálico sólo podía obtenerse de la naturaleza.
      Ninguna mujer, terrestre o bistulardiana, despreciaba una joya de oro. Tampoco ningún hombre, por supuesto.
      A Lopaguirre se le encendieron los ojos cuando oyó la leyenda de D'Oros. Y aunque sabía bien que su antepasado perdió la vida y la salud buscando el mítico El Dorado, Luis no pudo evitar el paralelismo.
      Debía ir al norte, pero no era tan simple. La burocracia latina se impuso.
      En La Paz no disponían de transportes libres para explorar. Sólo se podían conseguir a través de Nueva Lima.
      Lopaguirre pidió autorización para explorar el norte de Ustralia. Sí, contaba con los fotomapas. No, no disponía de fondos propios, por eso pedía autorización oficial y créditos de la UL. Se suponía que había fondos disponibles al alcance de los exploradores.
      Resultó que todos los fondos para exploración se habían concedido para expediciones en el continente Alfa; salvo una en Beta. No quedaba dinero para Ustralia. Si el señor Lopaguirre deseaba incorporarse a alguna de las expediciones ya programadas…
      Luis explicó con toda clase de detalles lo que podían hacer con las demás expediciones y desconectó la conexión. Esa misma tarde vació las reservas de la mitad de los bares de La Paz… o eso le pareció cuando se despertó en una celda de la policía. Alboroto y rotura de mobiliario urbano, dijeron los agentes, por eso lo habían encarcelado.
      Dos semanas de cárcel no sirvieron para calmar su cólera, pero sí para que meditara su próximo paso. Fondos oficiales no podía conseguir, pero tal vez sí fondos privados.
      Celia Alcántara era viuda del coronel Kleisman, muerto en un accidente de volador cuando venía de Gamma. Doña Celia tenía recursos, grandes haciendas en los alrededores de La Paz, dos casas señoriales, una de ellas en Nueva Lima. Incluso se comentaba que disponía de más tierras en Perú y México, aparte de varios locales en el Cinturón. Además, era aún joven y se conservaba bien.
      No era de extrañar que Doña Celia se viera asediada por muchos pretendientes. Luis Lopaguirre se unió al grupo, con más suerte (o habilidad conquistadora) que el resto.
      Conseguir el lecho de la viuda Alcántara llevaba aparejado el acceso a parte de sus riquezas. Luis la encandiló con visiones del oro que podía conseguir de los dorados al norte. Celia le costeó una expedición.
      Ahora tenía que encontrar voluntarios. En La Paz casi todo el mundo tenía ocupación, y la mayoría de los desocupados no tenían ganas de embarcarse en aventuras. O no cumplían los requisitos más rigurosos. Luis convenció a tres hombres y una mujer en paro, e incluso uno de los hombres tenía un brazo biónico; aunque éste aseguró que funcionaría a la perfección fuera de la ciudad. Luego, Luis tuvo que moverse entre la gente ya ocupada, convenciéndoles para que dejaran su trabajo en pos de la aventura; así logró hacerse con cuatro voluntarios más.
      A mediados de 1594, los ocho expedicionarios y Luis Lopaguirre partieron con rumbo norte. Llevaban un transporte de seis ruedas, con un remolque acoplado. El equipo era lo que le habían asegurado que le haría falta, desde armas hasta herramientas de todo tipo.
      Gracias a los satélites geoestacionarios no tendrían problemas de comunicación, salvo que se quedaran sin energía.
      Ninguno de los nueve tenía experiencia en la exploración, y eso lo pagaron muy pronto: a ciento cincuenta kilómetros de La Paz, el conductor del transporte se metió en medio de una ciénaga de la que ya no pudo salir. No les quedó otro remedio que abandonar el vehículo, cargando con todo el material que pudieron llevar encima.
      Aún estaban a miles de kilómetros del golfo Dorado, la costa norte que Luis había planteado como meta. Varios quisieron abandonar, regresando a La Paz, pero Lopaguirre les dijo que si se iban sería de vacío, pues todo el material se lo llevaba él al norte.
      Los mosquiburros les picaban continuamente. Llevaban un repelente grasiento que se untaban por todo el cuerpo y al que llamaban «mierda de pollo», por su aspecto y su olor. Pero la mierda de pollo era eficaz y con ella cubiertos quedaban a salvo de las picaduras. Y sin aplicarse la mierda de pollo, las reacciones alérgicas debidas a las picaduras les dejaban la piel hinchada, al menos hasta que se inyectaban una dosis enorme de antihistamina.
      Tras una semana de atravesar el pantano y la selva que encontraron a continuación, llegaron a unas colinas semidesérticas. Allí sufrieron el ataque de los loboleones.
      Un hombre y una mujer murieron y dos hombres más quedaron malheridos. Además, se estaban quedando sin provisiones, pues no sabían qué plantas podían comerse. Luis había olvidado algo tan elemental como un laboratorio portátil…
      Para ignominia de Lopaguirre, tuvo que pedir auxilio. Dos voladores de ayuda vinieron a recogerles en la colina. Estaban a unos mil kilómetros de La Paz, y a más de dos mil de la costa norte.
      No quisieron oír nada acerca de llevarles al norte. Irían a La Paz o les dejaban allí mismo…
   
Doña Celia Alcántara estaba sin duda encandilada con las habilidades amatorias de Luis Lopaguirre. Sólo puso una condición para costearle una nueva expedición: que no se fuera de su lado tan pronto.
      Esta vez, Luis organizó mejor las cosas. Viajaría con un grupo pequeño, nueve hombres y mujeres más él mismo: diez era la capacidad máxima del transporte (idéntico al que perdió). Pero buscó gente con experiencia.
      Claro que en La Paz Arcuatiana había poca gente con experiencia en exploración, y ninguna estaba disponible; aparte de que todos conocían su fracaso anterior. Así que tuvo que poner un anuncio de alcance global.
      Tardó un año en completar su grupo de expedicionarios, incluyendo cinco del grupo anterior; era evidente que, ahora sí, tenían experiencia.
      Contaba con dos expertos conductores y una bióloga especializada en alimentos. Así podrían alimentarse de lo que hallaran por el camino.
      Doña Celia lo despidió con lágrimas en los ojos. Aunque, a espaldas de Luis, ya había encontrado un sustituto.
      Corría ya el año 1599. Luis avanzó hasta el norte, esta vez evitando los pantanos y la selva todo lo que pudo. Llegó a las colinas donde tuvo el encuentro con los loboleones.
      Esta vez pudo atravesar las lomas y las sabanas de las llanuras que siguieron durante dos meses.
      Avanzaban despacio, porque la bióloga Marta Feliguerra insistía en estudiar las plantas y animales pequeños que encontraban. Reportó veintitrés especies nuevas, de las que quince resultaron ser comestibles; más aún, cinco variedades de animales (pájaros y roedores) y seis plantas (frutas y raíces) eran deliciosas y se incorporaron a la dieta de los exploradores. Pero perdían mucho tiempo en los análisis.
      Llegó 1600 y dieron con el primer grupo de nativos desconocidos.
      El encuentro fue como tantos otros en Bistularde. Eran pacíficos, amigables y pudieron usar un traductor después de varios días de balbuceantes charlas con gestos de todo tipo.
      Un nativo, de nombre G'Joirt, les habló del jefe D'Oros. En cuanto dispusieron de una traducción operativa, Luis escuchó de sus labios la leyenda D'Oros.
      No quedaba claro si D'Oros era el nombre de la tribu, del jefe, o del dios mítico. Pero lo de pintarse de color dorado era muy significativo.
      G'Joirt no quiso dar más detalles, pese a la insistencia de Luis. Sólo supo decir que en una mano doble de años (diez), habría un nuevo D'Oros.
      Los expedicionarios no quisieron esperar. Tras largas discusiones, acordaron dejar a Luis con equipo suficiente, viviendo con los dorados (nombre que dieran a los nativos).
      Los demás volvieron a La Paz.
      Doña Celia tuvo que conformarse con Hober, el sustituto de Luis.
      Entre los dorados, Luis se acostumbró a la vida primitiva. Notaba que lo apreciaban en gran manera, y tardó en darse cuenta de era debido a su color de piel, moreno claro que para los nativos era casi dorado.
      Le sugirieron ser jefe, pero Luis se negó. Primero debía aprender las costumbres nativas, antes de atreverse a dirigirles.
      Pero sí aceptó formar trío con dos mujeres nativas, dos jóvenes fogosas.
   
Pasaron los diez años, la doble mano, y Luis asistió a la ceremonia de coronación del nuevo líder. D'Oros sería su nombre, como siempre, olvidando el que tenía desde nacer.
      En todos esos años, Luis había esperado ver algún objeto de oro, siquiera un objeto ceremonial, y le extrañaba no ver nada. Esperaba que al menos en la ceremonia tenía que usarse, por pura lógica. Si se cubría de oro al nuevo jefe…
      Desnudo como todos los demás, la piel casi dorada de Luis destacaba entre los tonos azules del resto. Vio como el sacerdote llevaba un bote de arcilla junto al nuevo jefe. El bote tenía tonos dorados, pero era de arcilla, eso sin duda.
      Con un pincel hecho con hojas, el sacerdote pintó al nuevo jefe con lo que era una pintura dorada.
      Luis le preguntó, en voz baja, a una de sus compañeras por la pintura.
      —La elabora con würtine —explicó. Hablaban sin usar el traductor, ya sin baterías, pero innecesario.
      Luis tardó un rato en averiguar que würtine era un fruto no comestible, cuya pulpa daba un tinte dorado. Sólo se usaba en la ceremonia del D'Oros y su tinta se iba con el tiempo, pero eso no importaba porque Klimé ya habría reconocido a un nuevo D'Oros.

Tres manos de años después, se nombró D'Oros al extranjero. La tinta del würtine se mantuvo años y años en su piel, demostrando que era un D'Oros auténtico.
      El nacido Luis Lopaguirre, ahora D'Oros, apenas se comunicó con La Paz para avisar a Celia Alcántara que se había quedado con los dorados.
      Doña Celia no lo echaba de menos, gracias a las caricias de Hober y de Olianda, una nativa que trabajaba en la casa.
      La leyenda de D'Oros no se publicó, pues contenía detalles escabrosos como una mención al incesto y otras cuestiones no aptas para menores.

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