Desde el primer momento, despertaste mi interés. Estabas allí, entre una docena, todos con los ojos tristes, anhelantes.
Pero me fijé en ti, te miré a la cara, y pude leer en tus ojos tu propia historia.
Los primeros días. Una mota de pelo entre otras motas de pelo. Calor, suavidad, amor. Una fuente de comida, una lengua cariñosa que te limpiaba, que te amaba. Los gañidos de los demás, tus gañidos. Y algunas voces altas, extrañas, de gente que te cogía con las manos.
Siempre volvías a estar con tus compañeros, al calor materno.
Hasta que un día, ya no regresaste.
Se acabó el calor de tu madre. De tus hermanos.
Ahora estabas en una caja de paredes transparentes.
Cerca de ti, otros, también encerrados.
Tenías comida, pero no la rica leche. Tampoco te limpiaban con la lengua. Hacías tus necesidades en el suelo, y siempre lo cambiaban.
Por las paredes veías gentes. Te miraban, te decían cosas.
Querías acercarte, pero no podías, la pared te lo impedía.
Así un día tras otro.
Hasta que por fin, alguien te cogió. Las manos de una niña te acogieron y te llevaron.
Un nuevo hogar. Nuevos lugares para dormir, nueva comida. Y nueva gente.
Y allí estaba Él. Desde el principio comprendiste que a Él se lo debías todo. Si Él estaba contento, tú felicidad era plena. Si Él estaba enfadado, tu obligación era aprender, no hacer “eso” que a Él molestaba.
Todo tu tiempo era para Él.
Él te alimentaba. Él te sacaba de paseo para que hicieras tus necesidades. Él jugaba contigo. Él te peinaba, te lavaba. Él te quería.
Había otras personas, aparte de Él. Como la niña, que jugaba contigo y te hacía rabiar. Siempre te dejabas hacer, porque sabías que ella era otra cachorra como tú.
Fueron largos días de felicidad.
Hasta que llegó el infierno.
Tú no lo podías entender, pero yo creo imaginarlo.
Llegaba el verano. Los hoteles no admiten mascotas, sale muy caro pagar el viaje, no hay lugares donde dejarte. Y ya eras grande, molesto. Ya no era un cachorro.
Todos los días había que sacarte de paseo, ¡qué latazo! Y ni siquiera podía entrar en un bar a tomarse una cerveza, había que esperar a que cagaras y mearas para llevarte a casa y así poder salir con los colegas.
La solución, ¡simple!
Te metieron en el coche, te soltaron, ¡sin cadena!
Te dejaron atrás.
Ya no sabías donde estaba Él.
No encontrabas el plato con la comida ni con el agua.
Comprendiste que para beber tenías que buscar algún charco. Y para comer, las bolsas de la basura.
Para dormir, algún rincón que debías disputar a otros como tú. O a las ratas.
Ahora tenías encima cosas que te picaban y debías rascarte. Tu pelo estaba enmarañado y nadie te cepillaba. Te sentías sucio.
Le gente te daba patadas, te apartaba de su lado.
Nunca volviste a ver a Él.
Finalmente, llegaste a este lugar, con otros como tú.
Esperándolo a Él.
Pero en lugar de él, llegué yo.
Te acogí en mi casa. No pagué por ti, porque no se paga por el amor de verdad.
Ahora, para ti, yo soy un nuevo Él.
7 comentarios:
¡Me encantó tu relato Félix! Me hizo recordar a los perritos que tuvimos mis hermanos y yo en casa cuando pequeños. Y sí, aunque principalmente nuestros y los queríamos mucho, se notaba que siempre Él, era el ser más significativo para los perritos. Mi papá era ese ser, tenía un algo, ese algo para ellos… Era ese Él a quien ellos reconocían, seguían y adoraban.
De niña siempre quise tener un perrito, pero mis padres no lo permitieron. En 2001 me regalaron una perrita de un mes de nacida. Se llamaba Osa. Era toda ternura. Nos tenía muy bien educados para que supiéramos lo que quería o necesitaba. Murió hace un año y todos la extrañamos. :_(
Como suele decirse, "¡el Rey ha muerto! ¡Viva el Rey!"
La mejor cura para la tristeza por la pérdida de una mascota es conseguir otra. Pero no la compres, ¡adóptala! En cualquier refugio de perros abandonados podrás encontrar a ese animal que buscas. No importa lo que haya pasado antes, lo más probable es que te acepte y te quiera mucho más que cualquier animal comprado, con todo su pedigree
Este relato es magnífico. Me encanta.
Sigo atenta a lo que escribes...
Un abrazo
Gracias, Marta
Carlos Vidal.
Félix,con tu relato has reabierto una herida sentimental:
En mis años de Urbanizador, me encontré con un dilema que no supe solucionar. Treinta y tantos años después, sigo sin saber lo que tenía que haber hecho. La realidad es que donde acudía mis fines de semana , iban apareciendo perros abandonados, los cuales como si yo resultara un imán para ellos, a pesar de jugar con mis hijos, se me dirigían con cara de ¡ Por favor sé mi amo!. Se me partía el corazón, al ausentarme, cada semana. No podía atender a ninguno. Poco a poco con el tiempo desaparecieron, sintiéndome aliviado. ¿Que debía haber hecho para atenderles?. No hacía falta denunciar al Ayuntamiento su existencia. Era conocida por todos, y nadie asumió la responsabilidad de adoptarlos.
En eso me encontraba en la misma situación de todos, pero el que los perros me eligieran a mí para presentar su petición con la cabeza gacha y lamiéndome los pies, difería de los demás.
Supongo que tal situación la han vivido más personas y me gustaría saber exactamente como debe solucionarse tal problema.
¿Qué podías haber hecho? Es la pregunta del millón. Y la respuesta depende de cada uno.
Salvo que seas un santo o un millonario a quien no le importa perder un buen montón de dinero, sería imposible que te hicieras cargo de todos, así que entiendo tu posición.
Si dispones de tiempo, puedes dedicarte a buscar dueños para esos perros. Pero claro, primero hay que buscarles un hogar provisional. Una perrera, para entendernos.
Por cierto, no creo que tú realmente fueras un imán para los animales, tal vez simplemente el lugar era adecuado para abandonarlos y te tocaba a tí pasar por allí.
Si esos animales desaparecieron, ¿no te preguntas qué fue de ellos? Si tuvieron suerte y alguien los recogió, estupendo. Pero tal vez fueran muriendo bajo las ruedas de los automóviles...
Creo que deberías preguntarte cual fue el destino de esos animales que dejaste de ver. Muchas veces, como no vemos el problema, pensamos que no existe...
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