22 septiembre 2010

TILAIO (2º parte)

El teniente Lopalba se reunió con Dolomif a solas. Los otros diez terrestres se dispersaron por todo el poblado y hablaron con los nativos sobre casi todos los temas posibles. Sólo cuando se les preguntaba acerca de sus intenciones, lo dejaban en manos de los jefes.
Tilaio procuró no apartarse de Mary mientras ésta hablaba con otros kalianos.
La cabaña de Dolomif tal vez fuera lujosa pero para el teniente resultaba tosca y primitiva. Aunque por supuesto no dijo nada, mientras observaba todo lo que le rodeaba.
Estaba dividida en varias habitaciones mediante mamparas y cortinas, hechas con hojas y ramas tejidas. La mayoría de las habitaciones parecían estar destinadas a dormir y Lopalba sólo podía apreciar en una de ellas un lecho de hojas cubierto con una especie de lienzo.
Quedaba la habitación central, donde se hallaban los dos. Había en ella una mesa de madera con tres patas y varios taburetes confeccionados con troncos ahuecados, y recubiertos con piel (parecía ser de lobotigre). Había objetos dispersos por los rincones, la mayoría de ellos elaborados con arcilla, madera y fibras vegetales.
Entre los objetos, cuya función era desconocida, destacaba una caja de plástico, de colores llamativos (rojo, violeta y verde), que indicaba algún contacto previo con los colonizadores.
Hasta entonces apenas habían hablado. Dolomif estaba observando al terrestre y al ver que se fijaba en la caja la tomó, lleno de orgullo por su posesión, y dijo: —Esto fue un obsequio que me hicieron al ser nombrado jefe. Procede de una tribu muy lejana, a muchos pasos de aquí, más allá de las montañas y del gran río.
—Es de origen terrestre, ¿no es cierto?
—Sí, procede de las estrellas. Un extranjero la cambió hace ya muchos soles y eso fue muy lejos. No conozco los detalles.
—Esos extranjeros seguramente eran como nosotros.
—Eso es lo que me han dicho.
—Y supongo que se habrán quedado a vivir.
—Así me lo han contado. Más allá de las montañas y del río grande.
—Sobre eso es de lo que quería hablar con usted, Dolomif.
—Todo el mundo me ha preguntado a qué han venido los extranjeros. Yo también lo pregunto.
—Queremos quedarnos cerca de los kalianos. En el sitio que nos dejen.
—Hay tierras a muchos pasos de distancia. No las necesitamos. Tenemos suficientes a pocos pasos y no se agotan, gracias a Hertil.
—Muy bien, porque si el jefe está de acuerdo, llamaré a más extranjeros para que bajen desde el cielo.
—¿Más? —por una vez, Dolomif pareció alarmado.
—No muchos, unas pocas manos de manos.
—¿Serán más que los kalianos?
—No estoy seguro. Tal vez unos pocos más. Y les enseñaremos muchas cosas.
—En ese caso, pueden quedarse.

Y eso fue todo. Para el teniente resultó toda una sorpresa la facilidad con que se les había concedido terreno para la colonia. Había esperado unas negociaciones más complejas, cargadas por la desconfianza mutua. Pero el nativo ni siquiera había preguntado qué era lo que les enseñarían, ni solicitó un intercambio de bienes.
Casi era de noche cuando los once terrestres salieron del poblado. Nadie les acompañó hasta la nave.
La Lupita despegó en la oscuridad creciente.

Tilaio vio partir la nave desde el pueblo. El ruido atronador y la luz tan intensa, que asustaron a más de uno, a él simplemente lo maravillaron.
Pensaba en otras cosas.
Los extranjeros venían a quedarse. Ahora se marchaban, sí, pero a buscar más compañeros. Y Dolomif simplemente les había entregado unas tierras sin preguntarles qué pretendían hacer con ellas.
Él no podía ni siquiera opinar sobre el tema, pero nadie le impedía pensar.
Y pensaba que era un error. Dolomif debería haber sido más duro, exigir algo a cambio de las tierras. Por ejemplo, los hombres del cielo podrían enseñarles a manejar las armas con fuego y trueno. O a volar por el cielo. Pero el jefe simplemente había dicho que sí a la petición de los extraños.
Claro está que tampoco habría servido de mucho negarse. Los extranjeros eran poderosos y se quedarían si ese era su deseo.
Lo de pedir permiso a los kalianos (a su jefe) era un detalle de agradecer, por cierto, pero sólo un tonto se lo creería. Un tonto como Dolomif.
Tilaio se preguntó si el jefe habría considerado que no valía la pena negarse. Pero sabiendo cómo era de inteligente (es decir, muy poco), decidió que no. Ni se había dado cuenta.

Al día siguiente, la nave que bajó era mucho mayor que la pequeña Lupita. 56 colonos (dos manos de manos, una mano y uno más, según la forma de contar de los nativos) bajaron en una explanada situada a unos dos kilómetros del poblado Galiano.
Mary estaba entre ellos, como no podía ser menos. Su experiencia en el planeta no era demasiada, pero sí la suficiente para ayudar a aquellos novatos.
Lamentablemente, Mary no había ejercido propiamente de colonizadora, pues nada más llegar fue destinada a Nueva Lima, una ciudad ya construida y sin nativos cercanos. Así que no podía brindar experiencia en el trato con los bistulardianos ni con la vida salvaje. Mary sí había conocido nativos, pero ya “civilizados” o más bien adaptados a la cultura latino-terrestre.
Sí que había visto el gran contraste entre las costumbres de los aborígenes y los terrestres. Incluso bajo sus nuevas improntas culturales, los nativos tenían comportamientos insólitos en toda clase de circunstancias.
Sobre todo en el tema sexual. A todos los terrestres llamaba la atención la facilidad con la que los bistulardianos tenían relaciones sexuales, sin tener ningún tabú. Más de un terrestre se había quedado atónito a ver a las chicas nativas pedirles abiertamente tener sexo. Tanto hombres como mujeres. Los hombres nativos también eran así, pero eso ya estaba más de acuerdo con el estereotipo del macho terrestre.
Mary no aceptaba lo que decían sus compañeros, eso de que los nativos estaban locos por el sexo. Simplemente tenían menos inhibiciones, gracias a un hecho difícil de aceptar para una mujer de la Tierra: las bistulardianas ¡sabían perfectamente cuando podían quedarse embarazadas! No corrían riesgos de embarazos no deseados, lo que a fin de cuentas era el problema mayor que tenían las terrestres para ser más promiscuas. A los hombres no les importaba, porque ellos no eran quienes se embarazaban.
A ella le habían llovido propuestas por parte de nativos (y de terrestres). Pero no pudiendo controlar sus embarazos sin recurrir a las inserciones subcutáneas anticonceptivas, muy difíciles de conseguir en la colonia, no le quedaba otro remedio que limitar el sexo a cuando se sentía segura de que no habría riesgo. Y así y todo siempre se quedaba llena de temor hasta que llegaba la bendita menstruación.

El teniente Lopalba era de Guadalajara, así que ese fue el nombre elegido para la nueva población. Ya que no habían otras poblaciones con ese nombre, sería Guadalajara de Bistularde.
La nueva población se comenzó a construir enseguida. Las máquinas montaron ocho galpones semicilíndricos en cuestión de horas. Seis de ellos serían para viviendas, el otro para centro administrativo y el octavo lugar de recreo, instrucción y sanidad (un centro comunal).
La idea era que los nativos asistieran a las actividades en el centro comunal, donde también podrían ser atendidos de sus enfermedades y recibir enseñanzas.
De hecho, se invitó a todos los kalianos a visitar el nuevo poblado de los colonos.
Lopalba se arrepintió de aquella invitación casi de inmediato. Los nativos invadieron Guadalajara, entrando en todos los edificios (y en todas las habitaciones, ¡incluyendo las de aseo!), molestando a los colonos y a las máquinas y brindando su (innecesaria) ayuda que casi nunca era solicitada.
Más que ayudar, molestaban. Pero no se les podía echar después de haberles invitado.
Ahora los colonos debían dedicar la mayor parte del tiempo a evitar que los kalianos se accidentaran con las máquinas. En el centro comunal tuvieron que curar toda clase de lesiones, incluyendo la amputación de un brazo.
Este último caso fue de una mujer que ignoró los avisos para que no se pusiera en el camino de una cortadora láser. Cuando ella vio su brazo en el suelo y el muñón sangriento, se desmayó. Despertó horas más tarde, y tenía el brazo reimplantado; de hecho, ella creyó que no le había pasado nada, que todo había sido un sueño; hubo que mostrarle la cicatriz en su brazo para que comprendiera lo que había sucedido.
Al menos aquel incidente sirvió para que los nativos tuvieran más cuidado. Aunque si los extranjeros eran capaces de recomponer brazos y piernas cortadas, no había porqué tener miedo; eso dijo alguno, y siguió con sus imprudencias.
Tilaio trataba de evitarlo en lo posible, pero se tuvo que enfrentar al viejo problema: nadie le hacía caso. Bastaba que él dijera algo para que la mayoría de sus vecinos hiciera justo lo que él no quería.
Mary seguía observando al chico. Decidió hacerle una recomendación juiciosa:
—Tilaio, si lo que quieres es que la gente haga algo, ¿por qué no le dices que haga lo contrario? Así cuando los otros lo hagan al revés de cómo tú lo pides, terminarán por hacer lo que tú realmente quieres. Y así podrás tener más éxito.
Parecía enrevesado, pero Tilaio lo comprendió con facilidad. Y siguió el consejo, quedando sorprendido con los resultados.
Lo más curioso fue que a partir de entonces la gente comenzó a hacerle algo de caso.
Por su parte, Dolomif seguía ignorando sus recomendaciones; y el teniente Lopalba hacía lo propio.
Entre los terrestres, casi quien único le hacía caso era Mary. Ella tenía muy en cuenta sus sugerencias. Pese a su juventud, hallaba muy juiciosos sus puntos de vista.
Y, como no podía ser menos, Tilaio le pidió tener relaciones sexuales.
Mary se lo esperaba, así que no le sorprendió. De hecho, el sorprendido fue él al verse rechazado.
La terrestre no supo explicárselo bien. Según la experiencia del chico, sólo se le rechazaba cuando no se le encontraba interesante como pareja. Lamentablemente, esto era lo más frecuente.
Pero entre los kalianos, si dos personas se gustaban, no había motivos para que no pudieran tener sexo. Razones que para los terrestres eran importantes: la edad, el parentesco, si eran hombre o mujer, no tenían apenas valor para los nativos.
Sólo había otro motivo para un rechazo claro y era el riesgo de embarazo: si una mujer lo preveía, no había más que decir.
De hecho, esa fue la excusa que usó Mary.
Pero no era una verdadera solución: semejante argumento valía para un determinado día, pero más adelante ya no era válido casi nunca.
Y Tilaio lo sabía.
Cuando volvió a repetir la petición, Mary se vio obligada a explicarle la gran diferencia entre las bistulardianas y las terrestres en el control de su sexualidad.
Por su parte, ella no sabía muy bien qué hacer. El jovencito era atractivo, pero sabía bien lo que dirían los demás colonos si ella se liaba con un niño nativo. No tenía cristales anticonceptivos pero podía conseguirlos si se lo proponía; ya lo había hablado con la encargada de la farmacia, una joven de Morelos que entendió su problema a la primera.
En realidad, dada la diferencia en el número de cromosomas entre terrestres y bistulardianos, el riesgo de embarazo era casi nulo. Pero podía darse un episodio de aborto, según ella tenía entendido. No podía correr ese riesgo.
Tilaio supo que era aceptado, pero que por algún extraño motivo que escapaba a su comprensión, la terrestre no podía tener relaciones con él.

(continuará...)
(enlace a la primera parte)

2 comentarios:

lectora asidua dijo...

No entiendo la tecnología tan avanzada como para pegar brazos amputados y no para inventar un método anticonceptivo eficaz y accesible :-s jajajaja
leeré lo siguiente ahora :D

Baldo Mero dijo...

Existe esa tecnología. Pero Guadalajara de Bistularde es una colonia pequeña, con pocos recursos.