10 mayo 2013

Sinfonía


El Maestro Gaisowitz golpeó el atril con la batura. A continuación la levantó. Los 125 músicos presentes alzaron la vista. Estaban preparados.
      Gaisowitz inició los movimientos y sonaron las trompas y los tambores. Las flautas añadieron su dulce sonido y se unieron los violines con los timbales.
      En pocos segundos, todos los instrumentos participaban de la partitura.
      El público oía extasiado. Un paño de silencio cubría los asientos, no se oía ni siquiera una respiración.
      En primera fila, las autoridades. Entre ellas, dos diplomáticos, representantes de países en guerra. Ambos sentían como la paz inundaba sus mentes. ¿Por qué mantener ese estúpido conflicto? ¿Por qué no podían vivir en paz los dos pueblos? ¡Era posible!
     
Edmon Gaisowitz había estudiado medicina, física y música a la vez. De alguna manera, había hecho posible compatibilizar las prácticas diarias en el Conservatorio con los duros estudios universitarios. Y se había graduado con buenas notas.
      Luego se puso a trabajar en un doctorado en neurofísica, uniendo sus dos carreras, mientras seguía avanzando en su carrera musical. Un año antes de leer su tesis, ya dirigía la orquesta universitaria en el Paraninfo.
      Era inevitable que terminara por unir todos sus intereses. Igual que había unido la física con la medicina, acabó por integrar la música en sus estudios. «Efectos de las ondas armónicas y disarmónicas en la actividad neurológica» era el título de su ponencia, que recibió el Cum Laude con los aplausos del tribunal.
      Edmon estudió el efecto de la música en el cerebro de muchas personas, tanto enfermos como sanos. La musicoterapia se convirtió en una técnica habitual en el tratamiento de diversas patologías, no sólo cerebrales: descubrió que diversos adagios estimulaban el sistema inmunitario, logrando incluso vencer al cáncer. Según sus conclusiones, determinados ritmos activaban por resonancia las ondas cerebrales adecuadas, y podrían afectar desde al hipotálamo hasta determinadas áreas de la corteza cerebral.
      Tuvo una idea y durante varios años luchó para sacarla adelante. Lo primero fue componer una sinfonía muy especial, aplicando en ella tanto sus conocimientos de música como lo que había averiguado en neurofísica.
      Mas difícil fue la segunda parte; tuvo que mover influencias entre autoridades, escribir cartas a muchos diplomáticos, incluso organizar pequeñas audiencias, donde mostró solo una parte de su obra.
      Y al fin lo había logrado. El estreno de su Sinfonía se hizo con la presencia de los representantes de países largo tiempo en guerra. Allí estaban los delegados de Israel, de Siria, Egipto, Líbano, Arabia, Irán, Turquía… Todos estaban escuchando la música que les llevaba un mensaje de paz como nunca antes habían oído.
     
El Maestro Gaisowitz bajó la batuta. La sinfonía estaba dividida en dos partes, y estaba previsto un pequeño receso entre ambas.
      Los diplomáticos se reunieron en un cuartito. Allí esperaban los tratados para ser firmados.
      Todos ellos estamparon sus autógrafos.
      Aunque el representante de Israel estaba dudando. Tenía la impresión de haber sido engañado por aquella música. Ahora que había dejado de oírla, volvían sus sentimientos de odio hacia aquellos gentiles, aquella gente que no eran el Pueblo Elegido por Yaveh.
      De todos modos, ya estaba firmado y sería difícil la vuelta atrás.
     
La segunda parte de la sinfonía tenía un tempo distinto. Aquí no buscaba tanto la paz como influir en los cerebros de manera más directa.
      Era una música extraña. A veces alegre, otras triste, unas elevaba el espíritu, para luego deprimirlo. Aquellos vaivenes se hacían extraños.
      El representante israelí se sentía mal, pero no se atrevía a reconocerlo. Aquella música se le estaba metiendo en la cabeza de una forma tremenda. Era incapaz de hacer nada, siquiera mover la mano. Tampoco respirar…
      Aquellos compases estaban diseñados para afectar específicamente a los cerebros de los fanáticos violentos. Había tres personas así en la sala, todos ellos diplomáticos.
      La música volvió a ser alegre, estimulante.
      El director bajó la batuta, pero los últimos compases aún resonaban en los oídos del público, aún callados los instrumentos.
      Segundos más tarde, todo el mundo se ponía en pie para aplaudir.
      Sólo tres personas permanecieron en sus asientos. Sus vecinos tardaron largos minutos (que pasaron aplaudiendo con fuerza) hasta darse cuenta de que estaban muertos.
      Uno de ellos era el representante de Israel.
     

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