ALMA DE PERRO
Quizás nada habría sucedido si Antón no fuera tan apasionado de las ciencias ocultas; o si se hubiera conformado con un experimento más sencillo; o si... Realmente, lo que ocurrió no fue más que la acumulación fortuita de circunstancias diversas...
Antón acababa casi de leer el último libro de Renewecken, y sus ideas acerca de la «teleportación» estaban frescas en su memoria. Su perro, Bruno, lo seguía por toda la casa, mientras él buscaba un casco de plomo, un péndulo de autohipnosis, perfume de sándalo, y otros artilugios por el estilo que, según Renewecken, favorecían la concentración. Totalmente decidido a experimentar su fiel seguidor le dio una idea: ¿por qué no intentar la experiencia con el perro? Renewecken mencionaba muchísimos casos, pero siempre se tratada de personas aisladas y sólo en un caso de un grupo; pero él, si se concentraba en la mente del animal, podría tal vez...
Las circunstancias: un brusco aumento de la actividad solar, el cielo despejado sin nubes, los dos mil metros de altitud a que estaba la casa de Antón, aislada de cualquier otra en un kilómetro a la redonda, el anticiclón de 1042 milibares centrado en la zona, etc., etc.
El experimento: Antón se sienta en la posición de la flor de loto, con el casco en la cabeza y el péndulo en la mano; el ambiente, estudiado al máximo detalle, siguiendo las recomendaciones de Renewecken; el perro, Bruno, reclinado junto a su amo, un tanto triste porque no han jugado con él...
Antón se relajó... se concentró... profundamente... profundamente... «Viajar... viajar... el perro... perro... perro...»
De pronto, Antón se sintió como desplazado, raro, distinto. No podía ver, no oía, ni podía moverse ni hablar; ninguna sensación llegaba a su mente... ninguna identificable al menos. Por un momento, logró abrir los ojos y vio… tonos grises, sin color alguno; podía mirar a ambos lados de la cabeza, y su vista era más penetrante, aunque le faltaba parte del sentido del relieve. Los sonidos que oía le resultaban extraños, hasta que comprendió que, simplemente, su «nuevo» oído era más fino. Cosa curiosa, podía enfocar la fuente de cada sonido, como si le fuera posible mover las orejas...
Lo más inaudito eran los olores. Miles de olores, nunca antes sentidos, lo .embriagaban casi en su complejidad. De entre todos destacaba uno, repulsivo por lo intenso, que le mareaba. Le costó identificarlo como el del sándalo. ¿Cómo podía...?
Abrió de nuevo los ojos y se fijó en todo lo que podía ver. Sí, efectivamente, era la misma habitación, aunque la estuviera contemplando en blanco y negro; pero el ángulo era inédito, demasiado bajo...
Y de pronto se vio a sí mismo. Estaba tumbado, intentando levantarse a cuatro patas, el semblante inexpresivo, extraño...
Y Bruno, ¿dónde estaba el perro? Casualmente, Antón bajó la cabeza; luego miró a su espalda, a su pecho, y comprendió.
Él era Bruno, ocupaba el cuerpo de Bruno. Y lo que podía ver tendido en el suelo era el perro, en el antiguo cuerpo de Antón aún sin capacidad para controlarlo.
La teleportación había sido, en cierta manera, un éxito; aunque no por desgracia el éxito que él había esperado.
Con desesperación intentó concentrarse, deshacer el experimento, pero no pudo. Le era imposible en su actual estado, alcanzar el grado de concentración de antes...
La situación de Bruno era tan mala como la suya, si no peor: a cuatro patas, lloraba con terribles aullidos de dolor.
Viendo su antiguo cuerpo, se resignó a su suerte.
¡Atrapado en el cuerpo de un perro!
Desde el principio, Antón decidió cuidar de Bruno, que deambulaba tristemente por la casa. Le quitó primero las ropas, que tanto le molestaban; le dio de comer, lo sacó a hacer sus necesidades...
Por su parte, él mismo tuvo problemas para aprender a caminar. No podía mantenerse sobre dos patas, así que tuvo que conformarse con la posición cuadrúpeda. La falta de manos era exasperante, y le resultó muy difícil usar la boca como sustituto. Su vista, con ser tan aguda, carecía de perspectiva, salvo cuando miraba hacia delante... y entonces le molestaba la gran nariz; siempre calculaba mal las distancias y tropezaba continuamente. El exquisito olfato era más una molestia que una ventaja, ya que no podía identificar la mayor parte de los olores; por cierto, ¿cómo podía oler tan mal su casa?
Sus esfuerzos para hablar, oyéndose a sí mismo, resultaron risibles. Solo consiguió una extraña mezcla de ladridos, aullidos, gruñidos y gañidos, que el Bruno de cuerpo humano oyó con curiosidad. Quizás él sí los entendía...
Pronto dispuso de un reducido número de palabras que su «perro» podía comprender; ello le permitió calmarlo en más de una ocasión.
La comida no fue problema, por cierto. No se atrevía a encender la cocina, pero podía abrir la nevera y coger con la boca su alimento, crudo. Al menos, mientras tuviera algo dentro...
Ociosamente, imaginaba lo que habría ocurrido si Bruno, cuando tenía cuerpo de animal, hubiera podido hacer lo que él con tanta facilidad.
Pero ahora Bruno con cuerpo humano, estaba al borde de la locura. Un día, sin que Antón pudiera darse cuenta, salió a la calle, cruzó la carretera...
Antón, detrás de la casa, oyó la puerta y no le dio importancia. Pero también pudo oír los pasos de Bruno por el sendero ¡hacia la calle! Echó a correr y tropezó; aún no controlaba la carrera. Prosiguió más despacio, concentrándose en cada movimiento y, a la vez, en los sonidos que le llegaban del camino.
¡Un coche! ¡Un frenazo! Doloroso por lo intenso del ruido. Y ¡un grito!
¡Acababan de atropellar a Bruno!
El cadáver estaba rodeado por varias personas, probablemente del mismo vehículo. Hablaban a gritos (para el sensible oído de Antón).
—¡Tenía que estar loco!
—¡Salir así, a cuatro patas!
—No me dio tiempo siquiera para frenar.
—Pobre hombre.
—¿Y este perro? ¡Fuera de aquí, chucho!
Antón fue despedido brutalmente de una patada. Pero él no podía dejar abandonado al que fuera su cuerpo. Permaneció lo más cerca que le permitían.
—¿De quién será este perro? —preguntó uno de ellos.
—Quizá del tipo este.
—El hombre salió de aquella casa.
—Vamos a ver si hay alguien.
Antón los siguió en su búsqueda infructuosa. Ya dentro de la casa, les vio registrar las gavetas, coger el dinero y las joyas, y luego marcharse con toda tranquilidad.
—¡Esto es una bicoca!
—Ni que lo digas. El fulano estaba solo.
—Oigan, ¿por qué no nos llevamos la tele?
—¡Oye, esa es una idea!
Volvieron a entrar, pero esta vez el perro se abalanzó sobre uno de ellos. Antón sabía bien dónde morder a un hombre; el ladrón no se resistió mucho rato. Los demás, aunque recibieron varias dentelladas, lograron separarlos. Uno de ellos sujetó al perro por el hocico.
—¡Trae algo para amarrarlo! —gritó a los otros—. ¡Maldito bicho!
Al atardecer, unas tres o cuatro horas más tarde, la policía recogió el cuerpo que fuera de Antón de enmedio de la carretera. Luego, revisando la casa, hallaron a un pobre animal amarrado que gemía tristemente.
—¿Y este perro?
—Lo llevaremos al depósito. La víctima debía de ser su dueño.
Allí, en el Depósito Municipal de Animales Abandonados, siguió la tortura de Antón. Le trataban como a otro perro más, si bien lo tenían por un animal sumamente raro, con sus curiosos aullidos y gemidos constantes; por desgracia, nadie entendía los gritos de Antón (pues eso eran):
—(¡Soy un ser humano! ¡Ayúdenme!)
Solo conseguía que, a veces, un empleado se le acercara gritando enfurecido:
—¡Cállate ya, maldito chucho, o te inyecto la estricnina! De todas formas lo haremos si antes de unos días no te vienen a recoger...
Curiosamente el perro se callaba y entonces el guardia se marchaba, satisfecho. Nunca imaginó que el animal entendía realmente sus palabras.
Antón sabía bien lo que le esperaba. Todo perro vagabundo, y él lo era, permanecía un tiempo (¿dos semanas?) hasta que alguien lo recogía; si no sucedía así, era sacrificado. Y él, ¿qué podía hacer? El guardia estaba acostumbrado a los animales furiosos y tendría ayuda segura ante el ataque de cualquiera.
Cuando solo le quedaba un día oyó una voz, extrañamente conocida. Una mujer se acercaba junto con el guardia, preguntándole:
—¿Dónde dice que está el perro de Antón?
—Es allí, en la jaula 17, señorita.
AI fin pudo reconocerla: era Laura, la misma a la que había amado con tanto fervor...
—¡Oh, Bruno, pobrecito! ¡Ven conmigo, yo seré tu ama desde ahora!
—Entonces, señorita, ¿se queda con él?
—Sí, por supuesto.
—Deberá saber que es un animal muy raro.
—La pérdida de su amo le, habrá trastornado, supongo. De todos modos, es lo único de él que me queda. Los ladrones dejaron tan poco...
—Bien, por supuesto, es su responsabilidad. ¿Sabe si está vacunado? Si no lo está, lo haremos nosotros. Venga a la oficina, para que firme la orden de salida, y...
Antón los vio alejarse por el pasillo.
Un horizonte de esperanza se abría ante él. Pero también sentía cierta pesadumbre.
Laura lo trataba con algo de cariño, pero como a un perro a fin de cuentas. Solo se la veía intrigada por los extraños ladridos de Antón que por supuesto no entendía.
Le daba a comer carne, huesos, pellejos, sobras de toda clase que un perro podía tal vez disfrutar, pero no Antón, que sabía bien lo que eran.
—La verdad, Bruno, tu amo te hizo un malcriado —le decía, dándole quizás un trozo del bistec de su plato, que Antón apreciaba enormemente, más por lo que era que por su sabor (su gusto canino lo encontraba excesivamente quemado, de sabor muy fuerte, casi cáustico).
La actitud del perro era, pensaba Laura, tremendamente insólita. Si bien ella lo dejaba deambular libremente por la casa, siempre lo echaba del cuarto cuando tenía que desvestirse... sobre todo desde aquella vez que lo sorprendió mirándola, con el deseo dibujado en su cara. Y, después de ver como abría las puertas, con cuánta facilidad, ella dormía invariablemente con su cuarto cerrado con llave. El enorme macho le inspiraba algo de miedo.
Para Antón, la actitud de su antigua novia le entristecía, mucho más por cuanto no podía evitarlo. Aunque entendiera la situación, el deseo, imposible deseo, le sorprendía a cada momento. Y se daba buena cuenta de como afectaban a ella tales demostraciones.
Poco a poco, adaptándose a la situación, buscó el modo de comunicarse. Su versión canina del habla humana había sido un desastre, por lo que intentó algo distinto. La voz humana, tal como la recogían sus oídos, tenía algunas cualidades que quizá él podía imitar...
Cuando se hallaba solo, se esforzaba en «hablar». Un día, logró pronunciar «Laura» con una entonación bastante aceptable, aunque fuera apenas comprensible.
Más adelante, Laura quedó atónita cuando oyó a su perro ladrar algo que casi parecía su nombre.
—Bruno, ¡parecería que has hablado! Si no fuera porque sé muy bien que es imposible y que...
—«Leuwrgra, nop grzoi Brrumgna, zeinhño Guamtomg» (Laura, no soy Bruno, sino Antón)
La mujer quedó desconcertada. Le había parecido oír, entre extraños ladridos y gruñidos, su nombre y el de Antón.
—Estoy oyendo alucinaciones —dijo—. La soledad debe de estar empezando a afectarme...
Durante largos meses, Antón siguió con sus intentonas; quizás hubiera terminado por tener éxito, pero...
No eran raras, últimamente, las noches que Laura pasaba fuera de casa. Antón se consumía, no de pena por la falta del ama sino de celos. En su exaltada imaginación, pintaba los más atrevidos cuadros, con la mujer como personaje principal y otros actores masculinos...
Una noche, el reloj acababa de dar las dos y media, oyó la puerta. Como un perro fiel fue a recibir a su ama... y se encontró con los pies de un extraño.
—¡Oye, Laura!, no me dijiste que tenías un perro —dijo el hombre.
—¡Ah, es Bruno!, ¡olvídalo, Pepe!
—No sé si podré. Me mira con una cara...
—¡Bruno! ¿Qué te pasa? Venga, ¡a tu rincón!
Antón no obedeció. Miraba con furia al extraño, sintiendo el miedo retratado en los ojos. Todos los instintos de su mente humana estaban libres, y aumentados por la potencialidad del animal.
—¡Bruno!
—Laura, llévate a este perro a otro lado, ¡que me va a morder!
—¡¡Bruno!!
Antón, calmándose por un instante, consideró mejor la situación. ¿Qué ganaba con morder? Podía incluso matar al supuesto rival, pero ¿y Laura? Ella tendría luego que abandonarlo, y entonces...
Optó por la obediencia. Se apartó.
Laura, con voz melosa, llamó a su amigo.
—¡Hum! Vaya cuarto que te gastas —exclamó éste.
—Cierra la puerta, Pepe...
Antón sintió que le inundaban la rabia y la sensación de impotencia. Desesperado, intentó abrir la puerta pero, por supuesto, estaba cerrada con llave. Aulló, gritó, ladró, habló incluso en su versión casi humana, lloró...
Dentro de la habitación, la pareja oía todo aquello con terror creciente. Aquel perro podía ser capaz de cualquier cosa.
De pronto, cesaron los ruidos. Solo se oyó una puerta que se abría y luego era cerrada. Laura comprendió que se trataba de la puerta de la calle. .
Apenas vestida, salió afuera, llamando al perro.
—¡Bruuuuuuuno! ¡No te vayas, bobo! ¡Ven aquí! ¡¡Bruuuno!!
Antón, que la oyó, se detuvo y dijo:
—(Adiós, Laura, te dejo para no estorbarte).
Desde luego, Laura sólo entendió alguna palabra, como su nombre. El extraño, a su lado, con una bata puesta (la misma que fuera de Antón), le dijo:
—Déjalo, mujer. Ya verás como vuelve por la mañana.
—¡Por Dios, Pepe, quítate esa bata!
—Enseguida, Laurita, enseguida...
Antón era ya un vagabundo. Se unió a las bandas de perros sin dueño que hurgaban entre la basura, cazaban gatos y ratas, y huían de los chicos y del lacero. Con el peligro constante de la carne envenenada, los coches, las enfermedades...
Con su inteligencia humana, Antón se puso fácilmente al mando de diez perros, todos ellos machos, más una hembra en celo. El mismo no se sentía del todo inmune al celo, como descubrió para su asombro; aunque se despreciaba por ello, tenía que reconocer que aquella perra le atraía irremediablemente... En cierta ocasión, el instinto acabó por imponerse y ello le sirvió, cuando menos, para resarcirse un poco de tantas frustraciones con Laura.
Su preocupación constante era la comida; sentía siempre un hambre atroz, mucho más porque no estaba acostumbrado. Pero aún así, las basuras que a los otros perros satisfacían para él eran repulsivas. Necesitaba comer, y el ingenio se le aguzó...
Al fin, se decidió por «dar un golpe». Con sus seguidores, entró alegremente en un restaurante. Todos los clientes quedaron atónitos al ver doce perros que, desafiando a los camareros y sus patadas, se encaramaban a las mesas, volcaban los platos, y comían rápidamente todo lo que podían. Antón se hizo con un par de chuletas, que tragó casi enteras, antes de encontrar un plato satisfactorio: un pollo entero. La pareja que había pensado comérselo quedó inmóvil de asombro cuando un perro grande se subió a la mesa y, casi tranquilamente, se llevó el pollo. Con él en la boca, Antón decidió retirarse, previendo la llegada de la policía o los laceros. Sus compañeros, poco acostumbrados a semejante festín, siguieron divirtiéndose... hasta que se vieron obligados a huir de los policías armados con porras.
Ni que decir tiene que Antón no era tonto. Bien sabía que no tendría oportunidad de repetir la hazaña, al menos en aquellos alrededores. Pero sí que podía lograr otros objetivos, siempre que los espaciara convenientemente.
Dos semanas más tarde entró en una carnicería... y se llevó media res. Con todo, un perro quedó allí tendido, con el cuello cortado, y otros dos sufrieron crueles heridas. Por otro lado, Antón no se preocupaba lo más mínimo de lo que pudiera suceder a los demás; no eran más que animales, y en ningún caso podían reconocer el peligro en que su jefe los metía. El, simplemente, los utilizaba para sus fines. Ya no le quedaba nada de aquel cariño por los animales que antes sentía. Y mucho menos por las personas...
Otro «golpe», aún más sensacional, fue en el mercado. Allí el caos fue mayor, entre el griterío de las mujeres, los puestos de fruta y verdura desparramados por el suelo, las cajas que el mismo Antón atravesó... Entre carne y pescado, se hicieron con comida para varios días. Antón se atrevió incluso a meter, en un bolso abandonado, varios panes, dulces, pescados y una pierna de cordero, llevándoselo con total tranquilidad.
Desde entonces, medio escuadrón de laceros estaba tras ellos, y Antón lo sabía bien. Por eso, junto a los siete perros que le quedaban, cruzó la ciudad y se asentó en otro barrio. Una vez allí se las arregló para, en vez de luchar con otra manada del lugar, unirla a la suya; de ese modo, consiguió tener un grupo grande, quince perros.
Tres asaltos a restaurantes, dos a carnicerías, otro a una pescadería y, el último, a un supermercado. Todo eso en menos de dos meses. Y de nuevo tenía que buscar otro sitio...
Durante un año, Antón y sus perros asolaron la ciudad. Sus hazañas fueron tan atrevidas como atacar una granja avícola, o entrar en el zoológico. Todos los laceros, y una docena de policías, los buscaban, pero nunca lograron siquiera acercárseles: en realidad, buscaban perros comunes, con la inteligencia de tales; no imaginaban siquiera que el cabecilla pudiera ser un humano.
Eventualmente, llegaron a darse cuenta. La estrategia de los actos, su minuciosidad, el modo de huir, todo apuntaba a una persona como cerebro de la «Banda Canina». La policía decidió que tras el gran perro, del que todo el mundo hablaba, se hallaba un muy hábil entrenador. De ese modo, analizando las pistas, previeron la próxima actuación.
Y así, un día Antón y su banda cayeron en la trampa: a la salida de un restaurante, los aguardaban diez laceros.
Mientras perseguían a los suyos, Antón se escondió en los servicios; pero tuvo mala suerte. Cuando ya estaban casi todos en el camión jaula, uno de los laceros sintió ganas de orinar, y se encontró con Antón en medio de los urinarios.
—¡Eh, aquí hay otro! —gritó.
El perro, saltando sobre él, lo derribó. Corrió hacia la cocina, pero un hombre le cerró el paso. Antón, eludiendo la red, saltó hacia el cuello.
El pobre hombre se debatió desesperadamente, pero al rato quedó inmóvil. Antón entró en la cocina y salió por la puerta de servicio, despistando de nuevo a sus perseguidores.
Pero comprendía que, siendo ahora un asesino, sus días estaban contados.
Desde aquella noche en que Antón (Bruno, para ella) se marchara, Laura estaba casi desesperada. Había algo tan raro en aquel perro, algo que le recordaba tanto a Antón, que le hacía sentir la necesidad de buscarlo. Lo de aquel hombre, Pepe, duró apenas un día más. Laura se dedicó entonces a recorrer la ciudad, buscando al perro, sin éxito.
Oyó los rumores acerca de una banda de perros, la Banda Canina, capitaneada por un perro muy inteligente. Se describía al extraño jefe como un macho, pastor alemán, de lomo negro con las patas delanteras blancas y las traseras, cabeza y cola, de color amarillo o marrón, con un collar metálico de púas. Laura comprendió, asombrada, que era el mismísimo Bruno.
Oscilando entre el temor y la esperanza, se dirigió a la policía, les explicó que aquel perro era el suyo, les rogó que si lo capturaban no lo mataran, que se lo entregaran, que ella se haría responsable...
Le costó convencer al Jefe de Policía, pero al fin lo consiguió.
Una semana después, ya cerrado el cerco sobre Antón, este se rindió. Cansado ya de tanta sangre, hambriento y fatigado… se acercó a los policías con la cabeza gacha, el rabo entre piernas; no se resistió a la red, ni a la inyección que le pusieron rápidamente.
La inyección no fue de veneno, sino un sedante. Al despertar, Antón oyó voces; dos de ellas, masculinas, debían de pertenecer a los guardianes, pero la otra... femenina, ¡era Laura!
—¡Que sí, que me lo llevo! —decía ella.
—Pero señorita, se trata de un animal muy peligroso...
—Ya le he dicho que conozco muy bien el riesgo. Por otro lado, yo soy la única persona que puede comprenderlo.
—Sargento Rodríguez, suelte al perro —ordenó la tercera voz, que debía de ser el Jefe de Policía.
—¡Sí, señor!
De nuevo en casa de Laura, esta se sentó frente al perro, le quitó el bozal, y le dijo:
—A ver, Bruno, dime: ¿puedes hablar?
—Zschi, Leurdga —contestó Antón.
—¡Por Dios, no es posible! Repítelo, por favor.
—Qje zsy, Leugda —esta vez le salió mejor.
—Entonces, ¿me entiendes?
—¡Szi!
—Solo para estar segura. Si me has entendido, cierra los ojos, menea el rabo de arriba abajo, y da una vuelta a mi alrededor.
Antón cumplió cada una de las órdenes, en el mismo orden; al terminar se acercó a Laura, que lloraba, diciendo entre llantos:
—¡Dios mío!... ¡esto es imposible!... ¡Antón!... ¿qué hiciste... a tu perro?... Esto es cosa de brujería...
El perro le lamió las manos y la cara y dijo:
—(Laura, por Dios, no llores; yo soy Antón, ¿es que no lo comprendes?)
Pero, nuevamente, la mujer no le entendió.
—Sí, ya veo que quieres hablar, Bruno, pero yo aún no puedo entenderte. Si hubiera algún modo... ¿Sabes escribir?
—|Szi!
—¡Otra sorpresa! Bien, veremos qué puede hacerse. Pera ya basta por el momento; mejor come algo. ¿Quieres carne fresca?
—¡Nowg!
—¡Caray!, sigues tan fino como siempre. ¿Prefieres entonces un poco de pollo al horno, con patatas fritas y ensalada?
—¡Szi, Leugra!
Los primeros esfuerzos de Antón con la escritura fueron casi desalentadores. Con el lápiz en la boca y un papel entre las patas delanteras, no podía ver lo que escribía, pues le estorbaba el hocico. A veces el papel se rajaba, o se le partía el lápiz... Pero algo conseguía garabatear. Primero fue una L, luego el nombre completo, LAURA, más tarde alguna frase... y Laura le dio a probar una máquina de escribir; las teclas eran muy pequeñas para sus patas, pero pudo arreglárselas con un palo en la boca, pulsando de letra en letra.
Y consiguió la tan ansiada comunicación. Lo primero que logró escribir fue lo siguiente:
«laura yo soy anton estoy en el cuerpo de bruno fue un accidente muy difícil de explicar el se quedo en mi cuerpo y yo en el suyo créeme te lo ruego yo te amo laura»
No podía escribir ni mayúsculas ni acentos ni signos de puntuación, pero no fueron esenciales, ni mucho menos, para hacerse entender. Laura, tras leer el papel, cayó desmayada al suelo.
Antón se acercó, solícito, a lamerle la cara.
Poco a poco, la situación se fue aclarando. Antón escribió una especie de memoria de lo sucedido, desde aquel día del experimento, y a la vez realizaba progresos asombrosos en el habla. Ya casi se le entendían todas sus palabras.
Mucho más adelante, un día, el Jefe de Policía se acercó a ver como se hallaba Laura con el perro. Lo que encontró lo dejó estupefacto. El perro le abrió la puerta y le saludó, diciendo casi claramente:
—Buenos días, ofisial. Pas, por fafor. Laura pendra enszguida.
—Antón, ¿quién es...? —dijo Laura, saliendo del interior —¡Ah! ¿Cómo está usted, oficial? Pase y siéntese.
—Se,se,se...señorita —tartamudeó aquel—. ¿Este es el perro?
—Sí señor, es el mismo. Ya ve que es muy inteligente. Humano, en realidad.
El policía no entendió esto último. Para él, se trataba del resultado de una estupenda educación.
—¿Cómo ha podido? —preguntó.
—Con pasienza —observó el perro—. Laura tiene musha pasienza. Señor polisía, spero que septe mis discrulpas por mis agtos anteryores, pero comprenda, por fafor, que iyo tenia que comegr...
—¿Qué está diciendo?
—Antón —dijo Laura—, habla más despacio, que no se te entiende nada.
Cierto día, Laura fue al mercado y no regresó. Antón, sintiendo una terrible corazonada, salió a la calle a buscarla. A poca distancia observó gran cantidad de gente rodeando algo; allí en medio, tendida en el suelo, desangrada... yacía Laura...
Aseguran testigos presenciales que un gran pastor alemán se acercó a la chica recién atropellada, y a continuación salió huyendo, aullando de puro pánico, corriendo entre los coches sin preocuparse en lo más mínimo por ellos. De ese modo llegó hasta el puente, se asomó al borde, y saltó al vacío. Algunos juran que en sus aullidos parecía decir una palabra, un nombre de mujer:
—¡Laura! ¡Laura! |Lauuuuuuuuuuuuuuu...ra!
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