09 noviembre 2013

El reencuentro

Llevaba años sin ver a Marta. Fue, por tanto, una alegría encontrarme con ella en aquella cafetería, de manera tan inesperada.
      Era tal y como la recordaba de los tiempos de la Universidad. Sí, el tiempo había dejado su pesada carga, en forma de algunas arrugas en la cara y una expresión algo triste. Pero mantenía su cuerpo atractivo, el mismo con el que soñé más de una vez en mi solitario catre de la pensión; por aquella época, ella había rechazado todos mis intentos, pues creía en la virginidad antes del matrimonio. Fuimos amigos, pero ni siquiera conseguí robarle un beso.
      Ahora, en cambio, me permitió darle dos buenos besos en la mejilla, aunque sólo como señal de saludo. Dejé la barra con el diario deportivo que había estado hojeando, y llevé mi café a una mesa libre. Ella pidió un té frío, de esos de lata.
      —¿Y bien, Carlos? —como en los viejos tiempos, ella abrió el fuego—. ¿Qué es de tu vida?
      —No me va mal. Tengo algunos negocios, una agencia de viajes, dos tiendas de ropa y una oficina de gestiones donde llevo alquileres y otras cosas por el estilo.
      —Tontorrón. Me refiero a tu vida personal. ¿Estás casado?
      —No. Me divorcié hace ya tres años.
      —¿Y eso?
      —¡Ya no importa! Mi mujer se lió con mi gerente y se llevaron medio negocio, aparte de casi todas las joyas que tenía en casa. Creo que viven en La Matanza o por allí. Me importa un carajo. Por suerte, ella tiene sus buenos ingresos y así lo arreglamos sin tener que pagarle una pensión. De hecho, según reconoció el juez, casi era ella quien debía pagarme a mí.
      —¿Por qué no lo aceptaste?
      —¿Dinero de esa zorra? ¡Antes muerto! Además, no me hace falta, con lo mío me arreglo bien. Y mejor ha sido hacer borrón y cuenta nueva.
      —¿Tuvieron hijos?
      —No, y fue mejor así. Ahora estoy solo y sin compromiso.
      —Y con la cama fría, ¿no?
      —Eso no importa. Ahora háblame de ti. ¿Te dije que estás tan guapa como siempre?
      —¡Adulón, que te conozco!
      —No, es verdad. Anda, ahora te toca a ti contarme tu vida.
      —¿Te cuento que trabajo en el ayuntamiento? Saqué las oposiciones y soy funcionaria.
      —E imagino que tomarás un refresco a media mañana en el que aprovecharás para comprar algunos trapitos, mientras la tonga de expedientes va creciendo.
      —Eres muy malo. Eso es lo que se dice, pero no es verdad.
      —¡No importa! Háblame de tu vida personal, no de tu trabajo.
      —Pues que también me he separado. Mi marido me puso los cuernos y lo mandé a tomar por culo.
      —¡Qué mal hablada!
      —Ya no soy aquella niña pija que no dejaba que la tocaran. Ahora digo tacos y todo.
      —Sigues igual de guapa que aquella niña de antes.
      —Y tú igual de adulón.
      —Anda, sigue contando.
      —¿Qué más voy a decir? Pepe se lió con una jovencita que le calentó la polla y cuando lo supe le pedí que se largara.
      —¿Y has tenido algún hijo?
      —Sí, pero Julio consiguió la independencia hace ya dos años. No hubo problemas.
      —Y ahora estarás buscando quien te caliente la cama. ¿No?
      —¡Olvídalo! ¿Quién va a estar interesado en una puretona como yo?
      —Muchos hombres se volverían locos por ti.
      —¡Ya me estás adulando de nuevo!
      —Pues no. Creo que tienes la autoestima muy baja, y por eso no reconoces tu belleza.
      —¿Qué dices? No me ves las canas porque me tiño, pero las arrugas se me notan. ¿No has visto esas patas de gallo? ¡Si parecen dos cruces de autopista! Tengo más michelines que el muñeco ese de los neumáticos, la piel de naranja, los pechos caídos y una barriga que no veas. Tengo várices y dolor en las articulaciones, algo de colesterol y mal genio por las mañanas desde que dejé de fumar.
      —¿Quieres ver mi colección de cuadros?
      —¿Tienes una colección de cuadros? ¿Algún Van Gogh? ¿Tal ves un Matisse? ¿Un Picasso?
      —No tengo para eso. Pero sí una galería, en mi piso, con unos veinte óleos de artistas locales, que tal vez no hayas oído mencionar, pero que creo te van a gustar. Son, sobre todo paisajes, marinas en su mayoría.
      Era una pobre excusa para que subiera a mi ático. Pero, cosa curiosa, ella aceptó.
      Pagué la cuenta (¡qué caros son esos té de lata!) y la acompañé hasta mi portal, que apenas estaba a unos metros de distancia.
      Por el camino, seguimos hablando de temas intrascendentes. Yo no quería que ella volviera a la autoconmiseración. No me había dicho cuanto hacía de su separación, pero comprendí que era reciente, y aún no se había recuperado del trauma.
      En el ascensor, Marta me sorprendió.
      —Recuerdo como me pretendías, Carlos, allá por los tiempos universitarios.
      ¡No podía creerlo! Parecía decirme algo más entre palabras. Y estaba subiendo a mi piso… No quise que lo que imaginaba se me notara demasiado.
      Pero sin duda ella lo notó. Una mirada fugaz hacia abajo y un rubor también fugaz en sus mejillas.
      No hubo más, tal vez porque la cabina se detuvo. Se abrió la puerta.
      Yo no estaba seguro de si aquello fue un sueño o real. Pero ya había pasado.
      —¡Este sitio tiene muy buena pinta, Carlos!
      El pasillo estaba limpio, y bien pintado. El suelo tenía los rodapiés de mármol rojo, y la escalera iluminada conducía a los pisos inferiores. En aquella planta sólo había una puerta, la que daba a mi lujoso ático.
      Me había costado unos buenos millones de las antiguas pesetas, y una hipoteca que aún me daba dolores de cabeza todos los meses.
      La puerta era blindada, pero no se notaba desde afuera. Salvo por la llave que introduje en la cerradura.
      El saloncito de estar era mi rincón favorito, pues allí me retiraba a leer o ver películas. Marta se dejó caer en el cómodo sofá, exhalando un suspiro.
      —Imagino que aquí traerás a tus conquistas, Carlos.
      —Bueno, también tengo una cama. Mejor dicho, dos, porque hay un cuarto de invitados.
      —No vayas tan deprisa. ¿No me ibas a mostrar tus cuadros?
      —En realidad, prefiero verte a ti. Pero si quieres, ahí mismo tienes diez. Ve mirándolos en lo que saco algo de la nevera. O del bar. Lo que prefieras.
      —Un martini. O lo que sea.
      —¿Con hielo? Puedo hacerte un cóctel, si quieres.
      —No, una pizca de hielo y ya está.
      Ella se levantó y se puso a ver los cuadros colgados en las paredes. Por un momento me quedé viendo su culo.
      No me había fijado en esos pantalones tan ajustados que marcaban su figura. Estaba realmente atractiva.
      Tenía cosas que hacer, así que fui a la repisa del bar y saqué la botella del martini. También dos copas y con todo ello en las manos me acerqué a la cocina. Saqué hielo y una bandeja, serví las bebidas y acompañé con unas olivas rellenas de anchoas. Puse todo en la mesita de centro y me senté.
      Tardé un poco en invitarla a acompañarme, tiempo que dediqué a observarla a ella, mientras seguía observando las pinturas con expresión de experta en arte.
      —Me gusta este trazo de las olas. Le aporta más realismo. Y este cuadro del velero en la tormenta, da tal sensación de peligro que me impulsa a buscar un refugio. Por cierto, ¿no me habías dicho que tenías paisajes, marinas sobre todo? ¿Qué hace ahí ese desnudo?
      Sonreí. El retrato que mencionaba Marta era mi posesión más preciada. Un enorme cuadro que representaba una jovencita núbil, a tamaño casi natural, y que en su momento me sirvió de estímulo erótico pero que ya lo tenía tan visto que ni me afectaba.
      Ahora lo contemplaba con nuevos ojos y sentí que la excitación me volvía. Aquella jovencita desnuda me hacía pensar en lo que podía conseguir de Marta, si jugaba bien mis cartas.
      —Siéntate y toma tu copa.
      Nos sentamos enfrente. Brindamos por los viejos tiempos, y volvimos a brindar por el futuro.
      —Aunque no creo que haya un futuro decente para mí —dijo ella, tras beber la mitad del contenido de la copa de un solo trago—. Marchitarme y envejecer sola. Bueno, tal vez mi hijo me visite de vez en cuando. O me encasquete algún chiquillo para cuidar, si consigue con quien tenerlos. Para eso están las abuelas, ¿no?
      —Tú todavía puedes encandilar a muchos hombres.
      —¡Ya estás con tus adulaciones!
      —¿Te apetece comer? ¿Una pizza?
      —¿Tú no cocinas? ¡Estos hombres!
      —¡Claro que cocino! Podría hacer algo, si te apetece, pero la verdad es que no tengo ganas. Por eso dije lo de la pizza. Pensaba pedirla por teléfono, si te parece bien.
      —¡Vale! Por una vez, vamos a darle relleno a los michelines.
      El teléfono fijo apenas lo utilizaba, pero allí estaba, en un rincón de la salita. Lo descolgué para pedir unas pizzas.
      —Estoy seguro de que serías capaz de seducir al jovencito repartidor de las pizzas, Marta.
      —¡Seguro que me encuentra como una vieja!
      —No lo creo. Te propongo hacer la prueba. Pero primero, ¿me das un beso?
      —¡Bribón!
      Pero desmintió el tono poniendo sus labios sobre los míos. Fue algo rápido; sentí que todos los años esperando ese momento habían valido la pena.
      Sonó el portero electrónico. En la pantalla pude ver a un repartidor de pizzas con su uniforme habitual. Era un chico joven, de unos veinte años.
      Abrí la puerta de la calle y me acerqué a la del piso. Esperé a que llegara el ascensor con la puerta abierta.
      —Pasa para dentro —le dije al joven.
      Cerré la puerta a su espalda.
      —¿Dónde dejo el pedido?
      —Tráelo aquí, a la salita —dije, indicando el camino.
      El chico vio a Marta sentada. Dejó las dos pizzas en la mesita y volvió a mirarla. Disimuló de inmediato.
      —Ven aquí para pagarte —dije.
      El chico se acercó al aparador, donde yo esperaba con un billete grande en la mano.
      —No tengo cambio…
      —No importa. Te vas a cobrar en especie con la señora —dije, en voz baja—. ¿Te gustaría echarle un polvo?
      —¿Así, sin más? ¿Cómo en las pelis porno? —él también contestó en susurros.
      —Más o menos. Podrás quedarte con el cambio. ¿Qué te parece ella?
      —Me recuerda a mi madre, pero más joven. Está buena, eso es cierto.
      —¡Pues díselo!
      El chico no sabía qué hacer.
      —Marta, el chico dice que quiere cobrar en especie. Contigo.
      —¿Qué locura es esa, Carlos? ¿Qué fue lo que tomaste?
      —Lo mismo que tú. Este chico te encuentra tan irresistible que quiere hacer el amor contigo.
      Le dí un pequeño empujón al joven para que se acercara a ella. Lo hizo con algo de timidez, pero sin esconder su excitación.
      Marta lo notó. Y entonces sucedió lo extraño.
      Los dos se besaron. Al principio con extrañeza, pero muy pronto las bocas se fusionaron. Luego las manos se movieron por sí solas.
      En cuestión de segundos, la ropa estaba en el suelo, los dos cuerpos tumbados sobre el sofá y la pasión desbordada.
      Parecían olvidar que yo estaba allí. Marta era puro fuego y aquel jovencito cargado de hormonas, también.
      Fue todo muy rápido. El chico se vació, aunque ella tuvo su clímax justo después que él.
      El joven, cuyo nombre nunca salió a relucir, recogió sus ropas, se vistió a toda prisa y se fue sin decir ni adiós. Se notaba su azoramiento por la extraña situación vivida.
      Marta se quedó sobre el sofá, agotada. Yo miraba su cuerpo desnudo, como nunca antes había conseguido hacerlo.
      Sí, tenía algo de barriga y los pechos algo flácidos, que caían hacia los lados. Pero la encontraba más deseable que nunca. Irresistible.
      Era ahora o nunca.
      Me desnudé con la intención de acompañarla en el sofá.
      —¿Me crees ahora cuando te digo que eres irresistible, Marta?
      Ella no dijo nada. Miraba mi cuerpo. Yo estaba aún en pie, y no podía disimular mi excitación.
      Mientras tanto, yo seguía con mis ojos recorriendo su espléndido cuerpo maduro. A diferencia de la núbil del cuadro, tenía ante mí una mujer de verdad, con la experiencia de la vida. No estaba marchita, estaba en la flor de la madurez.
      Sus pezones mostraban también señales de excitación.
      ¡Y no tenía uno de esos pubis depilados, tan de moda en estos días!
      Fundimos nuestras bocas. Las lenguas, juguetonas, se entrelazaron. Las manos, mías y suyas, recorrieron los cuerpos con ansia.
      Las dos pizzas se quedaron allí mismo, olvidadas.
      No recordaba haberme echado en el sofá, pero allí estábamos los dos, mientras los cuerpos se unían, encajando como las piezas de un puzzle.
      Ella era como mercurio, yo una barra de plomo que se hundía en su seno. Nuestros cuerpos se fundieron.
      Tal vez por eso aún me siento como si estuviera azogado. Tres días después del reencuentro.
      Por cierto. ¿Mencioné que Marta se quedó en mi cuarto de invitados, y que no lo ha dejado desde entonces?

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